Un buen día comienza con un buen desayuno, y una nueva vida también puede hacerlo...
El martes por la mañana, primer día después del tiroteo, me levanté temprano, poco después de que papá se fuese a la fábrica. Había dormido apenas tres horas, pero me sentía descansado y lleno de energía. Lo que había pasado con Adelita fue como un bálsamo que convirtió las sangrientas imágenes de mi memoria en una lejana pesadilla.
Me acerqué a la cama donde la huérfana dormía profundamente, le di un leve beso en el hombro, con mucho cuidado de no despertarla, y salí al silencioso pasillo. Al llegar a la cocina me sorprendió no encontrar allí a mi madre. Había migas en la mesa y cacharros sucios en el fregadero, señal de que mi padre se había preparado el desayuno él mismo. Mamá siempre era la primera en levantarse, como toda buen ama de casa, y debía estar muy afectada por lo sucedido para haber descuidado así sus deberes.
Volví al pasillo y me asomé sigiloso a la puerta de su dormitorio. Estaba en la cama, despierta y mirando al techo en actitud meditabunda. Todavía tenía los ojos algo enrojecidos por el llanto, y una expresión de tristeza que odiaba ver en su cara, por lo general tan rubicunda y llena de vida. Las primeras luces del día que entraban por la ventana le daban un bonito matiz ambarino a la piel de sus macizas piernas, una de las cuales tenía flexionada, mostrando el muslo hasta el inicio de la nalga. El camisón de dormir cubría el resto de su generosa anatomía, pero la delgada tela se pegaba lo suficiente a su formas como para permitirme distinguir con claridad los contornos redondeados de los grandes pechos y la acogedora anchura de sus caderas. Me hubiese gustado hacerle una foto en ese momento, con el pelo rubio revuelto y las manos cruzadas sobre el vientre, pero la idea de tocar siquiera mi cámara digital me ponía nervioso.
Reparé entonces en que ese día no tenía que ir a La Cresta de Oro. Teniendo en cuenta que los propietarios habían muerto la tarde anterior, la pollería permanecería cerrada hasta quién sabe cuando. Mi padre tardaría aún seis o siete horas en volver de la fábrica, y Adelita dormiría sin duda varias horas más, agotada por nuestra actividad nocturna. Puede que fuese la ocasión que había estado esperando, y si quería aprovecharla debía pensar bien mis movimientos, pues el delicado estado emocional de mi madre podría resultar tanto beneficioso para mis planes como un obstáculo.
Lo primero, decidí, sería portarse como un hijo ejemplar, disimulando mis deseos incestuosos hasta que su humor mejorase un poco. La dejé tumbada en su cama y volví a la cocina sin que hubiese notado mi presencia. Le preparé el desayuno, el café claro como a ella le gustaba, algo de fruta y un par de tostadas. Lo puse todo en una bandeja, con un frasco de mermelada y una cucharilla.
Cuando me vio entrar con la bandeja su semblante se iluminó con una sonrisa, no muy ancha y algo melancólica, pero ya era algo. Puse la bandeja repleta en la mesita de noche y me incliné hacia ella. Atrajo mi rostro hacia el suyo agarrándome por la nuca y me dio una serie de sonoros besos en la mejilla, mientras me acariciaba la espalda con su otra mano.
—Muchas gracias, hijo. Eres un sol, pero no tengo demasiada hambre.
—Anda, come algo, que anoche apenas cenaste nada — la animé, antes de sentarme en la cama.
Se incorporó un poco, acomodándose en los mullidos almohadones blancos del lecho conyugal, y al mover las piernas uno de sus muslos me rozó el brazo. Me contuve para no acariciar la tersa piel, y la sangre comenzó a acudir a mi entrepierna.
—¿Cómo estás, mami?
—Un poco mejor... dentro de lo que cabe —respondió, de nuevo compungida—. ¿Quién se iba a esperar una cosa así?
—Yo no, desde luego.
—¿Tú no viste nada raro allí en la polleria? Entre Fulgencio y Lucinda, quiero decir...
—Nada que yo recuerde —mentí, mirándola a los ojos—. Esa chica era muy simpática con todo el mundo, y con el jefe también, claro.
—Sí, se la veía buena chica. —Hizo una pausa para dar un sorbo al café, y me indicó con otra encantadora sonrisa que estaba a su gusto—. Aunque claro, acostarse con un hombre casado... Que Dios la perdone.
