Hace unos años, a poco de cumplir mis cuarenta, trabajé una temporada en la sucursal de una multinacional, en Buenos Aires, presidida por una señora que por varios meses llegó a amargarme la vida. Era tan demandante, absorbente y exigente, que podría decirse que mi rutina se limitaba a dormir y trabajar. Épocas duras en las que las deudas me mantenían atado a aquel puesto, que sin ser ejecutivamente importante, me permitía afrontar esa situación y estar relativamente holgado en lo económico. Sin embargo, lo cierto es que quería irme.
La mujer de marras era de edad incierta, aunque se comentaba que estaba muy pronta a cumplir los 70, si ya no los tenía. Como empresaria era muy hábil ya que de alguna manera se las ingeniaba para ir sometiendo bajo su yugo al personal, hasta quedar atrapado en su telaraña y uno terminaba pensando todo el tiempo en el trabajo.
Era muy bajita, estimo que no más de un metro cincuenta de estatura, muy delgada y menudita. Pero esa apariencia frágil contrastaba con un aura de dominación que siempre me llamó la atención. Nunca levantaba la voz ni perdía la compostura, pero en su voz grave y profunda había un marcado liderazgo, que se acentuaba con el mirar penetrante de sus enormes ojos celestes. Algo tenía la señora Isabel, tal su nombre, para amedrentar con su sola presencia, y cuando ordenaba algo uno se veía obligado a cumplir, sin importar excusa alguna.
Siempre vestía de manera elegante, aunque sobria, con trajecitos estilo década del 50 y tacos exageradamente altos, seguramente evidencia del complejo de petisa, aunque resultara extraño que semejante personalidad tuviera algún complejo.
Escuchar sus tacos, que resonaban tan seguidos dados sus pasitos rápidos y cortitos, me enervaba, pues significaba que venía a sobrecargarme de trabajo. Desde hacía un par de meses parecía habérselas tomado conmigo, ya que continuamente me llamaba a su despacho para ordenarme esto y aquello, con lo cual mis jornadas terminaban yéndome con cosas por hacer en mi casa. A la mañana siguiente ella estaba fresca como una lechuga en su despacho cuando todos llegábamos, y ahí iba a verla, ojeroso y somnoliento, para presentarle el fruto de mi obligado desvelo, que recibía sin mirarme para dejar sobre el escritorio. Esa actitud, sin valorar mi esfuerzo, se sumaba para incrementar la bronca que me despertaba. No era fea, tampoco bonita, pero tenía energía y clase, con sus cabellos rubio ceniza muy cortos, pequeños aretes y anteojos de diseño; un look que contrastaba con su indumentaria y con su edad, pero que la hacían verse ejecutiva y moderna. A veces me sorprendía mirándola y recordaba como a mis veinte y tantos me fascinaban mujeres mayores como ella, nada de la típica abuelita con zapatillas de paño, sino dueñas de mucha vivacidad. Claro que al acercarme a los 40 se me había dado por las chicas jóvenes. Mis gustos cronológicos se habían invertido y seguramente terminaría siendo un viejo verde.
Y aquí llegamos al inicio del epicentro de la historia. Cierta noche me encontraba especialmente interesado en salir temprano, ya que había hecho cita para tomar algo con la secretaria de otra empresa que funcionaba en el mismo edificio, y a la que venía cruzándome en el ascensor. Estaba preparando las cosas para retirarme cuando la señora Isabel me llamó. Algo molesto me dirigí a su despacho, y al entrar me dijo, sin mirarme:
- Señor Sable, debo pedirle que se quede un poco más hoy. Mañana a primera hora debemos presentar el informe sobre las muestras del Pacífico.
- Pero... eso es para la semana que viene, señora.
- Era para la semana que viene -respondió, algo irritada por mi acotación-. La reunión se ha adelantado por cuestiones que no vienen al caso. ¿Necesita que se quede alguien para ayudarlo?
Si mal no recuerdo, era viernes. No podría ser tan odioso como para molestar a mis compañeros, todos casados y con hijos, aunque de haber contado con ayuda de nada hubiese servido. Aquel informe me había sido encomendado casi de manera exclusiva, por lo que toda la información estaba en mi escritorio.
Eran las 18:00 cuando suspendí mi cita, que para mi desagrado pareció no importarle demasiado a la coqueta secretaria, lo que me ofuscó aún más. Así fue como me quité el saco, aflojé la corbata y me sumergí en la tediosa labor. A mi alrededor, todos fueron retirándose, hasta que el recinto me pareció aún más grande y hasta siniestro, con algunas luces de neón iluminando con frialdad el calabozo de computadoras donde pasaba la mayor parte de mis días. A unos cincuenta metros podía ver a la señora Isabel, sentada frente a su escritorio y continuando con vaya a saber qué cosa.
