En los pueblos todo se acaba sabiendo, y la información es poder. Mi poder aumenta de forma inesperada, y me veo defendiendo el honor de mi madre de la forma que más me gusta...
Y allí estaba yo, Ulises Morcillo, sentado en mi coche con una gorra y gafas oscuras, como un auténtico espía pueblerino. Tenía la cámara digital en uno de los bolsillos del chándal, y el teléfono móvil, que también hace buenas fotos, en el otro por si acaso.
Había aparcado cerca del edificio de tres plantas donde estaba el pisito alquilado de Lucinda, en el barrio más humilde del pueblo, donde abundaban los inmigrantes. Vi pasar a un par de ecuatorianas, a un negro vestido de albañil y a un matrimonio rumano con una niña rubia. Como dicen en la tele, ese barrio era un cristasol de culturas.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando la cajera salió por el portal. Vestía con mucha más discreción que en el trabajo, con una falda blanca y larga hasta los tobillos, sandalias planas y una blusa holgada con la que lucía sus bien formados hombros pero poco canalillo. También llevaba varios kilos de complementos encima: collares de bisutería con grandes cuentas y medallas, pulseras en ambas muñecas, gruesos anillos en los dedos de uñas pintadas, gafas de sol de esas que tapan media cara y hasta una pamela de paja con una cinta blanca, para protegerse del intenso sol de la tarde.
Comencé a seguirla en el coche, a una distancia más que prudencial, tan prudencial que casi la pierdo de vista dos veces. A esa hora apenas había tráfico, sobre todo en los barrios periféricos del pueblo por los que se movía, y aunque parecía ir bastante distraída pensando en sus cosas no tardaría en notar que un coche la seguía, así que aparqué a toda prisa y continué mi persecución a pie.
La caminata duró veinte minutos, y me llevó casi a las afueras del pueblo, hasta el aparcamiento del hostal La Becerra. Era un lugar que no se había movido del sitio en más de cincuenta años, un sencillo pero limpio hostal famoso por sus contundentes desayunos y la capacidad de sus dueños y empleados para guardar ciertos secretos. Aunque, con el tiempo, se filtraban algunos rumores, y se decía que en ese lugar el señor alcalde se montaba fiestas privadas encerrándose en una habitación con varias putas, o que el hijo maricón del concejal de urbanismo y el delantero centro del equipo de fútbol del pueblo iban a veces a darse por el culo.
Desde luego, era el sitio ideal para un encuentro furtivo entre el maestro pollero y su querida, y comencé a olfatear la victoria cuando Lucinda entró en recepción, le entregaron una llave y subió las escaleras. En ese momento reparé en que no tenía un plan para conseguir fotografiar a los adúlteros. No podía colarme sin más, y no llevaba dinero para tomar una habitación e intentar algo desde dentro, así que, oculto por los árboles y arbustos floridos que rodeaban el edificio, fui hasta la fachada trasera, donde me encontré con ocho ventanas, cuatro en la primera planta y cuatro en la segunda. Iba a tener que confiar en mi suerte, pues el hostal tenía veinte habitaciones, y esa era la única fachada por la que podía trepar sin ser visto desde la calle o la carretera.
Afortunadamente siempre he estado en buena forma, y la pared ofrecía bastantes asideros por los que trepar, además de los canalones de desagüe, así que en cuestión de segundos me transformé en un Spiderman de mercadillo, y me asomé con cautela a la ventana de la primera habitación.
Solo había un tipo gordo durmiendo la siesta en gayumbos. En la segunda ventana pude ver a una camarera de pisos ecuatoriana de unos cuarenta años moviendo la escoba por el suelo sin demasiado entusiasmo. Al cabo de unos segundos, se tumbó en la cama todavía sin hacer, encendió un cigarro y se puso a mirar su móvil. El uniforme de rayas blancas y azules se ceñía a su cuerpo menudo y neumático, y cuando levantó una pierna para rascarse el tobillo pude ver que llevaba un tanga morado. Tenía un buen polvo, pero yo tenía una misión que cumplir y me limité a hacerle una foto para comprobar el funcionamiento de la cámara.
En la tercera ventana una pareja joven dormía también, tapados con una sábana. En la cuarta no había nadie. En la quinta vi algo que me hizo pararme unos minutos, a pesar de la misión. Una mujer madura, puede que de unos sesenta años pero bien conservada, estaba desnuda y tumbada bocarriba con los codos apoyados en la cama. Tenía las tetas pequeñas y todavía bastante firmes, con pezones oscuros y respingones, las piernas largas y bien formadas, y una permanente de peluquería que formaba una masa uniforme de pelo rubio oxigenado alrededor de su cabeza. Solo llevaba puesto un collar de perlas, pendientes y pulsera a juego, y unos zapatos de tacón blancos.
Sin embargo, lo que casi me hace soltar el canalón y pegarme un batacazo contra el suelo fue su rostro. A primera vista no la reconocí, distraído por su cuerpo, pero esos rasgos afilados, los grandes ojos verdes, la nariz aguileña y los labios finos de expresión cruel eran inconfundibles. Se trataba nada menos que de doña Mercedes, la mujer del alcalde, una señora todavía más de derechas que el fascista de su marido, fanática católica y un referente para todas las mujeres decentes y conservadoras del pueblo. En más de una ocasión, había oído a mi madre hablar de ella con respeto, alabando su elegancia, su caridad cristiana al organizar actos benéficos en la parroquia, o sus firmes principios, ejemplo de patriotismo y fervor cristiano.
Me pregunté que diría mi madre si hubiese visto lo que yo vi a continuación. Por la puerta que daba al baño apareció un negro alto y musculoso, con la piel húmeda y vestido solo con una pequeña toalla. La mayoría de los negros me parecen iguales, pero creo que era el mismo al que había visto en el barrio de Lucinda vestido de albañil. Sin pronunciar palabra, doña Mercedes abrió las piernas y le señaló el suelo con ademán autoritario. El tipo se arrodilló, dócil como un perro amaestrado, y comenzó a lamer el coño rasurado de su ama con una lengua larga y rosada. Se quitó la toalla, y pude ver el imponente trozo de carne negra que le colgaba casi hasta las rodillas, y eso que todavía la tenía morcillona.
