CAPÍTULO VIII
Al día siguiente Viki amaneció con un humor de perros y cuando le pedí que me aclarara el verdadero significado de su última frase de la noche anterior, no sólo no me aclaró nada sino que me espetó un «¡Vete a hacer puñetas!» que me dejó sin palabras. De su carácter voluble ya he hecho mención en otro momento, pero el empleo de exabruptos semejantes no era habitual en ella; al menos, no en el entorno familiar. Al final no lo tomé como algo personal, pues pronto pude comprobar que su cabreo era generalizado y afectó por igual al resto de mis hermanas, todas las cuales recibieron idéntico tratamiento cuando se atrevieron a dirigirle la palabra.
Así como a las gemelas todo les daba igual, Dori era mucho más sentida y aquellas salidas de tono de Viki, a pesar de que se producían con bastante frecuencia, la dejaban siempre un tanto apesadumbrada. Dori era la bondad personificada y no se acostumbraba al carácter tan desapacible de nuestra hermana mayor. Desde que tuvimos nuestro primer encuentro íntimo, yo me había convertido en su mejor refugio y poco a poco fui asumiendo el papel de ser su pañuelo de lágrimas, cometido antes ejercido en exclusiva por mi madre.
—¿Qué le pasa hoy a Viki? —me preguntó aquella tarde, adentrándose en mi habitación durante la sacrosanta hora de la siesta.
—Supongo que serán los resabios de lo de anoche.
—¿Anoche? ¿Qué pasó anoche?
Le expliqué a grandes rasgos lo ocurrido entre las gemelas y yo.
—Entonces —sentenció Dori— creo que tiene su parte de razón. Pero eso no es motivo para que pague con todo el mundo.
—¿Por qué ha de tener razón? A Barbi y a Cati les apetecía e hicieron que me apeteciera a mí también. Nadie obligó a Viki para que se quedara. Si tanto le disgustaba, se podía haber marchado sin más.
Dori casi nunca discutía y esta vez no fue la excepción.
—No sé —se limitó a decir—. A mí me parece que no fue correcto lo que hicisteis pero puede que esté equivocada. Creo que yo no lo habría hecho.
Aquel dubitativo «Creo que yo no lo habría hecho» fue lo que me dio la idea. Las enseñanzas de Bea no me estaban deparando ningún resultado y el mostrar indiferencia por Viki a ésta no le había afectado en absoluto, o al menos no lo parecía. Mucho más le había afectado, aunque no lo reconociera, el que me hubiera follado a Barbi y Cati delante de ella; o que Barbi y Cati me hubieran follado a mí, pues con las gemelas nunca se podía estar seguro de quién se lo hacía a quién.
Solía decir mi padre que siempre hay que tener previsto un plan B para el caso de que fallara el plan A. Él lo decía refiriéndose a otras cuestiones bien distintas, pero en el asunto de Viki consideré que también encajaba a la perfección. Tampoco se me había olvidado aquello de que «había que demostrarle que se estaba perdiendo algo bueno».
—¿A ti te excitan las películas porno? —pregunté a Dori.
—Si el protagonista está bueno, sí.
—¿Y si se trata de un tipo viejo y barrigudo?
—Entonces me da asco.
Pensándolo bien, a mí me ocurría lo mismo. Si la protagonista no me agradaba, mi interés decaía radicalmente. Y, ahondando más, llegué a la conclusión de que la excitación se produce cuando uno desea verse en el pellejo del fulano de turno porque de buena gana le haría lo mismo a la fulana de turno o se dejaría hacer lo que le está haciendo al fulano.
—Si tú hubieras estado anoche en la situación de Viki, ¿te habrías excitado?
—¿Viéndoos a Barbi, a Cati y a ti en plena danza?
—Sí.
—Por supuesto que sí.
—¿Y habrías querido participar de esa danza?
—No es que habría querido, sino que habría participado.
—¿Por qué crees que Viki no lo hizo?
Dori resopló, haciendo que se agitara su flequillo, como si acabara de formularle la pregunta más difícil posible.
—Hace tiempo que desistí de entender a Viki —contestó—. Por mucho que me esfuerzo, no acierto a comprenderla. Me desconcierta su forma de ser. A veces, cuando creo que debiera de estar enfadada por algo, se muestra más alegre que nunca; y otras veces ocurre todo lo contrario. Yo sé que también tengo mis rarezas, pero lo suyo se sale de toda lógica.
Mi "idea" empezaba a estar tan clara que a punto estuve de exponérsela. Finalmente, decidí no hacerlo. Quizás el factor sorpresa me deparase una ventaja extra.