Alrededor de las 22:00, ya con mis ojos cansados, ella se acercó con su odioso taconeo y me preguntó cómo iba el trabajo. Le respondí que en una media hora estaría listo, tras lo cual regresó a su oficina. Antes de lo anunciado suspiré, dando por terminado el dichoso informe, pero gran sorpresa me llevé cuando, al mirar hacia el despacho, no vi a mi jefa. Me molestó suponer que se había ido sin esperar el trabajo por el que me había hecho quedar nuevamente hasta tarde. Muy picado y con ganas de arrugar y tirar por la ventana la carpeta que había acabado, fui hasta su escritorio para dejárselo y partir luego para mascullar mi bronca en algún bar, cuando en el umbral de la puerta me quedé de una pieza.
Tendida en el suelo, totalmente inconsciente, estaba la señora Isabel. Un escalofrío me recorrió por completo, pensando que se había muerto de un infarto, y recobrándome a medias me arrodillé a su lado. Lo primero que hice fue apoyar mi oído en su pecho, descubriendo que el corazón le latía. De inmediato comencé a hablarle mientras le daba palmaditas en el rostro, hasta que tras algunos segundos comenzó a pestañear.
- ¿Qué pasa...? -musitó con un hilo de voz.
- Es lo que pregunto yo -dije-, la he encontrado desmayada. ¿Tiene problemas de hipertensión, diabetes o algo?
- No tengo nada de eso -exclamó, tratando de incorporarse, aunque desvaneciéndose en el intento y quedando en mis brazos.
- No haga fuerza que no es momento -indiqué, tras lo cual le pasé un brazo por debajo de las piernas y otro por debajo de la espalda, levantándola en vilo-. ¡Vaya! Usted es una pluma.
- ¿Y qué se pensaba usted? -replicó.
Sin esfuerzo alguno la llevé hasta el mullido sofá ubicado en el otro extremo de su despacho y allí la recosté.
- Es la primera vez que me pasa esto, me siento mareadísima.
- Voy a llamar al médico de la empresa -decidí-. Puede que no sea nada más que cansancio, pero debe tomar precauciones.
- Déjeme sola, ya se me va a pasar, nada de médico. Gracias. ¿Terminó el informe?
- Sí -contesté, un poco de mala gana. Evidentemente la dama no gozaba de la capacidad de agradecimiento.
- Listo, puede retirarse, mañana hablamos.
Sin más, salí del despacho muy irritado. Tomé mis cosas y me dirigí al ascensor. Sin embargo cuando esperaba que la puerta se abriera mis buenas costumbres hicieron mella y poté por no irme aún.
Cinco minutos más tarde volví al despacho, esta vez llevando un vaso de agua fría y una taza de té que acababa de preparar en el bufete.
- Siempre que alguien se descompone se sugiere darle té, aunque no creo que tenga algún sentido.
- Pero... ¿qué hace, señor Sable? Le dije que podía retirarse -se sorprendió, aún recostada en el sofá.
- Si mi empleado me dejara solo luego de haberme desmayado, lo despediría.
- No lo despediría, señor Sable -se apresuró en aclarar-. Yo misma le dije que podía retirarse.
- Como sea, acá tiene su té y agua fría. ¿Cómo está?
- Aturdida, pero ya se me pasará. Insisto, puede irse a su casa.
- Me quería ir hace cuatro horas, ahora deberá soportarme hasta que se reponga o cuando venga su coche a buscarla. Pero insisto, debería llamar al médico, en 20 minutos estaría aquí.
- Olvídese de eso. Sólo debo... ¡oh!
- ¿Qué le pasa?
- Nada... tengo entumecidas las piernas... no las siento.
Dijo aquello en un murmullo. Por primera vez vi a la señora Isabel absolutamente frágil y vulnerable, tanto que llegó a darme pena.
Tomé sus tobillos con mis manos y los froté.
- ¿Siente algo?
- Apenas... -dijo asustada.
Acto seguido, le quité sus sonoros zapatos de taco aguja y comencé a masajear sus pies, que resultaron ser más pequeños de lo que pensé, y con las uñas pintadas de rojo. Me dio gracia el detalle, ya que a pesar de su edad y su carácter hosco y distante, mi jefa tenía cierta coquetería.
