CAPÍTULO III
Después de que Dori me abriera de par en par las puertas del paraíso, yo no sabía muy bien a quién estarle más agradecido: si a ella, por tan deliciosa demostración, o a mi padre, por haberle inculcado tan notables enseñanzas.
Sabiendo que mi padre se había encargado ya de pasarse a todas mis hermanas por la piedra, sentí que pisaba un terreno mucho más firme y, que a partir de ese mismo momento, estaba legitimado para compartir con él el derecho de pernada respecto a mis hermanas, pues a mi madre seguía considerándola caso aparte.
Contar con el apoyo incondicional de Dori, me liberó de toda tensión. Ella siempre me serviría de desahogo en caso de necesidad, y eso me dio nuevos bríos para reanudar mi particular lucha con Viki, que seguía resistiéndose a todo trance. Aunque, sin saber muy bien porqué, estaba casi convencido de que si le hacía saber que me hallaba al corriente de sus andanzas con nuestro padre, el camino se me allanaría; pero por nada del mundo hubiera dejado en evidencia a Dori y, en su lugar, lo que hice fue estar más atento a los movimientos que se producían en casa, pues resultaba evidente que allí sucedían muchas e interesantes incidencias de las que yo no tenía la menor idea.
Debo confesar que soy de esas personas que acometen las cosas con gran empeño, pero rápidamente me cunde el desánimo si no logro pronto mi objetivo. Como no estaba a mi alcance seguir el control del ciclo menstrual de mi madre, y no me parecía adecuado inmiscuirme directamente en tales asuntos, intenté servirme de Dori para que me facilitara la misión; pero, entre otras cosas, ella era demasiado despistada para garantizarme el éxito en la gestión y, a lo más que se comprometió fue a informarme cuando ella fuera requerida para hacer alguna de aquellas "suplencias". No era poca ayuda, pero no sirvió de nada.
Ya la propia Dori me había indicado que tales sustituciones eran imprevisibles y podían producirse a cualquier hora del día. El único requisito imprescindible era que mi padre estuviera presente. Todo lo demás era tremendamente aleatorio; y, por si fuera poco, podía ocurrir que en dos días desfilaran todas por la alcoba matrimonial o que se pasasen meses enteros sin ser llamadas.
—Pero, ¿tomáis alguna precaución especial para que los demás no podamos sorprenderos? —le pregunté a mi fiel informadora, viendo que las jornadas pasaban y no sucedía nada de nada.
—En mi caso, que yo sepa, no... —Dori vaciló unos momentos y rectificó—: O tal vez sí. Si es de noche, lo hacemos con la luz apagada; y si es de día, papá siempre baja las persianas... Con mamá creo que no actúa así.
—Con mamá actúa así y de todas las maneras —repuse yo, decepcionado.
Y no podía decir mayor verdad. Mi padre, cuando estaba en vena, era de los de aquí te pillo, aquí te mato. Yo creo que no quedaba rincón en la casa que no hubiera sido testigo, al menos una vez, de sus arrebatos conyugales. Lo normal es que lo hicieran en su propia alcoba, pero el baño o la cocina tampoco eran escenarios infrecuentes.
Para mí, el asunto de Viki se había convertido ya en un problema de amor propio desde el instante en que supe que me negaba lo que a otros le daba. La verdad es que nunca nos habíamos llevado muy bien del todo, pues a mí me consideraba el "niño mimado" de la casa, el que "siempre se sale con la suya", y ello hacía que me tuviese algo de manía. Además, poseía un humor tan variable que uno no sabía nunca cómo abordarla. No es que nuestras relaciones fueran tirantes, pero tampoco se caracterizaban por la mutua simpatía que nos profesábamos. Y eso que, guiado por el propio interés evidentemente, ahora me esforzaba lo indecible en ser para con ella todo lo agradable que podía, rehuyendo por sistema cualquier motivo de conflicto entre ambos. Porque, por encima de pequeñas rencillas, había una realidad que se imponía a todo lo demás: Viki era el auténtico bombón de la casa y yo me moría en deseos de saborearlo.
Aunque no esperaba que me sirviera de mucho, intenté de nuevo comprometer a mi padre en el espinoso asunto, a ver si se decidía de una vez a echarme una mano.
—¿Es cierto, papá, que has desvirgado a mis cuatro hermanas?
Pensé que aquella pregunta le cogería de sorpresa; pero el sorprendido fui yo, al observar la naturalidad con que abordaba el tema.