Aunque hasta ahora no haya quedado de manifiesto, debo decir sin más tardanza que yo también poseía mi propio cerebrito y que algunas veces, no muchas, hasta tenía mis propias ideas. Las cosas me habían venido tan bien dadas que no sentí la necesidad de tomar más protagonismo que el que me otorgaban. Desde que mi madre me iniciara en el arte de la jodienda, nunca más había vuelto a recurrir a las clásicas pajas. Jodía cuanto quería, a veces hasta sin querer, y mi única frustración seguía siendo Viki. Como ya dije en otra ocasión, no se trataba del mero hecho de tirármela sino que era el amor propio el que estaba en juego. Más que deseo, era cabezonería. No es que el deseo estuviera ausente, pues ya he repetido más de una vez que Viki estaba muy rica; pero no era eso lo que me incitaba a perseverar y perseverar en el intento. Si de las cinco rajas de la casa, cuatro se habían avenido a complacerme sin más, me traumatizaba que, precisamente aquélla en la que primero pensé, se me resistiera con tanta tenacidad y sin justificación aparente. Si, al menos, se hubiera molestado en darme alguna explicación razonable...
Decidí que debía abandonar la pasividad que hasta entonces mantuve y que urgía pasar a la acción, inventar todo tipo de artimañas que de algún modo pudieran contribuir al logro de mis aspiraciones, que es de lo que se trataba. La maquiavélica frase de que «el fin justifica los medios» no era compartida por mi padre, pero a mí no me pareció tan desacertada en mi caso concreto, pues tampoco pretendía utilizar medios reprobables en sí. Más bien se trataba de hacer las mismas cosas de siempre, pero de manera diferente.
Llegué a estar tan convencido de que mi estrategia era la más correcta, que decidí dar el paso aquella misma noche.
Cuando hacía ya más de una hora que todos nos habíamos retirado a nuestros respectivos dormitorios y cuando ya se habían acallado las risitas de las gemelas, los ronquidos de mi padre cobraron la máxima intensidad y todo el mundo parecía dormir en paz, me dirigí al cuarto de Viki y Dori y me tumbé en la cama de esta última después de abrirme el suficiente hueco, obligándola a estirar las piernas; pues, fiel a su costumbre, ella dormía hecha un cuatro.
Dori tenía un sueño muy pesado, pero a fuerzas de sacudidas la hice despertar, tapándole previamente la boca para evitar cualquier posible grito antes de que me reconociera.
—¡Pero bueno! —exclamó en voz baja, una vez superada la sorpresa inicial y liberada de la mordaza—. ¿Qué mosca te ha picado?
—No era capaz de dormir y pensé que, tal vez, si echáramos un polvo, ello me relajará.
—¡Por favor! —intentó protestar tímidamente—. Estoy muerta de sueño. ¿Tanto te urge la cosa?
—Compruébalo tú misma —dije, tomándole una mano y llevándola a mi más que crecida verga.
—Está bien, de acuerdo. Pero vámonos a tu habitación.
—¿Por qué hemos de irnos de aquí?
—¿Pretendes que Viki se despierte y mañana vuelva a estar con la misma cara de hoy?
—Lo haremos en silencio.
—De sobras sabes que cuando me corro no puedo evitar gritar.
—Ya estaré yo atento para taparte la boca.
Mientras hablábamos yo había empezado a calentarla. La conocía tan bien y tenía tan bien delimitados sus puntos neurálgicos, que ponerla en condiciones era cuestión de minutos. Lamer sus pezones y acariciar la parte interior de sus muslos para terminar abarcando toda su vulva, restregando la mano por toda ella, haciendo que el dedo índice se abriera paso entre sus labios mayores hasta alcanzar su clítoris, era más que suficiente para que ya empezara a entonarse.
Si de por sí era cariñosa, en cuanto el veneno de la sensualidad empezaba a hacer mella en ella su afectuosidad se disparaba y era incapaz de estarse quieta. Y, más proclive a dar que a recibir, de inmediato entraba en acción. También ella conocía ya todas mis debilidades y sabía perfectamente cómo hacerme vibrar con sus besos y caricias, que se iban haciendo cada vez más intensas y atrevidas para terminar chupándomela con una técnica que había ido perfeccionando con el tiempo y que le permitía tragarse entera toda mi polla, rebasando la frontera de las amígdalas. Cuando mi glande se veía aprisionado de aquella manera, la sensación era inenarrable y todas mis fuerzas de contención se veían anuladas. Pero aquello sólo duraba segundos y después seguía el lento y envolvente acariciar de su lengua, que me devolvía el sosiego sin menguar el placer.
