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El Maestro Pollero (Parte 3)

Mi primer día en el pueblo ha sido agotador, y mamá sigue enfadada, pero tenemos una conversación a la luz de la luna muy interesante, y después de tantos años comienzo a entender algunas cosas...



Volví a casa casi a medianoche, tras mi primera y aburrida jornada de trabajo en La Cresta de Oro. Me di una ducha caliente y me comí la cena que mamá me había dejado en el horno. Puede que estuviese enfadada, pero jamás descuidaba sus deberes de madre y esposa.

En el pasillo, vi la luz tenue que se filtraba bajo la puerta del dormitorio de mis padres. Debían de estar despiertos, al menos mi padre, que a veces leía en la cama hasta tarde a pesar de que se levantaba al amanecer (de ahí sus largas siestas). Entré en mi habitación y me tumbé en la cama, agotado y vestido solo con los boxers.

A pesar del cansancio no podía dormir, y me puse a repasar mentalmente todo lo acontecido durante mi primer día en el pueblo: Por la mañana, la lujuria y los celos me habían hecho perder la cabeza y estuve a punto de forzar a mi madre sobre la mesa de la cocina, cosa que había cambiado radicalmente su actitud hacia mí. Por la tarde había iniciado un juego, tan delicioso como inmoral, con Adelita, la hija tonta de mis jefes. Y el resto del día lo había pasado pelando patatas, ensartando pollos en espetones y escuchando a doña Paca despotricar contra Lucinda, la cajera sudamericana que, según ella, se tiraba a su marido o pretendía hacerlo.

Pensar en mamá como la había tenido esa mañana, con las manos atadas, amordazada con un limón y a punto de ser ensartada por mi grueso espetón, y en la lengua juguetona de Adelita cuando lamía el chocolate de mis pelotas, e incluso en el culito respingón de Lucinda y las ubres descomunales de mi jefa, hizo que me empalmase por enésima vez en ese día. Empecé a tocarme despacio, por encima de la tela, mientras decidía si encender el portátil para aliviarme con una de mis joyas del cine para adultos, sacar una revista de mi escondite o valerme de las imágenes y sensaciones acumuladas durante la jornada.

En ese momento, la puerta de mi habitación se abrió muy despacio y entró mi madre, con su bata guateada sobre el largo camisón de dormir. Iba descalza, algo inusual en ella, y con el cabello rubio recogido en un sencillo moño. Yo dejé de tocarme y me incorporé un poco en la cama. Estábamos a oscuras, pero por la ventana entraba suficiente luz de luna como para poder distinguir su semblante serio.

—No hagas ruido. Tu padre cree que estoy en la cocina haciéndome un poleo-menta —susurró, sentándose en la cama.

—¿Sigues enfadada? —pregunté, aunque ya sabía la respuesta.

—Pues claro, ¿es que estás loco? ¿Cómo se te ocurre...? —Su voz se quebró y movió la cabeza hacia los lados— Hacerle eso a tu propia madre... es imperdonable.

—La culpa es tuya, y lo sabes —dije yo, en un susurro furioso.

—¿Culpa mia?

—No me jodas, mamá. Llevas años entrando en mi habitación a escondidas y haciéndome pajas, sin dejar que te toque ni siquiera una teta —Hice una pausa, solté aire por la nariz como un toro a punto de embestir y la interrumpí cuando se disponía a replicar— ¿Cómo se te ocurre a ti hacerle eso a tu propio hijo?

Me incliné hacia ella y la agarré por los brazos, obligándola a mirarme. Tenía los ojos húmedos y estaba cada vez más nerviosa.

—Hijo, yo... lo hacía por tu bien. Siempre has estado obsesionado con el sexo, te tocabas a todas horas, incluso en el colegio, y me daba miedo que... pudieses hacer algo malo, y perder a mi niño para siempre —explicó, con dos gruesas lágrimas cayendo por sus rosadas mejillas.

—¿Me hacías pajas porque te daba miedo que violase a alguien? —pregunté, con una sonrisa de incredulidad.

—¿Y te extraña? Mira lo que me has hecho esta mañana. Ya sé que lo que he estado haciendo es... raro, pero no se me ocurrió otra forma de calmarte.

—Pues está claro que ya no funciona. Ya no soy un niñato y que me ordeñes como a una cabra no es suficiente.

Me miró con los ojos muy abiertos, enrojecidos por las lágrimas. Yo la agarré con más fuerza y la apreté contra mí, besándola en los labios con fuerza. Me apartó de un empujón, soltando un gruñido agudo, y se libró de mi presa.

—Eso no puede ser Ulises. Sería demasiado. ¿Es que quieres que vayamos al infierno de cabeza?

Lo creáis o no lo decía en serio. Mi madre siempre ha sido muy religiosa, de las que van a misa todos los domingos y tienen un crucifijo sobre el lecho conyugal. Muchas veces me había preguntado si le contaba al padre Gregorio cuando se confesaba lo de sus pajas furtivas. Yo también soy creyente, pero el infierno no me daba ningún miedo; me lo imaginaba como un lugar lleno de hogueras y mujeres viciosas bailando en pelotas.