En mi juventud había adquirido algunas nociones de digitopuntura y demás yerbas, resabios de una época de new age, conocimientos que apliqué para tratar de mejorar el cuadro de la señora. Me gustó el momento, ya que en realidad nunca había puesto en práctica lo aprendido, aunque pronto descubrí que mi disfrute surgía de estar manoseando aquellas piernas tan delicadas por sobre medias muy finas. Me percaté entonces de lo bien que olía la empresaria y de cuánto gozaba de mi atención, ya que se relajó y me dejó hacer. Nunca me imaginé que llegaría el día en que estaríamos así, ni siquiera se me había cruzado en la forma de una fantasía.
Con toda la sutileza posible intensifiqué mis caricias y subí lentamente hasta un poco más allá de las rodillas, esperando que en algún momento me llamara la atención. Lo cierto es que yo estaba muy excitado en ese punto y se debía ponerme de pie me vería en problemas para disimular mi erección.
- ¿Siente que va mejorando?
Mi pregunta no obtuvo respuesta inmediata. Al mirarla me encontré con sus increíbles ojos brillando tras el cristal de sus lentes, observándome como nunca lo había hecho. Me dio intriga y deseos de saber qué estaba pensando.
- Lo hace muy bien, señor Sable... muy bien.
- ¿Lo dice de verdad? -musité, acercándome un poco y mirándola con intensidad.
No dijo nada, pero su respiración se hizo muy profunda y no me esquivó la mirada.
- Muy bien -reiteró, casi en un sollozo.
Fue cuando sentí que debía hacer lo que hice, entonces me fui acercando lenta pero de manera sostenida, hasta que mi boca encontró sus labios entreabiertos y nos fundimos en un beso que de suave pasó a intenso en un instante, al tiempo que deseché preámbulo alguno y mi diestra se aventuró bajo su falda. La sentí estremecer cuando le apreté la entrepierna, iniciando un masaje por sobre la bombacha, que ella agradeció rodeándome el cuello con los brazos y despeinándome al perder los dedos en mis cabellos.
- Ay... señor Sable... esto no está bien... no está bien -murmuró mientras besaba su cuello.
Pero su delgada mano de uñas largas y dedos adornados con costosos anillos opinaba lo contrario, pues pronto la sentí en mi bulto, manoseando mi erección.
- ¿Siente las piernas? -le dije, separándome un poco para mirarla a los ojos.
- Siento Mejor que nunca, señor Sable -respondió, para tomar ella la iniciativa y buscar mi boca con la suya.
Mientras nuestras lenguas se trababan en una danza húmeda y caliente, me las ingenié para desabrocharle el saquito y bajarle el escote, liberando dos pechos pequeños pero turgentes, apenas siliconados; otro signo de coquetería que desafiaba la edad, y mis labios se abocaron a degustar los pezones, coronados por anchas aureolas rosadas, saboreando su suavidad, su tibieza y el caro perfume que destilaba el menudo cuerpo de la señora mayor.
Mi jefa disfrutó de aquella caricia, de aquella chupada profunda, abandonándose por completo y no resistiéndose para nada cuando mis manos le quitaron la bombacha y le levantaron la pollera hasta la cintura. Por el contrario, contribuyó con movimientos para facilitarme la tarea y se abrió de piernas al evidenciarse mi intención. Arrodillado sobre un almohadón que por instinto bajé al suelo, perdí mi cara entre sus muslos y mi boca se encontró con un monte de Venus apenas poblado por un vello albino. La conchita que descubrí era pequeña y caliente, ante la cual me presenté primero con la lengua, humedeciendo su rajita con una generosa película de saliva, para luego chupar con hambre, frotando los labios en el clítoris. Los gemidos se hicieron profundos, intensos, indicándome que la mujer había caído en un trance de placer que la llevó a rendirse absolutamente a mí. La sentí estremecerse una, dos veces o más, y en la última tiró de mis cabellos hasta hacerme doler, al tiempo que liberaba un jadeo apagado. La señora tenía orgasmos múltiples, y fue al término de aquel que me puse de pie para desabrocharme el cinturón, bajar la cremallera y dejar que los pantalones cayeran hasta mis tobillos, junto con el boxer. Ella miró mi verga dura y mojada, adiviné su intención de metérsela en la boca y así lo hubiese querido, pero me habría dado tanto morbo que habría eyaculado al instante, por lo que directamente me subí al sofá, le abrí las piernas y apoyando la cabeza hinchada y desnuda en sus labios vaginales la miré a la cara.
- Después de esto dese por despedido -murmuró, con los ojos brillantes y la respiración entrecortada.