Yo me encogí de hombros, poco dispuesto a llevar la conversación por derroteros religiosos. Por un momento acudió a mi mente la imagen de la mulata atragantándose gustosa con la tranca de mi padre. Me pregunté que estaría haciendo papá en ese momento, en la fábrica; si estaría buscando una nueva amante entre las empleadas más jóvenes, y qué cara pondría si supiese lo cerca que estaba su fiel esposa de ponerle unos cuernos como catedrales en ese mismo momento, en su propia cama y con su propio hijo.
—Y la pobre Adelita... —Continuó mamá—. No le has dicho nada, ¿verdad?
—Claro que no. Pero se huele algo. No es tan tonta como parece.
—Tendríamos que haberla llevado a clase. Para que no sospeche.
—Deja que duerma. Anoche estaba inquieta y estuvo jugando hasta muy tarde —dije, y no era del todo mentira.
Dio otro sorbo a la taza, pensativa, y debió ver algo en mis ojos que la hizo ponerse en guardia, transformando su máscara de triste resignación en otra que ya conocía, la misma expresión que viese en su rostro cuando le confesé mi amor y le hice ver el alcance de mi deseo en el probador del centro comercial. Cuando comencé a acariciarle la pantorrilla, subiendo desde el tobillo sin prisa y sin dejar de mirarla, dejó la taza en la bandeja y suspiró.
—Hijo, escucha un momento...
—¿Qué excusa vas a ponerme ahora? —interrumpí, sin agresividad, pero poco dispuesto a dejarle opciones— Estamos en casa, en una cama como Dios manda, papá está fuera y Adelita no se va a despertar.
Mi mano subió hasta la rodilla, se deslizó por el muslo y apartó el camisón sin detenerse.
—Ahora no es buen momento. Con lo que acaba de pasar...
—Ahora es el mejor momento —afirmé. Me puse casi sobre ella, con las manos a ambos lados de su cuerpo, y descendí buscando su boca con la mía.— El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
—¡Ulises, por dios! —exclamó, al tiempo que me daba una colleja.
—Perdona por decirlo así, pero es la verdad.
No sé que pretendía decir a continuación, porque la besé y su lengua encontró algo mejor que hacer al encontrarse con la mía en un húmedo abrazo. Sabía a café y, aunque suene cursi, a tardes de verano, mañanas de Navidad y tarta de cumpleaños. Cuando me levanté para desnudarme la vi mirar el crucifijo que colgaba sobre el cabecero de la cama. Por un momento temí que su devoción se interpusiese entre nosotros en el último momento, pero supongo que solo estaba pidiendo perdón anticipado por el pecado que estaba a punto de cometer.
—Ay, hijo... —suspiró, cuando me arrodillé en la cama frente a ella—. Si la culpa es mía, por haberte calentado desde que eras casi un niño, pensando que te hacía bien.
—Me hiciste mucho bien, mami, y más que me vas a hacer.
No se resistió cuando le bajé los tirantes del camisón para quitárselo, e incluso levantó la espalda y subió las piernas para facilitarme la labor. Quedó desnuda por completo, con los tobillos apoyados en mis hombros, atrapando sin proponérselo mi rampante verga entre los muslos. Miré desde arriba su cuerpo, de carnes abundantes y prietas, la piel clara bañada por el tibio sol matutino y sus mejillas arreboladas, y eso que no habíamos hecho sino empezar.
Levantó las cejas, extrañada, cuando me vio alargar el brazo para coger algo de la bandeja del desayuno. Teníamos todo el tiempo del mudo, o casi, y estaba dispuesto a tomármelo con calma.
—¿Qué haces con eso? Lo vas a manchar todo...
Ignorando su débil queja, destapé el frasco de mermelada y aspiré el aroma a frambuesas.
—No hemos desayunado, y es la comida más importante del día —dije.
Le separé las piernas para poder maniobrar mejor, y con una cucharilla dejé caer densos grumos de confitura en sus pezones. Se le puso la carne de gallina cuando acaricié las areolas, de un delicioso rosa oscuro, con el pringoso cubierto, y lo limpió de un chupetón cuando se lo metí en la boca.
—Mmmm...
—¿Está buena? Vamos a ver...
Dicho esto, apreté con suavidad sus grandes pechos uno contra el otro, disfrutando de su blanda firmeza entre los dedos mientras chupaba los pezones, alternando entre uno y otro hasta dejarlos brillantes de saliva.
