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Compendio I
“¡Me pareció escuchar un ruido! ¡Qué bueno que eras tú!” dijo Amelia, abriendo la puerta y besándome al instante, llevándome a la antigua habitación de su hermana.
Sé que mi sentido común me decía que lo mejor habría sido regresar a mi habitación, para revisar a Pamela, pero los besos de Amelia eran tan cariñosos, que no me podía oponer.
“¡Por un momento, creí que no vendrías!” me dijo, besándome las mejillas y llevándome a su cama.
Como su ropa estaba sucia, dormía con una polera blanca, que transparentaba la sombra de sus aureolas y sus calzones de niña. Se veía tan tierna… pero con unos tremendos pechos libres rebotando sin sostén.
“¡La verdad, es que recién me dijeron que tenía que verte!” le confesé.
Ella paró de besarme.
“Entonces… ¿No querías… venir?” me preguntó, con tristeza.
“¡No, corazón! ¡No pienses eso!” le dije, besando sus dulces labios. “¡Aun no sé bien que es lo que han decidido y no sabía que tenía que visitarte!”
Ella alegró su cara, aunque con algo de vergüenza, me orientó.
“¡Pues… es como dijiste tú!... ¡Tienes que visitarnos a todas… y después, ir a dormir con Marisol!” me dijo ella, toda colorada.
Me preocupé. Marisol quería quedarse a solas con Pamela, a propósito…
“¡Pero claro…!” agregó ella. “¡Como te fuiste… pues no escuchaste… lo que decidimos sobre la elección!”
“¿Qué elección?” pregunté.
“¡Pues… tenemos que ponernos de acuerdo… quien te tendría completamente durante la noche!” me respondió. “Aunque te tienes que acostar con Marisol… pues, debes cumplir los deseos de una de nosotras, cada noche… y ¡Esta noche, tuve mucha suerte!”
Sonreí. Era algo propio de Marisol. En el fondo, sabe que me resultaría imposible satisfacer sus deseos cada noche, pero si me turnaba y las iba satisfaciendo de a una, nadie se sentiría rechazada. Pero eso no me quitaba la preocupación por Pamela.
“¿Y qué deseas tú?” le pregunté.
Ella estaba tan entusiasmada. Daba pequeños rebotes de emoción. Me gustaba verla tan ansiosa, como la hermanita que era antes de que todo esto empezara.
“¡Pues… me gustaría que fueras mi novio… de verdad… por esta noche!” me dijo ella.
“¿Así que tu novio de verdad?” pregunté, muy agradado por la idea.
Ella suspiró de emoción.
“¡Es algo que he deseado… hace mucho tiempo!” me respondió.
“¿Y qué debería hacer?” pregunté.
Ella enrojeció.
“¡Pues… no lo sé!... ¡Nunca he tenido uno… y bueno… siempre me habría gustado… que hubiera sido como tú!” me respondió.
Me hizo sonreír. Era muy tierna. Y también, me hizo despreocuparme de Pamela.
“¿Y qué pasaría si te dijera que siempre te he tratado como mi novia?”
Su rubor era de pies a cabeza…
“¡Marco, no bromees!... ¡No soy tan inocente… como todos piensan!” me dijo ella, tratando de sonar más adulta.
“¿Ah, no?” pregunté.
“¡Claro que no!... es decir… pues… no creo que hagas esto… con mi hermana.” Respondió ella.
“¿Y qué piensas que hago con Marisol?”
“¡No sé!... probablemente, se besen mucho…”
“Tú y yo nos hemos besado mucho…” le recalqué.
“Si, pero… además, salen en citas….” Me dijo.
“¿Cómo cuando salíamos a trotar?”Le pregunté.
“¡Claro que no!...” decía, bien roja. “Me imagino… que van a lugares… más románticos.”
“¿Y tu vergel, no lo era?” le pregunté. “Porque era un lugar que nadie más conocía… te atreviste a decirme que te gustaba en ese lugar… me pediste que te amara en ese lugar y recuerdo que teníamos un tronco, donde te hacía sentir bien.”
Sus ojos brillaban de ilusión.
“¿Entonces… siempre he sido tu novia?”
“¡Supongo que sí!... aunque nunca pensé que quisieras más…” le dije, algo confundido.
Ella me besó ardientemente. Sus besos ya no eran inexpertos…
“¡Yo pensé que había más!” me dijo ella, muy contenta.