En esta ocasión, mi intención era doble. Quería que Dori estallara como nunca y quería, por supuesto, que Viki no fuera ajena a ello. Me posesioné de su coño con mi boca y allí empecé a hacer todas las diabluras habidas y por haber. Los ahogados gemidos iniciales pronto fueron haciéndose más sonoros y en la cama de al lado comenzaron a oírse los primeros ruidos.
No era la luna llena del sueño la que filtraba su luz por los visillos, pero el cuarto creciente alumbraba lo suficiente para distinguir cuando menos las siluetas. Yo seguía mordisqueando el clítoris de Dori y Dori ya no podía reprimir sus expresiones de gozo. La cama de al lado no dejaba de crujir, aunque Viki guardaba silencio.
Cuando Dori alcanzó el éxtasis y su grito retumbó en el silencio de la noche, Viki ya no pudo soportar más y encendió la luz de su mesita.
—¿Será posible? —bramó entre dientes—. ¿Es que ni en mi propio cuarto voy a poder dormir tranquila?
Dori y yo hicimos caso omiso de la queja y seguimos a lo nuestro, con mayor ardor si cabe. Por mi parte se trataba de algo premeditado, pues ésa era precisamente la escena que deseaba provocar; y Dori se encontraba demasiado a gusto con la comida de coño que yo estaba dispensándole como para atender a otra cosa. Creo que ni siquiera se dio cuenta de nada.
Mis labios, mis dientes, mi lengua seguían trabajando a conciencia el terreno con la cada vez mayor experiencia que las muchas prácticas me iban dando. La vagina de Dori no tenía ningún secreto para mí y hasta su clítoris parecía un viejo amigo que, a las primeras de cambio, ya se enaltecía en cuanto sentía la caricia de mi aliento y parecía que salía al encuentro de mi lengua, ansioso por recibir aquellos suaves lametones que tanto gusto le provocaban.
Dori era tremendamente receptiva a las caricias de todo tipo, pero hurgar en su intimidad superaba con creces a cualquier otra alternativa. Parecía que le entraba el baile de san Vito y era incapaz de permanecer quieta un solo segundo. Si Viki no era de piedra, cosa que ya empezaba a dudar, nada podía resultarle más excitante que el ver a su hermana debatiéndose en aquel fuego, donde el crepitar de las llamas era suplido por sus continuos jadeos y gemidos, a veces amortiguados y otras, cuando yo pasaba de una acción a otra, exhalados como auténticos lamentos.
—¿Por qué no os vais a tu habitación?
La voz de Viki me sonó ahora menos convincente y con el rabillo de ojo pude captar como su rostro se congestionaba por momentos. Se había medio incorporado en su cama y la sábana con que se cubría se había desplazado ligeramente dejando visible su teta izquierda. Y, cosa extraña en ella, hasta su pierna derecha permanecía casi totalmente al descubierto, como buscando un alivio al incremento de temperatura que debía de estar experimentando todo su cuerpo.
Aunque hubiera podido prolongar la escena durante largo rato, consideré que el momento de la verdad había llegado. Mi verga, que Dori no había dejado de sobar en casi ningún momento, estaba resplandeciente y pletórica, con el debido fuste que la ocasión requería. Una vez más, la semidesnudez de Viki parecía causarme una mayor impresión que su desnudez total tantas veces contemplada. Pero no era mi propósito hacer patente tal debilidad hacia ella y me dispuse a poseer a Dori por enésima vez procurando transmitir la impresión de que era ésta la única que me interesaba.
Cesé de acosar la entrepierna de Dori y me elevé hasta alcanzar su boca con la mía. Aquel beso profundo y tierno se había convertido en la señal convenida para indicar que todo estaba listo para el ataque final. Aunque habíamos ensayado múltiples posturas, Dori mostraba una inclinación congénita por lo convencional y pocas veces variábamos nuestra conducta: o el clásico misionero, cuando lo fundamental era el follar, o la típica cabalgada lenta si lo que nos apetecía era charlar al tiempo de consumar pausadamente el acto. No le agradaba ser hostigada por detrás porque deseaba verme mientras lo hacíamos. De alguna manera, diríase que le gustaba "copular también con los ojos".
Entre Dori y yo siempre había existido un entendimiento pleno y los dos procurábamos complacernos mutuamente al máximo. Aquella noche entendió enseguida que yo estaba por salirme de la rutina y accedió sin más a mi propuesta, renunciando a sus preferencias con la generosidad de costumbre.