La alcaldesa cerró los ojos y apretó los dientes, temblando de gusto. El negro le chupaba el clítoris tan fuerte que podía escuchar el sonido a través de la ventana cerrada. Entonces ella hizo otro gesto hacia una parte de la habitación que quedaba fuera de mi vista, y apareció otro hombre, corpulento y peludo. A éste sí que lo conocía; era Yusef, un marroquí que tenía una pequeña tienda de alimentación cerca del ayuntamiento. Era un tipo afable, con esposa y una guapa hija adolescente de grandes ojos negros. Yo nunca me he fiado demasiado de los moros, pero me caía bien y alguna vez había pasado el rato en su tienda hablando de fútbol.
Casi suelto una carcajada al ver a doña Mercedes, la mujer más puritana, clasista y racista del pueblo, cometiendo adulterio con un negro y un moro de clase humilde. Yusef se acercó a la cama y le metió en la boca una verga gorda y fláccida, que ella puso dura en segundos succionando con la maestría que solo dan los años y la práctica. El albañil dejó las labores orales, la agarró por las caderas y la ensartó con fuerza, arrancándole una exclamación de intenso placer, ahogada por la tranca moruna que tenía encajada en la garganta. Por supuesto, hice algunas fotos, aunque era poco probable que me la jugase chantajeando a una tiparraca con tanto poder e influencias en el pueblo. En cualquier caso, serían una curiosa pieza para mi colección de porno.
Me costó apartar la vista del trío interracial, pero finalmente recordé para lo que estaba allí y me deslicé por la fachada hasta la sexta ventana, donde no vi nada. En la séptima había otro tipo dormido, y en la octava, cuando ya pensaba que tendría que marcharme sin cumplir mi misión, encontré a Lucinda mirándose a un espejo de cuerpo entero.
A simple vista, estaba sola. Don Fulgencio no había llegado o estaba en el cuarto de baño. La presumida cajera admiraba su reflejo a medida que se deshacía de sus holgadas prendas veraniegas. Cuando se quedó desnuda, salvo por la abundante bisutería y las sandalias, me sorprendí del cuerpazo que tenía, y en el que obviamente no me había fijado lo suficiente. Se notaba que iba al gimnasio con frecuencia, pues tenía el vientre muy plano y ni un gramo de grasa en los brazos y piernas, de formas bien delineadas, atlética pero femenina. Su punto fuerte era el culo, respingón y duro como una piedra, como el de las macizas que anuncian aparatos de gimnasia en la teletienda.
A juzgar por su color de piel, los labios carnosos, el pelo rizado y la forma de los ojos era mulata. Las tetas, redondeadas y firmes, de pezones muy oscuros, quizá estuviesen operadas, pero no se notaba demasiado. Como había visto en el trabajo, tenía un tatuaje en el tobillo (una pequeña mariposa), y otro con forma de sol alrededor del ombligo. Le hice algunas fotos estupendas, dignas de una revista, gracias a la calidad digital de mi cámara y a las sugerentes posturitas que ponía frente al espejo. Lamenté no tener una mano libre para cascármela antes de que llegase su amante, pues mi herramienta estaba a punto de hacer un agujero en el pantalón del chándal, pero cuando volviese a casa le dedicaría un buen rato a las fotos furtivas.
Lucinda se sentó en la cama y abrió las piernas, admirando en el espejo su conejito, tan rasurado como el de la alcaldesa pero más prieto y oscuro. A pesar de la distancia, pude ver que llevaba un pequeño piercing dorado en el clítoris, que se volvió más brillante cuando los dedos pringados con saliva comenzaron a tocarlo con suavidad, hurgando también entre los labios que comenzaban a humedecerse a ojos vista.
Pasaron los minutos, y aunque el espectáculo de esa mulata tocándose y suspirando en la cama era excelente, comencé a impacientarme. Llegué a pensar que Lucinda había alquilado la habitación solo para mirarse al espejo y hacerse un dedo, lo cual era absurdo. Cuando estaba apunto de guardar la cámara para tocarme yo también, la puerta de la habitación se abrió, y entró un hombre que ni por asomo era don Fulgencio. El recién llegado tuvo que agachar la cabeza para no golpearse con el marco de la puerta, era ancho como un armario ropero y tenía unas manos como palas.
Casi se me para el corazón cuando vi a esa zorra sudaca, desnuda y cachonda, colgarse del cuello de mi padre y darle un largo beso en los labios. Horas extras, los cojones. El muy hijo de puta estaba engañando a mi madre con la cajera de la pollería, y encima tenía la desfachatez de hablar de ella durante el desayuno, delante de mamá, y animarme a que me la ligase. Tal vez pensaba que si fuese su nuera la tendría más a mano para follársela a gusto, el muy cabrón.
Tuve que contenerme para no saltar por la ventana y abrirle la cabeza con una silla a mi padre, quien ya se había desnudado y estaba de pie cerca de la cama, recibiendo lametones caribeños en su monstruosa verga de caballo. Por lo menos, trataba a su amante con menos delicadeza aún que a mamá. Le agarró la cabeza con sus manazas para obligarla a tragar rabo, cosa que provocó en Lucinda atragantamientos, ligeras arcadas, lágrimas y gruesos hilos de saliva cayendo por su barbilla hasta el suelo. Cuando la liberaba para que recuperase el aliento, la muy guarra lo miraba sonriendo, con los ojos llenos de adoración, y volvía a abrir la boca, mucho más grande que la de mamá, para que el gigantón se la metiese otra vez hasta el gaznate.
Tras unos momentos de duda, en los que intenté asimilar la repercusión que esa escena podía tener en mi familia si mi madre se enteraba, vencí mi estupefacción y comencé a hacer fotos, aunque tendría que decidir con sumo cuidado qué hacer con ellas. Nunca me habría imaginado que mi padre pudiese ser un adúltero, y allí estaba, agarrando a su putita por la cintura y embistiéndola por detrás, empalándola sin compasión.
—¡Ay, papi... dame duro, sí... rómpeme, papi... aaaah, más duro, más... quiero tu leche papito! —gritaba Lucinda, mientras todos sus abalorios tintineaban al compás de la brutal follada.