Mi respuesta fue hundirle el miembro en la concha, intrusión que recibió cerrando fuerte los ojos y mordiéndose el labio inferior, en tanto gemía. La pija fue abriéndose paso en un túnel estrecho y mojado, creo que le provoqué un poco de dolor pues me pareció que domeñó un grito, pero no me detuve hasta que mis testículos se apretaron contra su piel. Me abrazó con fuerzas y rodeó mi cintura con sus piernas, comenzando así a bombearla con cadencia.
Por momentos recordé mi adolescencia, cuando hice por primera vez el amor, desflorando a mi vecina. Nunca pensé que la señora Isabel fuera virgen, pero sí asexuada, ya que no se le conocía pasado sentimental y por lo que se sabía no tenía hijos. De ahí, supuse, que se abocara con tanto ahínco al trabajo, lo que me llevó a suponer que algún desengaño la llevó a la soltería. Todo aquello cruzó por mi mente en una fracción de segundo y volví a meditar al respecto más tarde, ya que en ese momento sólo me concentré en la escena de tener abrochada a la jefa que tanto detestaba en el sofá de su despacho. Le había comido la boca, le había mamado las tetas, le había chupado la concha y ahora la estaba cogiendo, cada vez con mayor vehemencia. Ya no reprimía su calentura y gemía, jadeaba, gritaba, seguramente a sabiendas de que absolutamente nadie más que nosotros estaría en esos momentos en el piso. Y yo me movía cada vez más rápido, casi con violencia, serruchándola, comiéndole nuevamente la boca, besando su garganta y jadeando como un poseso.
La sentí venir, la sentí temblar, agitarse como en convulsiones, supe que ingresaba en el clímax de su orgasmo más grande, entonces hundí mi verga tan adentro como pude y la tensé, sintiendo cómo se hinchaba más y más, hasta que experimenté el delicioso instante en que el cuerpo se sacude por dentro y por fuera e invade esa incomparable sensación. La pija comenzó a latir, como un segundo corazón, y sentí mi esperma salir a borbotones, empapando el interior caliente de la señora Isabel, que al percatarse de aquella inundación me abrazó con desesperación, moviendo su aparato vaginal en un masaje que abarcó todo el tronco de la verga y que me hizo estremecer.
Nos quedamos unos segundos así, fusionados, hasta que me percaté de que mi peso le incomodaba. Le di el último beso en la boca y me salí, poniéndome de pie y comenzando a acomodarme las ropas, sin saber qué decir.
Ella se quedó tendida, jadeando aún, relajada y exhausta.
- ¿Cómo se encuentra? -le pregunté, extendiéndole mi pañuelo.
- Las piernas... me tiemblan... me tiembla todo el cuerpo... pero estoy bien... demasiado bien -respondió, aceptándome el pañuelo para llevárselo a la entrepierna y limpiarse.
- Este... sobre el escritorio le he dejado el informe...
- Perfecto. Ya lo revisaré. Ahora sí, señor Sable, puede retirarse... por favor.
- Hasta mañana -respondí, saliendo del despacho.
Rato más tarde, lo ocurrido fue lo único en que pensé, hasta que el sueño me venció, pero seguí rememorando y hasta analizando la situación cuando el despertador me marcó el inicio de una nueva jornada.
Llegué a la oficina sin saber qué actitud tendría mi jefa hacia mí. Lo del despido entendí había sido un chiste morboso del momento, pero... con la señora Isabel no sabía uno a qué atenerse. Pero no la vi aquella mañana, y tampoco durante el resto de la tarde ni de semana. Me enteré que se había tomado unos días para hacerse un chequeo, seguramente a raíz del desmayo. Cuando finalmente retomó sus actividades, todo volvió a ser exactamente igual, el mismo trato, la misma seriedad, las mismas exigencias, tal es así que llegué a preguntarme si todo había sido un sueño o realmente habíamos cogido. Hasta que finalmente una tarde me hizo llamar hasta su despacho y al llegar, sin levantar la vista de los papeles que firmaba, me dijo:
- Señor Sable, necesito pedirle que se quede un poco más hoy. Mañana a primera hora debemos presentar el informe sobre las muestras del Pacífico.
En ese momento levantó los ojos y descubrí en ellos una expresión indefinible, pero que se me antojó eran de súplica.
- Si no tiene inconveniente, por supuesto.
Y agregó eso último con tanta amabilidad que me desarmó, mientras me extendía el pañuelo que noches atrás le había dado, por supuesto planchado y hasta con un poco de su perfume.
- Ninguno, señora.
- Muchas gracias -terminó, para volver su atención a lo que estaba haciendo.