“¿Qué más puede haber? Nos hemos ayudado cuando nos lastimamos, hemos conversado, hemos visto las estrellas, sabemos nuestras historias, hemos hecho el amor…” le empecé a enumerar.
“Entonces… ¿He sido una buena… novia?” preguntó ella.
“¡Una de las mejores que he conocido!” le confesé, aunque estrictamente hablando, solo he tenido 3 novias: Marisol, Pamela y ella.
Verónica no cuenta, porque la veo más como una esposa y Sonia, pues somos muy buenos amigos… que les gusta hacer el amor de vez en cuando.
“¿Y qué tenias pensado que hiciéramos?” le pregunté.
“¡La verdad, es que ahora no lo sé!... pensé que haríamos algo distinto… que nunca hubiéramos hecho antes… ¡Pero me conformo con pasar la noche contigo!” respondió ella, algo decepcionada.
Pero me puse a pensar…
“¡Ahora que lo pienso… nunca te he hecho el amor como un novio de verdad!” le dije.
“¡Vamos, Marco!... si me has hecho el amor… y varias veces…” dijo ella, sonriendo con humildad.
“¡Pues, es verdad!... Pero antes, siempre estaba pendiente del tiempo y creo que nunca he podido disfrutarte como me gustaría.”
“¡Pero si has hecho de todo conmigo!...” dijo ella, bien desilusionada. “ ¡La metiste en mi trasero, te he hecho paizuris, me has comido la rajita, te he dado mamadas y me has hecho el amor!... ¡No creo que haya más por hacer!”
“¡Tienes razón! Hemos hecho todo eso, pero… “Entonces, ¡Recordé! “¡Pues, nunca te he comido los pechos!”
“¡Marco, no mientas!” dijo ella, cubriéndose su busto. “¡Has comido muchas veces mis pechos! … y lo dices, porque te gustan.”
“¡No te miento!... de hecho, nunca pude comerte los pechos como debía, porque siempre nos estaba esperando tu mamá…”
“¡No creo que sea la gran cosa!” dijo ella, sin mucha ilusión. “En el fondo, son solo pechos…”
La tomé de la mano.
“¡Créeme! ¡De verdad es distinto! ¡Y te va a gustar!” le dije, mirando sus tiernos ojos verdes.
“¡Está bien!... ¡Hagámoslo!” dijo ella, más animada. “¡De cualquier manera, me haces el amor pocas veces, porque nunca traes preservativos!”
Puse una cara de espanto…
“Ahora, trajiste… ¿CIERTO?” dijo, remarcando la palabra, con unos ojos aterrorizantes.
Marisol me corrió, pero como estaba en bóxers, no me dio tiempo para sacarlos.
“¡Ay, Marco!” dijo Amelia, enfadada, sacándose los calzones. “¡Justo cuando me entusiasmas con algo de novios, me dices que no tienes preservativos!... ¡Ni modo!... ¡Métela en mi trasero!”
“¡Espera un poco!” le dije, poniéndome de pie y caminando hacia el escritorio de Marisol.
“¿Qué haces?” preguntó ella, confundida.
Revisé los cajones, uno por uno. Había cuadernos, libros y más cuadernos. Revisé el estuche y solamente había lápices. Busqué bajo la base de la lámpara y también estaba vacía.
“¡Marco, no te pongas a ordenar las cosas de mi hermana!” dijo Amelia, de muy malos humores.
Entonces, saqué el último cajón de la gaveta, revisé la parte de abajo, las paredes y entonces… ¡Encontré un preservativo, pegado con cinta adhesiva!
“¡Lo sabía!” le dije, revisando su fecha de expiración. Aun quedaban algunos meses.
Amelia estaba sorprendida…
“¿Escondiste preservativos… en la pieza de mi hermana?” dijo ella, con una tremenda cara de sorpresa.
“¡Más o menos!” le dije, abriendo el pliegue y colocándomelo.
Marisol perdió su virginidad conmigo (y yo con ella… vergonzosamente a los 28 años) y lo disfrutamos tanto, que algunas ocasiones no estudiábamos para hacerlo bien discreto. Por esas razones, ya que nunca sabía si se iba a dar la oportunidad, empecé a esconder preservativos en el escritorio de mi amada alumna.
“Entonces… ¿Lo compraste… pensando en mi hermana?” me preguntó, con unos ojos brillantes.