Mi "papi" no hablaba, como de costumbre, solo gruñía y bufaba, sudoroso por el esfuerzo. Lo que más me jodía, aparte de que se tirase a esa zorra teniendo en casa a una mujer como la suya, era que no le preocupase, al parecer, que pudiese contagiarle algo. Con ambas mujeres lo hacía a pelo, y sabría Dios a cuantos otros se trajinaría Lucinda. Y lo peor del asunto era que si mi madre se enteraba estaba seguro de que lo perdonaría. Mi padre siempre había sido un marido ejemplar, y una mujer tradicional y católica como ella sin duda sería comprensiva con ese desliz carnal. Al fin y al cabo los hombres éramos más débiles ante las tentaciones de la carne y a veces nos dominaban nuestros instintos animales.
Después de una media hora de gritos, sacudidas que hacían temblar toda la habitación, tres chorreantes orgasmos de Lucinda y una colosal corrida de mi padre que pintó de blanco su pecho moreno y parte de la cara, decidí que ya tenía suficientes fotos y me descolgué de la fachada. Estaba cachondo y furioso, no solo por la traición de mi padre sino porque no había cumplido mi misión y tendría que mentirle a doña Paca, diciéndole que la cajera había pasado la tarde con unas amigas o cualquier otra chorrada.
De repente, un plan más descabellado aún que el de mi jefa comenzó a tomar forma en mi agitado cerebro, y eché a correr hacia el lugar donde había dejado aparcado el coche, me subí y conduje hasta una calle cercana al hostal La Becerra. Una calle por la que tendría que pasar Lucinda cuando volviese a casa.
No tuve que esperar mucho hasta que apareció doblando la esquina. Reparé en que caminaba de forma diferente, lo cual no era de extrañar después de haber encajado el salami de mi padre. Debía de estar dolorida y escocida, pero como se suele decir, sarna con gusto no pica.
Me quité la gorra y las gafas de sol y conduje despacio hasta ponerme a su altura. Bajé la ventanilla, y se volvió hacia mí, algo sobresaltada. Sabía que era el hijo del hombre casado al que acababa de tirarse, y que apareciese de repente debió desconcertarla un poco, pero disimuló bien, saludándome con una ancha sonrisa de dientes blancos. En el trabajo apenas habíamos hablado, y no teníamos mucha confianza, así que procuré no despertar sus sospechas y le hablé fingiendo cierta timidez.
—Eh... hola, Lucinda. ¡Qué calor hace todavía! ¿Eh? ¿Quieres que te acerque a algún sitio?
—Ay, no gracias, tesoro. Voy a mi casa y no está lejos.
A muchos hombres le encanta la forma de hablar de las mujeres cubanas, tan melosa y plagada de apelativos cariñosos, pero a mí siempre me ha puesto de los nervios. Tanta miel me empalaga.
—No me cuesta nada, de verdad. Anda, sube, que te llevo en un momento.
Dudó unos segundos, pero finalmente rodeó el coche moviéndose con garbo y entró. Noté que olía bastante bien. Debía de haberse duchado después de la follada.
—Muchas gracias, de verdad, cielo —dijo. Se quitó las gafas de sol y me sonrió de nuevo. Me dijo su dirección, aunque yo ya la sabía, y arranqué.
—Bah, no es nada. Y dime, ¿qué tal tu día libre? —pregunté, iniciando una conversación banal para distraerla.
Empezó a parlotear como solo saben hacerlo las sudamericanas, contándome todo lo que había hecho desde por la mañana y lo que planeaba hacer el resto de la tarde. No me contó, obviamente, lo que había hecho en el hostal. Su semblante se puso serio y dejó de cotorrear cuando se dio cuenta de que no íbamos hacia su barrio.
—Oye, tesoro, me parece que te has equivocado, por aquí no es.
Yo no dije nada y seguí conduciendo hasta llegar a la arboleda que rodeaba al viejo cementerio. Era un lugar tranquilo y apartado, donde solo había actividad durante las noches de los fines de semana, cuando las parejas jóvenes aparcaban sus coches entre los árboles para poner a prueba los amortiguadores a base de polvos. Ella se dio cuenta de que estábamos en el folladero local, y su reacción no se hizo esperar.
—Oye, no se que te has creído, cabrón, pero llévame ahora mismo al pueblo o...
—¿O qué, guarra? —la interrumpí.
Intentó salir del coche, pero no atinó a quitar el seguro de la puerta, y la agarré por un brazo tan fuerte que gritó de dolor. Me miró con el pánico dibujado en el rostro. Acorralada en un coche con un tipo fuerte como yo, su presunción caribeña se había esfumado por completo.
—Estate quieta y cálmate que no te quiero hacer daño. Vamos a hablar.
—¿Qué... qué quieres? ¡Socorro! —gritó, forcejeando de nuevo con la puerta del coche.
La bofetada que le di consiguió que dejase de gritar y revolverse. En vista de lo difícil que estaba siendo iniciar una conversación, le agarré la cara con la mano, obligándola a mirarme, y le puse delante de los ojos la pantalla de mi cámara digital.
Su piel morena empalideció cuando se vio a sí misma en la imagen, con el pollón de mi padre metido en la boca hasta el gaznate. Balbuceó algo que no entendí, entre sollozos e hipidos, y la solté.
—Mira, que te folles a mi padre me jode, no lo voy a negar, porque mi madre no se merece que la engañen con una perra como tú, pero lo que de verdad me ha jodido la tarde es que yo esperaba que te follases a otro.
—¿Qué? No... no entiendo lo que dices —dijo, con un lastimero hilo de voz.
Entonces le conté mi trato con doña Paca, las sospechas de nuestra jefa y mis labores detectivescas. Ella abrió los ojos como platos, sin entender muy bien a dónde quería llegar.
—Mira, bonita, te voy a explicar lo que puede pasar a partir de ahora. Puedo enseñarle las fotos a mi madre y ella se va a cabrear mucho. A mi padre lo va a perdonar, porque ella es así, pero a ti te va a hacer la vida imposible, vas a quedar como una puta, te van a despedir de la pollería, porque doña Paca es amiga de mi madre, y te vas a tener que ir del pueblo, a no ser que quieras trabajar en el puticlub tragando rabos de camioneros.
—No... no, por favor, no se lo digas... por favor —lloriqueó Lucinda, consciente de que todo lo que decía era verdad.