—Tú ya tienes el cielo ganado, mami. Y yo voy a ir al infierno de todas formas.

—No digas tonterías...

—Vamos. —Me acerqué de nuevo y le cogí la mano—. No me digas que nunca se te ha pasado por la cabeza. Siempre intentas disimular, pero me he dado cuenta de cómo miras a veces mi polla cuando me la tocas. Seguro que muchas veces te aguantas las ganas de metértela en la boca y...

Se libró de nuevo de mi mano y me dio una bofetada, no muy fuerte pero certera. Miró hacia la puerta con nerviosismo y se limpió las lágrimas con la manga de la bata.

—No me hables así, te lo tengo dicho.

—Déjate de chorradas, y dime que al menos te lo vas a pensar. Yo no voy a dejar de desearte solo porque te de miedo ir al infierno.

—Me lo pensaré —dijo al fin, tras soltar un largo suspiro—. Pero no seas ansioso, y que no se vuelva a repetir nada parecido a lo de esta mañana o...

—No se repetirá, tranquila —dije, mirando sus pronunciadas curvas mientras se dirigía hacia la puerta—. Espera mami, quédate un rato. Solo para hablar.

—No puedo. Tu padre me está esperando, ya te lo he dicho.

—¿Vais a follar?

La furia apareció de nuevo en sus ojillos claros, pero esta vez era menos intensa y se apagó en segundos.

—Sí, vamos a hacer el amor. Es mi marido, y es mi deber como esposa...

—Sí, ya, no me sueltes un sermón —interrumpí, con una mueca burlona—. Pero ten cuidado, no vayas a decir mi nombre cuando te corras.

Como era de esperar, mi broma no le hizo ninguna gracia. Bufó, me dio una de sus collejas, no tan fuerte como de costumbre, y salió de la habitación. Yo me tumbé de nuevo, bastante satisfecho con el curso de los acontecimientos. Sabía que para una mujer como ella, tan tradicional y religiosa, tomar la decisión de cometer incesto no sería fácil. Pero aunque esa mañana hubiese perdido los papeles, ahora estaba dispuesto a ser paciente, y algo me decía que no me equivocaba y ella deseaba caer en tan grave pecado tanto como yo.

La conversación con mamá me había desvelado por completo, y me puse a cavilar sobre diversos asuntos que me rondaban la cabeza. De pronto caí en la cuenta de que nunca había visto a mis padres consumar el matrimonio. Que yo recordase, nunca los había sorprendido en el acto, a pesar de que su dormitorio no tenía pestillo, y por raro que parezca nunca había sucumbido a la tentación de espiarlos.

Pero la expectativa de realizar mi mayor fantasía me envalentonó, y además me moría de ganas de ver en acción el cuerpo del cual iba a disfrutar en breve, o eso esperaba, porque tal vez mi madre tardase días o semanas en tomar la decisión. Me levanté y salí al pasillo con todo el sigilo posible, moviéndome por el oscuro pasillo hacia la fina línea luminosa bajo la puerta cerrada de la alcoba de mis progenitores. Me sentía como un ninja en boxers, con un garrote entre las piernas en lugar de katana.

Antes de nada, pegué la oreja a la puerta para escuchar qué pasaba dentro. Solo escuché murmullos, unos más graves, sin duda producidos por el vozarrón de mi padre, y otros más suaves y agudos. Con una lentitud propia de un camaleón en invierno, giré el picaporte y abrí una fina rendija en la puerta. Desde el ángulo en el que me encontraba podía ver la mitad de la cama, pero por suerte para mis ávidos ojos la otra mitad se reflejaba en la puerta del armario ropero, que era un gran espejo.

Debido a mis celos, siempre había fantaseado con que papá tenía un pene diminuto, incapaz de satisfacer a una mujer, y que mi madre caería tarde o temprano en mis brazos debido a tantos años de insatisfacción. Pero esa noche comprobé que me equivocaba. Papá estaba tumbado bocarriba en la cama, desnudo, y su cipote erguido era grande incluso para un hombre de su gigantesco tamaño. Se alzaba orgulloso sobre la ancha barriga, de dos palmos de largo, puede que más, y grueso como una lata de refresco. Era monstruoso, con sus gruesas venas bombeando litros de sangre para mantenerlo duro y una cabeza rosada que habría hecho encoger el ojete a la más avezada estrella del porno.

Mamá estaba recostada, con un brazo apoyado en el muslo peludo de su marido y mirando sin temor alguno el obelisco de carne que se alzaba frente a ella, estimulándolo suavemente con la misma mano que tantas veces me había dado placer furtivo en mi cama. Llevaba puesto su camisón de dormir sin nada debajo, y en el reflejo del espejo podía distinguir las formas de sus rollizos muslos, las nalgas exuberantes apretadas contra el tejido semitransparente, y hasta un pezón de aspecto delicioso, como una guinda.