—Por supuesto que lo es —contestó sin inmutarse—. ¿Quién podría hacerlo mejor que yo?
Para aquella pregunta no encontré respuesta y pasé a formular la siguiente mía:
—Y, después de desvirgarlas, ¿has vuelto a acostarte con ellas?
—No de forma habitual, pero sí cuando las circunstancias lo han demandado.
—¿Y cuáles son esas circunstancias?
—¿Para aplicártelas a ti mismo? —sonrió burlonamente.
Tampoco para aquella réplica tenía yo preparada contrarréplica alguna y proseguí con mi particular ataque.
—¿Mamá no te satisface plenamente?
—Mamá me satisface muy plenamente. Pero hay ocasiones en que no puede.
—¿La regla?
—Sí señor, la maldita regla.
—¿Y por qué Viki sí quiere contigo y conmigo no?
—¿Todavía sigues con el mismo empeño?
—Es que no hay forma de que se deje.
—Mejor di que aún no has encontrado la forma de que se deje.
—¿Y no me podrías ayudar tú a encontrarla?
—Tal vez podría, pero no lo haré. Ya te he dicho que eso es algo que tiene que producirse espontáneamente. Y aún añadiré más: mientras más larga sea la batalla, más valiosa será la recompensa.
Como frase, quedaba muy bonita; pero como consuelo... No me resignaba a mi suerte y aún hice un último intento:
—Al menos podrías darme una pista, ¿no?
—De acuerdo, te daré una pista: convéncela de que se está perdiendo algo bueno.
—No entiendo muy bien qué quieres decir.
—Quiero decir, ni más ni menos, lo que he dicho.
—Pues sigo sin entenderlo.
—Agudiza un poco el ingenio y lo entenderás perfectamente.
Total, que me quedé como estaba o más bien peor aún. Puesto que ya mi propio padre me lo había confirmado sin ningún tapujo, el intentar sorprender a mi hermana en la cama con él pasó a parecerme algo irrelevante y cesé en mi empeño.
Siempre he sido bastante orgulloso y eso de hincar la rodilla delante de alguien no iba conmigo; pero, en el caso de Viki, empezaba a estar dispuesto a hacer cualquier cosa, incluso a renunciar a mis más sólidos principios, con tal de obtener su favor.
Aquello afectaba a mi moral, que andaba ya por los suelos. Ni los esporádicos encuentros con Dori, siempre dispuesta a complacerme y a esmerarse en hacerlo lo mejor posible, servían para aliviar la carga mental que soportaba.
—Estás cansado ya de mí, ¿verdad? —me preguntó un día en que, ni aplicando sus mejores artes, consiguió que me excitara lo bastante como para iniciar nuestra enésima batalla.
—Sabes de sobras cuál es mi problema y, desde luego, nunca estaré cansado de ti. Pero ya me conoces. Quizá después resulte que las cosas no son como parecen y me lleve un desengaño. Quiero decir que es posible que, a la hora de la verdad, Viki me decepcione. Pero si no lo pruebo, nunca lo sabré.
—Yo creo que lo que necesitas es cambiar un poco de aires.
—¿Qué quieres decir?
—Haremos una prueba, a ver cómo resulta.
Fiel a las costumbres de la casa, ahorrándose la molestia de vestirse, salió de mi habitación sin darme más explicaciones. No volví a verla en toda la tarde y durante la cena no cesó de dirigirme miradas y sonrisas que se prestaban a todo tipo de interpretaciones. La cara de Viki no me incitaba a pensar que tuviera nada que ver en el asunto que Dori parecía traerse entre manos.
Las veladas no solían prolongarse demasiado, pues mi padre, obligado a madrugar por imposiciones del trabajo, se retiraba pronto arrastrando tras de él a mi madre. Las raras veces que valía la pena, los demás nos quedábamos en el salón viendo alguna película o programa televisivo, aunque aquella noche no fue el caso. Viki se encargó de quitar la mesa, dejar listo el lavavajillas y, con las mismas, desfiló hacia su cuarto, que compartía con Dori. En circunstancias normales, yo hubiera seguido el mismo camino; pero, consciente de que algo se cocía en el ambiente, esperé.
El único que tenía el privilegio de poseer una habitación en exclusiva, era yo. Barbi y Cati también compartían la suya. En realidad, más que gemelas, Barbi y Cati parecían siamesas porque no se separaban nunca. Aunque las dos eran exactamente iguales, en casa no teníamos ningún problema para distinguirlas. Supongo que debía de ser por esa experiencia que se adquiere con el trato, como la del pastor que sabe identificar a todas y cada una de sus ovejas y emparejar cada corderillo con su madre.