Eso despertó aún más mi apetito. Le hice abrir las piernas todavía más y acaricié con la nariz el vello de se cerro de Venus, o como se diga, pulsando con la lengua la sensible perla roja de su ostra. Para no perder tiempo buscando la cuchara, incliné el bote y cubrí su coño con una buena cantidad de mermelada que hice desparecer a base de enérgicos lametones. Ella se retorcía, levantando los brazos para agarrarse al almohadón como si la cama fuese a echar a galopar, y respiraba casi tan fuerte como yo, intercalando largos gemidos y suspiros.
—Ay, Ulises... qué cosas me haces...
—He aprendido mucho en estos años, mami —dije, saboreando la mezcla de frambuesa y jugo materno.
—Mmmm... qué gusto... si lo llego a saber antes, hijo...
—¡No me jodas! Con lo que me ha costado convencerte y ahora me sales con esas.
—No...mmmm... no hables mal. Y sigue... sigue, por favor...
Pero me pareció que ya había tenido suficiente y paré, dejándola limpia con un par de rápidos lengüetazos. Además, me debía una después de lo del probador, donde mi lengua la llevó a la gloria y yo me quedé con el calentón, y era hora de que me devolviese el favor. Embadurné a conciencia la punta de mi jugosa baguette en mermelada y se la señalé.
—Te toca desayunar, y cómetelo todo o te castigo —dije, bromeando, aunque realmente la hubiese castigado si se negaba de nuevo a cumplir con sus obligaciones orales.
Esta vez no fue necesario insistir. Se puso a gatas en la cama, y con tanta glotonería como mostraba Adelita con su querido chocolate, lamió y chupó, parando solo para tragar el condimento dulce y ácido, hasta encontrarse con el sabor salado de mi carne. Cuando la vi mamársela a mi padre apenas podía meterse en la boca el desproporcionado glande del gigantón, pero el mío era más asequible, y separando mucho las mandíbulas consiguió que le entrase, mientras hacía con las manos eso en lo que tenía tanta práctica.
No planeaba hacerlo tan pronto, pero no lo pude evitar. Los movimientos de su lengua, la firme presión de sus labios, los movimientos enérgicos de las manos y la visión de su bonita cara enrojecida con el cabello alborotado como una aureola dorada, me hicieron correrme como un burro en menos de un minuto. Le llené la boca de leche espesa, y al igual que hiciera aquella vez en la cocina, pero con una actitud muy distinta, tragó y tragó a medida que descargaba, sin dar muestra alguna de asco o aprensión. Esta vez no dio abasto a tan caudaloso torrente, y un reguero blanco se desbordó por la comisura y le quedó colgando en la barbilla.
Después de tragarse la última gota, succionó unas cuantas veces por si quedaba algo y se apartó, se limpió con una servilleta de la bandeja tras relamerse y me miró con una expresión de sorpresa, y un tanto desafiante.
—¿Ya está? —preguntó.
—De eso nada. Túmbate otra vez.
Obedeció de inmediato, abriéndose de piernas al tiempo que su espalda tocaba el colchón con una agilidad que encontré maravillosa. Volví a devorar su coño, esta vez con más ímpetu, moviendo dentro los dedos hasta que mi mano estuvo empapada, tan deprisa que ella levantaba las caderas haciendo fuerza con las piernas y sus fluidos me salpicaban la cara. Sus discretos gemidos se transformaron en auténticos gritos de placer, que intentaba contener mordiéndose el puño o la punta del almohadón. En menos de diez minutos se corrió dos veces, y mi cipote recuperó la consistencia del acero.
Ya me habían interrumpido en dos ocasiones cuando estaba a punto de lograr mi objetivo, así que esta vez no me demoré y entré a fondo de una embestida. Me quedé quieto sobre ella, y me miraba con los ojos y la boca muy abiertos, sin emitir sonido alguno durante unos segundos, hasta que bajó los parpados y soltó el aire muy despacio, en un suspiro que pareció eterno y azotó mi rostro como una brisa del desierto perfumada de frambuesas y semen.
Estar dentro de mamá superaba a cualquier fantasía que pudiese haber tenido; la húmeda calidez de su sexo en torno a mi verga borró de mi memoria el recuerdo de cualquier otra mujer. A ella, tenerme dentro la llevó a un nuevo estado de excitación que no hubiese creído posible hasta ese momento. Me clavó las uñas en las nalgas, me abrazó con las piernas y me besó con tal pasión que al cabo de unos segundos a ambos nos costaba respirar.