—Espera que no he terminado —continué, sonriendo—. También puede pasar que yo me guarde estas fotos y nadie se entere de nada, y que me ayudes a cumplir mi trato con la jefa. Vamos, que me olvido del asunto si te follas a don Fulgencio el lunes que viene en un sitio donde yo pueda haceros fotos.
La proposición la dejó tan estupefacta que dejó de gimotear y levantó una ceja, como si dudase de que hablaba en serio. Sacó de su bolso un pañuelo y se secó las lágrimas, negando con la cabeza.
—No te va a costar mucho engatusar al jefe y llevártelo al hostal. Seguro que te has dado cuenta de como te mira el culo y las tetas cuando estás trabajando.
Esta vez asintió. Cualquiera podía darse cuenta (incluida doña Paca) de las miradas lascivas que el maestro pollero dedicaba a su empleada durante la jornada. Estas miradas, unidas a la simpatía de la cajera, habían causado sin lugar a dudas la paranoia de nuestra jefa.
—Pero... ¿no será lo mismo? —preguntó, con la voz algo ronca pero más tranquila—. Paquita me despedirá, y se correrá la voz... Quedaré de puta igual.
—No será para tanto. Don Fulgencio y su mujer no le caen bien a casi nadie en el pueblo, y no tendrás muchos problemas por haber roto ese matrimonio, te lo digo yo que soy de aquí de toda la vida y me conozco bien a esta gente. Además, cuando pase lo peor y La Cresta de Oro sea un restaurante de verdad, le contaré la verdad a doña Paca y te contrataremos, con mejor sueldo del que tienes ahora. ¿No te parece un buen trato, Lucy?
A regañadientes, la mulata asintió. No le había dejado muchas opciones, y la idea de dejarse follar por Fulgencio, por desagradable que fuese, era mejor que tener que huir del pueblo con su reputación hecha trizas.
—Pues ya lo sabes. El lunes que viene, apáñatelas para estar con el jefe en la misma habitación que hoy. Y a mi padre cuéntale cualquier milonga que se te ocurra, pero no lo vuelvas a ver, o enseño las fotos.
Me miró de una forma que habría hecho acojonarse a un mafioso siciliano, pero teniendo como tenía el control de la situación, no me daba ningún miedo. Sorbió por la nariz y guardó el pañuelo en el bolso, poniéndose muy tiesa en el asiento. Se comportaba como si todavía tuviese algo de dignidad, y eso no me gustó nada.
—Ya me quedó todo claro. Ahora llévame al pueblo —dijo, en un tono tan soberbio que casi le doy otra hostia.
—Todavía no. Tenemos que formalizar el acuerdo, y como no podemos firmar un contrato, lo vamos a hacer de otra forma.
Mientras hablaba me había sacado la polla por la bragueta del chándal, y la cara que puso cuando la vio, enhiesta y desafiante, fue impagable. Antes de que pudiese decir nada, la agarré del pelo y la obligué a bajar la cabeza hasta mi entrepierna. Forcejeó inútilmente, haciendo tintinear todos sus abalorios, y apretó los labios para impedir la entrada de mi ariete del amor.
—Vamos, guapa. Ya sé que no es tan grande como la de mi papi, pero te va a gustar.
Le di un fuerte tirón en el pelo, y cuando abrió la boca para gritar se la metí hasta la campanilla. Tuvo el buen juicio de no intentar morderme, y comenzó el festival de arcadas, gorgoteos y toses, mientras sus babas empapaban mis huevos y el asiento del coche. La liberé en pocos minutos, levantando su cabeza a la altura de la mía, y la miré a la cara. Tenía los ojos enrojecidos, las mejillas cubiertas de lágrimas y la barbilla de espesa saliva. Boqueaba como un pez y me miraba con más odio aún que antes. Acerqué mi cara a la suya, pero lejos de pretender besarla, le escupí y con un movimiento de mi fuerte brazo la lancé al asiento trasero del coche.
Fui tras ella, sonriendo al ver como lloriqueaba de nuevo e intentaba abrir una puerta para escapar. La puse a cuatro patas en el asiento, le agarré otra vez el pelo y le levanté la falda para darle unos buenos azotes a ese culo tan tonificado. Le bajé las bragas y le metí dos dedos en su coño afeitado.
—¡Ayyy... no, por favor... me duele! —se lamentó.
—Te ha dejado hecha polvo ¿eh? ¡Ja, ja! Eso te pasa por zorra.
No me extrañaba que le doliese. Mi madre llevaba treinta años encajando la tranca de papá y todavía le costaba. Se me ocurrió una buena manera de que Lucinda olvidase su escozor vaginal, así que me puse uno de los condones lubricados que guardaba en la guantera y busqué con la punta de mi polla su oscura y prieta puerta trasera. En cuanto entendió lo que me proponía hacer intentó liberarse, sin éxito. La tenía a mi merced, y cuando mi gruesa estaca entró lentamente, milímetro a milímetro, dentro de su culito, no pudo hacer otra cosa que gritar e insultarme.
—¡Cabrón... no tan duro...aaayyy... hijoputa!
—Tu grita que te va a dar igual. Mi madre no te va a dar la paliza que te mereces por guarra, pero aquí estoy yo para castigarte en su nombre ¡Toma morcilla de la buena!
Con semejante grito de guerra, se la metí hasta los huevos y empecé a bombear tan fuerte que fue un milagro que no le desgarrase el ojete. Con una mano le aplastaba la cara húmeda contra el asiento o le daba tirones de pelo, y con la otra le estrujaba las tetas o le azotaba las nalgas hasta dejárselas rojas y ardiendo.
Me corrí en apenas cinco minutos, aplastándola bocabajo contra la tapicería. Sin dejar que reaccionase se la saqué, le subí las bragas, abrí la puerta trasera y la lancé fuera del coche de una patada. Cuando me miró desde el suelo, con la falda blanca manchada de tierra, me quité el condón repleto de leche y se lo tiré a la cara.
—Toma, de recuerdo. Y que no se te olvide nuestro trato o lo vas a pasar mucho peor que hoy, te lo aseguro —sentencié desde el asiento.
Le arrojé también su bolso, cerré la puerta y arranqué. Le esperaba un buen paseo para volver a casa, idóneo para despejarse y asimilar lo que habíamos hablado, y también que quien se mete con la madre de Ulises Morcillo lo paga caro.