Barbi y Cati eran sumamente independientes, de forma que casi podía decirse que, dentro de la familia, constituían un núcleo aparte. En el fondo, al menos para mí, resultaban unas perfectas desconocidas. Siempre andaban gastándose bromas entre sí y al principio me molestaban un tanto aquellas risas tontas que, sin saber porqué, soltaban a cada momento; con el tiempo, me fui acostumbrando y ya ni siquiera reparaba en ello. Aquella noche, sin embargo, las dos estaban mucho más serias de lo habitual.
Eran dos auténticas monadas o, si se prefiere, una auténtica monada en versión doble, con todo el encanto propio de sus 19 años. Aunque nada en ellas era de despreciar, para mí particular gusto lo más sobresaliente eran sus piernas: las consideraba pluscuamperfectas.
A un cómplice guiño de Dori, que no me pasó desapercibido, las gemelas también desaparecieron de escena con mi consiguiente decepción, pues ya me había hecho mis particulares planes respecto a ellas. Dori vino a sentarse a mi lado en el sofá, me dio uno de aquellos besos que sólo ella me daba y, cuando ya me disponía a meterle mano una vez más, me frenó en seco.
—Para esta noche —me anunció con mucho misterio—, te he preparado una sorpresa que espero te agrade. Ahora voy a dejarte solo, pero tú deberás quedarte aquí cinco minutos más antes de irte a tu cuarto, para dar tiempo a que todo esté listo. ¿De acuerdo?
Aguardé impacientemente a que se pasara el tiempo señalado y me dirigí raudo a mi dormitorio, donde esperaba encontrar algo grande y donde no hallé sino el más deprimente vacío y soledad. Supongo que huelga decir cómo me sentí. No era Dori amiga de gastar bromas de tan mal gusto y, por eso, no perdí del todo la esperanza. Pero pasaron otros cinco minutos y la situación siguió siendo la misma, con lo cual sí que empecé a admitir que esta vez había sido víctima de una vil inocentada y todas las ilusiones que me hiciera se vinieron abajo de golpe.
No sé si la decepción era mayor que el cabreo o éste superaba a aquélla. Fuera como fuera, nunca me sentí tan frustrado como entonces y me faltó muy poco para llorar de rabia al acostarme.
Y fue entonces cuando empezó a cobrar cuerpo la anunciada sorpresa. De debajo de la cama me llegaron las inconfundibles risas de Barbi y Cati, que esta vez me parecieron mucho más angelicales que tontas. Loco de contento, rápidamente volví a encender la luz y allí, ante mí, me encontré a aquellas dos diosas desnudas, festejando, más divertidas que nunca, el mal rato que me habían hecho pasar.
—¿Estás muy enfadado, hermanito? —me preguntó Barbi con sonrisa burlona.
—Ya te lo puedes suponer.
—Eso lo arreglamos de inmediato —dijo Cati.
Y las dos a una se lanzaron sobre mí haciendo crujir hasta el último muelle del somier. Tomaron posición, una a cada lado de mí, y las dos al unísono comenzaron a lamer mi polla que, prontamente agradecida, en cuestión de segundos se puso en trance.
—¡Vaya con el hermanito! —exclamó Barbi—. No creía que tu cosa diera tanto de sí. La tienes más grande que papá.
Siempre es placentero que te chupen la verga o los testículos, pero que te hagan ambas cosas a la vez es algo inenarrable. Y eso es lo que Barbi y Cati comenzaron a hacer, alternándose cada dos por tres en ambos cometidos.
Con Dori había ido aprendiendo a retardar cada vez más el momento de la eyaculación, pero aquello era tan extraordinario que no creí ser capaz de resistirlo mucho tiempo y, previsoramente, intenté proveerme del correspondiente condón.
—Esta noche no te va a hacer falta eso —dijo Cati, arrebatándomelo de la mano y volviendo a guardarlo.
—Esta noche usaremos esto —agregó Barbi, exhibiendo un tubo de vaselina aún por estrenar.
Ante mi gesto de extrañeza, Cati se apresuró a explicar:
—Papá sólo nos ha dado una vez por el culo y nos gustó tanto que queremos repetirlo contigo.
—No te importa, ¿verdad? —pareció consultarme Barbi.
No supe qué decir, pues para mí se trataba de toda una novedad. Me asaltó la duda de si aquello no supondría una contravención a las leyes de la naturaleza, mas si mi padre lo había practicado quedaba claro que no debía de serlo.
