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Una peculiar familia 20



CAPÍTULO XX




Desde el momento en que Barbi accedió a follar conmigo a solas, escrito estaba que Cati no se iba a conformar con menos, pues la misma naturaleza que las hizo tan iguales externamente también se encargó de que interiormente aquella similitud no fuera mucho menor. De hecho, para cualquier elemento ajeno a la familia, distinguir entre una y otra era cuestión peliaguda. Yo creo que ellas mismas disfrutaban con ese general equívoco que producían y se divertían provocándolo y aumentándolo.

Nunca he hablado hasta ahora de nuestro vecinito Moncho, porque no quiero introducir en esta historia a personajes que no tienen ninguna repercusión ni protagonismo en los hechos que intento narrar. Sin embargo, quiero hacer una excepción con este Moncho, porque su caso era bien particular y, además, sirve un poco de referencia para poner de manifiesto una de las facetas que distinguían a Barbi y Cati.

El tal Moncho decía estar locamente enamorado de Cati y se vanagloriaba públicamente de ser el único capaz de distinguir a primera vista quién era Cati y quién era Barbi. Cuestión de feronomas, según él.

En principio, Cati también se sintió algo atraída por la gentileza que el muchacho desbordaba y se dejó querer. Mas tan pronto se dio cuenta de que Moncho era más propenso a caminar por la acera de enfrente y estuvo segura de que, lo que creyó pudiera ser delicada cortesía o falta de decisión, no era sino falta de interés hacia el sexo opuesto, todas sus precoces ilusiones se vinieron abajo y, a partir de ese momento, el inocente Monchito se convirtió en centro frecuente de las burlas de ambas gemelas, que le tomaban el pelo cuantas veces les venía en gana, sin que el interesado llegara nunca a sospechar lo más mínimo del cachondeo de que era objeto.

El grado de complicidad entre Barbi y Cati era tan grande en estos casos que, estando perfectamente informada la una de las vicisitudes de la otra, dar el cambiazo era cosa de niños para ellas.

Pero, volviendo a lo realmente importante, aunque no puedo testificarlo fehacientemente, porque nunca lo supe con plena exactitud, es lo cierto que Barbi debió hacer buena propaganda de mis actividades en solitario con ella, pues, desde que estas tuvieron lugar, las dos me miraban de diferente forma y, en especial, Cati me prestaba mayor atención de lo que hasta entonces había sido habitual. Digamos que, aunque no sea exactamente correcto, ahora me consideraban como algo "más importante" y como una buena solución a sus problemas, pues no creo necesario señalar a estas alturas que Barbi y Cati eran las más ardientes de mis hermanas. Gozaban del sexo por el sexo, sin que les importara la mezcla o no de otros sentimientos. No es que no sintieran afecto por los demás componentes de la familia, pero tal afecto poco o nada tenía que ver con sus apetencias sexuales, que para ellas no significaba otra cosa que la satisfacción de sus naturales necesidades.

Aunque ni siquiera Dori, que era la más observadora y la que más al tanto estaba de todo, sabía de la misa la mitad, yo sospechaba que, fuera de casa, eran las que más actividad desplegaban en cuanto a conquistas y devaneos.

Ya he dicho en más de una ocasión que Barbi y Cati vivían como en un mundo aparte y jamás hablaban de sus intimidades. Quizás ello se debía también en buena parte a que tampoco los demás mostrábamos mucho interés por conocerlas. Ahora, al menos para mí, las cosas empezaban a cambiar un poco y, aunque no demasiado significativo, sí era evidente que entre las gemelas y yo se estaba produciendo un mayor acercamiento; como si la célebre noche en que, sin saberlo, ejercí de voyeur hubiera provocado un punto de inflexión en nuestras relaciones.

He de confesar que nunca he sido demasiado detallista, pese a que Bea me aseguró más de una vez que ello era muy valorado desde el punto de vista femenino. Dori hacía tiempo que me consideraba un caso perdido, porque nunca reparaba en su cambio de peinado o en el nuevo vestido recién estrenado. Con Barbi y Cati, sin embargo, la cosa tomó un cariz diferente, porque, siendo ambas coquetas por naturaleza, esta supuesta falta de atención por mi parte respecto a las innovaciones que introducían en su vestuario, o en su look en general, les sentaba francamente mal.