Teniéndola tan agarrada, y ensartada en mi espetón, no me resultó difícil girar hasta quedar tumbado bocarriba, dejándola sobre mí sin que la profunda penetración hubiese disminuido ni un milímetro. La dejé cabalgarme a conciencia, deleitándome con el espectáculo de sus tetas rebotando, estrujándolas de vez en cuando, o con la sensación de sus carnosas nalgas golpeando mis muslos una y otra vez, cada vez con más fuerza. Tras un grito de soprano que no pudo contener ni silenciar, se dejó caer hacia adelante y me besó de nuevo, la apreté contra mí y comencé a bombear con golpes ascendentes, sintiendo su aliento en el cuello y sus pezones clavados en mi pecho.
Cuando ya estábamos empapados en sudor y agotados, la hice ponerse de pie en la cama, con las manos apoyadas en el cabecero e inclinada hacia adelante con las piernas rectas, ofreciéndome una estampa sublime de su culazo. Doblé las rodillas y volví a invadir su coño empapado desde atrás, obligándola a ponerse de puntillas cuando la agarré con fuerza por las caderas y empecé a darle matraca tan fuerte que la cama se movió del sitio. En esa postura, el crucifijo quedaba justo enfrente de mi cara, pero en ese momento no había dios que me intimidase.
No sé si mi madre tuvo otro orgasmo o ya gritaba de pura excitación, pero yo me corrí entre sus nalgas, apretando una contra la otra para que atrapasen mi verga resbaladiza en el medio. La segunda descarga no fue tan copiosa, pero bastó para dejar algunas líneas blancas en la espalda de mamá y unos cuantos chorretones viscosos en sus cachetes.
Nos dejamos caer en la cama, agotados. Consumar el deseo que me obsesionaba desde hacía tanto, y al que ella por fin se había rendido, resultó infinitamente mejor de lo que cualquiera de los dos hubiese esperado. Nos miramos en silencio, entre los almohadones manchados de pasión y las sábanas calientes y arrugadas, sin encontrar las palabras para romper el mágico silencio, nos cogimos de la mano sin apenas darnos cuenta y nos dimos un beso tierno y largo.
Unos minutos después, mientras nos recuperábamos del esfuerzo, vi que mi madre miraba hacia la puerta del dormitorio, abría los ojos como platos y la boca en una exclamación ahogada mezcla de miedo y sorpresa. Yo también miré; la puerta estaba entreabierta, y Adelita, de pie dentro de la habitación, con el pequeño pijama ceñido a sus curvas, nos miraba fijamente. No sabíamos cuanto tiempo llevaba ahí, pero seguro que suficiente.
Mi madre y yo nos miramos de nuevo, pensando a toda prisa como explicarle a la cándida huérfana lo que había presenciado, y entonces Adelita sonrió, trotó alegremente hasta la cama y saltó, cayendo de rodillas entre nuestros cuerpos desnudos.
—¿Puedo jugar yo también?
Epílogo.
Los acontecimientos de los siguientes meses me pillaron por sorpresa, pero supe aprovecharlos con un admirable sentido de la oportunidad.
La hermana de doña Paca, único pariente vivo de Adelita, se mostró pocos capacitada para hacerse cargo de ella, por lo que mis padres se hicieron cargo de la huérfana, quien además resultó ser la heredera de La Cresta de Oro y de la sorprendente cantidad de millones que don Fulgencio había acumulado a lo largo de los años.
Mi relación con mi madre se volvió cada vez más apasionada y sólida, y no desperdiciábamos ni una oportunidad de satisfacer nuestra pecaminosa atracción. Poco a poco, dejó de tener relaciones conyugales con mi padre y empezaron a distanciarse. Cuando vi que había llegado el momento justo, le conté a mamá las infidelidades de su esposo con la difunta Lucinda, y eso terminó por decidirla a pedirle el divorcio (otro pecado del que tendría que responder ante Dios, pero eso le importaba cada vez menos).
Mamá, Adelita y yo terminamos formando una peculiar familia, sin secretos ni tabúes de puertas adentro, aunque para los vecinos del pueblo éramos una señora divorciada, su hijo soltero y la huérfana a la que habían acogido.
Además de todo esto, como don Fulgencio me había enseñado sus secretos para asar pollos, y yo era un cocinero con experiencia, me hice cargo de La Cresta de Oro, que reabrió por todo lo alto, e incluso expandí el negocio gracias a mis innovaciones.
Así que, finalmente, encontré a una buena mujer, española y católica, a una adorable hermana pequeña y, por si fuera poco, me convertí en el nuevo e indiscutible Maestro Pollero.
FIN.