Me retiré sonriendo para mis adentros y deseando que el turno terminara para quedarme a solas con mi jefa. Ambos sabíamos que el informe de marras era un asunto totalmente terminado, pero eventualmente la señora me lo mencionaría ya no a título de orden, sino de tácita invitación. Una invitación que nunca rechacé.
La mujer de marras era de edad incierta, aunque se comentaba que estaba muy pronta a cumplir los 70, si ya no los tenía. Como empresaria era muy hábil ya que de alguna manera se las ingeniaba para ir sometiendo bajo su yugo al personal, hasta quedar atrapado en su telaraña y uno terminaba pensando todo el tiempo en el trabajo.
Era muy bajita, estimo que no más de un metro cincuenta de estatura, muy delgada y menudita. Pero esa apariencia frágil contrastaba con un aura de dominación que siempre me llamó la atención. Nunca levantaba la voz ni perdía la compostura, pero en su voz grave y profunda había un marcado liderazgo, que se acentuaba con el mirar penetrante de sus enormes ojos celestes. Algo tenía la señora Isabel, tal su nombre, para amedrentar con su sola presencia, y cuando ordenaba algo uno se veía obligado a cumplir, sin importar excusa alguna.
Siempre vestía de manera elegante, aunque sobria, con trajecitos estilo década del 50 y tacos exageradamente altos, seguramente evidencia del complejo de petisa, aunque resultara extraño que semejante personalidad tuviera algún complejo.
Escuchar sus tacos, que resonaban tan seguidos dados sus pasitos rápidos y cortitos, me enervaba, pues significaba que venía a sobrecargarme de trabajo. Desde hacía un par de meses parecía habérselas tomado conmigo, ya que continuamente me llamaba a su despacho para ordenarme esto y aquello, con lo cual mis jornadas terminaban yéndome con cosas por hacer en mi casa. A la mañana siguiente ella estaba fresca como una lechuga en su despacho cuando todos llegábamos, y ahí iba a verla, ojeroso y somnoliento, para presentarle el fruto de mi obligado desvelo, que recibía sin mirarme para dejar sobre el escritorio. Esa actitud, sin valorar mi esfuerzo, se sumaba para incrementar la bronca que me despertaba. No era fea, tampoco bonita, pero tenía energía y clase, con sus cabellos rubio ceniza muy cortos, pequeños aretes y anteojos de diseño; un look que contrastaba con su indumentaria y con su edad, pero que la hacían verse ejecutiva y moderna. A veces me sorprendía mirándola y recordaba como a mis veinte y tantos me fascinaban mujeres mayores como ella, nada de la típica abuelita con zapatillas de paño, sino dueñas de mucha vivacidad. Claro que al acercarme a los 40 se me había dado por las chicas jóvenes. Mis gustos cronológicos se habían invertido y seguramente terminaría siendo un viejo verde.
Y aquí llegamos al inicio del epicentro de la historia. Cierta noche me encontraba especialmente interesado en salir temprano, ya que había hecho cita para tomar algo con la secretaria de otra empresa que funcionaba en el mismo edificio, y a la que venía cruzándome en el ascensor. Estaba preparando las cosas para retirarme cuando la señora Isabel me llamó. Algo molesto me dirigí a su despacho, y al entrar me dijo, sin mirarme:
- Señor Sable, debo pedirle que se quede un poco más hoy. Mañana a primera hora debemos presentar el informe sobre las muestras del Pacífico.
- Pero... eso es para la semana que viene, señora.
- Era para la semana que viene -respondió, algo irritada por mi acotación-. La reunión se ha adelantado por cuestiones que no vienen al caso. ¿Necesita que se quede alguien para ayudarlo?
Si mal no recuerdo, era viernes. No podría ser tan odioso como para molestar a mis compañeros, todos casados y con hijos, aunque de haber contado con ayuda de nada hubiese servido. Aquel informe me había sido encomendado casi de manera exclusiva, por lo que toda la información estaba en mi escritorio.
Eran las 18:00 cuando suspendí mi cita, que para mi desagrado pareció no importarle demasiado a la coqueta secretaria, lo que me ofuscó aún más. Así fue como me quité el saco, aflojé la corbata y me sumergí en la tediosa labor. A mi alrededor, todos fueron retirándose, hasta que el recinto me pareció aún más grande y hasta siniestro, con algunas luces de neón iluminando con frialdad el calabozo de computadoras donde pasaba la mayor parte de mis días. A unos cincuenta metros podía ver a la señora Isabel, sentada frente a su escritorio y continuando con vaya a saber qué cosa.