Como todo tiene solución en esta vida, las gemelas no tardaron en encontrar la forma de que yo me fijara en tales detalles por el sencillo procedimiento de llamar expresamente mi atención. Al principio eran preguntas un tanto ambiguas al estilo de: «¿Cómo me ves hoy?» o «¿Crees que así estoy más bonita?». Y, como no sabía cuál era el verdadero motivo de tales preguntas, mis respuestas eran por sistema las mismas: «Te veo preciosa, como siempre» o «Estás tan bonita como siempre».

—¡Hay que ver cómo eres! —refunfuñaban, más o menos contrariadas.

Creo que, como en tantas otras cosas, fue Dori la que se encargó de echarme un cable en esta cuestión, haciendo ver a las gemelas que mi despiste no era sólo con ellas sino con todas en general. En todo caso, sus consultas poco a poco adquirieron otro cariz, aunque mis contestaciones no variaron mucho:

—¿Qué te parece mi nuevo peinado?

—Estás divina.

—¿Qué te parece mi nuevo modelito?

—Me parece maravilloso. Te sienta divinamente.

—¿Te gusta el color?

—El color es ideal.

Pero con aquella táctica se dieron por satisfechas y ya dejaron de hacer morritos refunfuñones para pasar a poner caritas mucho más alegres. Como tampoco ello me costaba el menor trabajo, también yo contribuía con mi granito de arena y, sabiendo ya de qué iba la cosa y lo fácil que resultaba tenerlas contentas, a la menor ocasión les espetaba:

—¿Qué te has hecho hoy? Estás más bonita que nunca.

Y la interpelada de turno abría los ojos de par en par, sonreía complacida y, según hubiera o no experimentado algún cambio, o bien callaba o bien, restándole importancia a la cosa, argüía lo que procediera:

—¡Bah! Seguro que es la nueva sombra de ojos.

—¿De veras te gusto más con flequillo?

Y así como con Dori hablaba de las cosas más diversas y mutuamente nos contábamos los últimos sucesos que nos hubieran acaecido, con Barbi y Cati todas las conversaciones, bastante breves en general, se limitaban a lo mismo: a lo guapísimas que eran las dos y a lo bien que les sentaba lo último que se hubieran hecho para estar aún más guapas. No es que fueran tan superficiales como pueda parecer, sino que los temas más "profundos" solían debatirlos entre ellas mismas.

Como decía al principio, mis expectativas ahora se centraban en Cati. Alguna que otra indirecta le había lanzado en los días que siguieron a mi primer encuentro a solas con Barbi; pero o tales indirectas no fueron lo suficientemente explícitas o Cati no quiso darse por enterada. Así que aquella tarde, dos días antes del cumpleaños de Bea, decidí dejarme de insinuaciones y, aprovechando un momento en que la encontré a solas en la cocina, le dije sin tapujos:

—Aunque te parezca imposible, hoy te encuentro más apetecible que nunca. Me gustaría estar follando contigo toda la tarde.

No dijo ni que sí ni que no, pero su conato de sonrisa me resultó de lo más prometedor. Y no me equivoqué.

A la mágica hora de la siesta, cuando más estrepitosos eran los ronquidos de mi buen padre, Cati se coló como una sombra en mi dormitorio. Yo me encontraba delante del PC, buscando algo de música que piratear para no perder la costumbre. Aunque venía descalza y entró sin hacer el menor ruido, no necesité mirar hacia atrás para detectar su presencia. Un grato perfume, no sé si caro o barato pero sí bastante embriagador, inundó de pronto toda la habitación. Y antes de que pudiera reaccionar, allí estaba sentada sobre mis muslos, rodeándome el cuello con su brazo. Llevaba puesto uno de esos picardías que tanto embelesan las miradas masculinas y esta vez sí reparé en que su melena había sido alborotada a conciencia para conferir a su rostro un aspecto más salvajemente erótico.

—¿Es verdad eso que dice Dori que, de las mujeres, lo que más te gusta es la belleza interior?