Solo estaba encendida una de las lamparitas, en la mesita de noche de papá, así que era poco probable que viesen la oscura abertura en la puerta, que quedaba alejada de la tenue luz. Me atreví a abrir un poco más y pude observarlos sin necesidad del espejo, con cuidado de no introducir demasiado la cabeza en territorio enemigo. Ajena a mi presencia, mamá se puso a cuatro patas, agarrando el pollón con ambas manos, y escupió en la punta, distribuyendo a continuación el lubricante natural por todo el tronco con un enérgico masaje. Repitió la operación varias veces. Mi padre ronroneaba como lo haría un león y alargó una de sus manazas para levantarle el camisón y sobarle el culo.

Aquello debía ser una especie de señal entre ambos, pues ella se quitó la prenda de dormir por la cabeza, quedando desnuda por completo. Contuve la respiración al ver los formidables pechos, la imagen misma de la abundancia, pálidos y bastante firmes teniendo en cuenta su tamaño y la edad de la propietaria. Obviamente, a papá también le encantaban, pues los sobó y estrujó con deleite cuando ella se sentó a horcajadas sobre su vientre. Ahora solo podía verle la espalda, las nalgas y el moño, un poco deshecho debido al movimiento. Vi como la tranca de caballo, brillante de saliva, golpeaba al ritmo de los latidos del corazón de su propietario la piel tersa, algo enrojecida por las bruscas caricias de sus manos.

Entonces mamá se levantó un poco, se inclinó hacia atrás para agarrar la estaca y la guió sin mirar hasta la tierna abertura de su coño, adornado con un bonito vello rizado de color castaño claro. Después descendió muy despacio, dejando que entrase poco a poco hasta la mitad. Por un momento temí por la integridad física de mi madre, pero me recordé a mí mismo que llevaba treinta años encajando en su cuerpo semejante enormidad fálica. Entendí también que pudiese resistir la tentación de probar mi pistola teniendo tan a mano el cañón de un tanque.

Durante los siguientes minutos la escuché jadear y gemir muy bajito cuando la penetración profundizaba, y la vi cabalgar cada vez más deprisa, dejando que le entrase cada vez más, aumentando cada vez más con sus contoneos la excitación del gigante entre cuyas manos era un pequeño y redondo juguete. Yo, por mi parte, me masturbaba sin hacer ruido, con la mano dentro de los boxers e imaginando con ansia el momento en que ese cuerpo sería también mío.

Gruñendo y resoplando como un oso cachondo, papá la agarró por la cintura, la tumbó y se puso sobre ella, aplastándola con impetuosas embestidas. A partir de ese momento solo pude ver sus piernas macizas asomando bajo el corpachón de su macho, y me excitó hasta límites insospechados la forma en que movía los dedos de sus pequeños pies, y la forma en que se tensaban los músculos de sus pantorrillas cuando la verga inmensa la penetraba hasta los mismísimos huevos, gordos y peludos como los de un toro. Me aparté un poco de la puerta, intentando normalizar mi respiración para no hacer ruido, me quité los boxers y me envolví con ellos la polla, para contener la inminente corrida.

La suya llegó antes. Cuando el ritmo de sus acometidas era ya frenético y los crujidos del colchón se mezclaban con los entrecortados gemidos de mi madre, papá la sacó, se puso de rodillas y se la agarró con ambas manos para derramar fuera del tiesto. Gracias al espejo, pude ver el poderoso chorro de tapioca llenar de trazos y goterones blancuzcos el vientre, los pechos y hasta la cara enrojecida de mamá, quien intentó librarse de los impactos girando la cabeza. El gigante se derrumbó a su lado, jadeando de cansancio. Ella le susurró algo al oído, le dio un beso y se levantó.

El momento en el que cruzó la habitación rumbo a la puerta del baño, desnuda y manchada por el mismo jugo que me había engendrado, fue el momento en el que llegué a la cúspide de mi clandestino placer. Tuve que apartarme de la puerta, por miedo a que se me escapase alguna exclamación, y mientras retrocedía por el pasillo tambaleándome y temblando, meneándomela a dos manos, me corrí de tal forma que me caí de espaldas contra la puerta de mi habitación, quedando tumbado en el suelo. Por suerte no escucharon el golpe, y pude recuperar el aliento antes de arrastrarme hasta la cama.

Tras limpiarme un poco y ponerme unos boxers limpios, me tumbé de nuevo en mi cama, algo preocupado. Iba a tener que emplearme a fondo para complacerla, teniendo en cuenta la envergadura de mi rival. Pero, por grande que fuese su arma, mi padre era un amante tosco, que no se preocupaba mucho por el placer de su esposa y se cansaba rápido. En ese aspecto le llevaba ventaja, y cuando mamá se decidiese a darme una oportunidad, la deslumbraría con mi resistencia y con todos los trucos que había aprendido de otras mujeres a lo largo de los años.

Continuará....

1 comentarios - El Maestro Pollero (Parte 3)

POUALI
La 4ta por fiiii!!!