El martes por la mañana, primer día después del tiroteo, me levanté temprano, poco después de que papá se fuese a la fábrica. Había dormido apenas tres horas, pero me sentía descansado y lleno de energía. Lo que había pasado con Adelita fue como un bálsamo que convirtió las sangrientas imágenes de mi memoria en una lejana pesadilla.
Me acerqué a la cama donde la huérfana dormía profundamente, le di un leve beso en el hombro, con mucho cuidado de no despertarla, y salí al silencioso pasillo. Al llegar a la cocina me sorprendió no encontrar allí a mi madre. Había migas en la mesa y cacharros sucios en el fregadero, señal de que mi padre se había preparado el desayuno él mismo. Mamá siempre era la primera en levantarse, como toda buen ama de casa, y debía estar muy afectada por lo sucedido para haber descuidado así sus deberes.
Volví al pasillo y me asomé sigiloso a la puerta de su dormitorio. Estaba en la cama, despierta y mirando al techo en actitud meditabunda. Todavía tenía los ojos algo enrojecidos por el llanto, y una expresión de tristeza que odiaba ver en su cara, por lo general tan rubicunda y llena de vida. Las primeras luces del día que entraban por la ventana le daban un bonito matiz ambarino a la piel de sus macizas piernas, una de las cuales tenía flexionada, mostrando el muslo hasta el inicio de la nalga. El camisón de dormir cubría el resto de su generosa anatomía, pero la delgada tela se pegaba lo suficiente a su formas como para permitirme distinguir con claridad los contornos redondeados de los grandes pechos y la acogedora anchura de sus caderas. Me hubiese gustado hacerle una foto en ese momento, con el pelo rubio revuelto y las manos cruzadas sobre el vientre, pero la idea de tocar siquiera mi cámara digital me ponía nervioso.
Reparé entonces en que ese día no tenía que ir a La Cresta de Oro. Teniendo en cuenta que los propietarios habían muerto la tarde anterior, la pollería permanecería cerrada hasta quién sabe cuando. Mi padre tardaría aún seis o siete horas en volver de la fábrica, y Adelita dormiría sin duda varias horas más, agotada por nuestra actividad nocturna. Puede que fuese la ocasión que había estado esperando, y si quería aprovecharla debía pensar bien mis movimientos, pues el delicado estado emocional de mi madre podría resultar tanto beneficioso para mis planes como un obstáculo.
Lo primero, decidí, sería portarse como un hijo ejemplar, disimulando mis deseos incestuosos hasta que su humor mejorase un poco. La dejé tumbada en su cama y volví a la cocina sin que hubiese notado mi presencia. Le preparé el desayuno, el café claro como a ella le gustaba, algo de fruta y un par de tostadas. Lo puse todo en una bandeja, con un frasco de mermelada y una cucharilla.
Cuando me vio entrar con la bandeja su semblante se iluminó con una sonrisa, no muy ancha y algo melancólica, pero ya era algo. Puse la bandeja repleta en la mesita de noche y me incliné hacia ella. Atrajo mi rostro hacia el suyo agarrándome por la nuca y me dio una serie de sonoros besos en la mejilla, mientras me acariciaba la espalda con su otra mano.
—Muchas gracias, hijo. Eres un sol, pero no tengo demasiada hambre.
—Anda, come algo, que anoche apenas cenaste nada — la animé, antes de sentarme en la cama.
Se incorporó un poco, acomodándose en los mullidos almohadones blancos del lecho conyugal, y al mover las piernas uno de sus muslos me rozó el brazo. Me contuve para no acariciar la tersa piel, y la sangre comenzó a acudir a mi entrepierna.
—¿Cómo estás, mami?
—Un poco mejor... dentro de lo que cabe —respondió, de nuevo compungida—. ¿Quién se iba a esperar una cosa así?
—Yo no, desde luego.
—¿Tú no viste nada raro allí en la polleria? Entre Fulgencio y Lucinda, quiero decir...
—Nada que yo recuerde —mentí, mirándola a los ojos—. Esa chica era muy simpática con todo el mundo, y con el jefe también, claro.
—Sí, se la veía buena chica. —Hizo una pausa para dar un sorbo al café, y me indicó con otra encantadora sonrisa que estaba a su gusto—. Aunque claro, acostarse con un hombre casado... Que Dios la perdone.