Aquella pregunta, formulada entre arrumacos y frotando su nariz contra la mía, me dejó, como suele decirse en términos futbolísticos, en fuera de juego. No sabía yo que a Dori le hubiera expresado jamás conclusión tan contundente.

—Si por belleza interior —repliqué— te refieres a la que se oculta tras la ropa que lleváis puesta, sí que es verdad que es lo que más me gusta. De hecho, mientras más interior es esa belleza, más me gusta aún.

—¿Te refieres al coñito?

—Al coñito y las tetitas, por ese orden.

Cati estiró hacia abajo su prenda para dejar fuera una de sus deliciosas protuberancias pectorales.

—¿De veras te gusta mi tetita derecha?

—Gustarme es poco. Y la izquierda, no digamos.

—¿La izquierda te gusta más que la derecha?

Con otro estirón a su ropa, hice que la segunda teta quedara igualmente visible.

—Si me las enseñaras por separado —afirmé muy serio—, no podría distinguir una de otra. Las dos son igual de ricas y perfectas.

Y para demostrarle que mis palabras eran sinceras, abarcándola bien por la cintura y atrayéndola hacia mí para facilitar la labor, comencé a lamerle y succionarle ambas tetas, dedicando a ambas igual tiempo y tratamiento, sin atribuir a ninguna ellas el menor síntoma de predilección.

—¿Sabes? —murmuraba ella mientras mordisqueaba y acariciaba con la punta de la lengua mi oído—. Me encanta esto que me haces... Siento como si despertaras en mí el sentimiento maternal que toda mujer lleva dentro... Es como si estuviera amamantando a un bebé, pero más estimulante.

Cati estaba siendo para mí todo un descubrimiento. Si ya sus propios encantos bastaban para ponerme cachondo a más no poder, aquellas cosas inusuales que me decía y, sobre todo, la entonación con que las decía, me pusieron rápidamente de un salido más que subido. Mi paquillo se convirtió en pacote sin pasar siquiera por paco.

—Sin embargo —seguía ella con su edulcorada vocecita—, coñito sólo tengo uno. Ahí no hay para escoger.

—Ni falta que hace, mi cielo —mascullé entre chupetón y chupetón—. Yo también tengo una sola pollita. No necesito más coñitos.

—Aunque mi culito tampoco está nada mal.

—Tienes mucha razón, hermanita. Lástima que no disponga de dos pollitas para dar a cada cosita todo lo que se merece al mismo tiempo.

—Bueno, tampoco creo que sea un problema. Con una sola boquita estás atendiendo muy bien atendidas a mis dos tetitas.

No sabría cómo expresarlo, pero yo creo que todo el mundo me entenderá si digo que aquello fue como un colocón de sensualidad. Casi estaba a punto de correrme sin más requisitos.

Cuando Cati metió la mano por debajo de mi pantalón de deportes y asió con semejante energía mi supurante herramienta, fue como si hubiera apresado mi cuerpo entero, pues no quedó en mí célula viviente que no se estremeciera.

—De pollita, nada —seguía susurrando ella mientras iniciaba un ligero desplazamiento a todo lo largo de la más que lubricada pieza—; esto es un pollón en toda regla.

No recordaba haberme sentido nunca tan enrabietadamente cachondo. Si lo habitual es ponerse a cien, o a mil como mucho, yo estaba puesto al millón y aún no había llegado al tope.

Mi mano voló hacia su publicitado coñito y, primero sobre la braguita y después en carne viva, el apreciar que su humedad no era todavía la que parecía preconizar la voz de su propietaria obró el milagro de que mi excitación retornara a niveles algo más soportables.

—¿Me vas a comer también el coñito?

Yo creo que más que una pregunta, aquello fue toda una invitación. Invitación demasiado tentadora para que yo pudiera resistirla.

Impulsé hacia atrás la silla, que afortunadamente estaba provista de ruedas, para que la cercana mesa no dificultara la acción y, poniendo en juego mi fortaleza y ayudado por la ligereza de su peso, me puse en pie con Cati en brazos y la deposité en la cama, sin brusquedad pero con tampoco excesiva delicadeza. En gesto simultáneo, a la par que ella se encargaba de quitarse el camisón, yo me encargaba de hacer lo propio con sus bragas. Y comencé con tal ansia la comedura señalada que, en poco más de un minuto, casi se podía beber en su coño.