Alrededor de las 22:00, ya con mis ojos cansados, ella se acercó con su odioso taconeo y me preguntó cómo iba el trabajo. Le respondí que en una media hora estaría listo, tras lo cual regresó a su oficina. Antes de lo anunciado suspiré, dando por terminado el dichoso informe, pero gran sorpresa me llevé cuando, al mirar hacia el despacho, no vi a mi jefa. Me molestó suponer que se había ido sin esperar el trabajo por el que me había hecho quedar nuevamente hasta tarde. Muy picado y con ganas de arrugar y tirar por la ventana la carpeta que había acabado, fui hasta su escritorio para dejárselo y partir luego para mascullar mi bronca en algún bar, cuando en el umbral de la puerta me quedé de una pieza.
Tendida en el suelo, totalmente inconsciente, estaba la señora Isabel. Un escalofrío me recorrió por completo, pensando que se había muerto de un infarto, y recobrándome a medias me arrodillé a su lado. Lo primero que hice fue apoyar mi oído en su pecho, descubriendo que el corazón le latía. De inmediato comencé a hablarle mientras le daba palmaditas en el rostro, hasta que tras algunos segundos comenzó a pestañear.
- ¿Qué pasa...? -musitó con un hilo de voz.
- Es lo que pregunto yo -dije-, la he encontrado desmayada. ¿Tiene problemas de hipertensión, diabetes o algo?
- No tengo nada de eso -exclamó, tratando de incorporarse, aunque desvaneciéndose en el intento y quedando en mis brazos.
- No haga fuerza que no es momento -indiqué, tras lo cual le pasé un brazo por debajo de las piernas y otro por debajo de la espalda, levantándola en vilo-. ¡Vaya! Usted es una pluma.
- ¿Y qué se pensaba usted? -replicó.
Sin esfuerzo alguno la llevé hasta el mullido sofá ubicado en el otro extremo de su despacho y allí la recosté.
- Es la primera vez que me pasa esto, me siento mareadísima.
- Voy a llamar al médico de la empresa -decidí-. Puede que no sea nada más que cansancio, pero debe tomar precauciones.
- Déjeme sola, ya se me va a pasar, nada de médico. Gracias. ¿Terminó el informe?
- Sí -contesté, un poco de mala gana. Evidentemente la dama no gozaba de la capacidad de agradecimiento.
- Listo, puede retirarse, mañana hablamos.
Sin más, salí del despacho muy irritado. Tomé mis cosas y me dirigí al ascensor. Sin embargo cuando esperaba que la puerta se abriera mis buenas costumbres hicieron mella y poté por no irme aún.
Cinco minutos más tarde volví al despacho, esta vez llevando un vaso de agua fría y una taza de té que acababa de preparar en el bufete.
- Siempre que alguien se descompone se sugiere darle té, aunque no creo que tenga algún sentido.
- Pero... ¿qué hace, señor Sable? Le dije que podía retirarse -se sorprendió, aún recostada en el sofá.
- Si mi empleado me dejara solo luego de haberme desmayado, lo despediría.
- No lo despediría, señor Sable -se apresuró en aclarar-. Yo misma le dije que podía retirarse.
- Como sea, acá tiene su té y agua fría. ¿Cómo está?
- Aturdida, pero ya se me pasará. Insisto, puede irse a su casa.
- Me quería ir hace cuatro horas, ahora deberá soportarme hasta que se reponga o cuando venga su coche a buscarla. Pero insisto, debería llamar al médico, en 20 minutos estaría aquí.
- Olvídese de eso. Sólo debo... ¡oh!
- ¿Qué le pasa?
- Nada... tengo entumecidas las piernas... no las siento.
Dijo aquello en un murmullo. Por primera vez vi a la señora Isabel absolutamente frágil y vulnerable, tanto que llegó a darme pena.
Tomé sus tobillos con mis manos y los froté.
- ¿Siente algo?
- Apenas... -dijo asustada.
Acto seguido, le quité sus sonoros zapatos de taco aguja y comencé a masajear sus pies, que resultaron ser más pequeños de lo que pensé, y con las uñas pintadas de rojo. Me dio gracia el detalle, ya que a pesar de su edad y su carácter hosco y distante, mi jefa tenía cierta coquetería.
En mi juventud había adquirido algunas nociones de digitopuntura y demás yerbas, resabios de una época de new age, conocimientos que apliqué para tratar de mejorar el cuadro de la señora. Me gustó el momento, ya que en realidad nunca había puesto en práctica lo aprendido, aunque pronto descubrí que mi disfrute surgía de estar manoseando aquellas piernas tan delicadas por sobre medias muy finas. Me percaté entonces de lo bien que olía la empresaria y de cuánto gozaba de mi atención, ya que se relajó y me dejó hacer. Nunca me imaginé que llegaría el día en que estaríamos así, ni siquiera se me había cruzado en la forma de una fantasía.