Yo me encogí de hombros, poco dispuesto a llevar la conversación por derroteros religiosos. Por un momento acudió a mi mente la imagen de la mulata atragantándose gustosa con la tranca de mi padre. Me pregunté que estaría haciendo papá en ese momento, en la fábrica; si estaría buscando una nueva amante entre las empleadas más jóvenes, y qué cara pondría si supiese lo cerca que estaba su fiel esposa de ponerle unos cuernos como catedrales en ese mismo momento, en su propia cama y con su propio hijo.
—Y la pobre Adelita... —Continuó mamá—. No le has dicho nada, ¿verdad?
—Claro que no. Pero se huele algo. No es tan tonta como parece.
—Tendríamos que haberla llevado a clase. Para que no sospeche.
—Deja que duerma. Anoche estaba inquieta y estuvo jugando hasta muy tarde —dije, y no era del todo mentira.
Dio otro sorbo a la taza, pensativa, y debió ver algo en mis ojos que la hizo ponerse en guardia, transformando su máscara de triste resignación en otra que ya conocía, la misma expresión que viese en su rostro cuando le confesé mi amor y le hice ver el alcance de mi deseo en el probador del centro comercial. Cuando comencé a acariciarle la pantorrilla, subiendo desde el tobillo sin prisa y sin dejar de mirarla, dejó la taza en la bandeja y suspiró.
—Hijo, escucha un momento...
—¿Qué excusa vas a ponerme ahora? —interrumpí, sin agresividad, pero poco dispuesto a dejarle opciones— Estamos en casa, en una cama como Dios manda, papá está fuera y Adelita no se va a despertar.
Mi mano subió hasta la rodilla, se deslizó por el muslo y apartó el camisón sin detenerse.
—Ahora no es buen momento. Con lo que acaba de pasar...
—Ahora es el mejor momento —afirmé. Me puse casi sobre ella, con las manos a ambos lados de su cuerpo, y descendí buscando su boca con la mía.— El muerto al hoyo y el vivo al bollo.
—¡Ulises, por dios! —exclamó, al tiempo que me daba una colleja.
—Perdona por decirlo así, pero es la verdad.
No sé que pretendía decir a continuación, porque la besé y su lengua encontró algo mejor que hacer al encontrarse con la mía en un húmedo abrazo. Sabía a café y, aunque suene cursi, a tardes de verano, mañanas de Navidad y tarta de cumpleaños. Cuando me levanté para desnudarme la vi mirar el crucifijo que colgaba sobre el cabecero de la cama. Por un momento temí que su devoción se interpusiese entre nosotros en el último momento, pero supongo que solo estaba pidiendo perdón anticipado por el pecado que estaba a punto de cometer.
—Ay, hijo... —suspiró, cuando me arrodillé en la cama frente a ella—. Si la culpa es mía, por haberte calentado desde que eras casi un niño, pensando que te hacía bien.
—Me hiciste mucho bien, mami, y más que me vas a hacer.
No se resistió cuando le bajé los tirantes del camisón para quitárselo, e incluso levantó la espalda y subió las piernas para facilitarme la labor. Quedó desnuda por completo, con los tobillos apoyados en mis hombros, atrapando sin proponérselo mi rampante verga entre los muslos. Miré desde arriba su cuerpo, de carnes abundantes y prietas, la piel clara bañada por el tibio sol matutino y sus mejillas arreboladas, y eso que no habíamos hecho sino empezar.
Levantó las cejas, extrañada, cuando me vio alargar el brazo para coger algo de la bandeja del desayuno. Teníamos todo el tiempo del mudo, o casi, y estaba dispuesto a tomármelo con calma.
—¿Qué haces con eso? Lo vas a manchar todo...
Ignorando su débil queja, destapé el frasco de mermelada y aspiré el aroma a frambuesas.
—No hemos desayunado, y es la comida más importante del día —dije.
Le separé las piernas para poder maniobrar mejor, y con una cucharilla dejé caer densos grumos de confitura en sus pezones. Se le puso la carne de gallina cuando acaricié las areolas, de un delicioso rosa oscuro, con el pringoso cubierto, y lo limpió de un chupetón cuando se lo metí en la boca.
—Mmmm...
—¿Está buena? Vamos a ver...
Dicho esto, apreté con suavidad sus grandes pechos uno contra el otro, disfrutando de su blanda firmeza entre los dedos mientras chupaba los pezones, alternando entre uno y otro hasta dejarlos brillantes de saliva.