Tan entusiasmado estaba en mi tarea, que no podría explicar cómo lo hizo; lo cierto es que, cuando me quise dar cuenta, yo estaba sin pantalón y no era su mano sino su boca la que a su vez estaba degustando mi verga como la más dulce de las piruletas, pues hasta se relamía y todo de vez en cuando.

—Si no te importa —propuse, viendo que el asunto se disparaba—, yo creo que sería conveniente pasar ya al acto principal.

—¿No me quieres dar tu lechecita? —pareció contrariarle mi idea.

—De aquí a la noche hay tiempo para todo.

—Pero es que a mí me apetece ahora.

No era aquél mi deseo en tales momentos, pero me resultaba de todo punto imposible negarle nada y, relajándome del todo, dejé que continuara su obra hasta que extrajo de mí cuanto de extraíble tenía. Sin duda fue una porción copiosa la que tragó, pero no podría testificar nada porque no dejó asomar ni una sola gota entre sus labios.

Nos dimos poco respiro. Tan cargada estaba la atmósfera que todo el proceso de decaimiento y recuperación se produjo en tiempo record. Y como Cati parecía estar dispuesta a que nada fuera como de costumbre, tampoco la pose que adoptó para que la tomara resultó menos sorprendente. Seguro que la posturita tenía también su propio nombre como todas, pero en este caso no sólo desconocía tal nombre sino que ni la propia posturita me recordaba a ninguna otra. Ni siquiera Bea, que tanto improvisaba en su afán de enseñarme, había recurrido nunca a tal método.

Intentaré explicarme lo mejor posible, aunque no estoy muy seguro que se me llegue a entender del todo.

Cati se tumbó de lado, formando con su cuerpo un ángulo casi recto, de forma que su trasero quedaba justo al borde la cama y yo debía asaltarla por detrás, arrodillado en el suelo.

En principio separó algo las piernas para que mi verga accediera libremente a su despejado coño; pero, tan pronto que aquélla se introdujo en éste, volvió a juntar las piernas y me dejó materialmente entallado mi trasto dentro de su vagina, que pareció reducirse de pronto a la mínima expresión.

Aunque el orificio estaba más que engrasado, los primeros movimientos me resultaron un tanto trabajosos; sin embargo, ya cogido el ritmo, aquello fue mano de santo. Mi polla entraba y salía con mayor empaque cada vez y, lo que es mejor, Cati se estremecía a cada acometida como si se mantuviese en un único y continuado estado orgásmico, lo que me daba aún más ánimos. Ella no suspiraba ni gemía, sino que más bien mugía porque mantenía la boca cerrada.

Con la mamada que me había dispensado poco antes, ahora yo tuve cuerda para rato y, a compás de serrucho, ignoro la barbaridad de minutos que pasaron hasta que de nuevo me vino toda la intensidad del más espectacular éxtasis. Sólo puedo decir que no me sentía las rodillas cuando, exprimido hasta el límite, me dejé caer derrengado sobre ella.

Una vez más pensé que aquél había sido el mayor polvo de mi vida; pero ya era tan corriente que pensara tal cosa al término de cada coito, que dudé que fuera del todo verdad, pues siempre el último que echaba era el que mejor me parecía.

—Ahora que ya nos vamos conociendo mejor —volvió Cati con sus susurros a mi oído, mordiscos y lamidas incluidos—, creo que deberíamos repetir estas cosas más a menudo, ¿no te parece?

—Pues sí que me parece. Pero debes tener en cuenta una cosa: también están Barbi y Dori... y Viki no está porque no quiere... Quiero decir que yo sólo soy uno y vosotras sois tres... Tendréis que tener un poco de paciencia y guardar turno.

No quise hacer mención a Bea y Luci para no complicar más la cosa; pero era en Bea y su cumpleaños en lo que acabé pensando aquella tarde. Aún no le había hablado a mi padre del asunto y ya no podía aplazarlo más tiempo.


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