Continuará...
Y allí estaba yo, Ulises Morcillo, sentado en mi coche con una gorra y gafas oscuras, como un auténtico espía pueblerino. Tenía la cámara digital en uno de los bolsillos del chándal, y el teléfono móvil, que también hace buenas fotos, en el otro por si acaso.
Había aparcado cerca del edificio de tres plantas donde estaba el pisito alquilado de Lucinda, en el barrio más humilde del pueblo, donde abundaban los inmigrantes. Vi pasar a un par de ecuatorianas, a un negro vestido de albañil y a un matrimonio rumano con una niña rubia. Como dicen en la tele, ese barrio era un cristasol de culturas.
Eran casi las cuatro de la tarde cuando la cajera salió por el portal. Vestía con mucha más discreción que en el trabajo, con una falda blanca y larga hasta los tobillos, sandalias planas y una blusa holgada con la que lucía sus bien formados hombros pero poco canalillo. También llevaba varios kilos de complementos encima: collares de bisutería con grandes cuentas y medallas, pulseras en ambas muñecas, gruesos anillos en los dedos de uñas pintadas, gafas de sol de esas que tapan media cara y hasta una pamela de paja con una cinta blanca, para protegerse del intenso sol de la tarde.
Comencé a seguirla en el coche, a una distancia más que prudencial, tan prudencial que casi la pierdo de vista dos veces. A esa hora apenas había tráfico, sobre todo en los barrios periféricos del pueblo por los que se movía, y aunque parecía ir bastante distraída pensando en sus cosas no tardaría en notar que un coche la seguía, así que aparqué a toda prisa y continué mi persecución a pie.
La caminata duró veinte minutos, y me llevó casi a las afueras del pueblo, hasta el aparcamiento del hostal La Becerra. Era un lugar que no se había movido del sitio en más de cincuenta años, un sencillo pero limpio hostal famoso por sus contundentes desayunos y la capacidad de sus dueños y empleados para guardar ciertos secretos. Aunque, con el tiempo, se filtraban algunos rumores, y se decía que en ese lugar el señor alcalde se montaba fiestas privadas encerrándose en una habitación con varias putas, o que el hijo maricón del concejal de urbanismo y el delantero centro del equipo de fútbol del pueblo iban a veces a darse por el culo.
Desde luego, era el sitio ideal para un encuentro furtivo entre el maestro pollero y su querida, y comencé a olfatear la victoria cuando Lucinda entró en recepción, le entregaron una llave y subió las escaleras. En ese momento reparé en que no tenía un plan para conseguir fotografiar a los adúlteros. No podía colarme sin más, y no llevaba dinero para tomar una habitación e intentar algo desde dentro, así que, oculto por los árboles y arbustos floridos que rodeaban el edificio, fui hasta la fachada trasera, donde me encontré con ocho ventanas, cuatro en la primera planta y cuatro en la segunda. Iba a tener que confiar en mi suerte, pues el hostal tenía veinte habitaciones, y esa era la única fachada por la que podía trepar sin ser visto desde la calle o la carretera.
Afortunadamente siempre he estado en buena forma, y la pared ofrecía bastantes asideros por los que trepar, además de los canalones de desagüe, así que en cuestión de segundos me transformé en un Spiderman de mercadillo, y me asomé con cautela a la ventana de la primera habitación.
Solo había un tipo gordo durmiendo la siesta en gayumbos. En la segunda ventana pude ver a una camarera de pisos ecuatoriana de unos cuarenta años moviendo la escoba por el suelo sin demasiado entusiasmo. Al cabo de unos segundos, se tumbó en la cama todavía sin hacer, encendió un cigarro y se puso a mirar su móvil. El uniforme de rayas blancas y azules se ceñía a su cuerpo menudo y neumático, y cuando levantó una pierna para rascarse el tobillo pude ver que llevaba un tanga morado. Tenía un buen polvo, pero yo tenía una misión que cumplir y me limité a hacerle una foto para comprobar el funcionamiento de la cámara.
En la tercera ventana una pareja joven dormía también, tapados con una sábana. En la cuarta no había nadie. En la quinta vi algo que me hizo pararme unos minutos, a pesar de la misión. Una mujer madura, puede que de unos sesenta años pero bien conservada, estaba desnuda y tumbada bocarriba con los codos apoyados en la cama. Tenía las tetas pequeñas y todavía bastante firmes, con pezones oscuros y respingones, las piernas largas y bien formadas, y una permanente de peluquería que formaba una masa uniforme de pelo rubio oxigenado alrededor de su cabeza. Solo llevaba puesto un collar de perlas, pendientes y pulsera a juego, y unos zapatos de tacón blancos.
Sin embargo, lo que casi me hace soltar el canalón y pegarme un batacazo contra el suelo fue su rostro. A primera vista no la reconocí, distraído por su cuerpo, pero esos rasgos afilados, los grandes ojos verdes, la nariz aguileña y los labios finos de expresión cruel eran inconfundibles. Se trataba nada menos que de doña Mercedes, la mujer del alcalde, una señora todavía más de derechas que el fascista de su marido, fanática católica y un referente para todas las mujeres decentes y conservadoras del pueblo. En más de una ocasión, había oído a mi madre hablar de ella con respeto, alabando su elegancia, su caridad cristiana al organizar actos benéficos en la parroquia, o sus firmes principios, ejemplo de patriotismo y fervor cristiano.
Me pregunté que diría mi madre si hubiese visto lo que yo vi a continuación. Por la puerta que daba al baño apareció un negro alto y musculoso, con la piel húmeda y vestido solo con una pequeña toalla. La mayoría de los negros me parecen iguales, pero creo que era el mismo al que había visto en el barrio de Lucinda vestido de albañil. Sin pronunciar palabra, doña Mercedes abrió las piernas y le señaló el suelo con ademán autoritario. El tipo se arrodilló, dócil como un perro amaestrado, y comenzó a lamer el coño rasurado de su ama con una lengua larga y rosada. Se quitó la toalla, y pude ver el imponente trozo de carne negra que le colgaba casi hasta las rodillas, y eso que todavía la tenía morcillona.