Eso despertó aún más mi apetito. Le hice abrir las piernas todavía más y acaricié con la nariz el vello de se cerro de Venus, o como se diga, pulsando con la lengua la sensible perla roja de su ostra. Para no perder tiempo buscando la cuchara, incliné el bote y cubrí su coño con una buena cantidad de mermelada que hice desparecer a base de enérgicos lametones. Ella se retorcía, levantando los brazos para agarrarse al almohadón como si la cama fuese a echar a galopar, y respiraba casi tan fuerte como yo, intercalando largos gemidos y suspiros.
—Ay, Ulises... qué cosas me haces...
—He aprendido mucho en estos años, mami —dije, saboreando la mezcla de frambuesa y jugo materno.
—Mmmm... qué gusto... si lo llego a saber antes, hijo...
—¡No me jodas! Con lo que me ha costado convencerte y ahora me sales con esas.
—No...mmmm... no hables mal. Y sigue... sigue, por favor...
Pero me pareció que ya había tenido suficiente y paré, dejándola limpia con un par de rápidos lengüetazos. Además, me debía una después de lo del probador, donde mi lengua la llevó a la gloria y yo me quedé con el calentón, y era hora de que me devolviese el favor. Embadurné a conciencia la punta de mi jugosa baguette en mermelada y se la señalé.
—Te toca desayunar, y cómetelo todo o te castigo —dije, bromeando, aunque realmente la hubiese castigado si se negaba de nuevo a cumplir con sus obligaciones orales.
Esta vez no fue necesario insistir. Se puso a gatas en la cama, y con tanta glotonería como mostraba Adelita con su querido chocolate, lamió y chupó, parando solo para tragar el condimento dulce y ácido, hasta encontrarse con el sabor salado de mi carne. Cuando la vi mamársela a mi padre apenas podía meterse en la boca el desproporcionado glande del gigantón, pero el mío era más asequible, y separando mucho las mandíbulas consiguió que le entrase, mientras hacía con las manos eso en lo que tenía tanta práctica.
No planeaba hacerlo tan pronto, pero no lo pude evitar. Los movimientos de su lengua, la firme presión de sus labios, los movimientos enérgicos de las manos y la visión de su bonita cara enrojecida con el cabello alborotado como una aureola dorada, me hicieron correrme como un burro en menos de un minuto. Le llené la boca de leche espesa, y al igual que hiciera aquella vez en la cocina, pero con una actitud muy distinta, tragó y tragó a medida que descargaba, sin dar muestra alguna de asco o aprensión. Esta vez no dio abasto a tan caudaloso torrente, y un reguero blanco se desbordó por la comisura y le quedó colgando en la barbilla.
Después de tragarse la última gota, succionó unas cuantas veces por si quedaba algo y se apartó, se limpió con una servilleta de la bandeja tras relamerse y me miró con una expresión de sorpresa, y un tanto desafiante.
—¿Ya está? —preguntó.
—De eso nada. Túmbate otra vez.
Obedeció de inmediato, abriéndose de piernas al tiempo que su espalda tocaba el colchón con una agilidad que encontré maravillosa. Volví a devorar su coño, esta vez con más ímpetu, moviendo dentro los dedos hasta que mi mano estuvo empapada, tan deprisa que ella levantaba las caderas haciendo fuerza con las piernas y sus fluidos me salpicaban la cara. Sus discretos gemidos se transformaron en auténticos gritos de placer, que intentaba contener mordiéndose el puño o la punta del almohadón. En menos de diez minutos se corrió dos veces, y mi cipote recuperó la consistencia del acero.
Ya me habían interrumpido en dos ocasiones cuando estaba a punto de lograr mi objetivo, así que esta vez no me demoré y entré a fondo de una embestida. Me quedé quieto sobre ella, y me miraba con los ojos y la boca muy abiertos, sin emitir sonido alguno durante unos segundos, hasta que bajó los parpados y soltó el aire muy despacio, en un suspiro que pareció eterno y azotó mi rostro como una brisa del desierto perfumada de frambuesas y semen.
Estar dentro de mamá superaba a cualquier fantasía que pudiese haber tenido; la húmeda calidez de su sexo en torno a mi verga borró de mi memoria el recuerdo de cualquier otra mujer. A ella, tenerme dentro la llevó a un nuevo estado de excitación que no hubiese creído posible hasta ese momento. Me clavó las uñas en las nalgas, me abrazó con las piernas y me besó con tal pasión que al cabo de unos segundos a ambos nos costaba respirar.