Con toda la sutileza posible intensifiqué mis caricias y subí lentamente hasta un poco más allá de las rodillas, esperando que en algún momento me llamara la atención. Lo cierto es que yo estaba muy excitado en ese punto y se debía ponerme de pie me vería en problemas para disimular mi erección.
- ¿Siente que va mejorando?
Mi pregunta no obtuvo respuesta inmediata. Al mirarla me encontré con sus increíbles ojos brillando tras el cristal de sus lentes, observándome como nunca lo había hecho. Me dio intriga y deseos de saber qué estaba pensando.
- Lo hace muy bien, señor Sable... muy bien.
- ¿Lo dice de verdad? -musité, acercándome un poco y mirándola con intensidad.
No dijo nada, pero su respiración se hizo muy profunda y no me esquivó la mirada.
- Muy bien -reiteró, casi en un sollozo.
Fue cuando sentí que debía hacer lo que hice, entonces me fui acercando lenta pero de manera sostenida, hasta que mi boca encontró sus labios entreabiertos y nos fundimos en un beso que de suave pasó a intenso en un instante, al tiempo que deseché preámbulo alguno y mi diestra se aventuró bajo su falda. La sentí estremecer cuando le apreté la entrepierna, iniciando un masaje por sobre la bombacha, que ella agradeció rodeándome el cuello con los brazos y despeinándome al perder los dedos en mis cabellos.
- Ay... señor Sable... esto no está bien... no está bien -murmuró mientras besaba su cuello.
Pero su delgada mano de uñas largas y dedos adornados con costosos anillos opinaba lo contrario, pues pronto la sentí en mi bulto, manoseando mi erección.
- ¿Siente las piernas? -le dije, separándome un poco para mirarla a los ojos.
- Siento Mejor que nunca, señor Sable -respondió, para tomar ella la iniciativa y buscar mi boca con la suya.
Mientras nuestras lenguas se trababan en una danza húmeda y caliente, me las ingenié para desabrocharle el saquito y bajarle el escote, liberando dos pechos pequeños pero turgentes, apenas siliconados; otro signo de coquetería que desafiaba la edad, y mis labios se abocaron a degustar los pezones, coronados por anchas aureolas rosadas, saboreando su suavidad, su tibieza y el caro perfume que destilaba el menudo cuerpo de la señora mayor.
Mi jefa disfrutó de aquella caricia, de aquella chupada profunda, abandonándose por completo y no resistiéndose para nada cuando mis manos le quitaron la bombacha y le levantaron la pollera hasta la cintura. Por el contrario, contribuyó con movimientos para facilitarme la tarea y se abrió de piernas al evidenciarse mi intención. Arrodillado sobre un almohadón que por instinto bajé al suelo, perdí mi cara entre sus muslos y mi boca se encontró con un monte de Venus apenas poblado por un vello albino. La conchita que descubrí era pequeña y caliente, ante la cual me presenté primero con la lengua, humedeciendo su rajita con una generosa película de saliva, para luego chupar con hambre, frotando los labios en el clítoris. Los gemidos se hicieron profundos, intensos, indicándome que la mujer había caído en un trance de placer que la llevó a rendirse absolutamente a mí. La sentí estremecerse una, dos veces o más, y en la última tiró de mis cabellos hasta hacerme doler, al tiempo que liberaba un jadeo apagado. La señora tenía orgasmos múltiples, y fue al término de aquel que me puse de pie para desabrocharme el cinturón, bajar la cremallera y dejar que los pantalones cayeran hasta mis tobillos, junto con el boxer. Ella miró mi verga dura y mojada, adiviné su intención de metérsela en la boca y así lo hubiese querido, pero me habría dado tanto morbo que habría eyaculado al instante, por lo que directamente me subí al sofá, le abrí las piernas y apoyando la cabeza hinchada y desnuda en sus labios vaginales la miré a la cara.
- Después de esto dese por despedido -murmuró, con los ojos brillantes y la respiración entrecortada.
Mi respuesta fue hundirle el miembro en la concha, intrusión que recibió cerrando fuerte los ojos y mordiéndose el labio inferior, en tanto gemía. La pija fue abriéndose paso en un túnel estrecho y mojado, creo que le provoqué un poco de dolor pues me pareció que domeñó un grito, pero no me detuve hasta que mis testículos se apretaron contra su piel. Me abrazó con fuerzas y rodeó mi cintura con sus piernas, comenzando así a bombearla con cadencia.