La alcaldesa cerró los ojos y apretó los dientes, temblando de gusto. El negro le chupaba el clítoris tan fuerte que podía escuchar el sonido a través de la ventana cerrada. Entonces ella hizo otro gesto hacia una parte de la habitación que quedaba fuera de mi vista, y apareció otro hombre, corpulento y peludo. A éste sí que lo conocía; era Yusef, un marroquí que tenía una pequeña tienda de alimentación cerca del ayuntamiento. Era un tipo afable, con esposa y una guapa hija adolescente de grandes ojos negros. Yo nunca me he fiado demasiado de los moros, pero me caía bien y alguna vez había pasado el rato en su tienda hablando de fútbol.
Casi suelto una carcajada al ver a doña Mercedes, la mujer más puritana, clasista y racista del pueblo, cometiendo adulterio con un negro y un moro de clase humilde. Yusef se acercó a la cama y le metió en la boca una verga gorda y fláccida, que ella puso dura en segundos succionando con la maestría que solo dan los años y la práctica. El albañil dejó las labores orales, la agarró por las caderas y la ensartó con fuerza, arrancándole una exclamación de intenso placer, ahogada por la tranca moruna que tenía encajada en la garganta. Por supuesto, hice algunas fotos, aunque era poco probable que me la jugase chantajeando a una tiparraca con tanto poder e influencias en el pueblo. En cualquier caso, serían una curiosa pieza para mi colección de porno.
Me costó apartar la vista del trío interracial, pero finalmente recordé para lo que estaba allí y me deslicé por la fachada hasta la sexta ventana, donde no vi nada. En la séptima había otro tipo dormido, y en la octava, cuando ya pensaba que tendría que marcharme sin cumplir mi misión, encontré a Lucinda mirándose a un espejo de cuerpo entero.
A simple vista, estaba sola. Don Fulgencio no había llegado o estaba en el cuarto de baño. La presumida cajera admiraba su reflejo a medida que se deshacía de sus holgadas prendas veraniegas. Cuando se quedó desnuda, salvo por la abundante bisutería y las sandalias, me sorprendí del cuerpazo que tenía, y en el que obviamente no me había fijado lo suficiente. Se notaba que iba al gimnasio con frecuencia, pues tenía el vientre muy plano y ni un gramo de grasa en los brazos y piernas, de formas bien delineadas, atlética pero femenina. Su punto fuerte era el culo, respingón y duro como una piedra, como el de las macizas que anuncian aparatos de gimnasia en la teletienda.
A juzgar por su color de piel, los labios carnosos, el pelo rizado y la forma de los ojos era mulata. Las tetas, redondeadas y firmes, de pezones muy oscuros, quizá estuviesen operadas, pero no se notaba demasiado. Como había visto en el trabajo, tenía un tatuaje en el tobillo (una pequeña mariposa), y otro con forma de sol alrededor del ombligo. Le hice algunas fotos estupendas, dignas de una revista, gracias a la calidad digital de mi cámara y a las sugerentes posturitas que ponía frente al espejo. Lamenté no tener una mano libre para cascármela antes de que llegase su amante, pues mi herramienta estaba a punto de hacer un agujero en el pantalón del chándal, pero cuando volviese a casa le dedicaría un buen rato a las fotos furtivas.
Lucinda se sentó en la cama y abrió las piernas, admirando en el espejo su conejito, tan rasurado como el de la alcaldesa pero más prieto y oscuro. A pesar de la distancia, pude ver que llevaba un pequeño piercing dorado en el clítoris, que se volvió más brillante cuando los dedos pringados con saliva comenzaron a tocarlo con suavidad, hurgando también entre los labios que comenzaban a humedecerse a ojos vista.
Pasaron los minutos, y aunque el espectáculo de esa mulata tocándose y suspirando en la cama era excelente, comencé a impacientarme. Llegué a pensar que Lucinda había alquilado la habitación solo para mirarse al espejo y hacerse un dedo, lo cual era absurdo. Cuando estaba apunto de guardar la cámara para tocarme yo también, la puerta de la habitación se abrió, y entró un hombre que ni por asomo era don Fulgencio. El recién llegado tuvo que agachar la cabeza para no golpearse con el marco de la puerta, era ancho como un armario ropero y tenía unas manos como palas.
Casi se me para el corazón cuando vi a esa zorra sudaca, desnuda y cachonda, colgarse del cuello de mi padre y darle un largo beso en los labios. Horas extras, los cojones. El muy hijo de puta estaba engañando a mi madre con la cajera de la pollería, y encima tenía la desfachatez de hablar de ella durante el desayuno, delante de mamá, y animarme a que me la ligase. Tal vez pensaba que si fuese su nuera la tendría más a mano para follársela a gusto, el muy cabrón.
Tuve que contenerme para no saltar por la ventana y abrirle la cabeza con una silla a mi padre, quien ya se había desnudado y estaba de pie cerca de la cama, recibiendo lametones caribeños en su monstruosa verga de caballo. Por lo menos, trataba a su amante con menos delicadeza aún que a mamá. Le agarró la cabeza con sus manazas para obligarla a tragar rabo, cosa que provocó en Lucinda atragantamientos, ligeras arcadas, lágrimas y gruesos hilos de saliva cayendo por su barbilla hasta el suelo. Cuando la liberaba para que recuperase el aliento, la muy guarra lo miraba sonriendo, con los ojos llenos de adoración, y volvía a abrir la boca, mucho más grande que la de mamá, para que el gigantón se la metiese otra vez hasta el gaznate.
Tras unos momentos de duda, en los que intenté asimilar la repercusión que esa escena podía tener en mi familia si mi madre se enteraba, vencí mi estupefacción y comencé a hacer fotos, aunque tendría que decidir con sumo cuidado qué hacer con ellas. Nunca me habría imaginado que mi padre pudiese ser un adúltero, y allí estaba, agarrando a su putita por la cintura y embistiéndola por detrás, empalándola sin compasión.
—¡Ay, papi... dame duro, sí... rómpeme, papi... aaaah, más duro, más... quiero tu leche papito! —gritaba Lucinda, mientras todos sus abalorios tintineaban al compás de la brutal follada.