—Fíjate cómo lo hago yo con Barbi —me indicó Cati— y haz tú lo mismo conmigo.
Al contrario de lo que sospeché en principio, no se trataba de que Cati fuera a dar por el culo a Barbi para enseñarme a mí cómo se hacía (no acertaba a entender cómo iba a arreglárselas para llevar a cabo tal cosa), sino de los preliminares.
Nos colocamos convenientemente y, siguiendo el mismo procedimiento que ella aplicaba a Barbi, fui vertiendo vaselina sobre el estrecho orificio de Cati y, primero con un dedo y después con dos, lubricando y dilatando su interior hasta dejarlo en condiciones de admitir el objeto más contundente que era mi embravecido cipote.
Imagínese, amigo lector, la situación. dos gloriosos mapamundi níveos y respingones, colocados frente a mí, apretados el uno contra el otro como disputándose la preferencia; y en medio de sus correspondientes hemisferios, aquellos dos agujeritos rezumando vaselina y esperando anhelantes ser colmados de carne.
La verdad es que nunca pensé que un culo pudiera ejercer tal fuerza de seducción y a Barbi le tocó la peor parte, porque fue la primera que elegí y debo reconocer que entré a matar. A la pobre se le saltaron hasta las lágrimas y aunque la cosa ya no tenía remedio, pues se la había metido casi toda de un golpe, no pudo por menos que recriminarme:
—¡Así no, bruto! Debes hacerlo poco a poco.
Creo que las nalgas de Cati se contrajeron un poco, como poniéndose a la defensiva. Yo me quedé un rato parado, sin saber muy bien qué hacer. Me pareció que sacar lo que ya estaba dentro no procedía y tampoco Barbi me lo pidió. Sin embargo, en cuanto intenté profundizar un poco más, su queja no se hizo de esperar:
—¡Quieto, quieto! Estate quieto hasta que yo te avise. Pero hazlo con suavidad y no a lo bestia.
Lo debía de estar pasando bastante mal pues hablaba entre dientes. Cati, desconfiada, me dirigió una rápida mirada la mar de elocuente.
No sé si era mi propia verga la que continuaba expandiéndose o, por el contrario, eran las paredes de la prisión que la albergaba las que encogían. En cualquier caso, yo notaba una opresión cada vez mayor y, en cierto modo, preocupante. ¿Sería capaz de sacarla de allí?
Afortunadamente, cuando Barbi me dio el visto bueno, comprobé que la cosa funcionaba a las mil maravillas y que, al cabo de unos cuantos compases, mi polla entraba y salía como Pedro por su casa y empecé a disfrutar plenamente del invento.
Con Cati todo marchó mucho mejor, pues ya actué con el debido tacto y la primera penetración la llevé a efecto con todo el miramiento que el caso requería, forzando su esfínter lo justo para que, sin dolor, admitiese la invasión de que estaba siendo objeto.
En cuanto empezaba a verme muy apurado, cambiaba de receptáculo tomándome el tiempo adecuado para recuperar la calma. Tanto una como otra gemían ruidosamente cuando les tocaba su turno, pero yo no advertía indicios de que ninguna de las dos pudiera llegar al orgasmo por aquel procedimiento y no me consideraba en disposición de mantener indefinidamente aquel trajín. De hecho, cada vez me costaba más trabajo dar marcha atrás y veía que mi explosión estaba a punto de producirse de un momento a otro.
Barbi y Cati debieron de ser conscientes de ello, pues de pronto empezaron a masajearse sus respectivos clítoris y así fue como, con la colaboración de todos, pude rematar felizmente la faena. Barbi se corrió a la vez que yo y, dejando un reguero de semen por el camino, aún tuve tiempo de coger a Cati para descargar en ella mis últimas reservas y propiciar su propio clímax.
No había sido fácil la cosa, nunca había estado tan al límite del agotamiento, pero bien mereció la pena al comprobar que mis dos gemelas se mostraban del todo satisfechas y, como colofón, me volvían a poner a tono y me recompensaban con una felación que me hizo dormir hasta el mediodía de un tirón.
Y todo aquello estuvo muy bien y nunca se lo agradecí bastante a Dori; pero nada de ello conseguía quitarme de la mente a Viki y más ahora que era la única que me quedaba por probar. ¿Cómo encontraría la forma de convencerla de que se estaba perdiendo algo bueno?.......
SUIGUIENTE RELATO
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1 comentarios - Una peculiar familia 3
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