Mi intención era que Viki asistiera a toda una auténtica demostración de mi potencial amatorio y que pudiera presenciar sin trabas el espectáculo. Hice colocar a Dori a cuatro patas sobre el revuelto lecho y me situé de rodillas tras ella. Propiné unos últimos lengüetazos a su brillante vagina para estimularla un poco más y, separando ligeramente sus nalgas, inicié la penetración, confiriéndole la solemnidad y parsimonia de las grandes ocasiones.
—¡Esto es insoportable! —clamó Viki; pero no hizo nada para evitarlo y su mirada no se apartaba de nosotros.
Empecé a bombear lentamente al principio, recreándome en la cara de pasmo e incredulidad de la forzada testigo, dejando que no perdiera detalle de cómo mi polla entraba y salía. Con toda intención había elegido para la ocasión uno de aquellos condones que Dori y yo denominábamos de "efecto retardado", muy apropiado para polvos prolongados, ya que el mayor espesor de la goma restaba sensibilidad a mi miembro, que así podía aguantar mucho más tiempo y mucha más marcha, facilitando que ella pudiera correrse varias veces antes que yo descargara.
Como si conociera y quisiera secundar mi plan, Dori se mostró especialmente escandalosa a la hora de manifestar sus emociones.
—¿Crees que no sé por qué haces esto? —me increpó una Viki cada vez más furibunda—. Pues lo sé muy bien y no te va a servir de nada. Por mí podéis seguir hasta mañana y repetirlo todas las noches.
Y con uno de aquellos violentos ademanes, típicos en ella cuando la mala leche la dominaba, apagó nuevamente la luz.
—Si Dori no tiene inconveniente —hablé al fin—, por mí puedes unirte a la fiesta. Ya sabes que no tengo ningún problema en atenderos a las dos.
—¡Cerdo, más que cerdo! —explotó Viki. Y, aunque no pude verlo porque aún mi vista no se había acostumbrado a la nueva oscuridad imperante, estaba convencido de que se había situado dándonos la espalda, sepultando la cabeza bajo la almohada en un inútil intento de no escuchar los gemidos de Dori, pues me bastó incrementar un poco el ritmo de mis movimientos para que tales gemidos pudieran oírse en toda la casa.
Dori fue la más beneficiada. Más atento a las reacciones de Viki, yo había perdido ya la cuenta de sus orgasmos y estaba dispuesto a seguir propiciándole cuantos quisiera hasta que ella misma fijara el límite.
Aunque me consideraba un chico fuerte y resistente a la fatiga, a veces no me quedaba otro remedio que darme unos momentos de descanso y, en uno de esos momentos, cuando los ruidos de Dori amainaron, pude advertir que la cama de Viki producía unos acompasados crujidos más que sospechosos. Di por sentado que se estaba masturbando y, deseoso de sorprenderla en tal tarea, arrecié con todo hasta correrme como un bendito y acto seguido, buscando a tientas el interruptor, volví a encender la luz.
Los crujidos cesaron de inmediato, pero el sofoco de Viki era más que elocuente y, aunque cubierta con la sábana, me quedó claro que su mano diestra, ahora inmóvil, ocupaba un lugar muy concreto de su anatomía ejerciendo una labor más concreta todavía. Y lo más significativo: ni siquiera protestó por haber encendido de nuevo la luz, limitándose a mirarme de una manera muy particular que no supe de qué forma interpretar.
Superada la sorpresa, tornó a ser la misma de siempre.
—¿Ya está satisfecho el señorito? ¿Por fin podremos dormir tranquilas?
Dori, después de liberarla del condón y limpiarla como tenía por costumbre, acariciaba mi cada vez más lánguida verga como si de un gatito se tratara. Era su forma de recompensarla por los buenos servicios prestados.
Dándole un tierno beso de despedida y sin atreverme ni siquiera a intentar hacer lo mismo con Viki, regresé a mi cuarto y, a la espera de que el sueño me venciera, me puse a hacer mis propias conjeturas sobre si mi actuación de aquella noche daría o no los resultados apetecidos.
Estaba ya más dormido que despierto cuando noté que un cuerpo desnudo me empujaba hacia un lado para hacerse sitio en mi cama. El corazón me dio un vuelco porque lo primero que pensé es que se trataba de Viki, que por fin se había rendido. Olvidándose del más reciente pasado, como si nada hubiera ocurrido y dejándose llevar por la ilusión del momento, mi polla se encabritó nuevamente en décimas de segundo y...
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2 comentarios - Una peculiar familia 8
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