Mi "papi" no hablaba, como de costumbre, solo gruñía y bufaba, sudoroso por el esfuerzo. Lo que más me jodía, aparte de que se tirase a esa zorra teniendo en casa a una mujer como la suya, era que no le preocupase, al parecer, que pudiese contagiarle algo. Con ambas mujeres lo hacía a pelo, y sabría Dios a cuantos otros se trajinaría Lucinda. Y lo peor del asunto era que si mi madre se enteraba estaba seguro de que lo perdonaría. Mi padre siempre había sido un marido ejemplar, y una mujer tradicional y católica como ella sin duda sería comprensiva con ese desliz carnal. Al fin y al cabo los hombres éramos más débiles ante las tentaciones de la carne y a veces nos dominaban nuestros instintos animales.
Después de una media hora de gritos, sacudidas que hacían temblar toda la habitación, tres chorreantes orgasmos de Lucinda y una colosal corrida de mi padre que pintó de blanco su pecho moreno y parte de la cara, decidí que ya tenía suficientes fotos y me descolgué de la fachada. Estaba cachondo y furioso, no solo por la traición de mi padre sino porque no había cumplido mi misión y tendría que mentirle a doña Paca, diciéndole que la cajera había pasado la tarde con unas amigas o cualquier otra chorrada.
De repente, un plan más descabellado aún que el de mi jefa comenzó a tomar forma en mi agitado cerebro, y eché a correr hacia el lugar donde había dejado aparcado el coche, me subí y conduje hasta una calle cercana al hostal La Becerra. Una calle por la que tendría que pasar Lucinda cuando volviese a casa.
No tuve que esperar mucho hasta que apareció doblando la esquina. Reparé en que caminaba de forma diferente, lo cual no era de extrañar después de haber encajado el salami de mi padre. Debía de estar dolorida y escocida, pero como se suele decir, sarna con gusto no pica.
Me quité la gorra y las gafas de sol y conduje despacio hasta ponerme a su altura. Bajé la ventanilla, y se volvió hacia mí, algo sobresaltada. Sabía que era el hijo del hombre casado al que acababa de tirarse, y que apareciese de repente debió desconcertarla un poco, pero disimuló bien, saludándome con una ancha sonrisa de dientes blancos. En el trabajo apenas habíamos hablado, y no teníamos mucha confianza, así que procuré no despertar sus sospechas y le hablé fingiendo cierta timidez.
—Eh... hola, Lucinda. ¡Qué calor hace todavía! ¿Eh? ¿Quieres que te acerque a algún sitio?
—Ay, no gracias, tesoro. Voy a mi casa y no está lejos.
A muchos hombres le encanta la forma de hablar de las mujeres cubanas, tan melosa y plagada de apelativos cariñosos, pero a mí siempre me ha puesto de los nervios. Tanta miel me empalaga.
—No me cuesta nada, de verdad. Anda, sube, que te llevo en un momento.
Dudó unos segundos, pero finalmente rodeó el coche moviéndose con garbo y entró. Noté que olía bastante bien. Debía de haberse duchado después de la follada.
—Muchas gracias, de verdad, cielo —dijo. Se quitó las gafas de sol y me sonrió de nuevo. Me dijo su dirección, aunque yo ya la sabía, y arranqué.
—Bah, no es nada. Y dime, ¿qué tal tu día libre? —pregunté, iniciando una conversación banal para distraerla.
Empezó a parlotear como solo saben hacerlo las sudamericanas, contándome todo lo que había hecho desde por la mañana y lo que planeaba hacer el resto de la tarde. No me contó, obviamente, lo que había hecho en el hostal. Su semblante se puso serio y dejó de cotorrear cuando se dio cuenta de que no íbamos hacia su barrio.
—Oye, tesoro, me parece que te has equivocado, por aquí no es.
Yo no dije nada y seguí conduciendo hasta llegar a la arboleda que rodeaba al viejo cementerio. Era un lugar tranquilo y apartado, donde solo había actividad durante las noches de los fines de semana, cuando las parejas jóvenes aparcaban sus coches entre los árboles para poner a prueba los amortiguadores a base de polvos. Ella se dio cuenta de que estábamos en el folladero local, y su reacción no se hizo esperar.
—Oye, no se que te has creído, cabrón, pero llévame ahora mismo al pueblo o...
—¿O qué, guarra? —la interrumpí.
Intentó salir del coche, pero no atinó a quitar el seguro de la puerta, y la agarré por un brazo tan fuerte que gritó de dolor. Me miró con el pánico dibujado en el rostro. Acorralada en un coche con un tipo fuerte como yo, su presunción caribeña se había esfumado por completo.
—Estate quieta y cálmate que no te quiero hacer daño. Vamos a hablar.
—¿Qué... qué quieres? ¡Socorro! —gritó, forcejeando de nuevo con la puerta del coche.
La bofetada que le di consiguió que dejase de gritar y revolverse. En vista de lo difícil que estaba siendo iniciar una conversación, le agarré la cara con la mano, obligándola a mirarme, y le puse delante de los ojos la pantalla de mi cámara digital.
Su piel morena empalideció cuando se vio a sí misma en la imagen, con el pollón de mi padre metido en la boca hasta el gaznate. Balbuceó algo que no entendí, entre sollozos e hipidos, y la solté.
—Mira, que te folles a mi padre me jode, no lo voy a negar, porque mi madre no se merece que la engañen con una perra como tú, pero lo que de verdad me ha jodido la tarde es que yo esperaba que te follases a otro.
—¿Qué? No... no entiendo lo que dices —dijo, con un lastimero hilo de voz.
Entonces le conté mi trato con doña Paca, las sospechas de nuestra jefa y mis labores detectivescas. Ella abrió los ojos como platos, sin entender muy bien a dónde quería llegar.
—Mira, bonita, te voy a explicar lo que puede pasar a partir de ahora. Puedo enseñarle las fotos a mi madre y ella se va a cabrear mucho. A mi padre lo va a perdonar, porque ella es así, pero a ti te va a hacer la vida imposible, vas a quedar como una puta, te van a despedir de la pollería, porque doña Paca es amiga de mi madre, y te vas a tener que ir del pueblo, a no ser que quieras trabajar en el puticlub tragando rabos de camioneros.
—No... no, por favor, no se lo digas... por favor —lloriqueó Lucinda, consciente de que todo lo que decía era verdad.