Teniéndola tan agarrada, y ensartada en mi espetón, no me resultó difícil girar hasta quedar tumbado bocarriba, dejándola sobre mí sin que la profunda penetración hubiese disminuido ni un milímetro. La dejé cabalgarme a conciencia, deleitándome con el espectáculo de sus tetas rebotando, estrujándolas de vez en cuando, o con la sensación de sus carnosas nalgas golpeando mis muslos una y otra vez, cada vez con más fuerza. Tras un grito de soprano que no pudo contener ni silenciar, se dejó caer hacia adelante y me besó de nuevo, la apreté contra mí y comencé a bombear con golpes ascendentes, sintiendo su aliento en el cuello y sus pezones clavados en mi pecho.
Cuando ya estábamos empapados en sudor y agotados, la hice ponerse de pie en la cama, con las manos apoyadas en el cabecero e inclinada hacia adelante con las piernas rectas, ofreciéndome una estampa sublime de su culazo. Doblé las rodillas y volví a invadir su coño empapado desde atrás, obligándola a ponerse de puntillas cuando la agarré con fuerza por las caderas y empecé a darle matraca tan fuerte que la cama se movió del sitio. En esa postura, el crucifijo quedaba justo enfrente de mi cara, pero en ese momento no había dios que me intimidase.
No sé si mi madre tuvo otro orgasmo o ya gritaba de pura excitación, pero yo me corrí entre sus nalgas, apretando una contra la otra para que atrapasen mi verga resbaladiza en el medio. La segunda descarga no fue tan copiosa, pero bastó para dejar algunas líneas blancas en la espalda de mamá y unos cuantos chorretones viscosos en sus cachetes.
Nos dejamos caer en la cama, agotados. Consumar el deseo que me obsesionaba desde hacía tanto, y al que ella por fin se había rendido, resultó infinitamente mejor de lo que cualquiera de los dos hubiese esperado. Nos miramos en silencio, entre los almohadones manchados de pasión y las sábanas calientes y arrugadas, sin encontrar las palabras para romper el mágico silencio, nos cogimos de la mano sin apenas darnos cuenta y nos dimos un beso tierno y largo.
Unos minutos después, mientras nos recuperábamos del esfuerzo, vi que mi madre miraba hacia la puerta del dormitorio, abría los ojos como platos y la boca en una exclamación ahogada mezcla de miedo y sorpresa. Yo también miré; la puerta estaba entreabierta, y Adelita, de pie dentro de la habitación, con el pequeño pijama ceñido a sus curvas, nos miraba fijamente. No sabíamos cuanto tiempo llevaba ahí, pero seguro que suficiente.
Mi madre y yo nos miramos de nuevo, pensando a toda prisa como explicarle a la cándida huérfana lo que había presenciado, y entonces Adelita sonrió, trotó alegremente hasta la cama y saltó, cayendo de rodillas entre nuestros cuerpos desnudos.
—¿Puedo jugar yo también?
Epílogo.
Los acontecimientos de los siguientes meses me pillaron por sorpresa, pero supe aprovecharlos con un admirable sentido de la oportunidad.
La hermana de doña Paca, único pariente vivo de Adelita, se mostró pocos capacitada para hacerse cargo de ella, por lo que mis padres se hicieron cargo de la huérfana, quien además resultó ser la heredera de La Cresta de Oro y de la sorprendente cantidad de millones que don Fulgencio había acumulado a lo largo de los años.
Mi relación con mi madre se volvió cada vez más apasionada y sólida, y no desperdiciábamos ni una oportunidad de satisfacer nuestra pecaminosa atracción. Poco a poco, dejó de tener relaciones conyugales con mi padre y empezaron a distanciarse. Cuando vi que había llegado el momento justo, le conté a mamá las infidelidades de su esposo con la difunta Lucinda, y eso terminó por decidirla a pedirle el divorcio (otro pecado del que tendría que responder ante Dios, pero eso le importaba cada vez menos).
Mamá, Adelita y yo terminamos formando una peculiar familia, sin secretos ni tabúes de puertas adentro, aunque para los vecinos del pueblo éramos una señora divorciada, su hijo soltero y la huérfana a la que habían acogido.
Además de todo esto, como don Fulgencio me había enseñado sus secretos para asar pollos, y yo era un cocinero con experiencia, me hice cargo de La Cresta de Oro, que reabrió por todo lo alto, e incluso expandí el negocio gracias a mis innovaciones.
Así que, finalmente, encontré a una buena mujer, española y católica, a una adorable hermana pequeña y, por si fuera poco, me convertí en el nuevo e indiscutible Maestro Pollero.
FIN.
8 comentarios - El Maestro Pollero (Parte 10: Final)