Por momentos recordé mi adolescencia, cuando hice por primera vez el amor, desflorando a mi vecina. Nunca pensé que la señora Isabel fuera virgen, pero sí asexuada, ya que no se le conocía pasado sentimental y por lo que se sabía no tenía hijos. De ahí, supuse, que se abocara con tanto ahínco al trabajo, lo que me llevó a suponer que algún desengaño la llevó a la soltería. Todo aquello cruzó por mi mente en una fracción de segundo y volví a meditar al respecto más tarde, ya que en ese momento sólo me concentré en la escena de tener abrochada a la jefa que tanto detestaba en el sofá de su despacho. Le había comido la boca, le había mamado las tetas, le había chupado la concha y ahora la estaba cogiendo, cada vez con mayor vehemencia. Ya no reprimía su calentura y gemía, jadeaba, gritaba, seguramente a sabiendas de que absolutamente nadie más que nosotros estaría en esos momentos en el piso. Y yo me movía cada vez más rápido, casi con violencia, serruchándola, comiéndole nuevamente la boca, besando su garganta y jadeando como un poseso.
La sentí venir, la sentí temblar, agitarse como en convulsiones, supe que ingresaba en el clímax de su orgasmo más grande, entonces hundí mi verga tan adentro como pude y la tensé, sintiendo cómo se hinchaba más y más, hasta que experimenté el delicioso instante en que el cuerpo se sacude por dentro y por fuera e invade esa incomparable sensación. La pija comenzó a latir, como un segundo corazón, y sentí mi esperma salir a borbotones, empapando el interior caliente de la señora Isabel, que al percatarse de aquella inundación me abrazó con desesperación, moviendo su aparato vaginal en un masaje que abarcó todo el tronco de la verga y que me hizo estremecer.
Nos quedamos unos segundos así, fusionados, hasta que me percaté de que mi peso le incomodaba. Le di el último beso en la boca y me salí, poniéndome de pie y comenzando a acomodarme las ropas, sin saber qué decir.
Ella se quedó tendida, jadeando aún, relajada y exhausta.
- ¿Cómo se encuentra? -le pregunté, extendiéndole mi pañuelo.
- Las piernas... me tiemblan... me tiembla todo el cuerpo... pero estoy bien... demasiado bien -respondió, aceptándome el pañuelo para llevárselo a la entrepierna y limpiarse.
- Este... sobre el escritorio le he dejado el informe...
- Perfecto. Ya lo revisaré. Ahora sí, señor Sable, puede retirarse... por favor.
- Hasta mañana -respondí, saliendo del despacho.
Rato más tarde, lo ocurrido fue lo único en que pensé, hasta que el sueño me venció, pero seguí rememorando y hasta analizando la situación cuando el despertador me marcó el inicio de una nueva jornada.
Llegué a la oficina sin saber qué actitud tendría mi jefa hacia mí. Lo del despido entendí había sido un chiste morboso del momento, pero... con la señora Isabel no sabía uno a qué atenerse. Pero no la vi aquella mañana, y tampoco durante el resto de la tarde ni de semana. Me enteré que se había tomado unos días para hacerse un chequeo, seguramente a raíz del desmayo. Cuando finalmente retomó sus actividades, todo volvió a ser exactamente igual, el mismo trato, la misma seriedad, las mismas exigencias, tal es así que llegué a preguntarme si todo había sido un sueño o realmente habíamos cogido. Hasta que finalmente una tarde me hizo llamar hasta su despacho y al llegar, sin levantar la vista de los papeles que firmaba, me dijo:
- Señor Sable, necesito pedirle que se quede un poco más hoy. Mañana a primera hora debemos presentar el informe sobre las muestras del Pacífico.
En ese momento levantó los ojos y descubrí en ellos una expresión indefinible, pero que se me antojó eran de súplica.
- Si no tiene inconveniente, por supuesto.
Y agregó eso último con tanta amabilidad que me desarmó, mientras me extendía el pañuelo que noches atrás le había dado, por supuesto planchado y hasta con un poco de su perfume.
- Ninguno, señora.
- Muchas gracias -terminó, para volver su atención a lo que estaba haciendo.
Me retiré sonriendo para mis adentros y deseando que el turno terminara para quedarme a solas con mi jefa. Ambos sabíamos que el informe de marras era un asunto totalmente terminado, pero eventualmente la señora me lo mencionaría ya no a título de orden, sino de tácita invitación. Una invitación que nunca rechacé.
1 comentarios - Muy madura - Bajo el yugo de mi jefa