—Espera que no he terminado —continué, sonriendo—. También puede pasar que yo me guarde estas fotos y nadie se entere de nada, y que me ayudes a cumplir mi trato con la jefa. Vamos, que me olvido del asunto si te follas a don Fulgencio el lunes que viene en un sitio donde yo pueda haceros fotos.
La proposición la dejó tan estupefacta que dejó de gimotear y levantó una ceja, como si dudase de que hablaba en serio. Sacó de su bolso un pañuelo y se secó las lágrimas, negando con la cabeza.
—No te va a costar mucho engatusar al jefe y llevártelo al hostal. Seguro que te has dado cuenta de como te mira el culo y las tetas cuando estás trabajando.
Esta vez asintió. Cualquiera podía darse cuenta (incluida doña Paca) de las miradas lascivas que el maestro pollero dedicaba a su empleada durante la jornada. Estas miradas, unidas a la simpatía de la cajera, habían causado sin lugar a dudas la paranoia de nuestra jefa.
—Pero... ¿no será lo mismo? —preguntó, con la voz algo ronca pero más tranquila—. Paquita me despedirá, y se correrá la voz... Quedaré de puta igual.
—No será para tanto. Don Fulgencio y su mujer no le caen bien a casi nadie en el pueblo, y no tendrás muchos problemas por haber roto ese matrimonio, te lo digo yo que soy de aquí de toda la vida y me conozco bien a esta gente. Además, cuando pase lo peor y La Cresta de Oro sea un restaurante de verdad, le contaré la verdad a doña Paca y te contrataremos, con mejor sueldo del que tienes ahora. ¿No te parece un buen trato, Lucy?
A regañadientes, la mulata asintió. No le había dejado muchas opciones, y la idea de dejarse follar por Fulgencio, por desagradable que fuese, era mejor que tener que huir del pueblo con su reputación hecha trizas.
—Pues ya lo sabes. El lunes que viene, apáñatelas para estar con el jefe en la misma habitación que hoy. Y a mi padre cuéntale cualquier milonga que se te ocurra, pero no lo vuelvas a ver, o enseño las fotos.
Me miró de una forma que habría hecho acojonarse a un mafioso siciliano, pero teniendo como tenía el control de la situación, no me daba ningún miedo. Sorbió por la nariz y guardó el pañuelo en el bolso, poniéndose muy tiesa en el asiento. Se comportaba como si todavía tuviese algo de dignidad, y eso no me gustó nada.
—Ya me quedó todo claro. Ahora llévame al pueblo —dijo, en un tono tan soberbio que casi le doy otra hostia.
—Todavía no. Tenemos que formalizar el acuerdo, y como no podemos firmar un contrato, lo vamos a hacer de otra forma.
Mientras hablaba me había sacado la polla por la bragueta del chándal, y la cara que puso cuando la vio, enhiesta y desafiante, fue impagable. Antes de que pudiese decir nada, la agarré del pelo y la obligué a bajar la cabeza hasta mi entrepierna. Forcejeó inútilmente, haciendo tintinear todos sus abalorios, y apretó los labios para impedir la entrada de mi ariete del amor.
—Vamos, guapa. Ya sé que no es tan grande como la de mi papi, pero te va a gustar.
Le di un fuerte tirón en el pelo, y cuando abrió la boca para gritar se la metí hasta la campanilla. Tuvo el buen juicio de no intentar morderme, y comenzó el festival de arcadas, gorgoteos y toses, mientras sus babas empapaban mis huevos y el asiento del coche. La liberé en pocos minutos, levantando su cabeza a la altura de la mía, y la miré a la cara. Tenía los ojos enrojecidos, las mejillas cubiertas de lágrimas y la barbilla de espesa saliva. Boqueaba como un pez y me miraba con más odio aún que antes. Acerqué mi cara a la suya, pero lejos de pretender besarla, le escupí y con un movimiento de mi fuerte brazo la lancé al asiento trasero del coche.
Fui tras ella, sonriendo al ver como lloriqueaba de nuevo e intentaba abrir una puerta para escapar. La puse a cuatro patas en el asiento, le agarré otra vez el pelo y le levanté la falda para darle unos buenos azotes a ese culo tan tonificado. Le bajé las bragas y le metí dos dedos en su coño afeitado.
—¡Ayyy... no, por favor... me duele! —se lamentó.
—Te ha dejado hecha polvo ¿eh? ¡Ja, ja! Eso te pasa por zorra.
No me extrañaba que le doliese. Mi madre llevaba treinta años encajando la tranca de papá y todavía le costaba. Se me ocurrió una buena manera de que Lucinda olvidase su escozor vaginal, así que me puse uno de los condones lubricados que guardaba en la guantera y busqué con la punta de mi polla su oscura y prieta puerta trasera. En cuanto entendió lo que me proponía hacer intentó liberarse, sin éxito. La tenía a mi merced, y cuando mi gruesa estaca entró lentamente, milímetro a milímetro, dentro de su culito, no pudo hacer otra cosa que gritar e insultarme.
—¡Cabrón... no tan duro...aaayyy... hijoputa!
—Tu grita que te va a dar igual. Mi madre no te va a dar la paliza que te mereces por guarra, pero aquí estoy yo para castigarte en su nombre ¡Toma morcilla de la buena!
Con semejante grito de guerra, se la metí hasta los huevos y empecé a bombear tan fuerte que fue un milagro que no le desgarrase el ojete. Con una mano le aplastaba la cara húmeda contra el asiento o le daba tirones de pelo, y con la otra le estrujaba las tetas o le azotaba las nalgas hasta dejárselas rojas y ardiendo.
Me corrí en apenas cinco minutos, aplastándola bocabajo contra la tapicería. Sin dejar que reaccionase se la saqué, le subí las bragas, abrí la puerta trasera y la lancé fuera del coche de una patada. Cuando me miró desde el suelo, con la falda blanca manchada de tierra, me quité el condón repleto de leche y se lo tiré a la cara.
—Toma, de recuerdo. Y que no se te olvide nuestro trato o lo vas a pasar mucho peor que hoy, te lo aseguro —sentencié desde el asiento.
Le arrojé también su bolso, cerré la puerta y arranqué. Le esperaba un buen paseo para volver a casa, idóneo para despejarse y asimilar lo que habíamos hablado, y también que quien se mete con la madre de Ulises Morcillo lo paga caro.
Continuará...
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