“¡Lo sé! ¡Discúlpame! ¡No tenía más!” le respondí, disculpándome.
“Marco… ¿Sería muy raro… si te pidiera… que me llamaras… “Marisol”… esta noche?” Preguntó, un poco avergonzada.
“¿Por qué?”
“Es que... bueno… tú siempre me has gustado… y a mí siempre me daba nervios hablarte… entonces… quería pedirte… si podías llamarme como mi hermana… tú sabes… para imaginar… que tú y yo… alguna vez… pudimos ser novios… de verdad.” Pidió ella, con mucha humildad.
Le acaricie las mejillas y la besé suavemente.
“¿Y no preferirías que te dijera Amelia?” le pregunté.
“¡Pues… no me gustaría mucho!” confesó, como si fuera la hermanita de Marisol nuevamente. “Tú y mi hermana… llevan mucho tiempo juntos… y pues… tú y yo… sólo llevamos… unas semanas.”
“Pero Amelia… ¡Sabes que te amo!” le dije, abrazándola y dándole un beso.
“¡Si, lo sé!... pero me gustaría… al menos una vez… pretender que quieres pasar conmigo… el resto de tu vida.” Dijo, con algo de desilusión.
La entendía. Por muy dulce que fuera, igual deseaba a Marisol y aunque siempre estaría velando por ella, no sería de la misma manera que lo hago con su hermana.
“¡Está bien!” le dije, acostándome en la cama.
Ella se paró delante mío y titubeo.
“No quiero hacerte más peticiones extrañas… pero… ¿Podrías cerrar los ojos?”
“¿Por qué?” pregunté.
“Es que… me da vergüenza que me veas así…” me dijo, toda colorada.
Me reí. Esa es la Amelia que amo, que habiendo hecho tantas veces el amor, de maneras tan raras, aun tuviera vergüenza para que la viera desnuda.
Tuve que complacerla, sintiendo como ella se sentaba, lentamente. A la pobre, aun le dolía, pero lo podía manejar. Una vez que se ajustó, me tocó el pecho.
“¡Esta bien! ¡Estoy lista!” dijo, con suficiente vergüenza para no mirarme a los ojos.
“¡Bien! Ahora te tomaré por la cintura y te volteare, para que quedes en la posición que estaba yo, ¿Te parece?”
“¡Sí!” respondió, con algo de nerviosismo.
Lo hice como lo había planeado y ella estaba acostada. Sus cabellos, ahora sueltos y esparcidos alrededor de su cabeza, la hacían ver más sensual, mientras que esos ojos verdes, anhelantes de la acción, esperaban con paciencia a que le dijera lo que íbamos a hacer.
“¡Eres muy linda, Marisol!” le dije, empezando a bombearla despacio.
Tardó un poco en reaccionar, al ver que le había dado en el gusto.
“¡Gracias!” decía ella, disfrutando de mi intrusión.
“¡Marisol, ahora voy a acariciar tus pechos, despacio, para que no te duela! ¡Los lameré y cuando tus pezones se empiecen a excitar, te sentirás mucho mejor! ¿Te parece?”
Ella suspiraba con mi vaivén.
“¡Son tuyos… puedes hacer… lo que quieras!” dijo ella, disfrutando.
La besé con ternura y empecé a acariciar sus pechos.
Son blanquitos y sus pezones son gruesos. Los quiero mucho, no porque son los más grandes que he visto, sino porque a Amelia le han complicado la existencia. Son tan inocentes como ella y tan cálidos, que dan ganas de dormir.
“Marisol, ¿No te molesta que haga esto, cierto?” le pregunté, pellizcando sus pezones con suavidad.
“¡No!... “Respondía ella, suspirando cada vez más agitada “¡Se sienten bien!... ¡Puedes acariciarlos más!...”
Chupaba uno, pellizcaba suavemente el otro. Los lamia con suavidad, como si fuera un bebe. Empezaba a gemir…
“¡Lo haces tan rico!... ¡Y tu boca, está quemándome!” me decía, empezando a disfrutarlo.
Se veía tan bonita, que tenía que besarla.
Se estremecía tan rico cuando lamia la hendidura entre sus pechos.
“¡Nunca lo habías hecho así!” me dijo.
“¡Mi querida Marisol!” le dije, mientras apretaba sus pechos.
“¡Dime más!” pedía ella, mientras empezaba a correrse. “¡Dime cuánto me amas!”
“Yo te amo… porque eres dulce… te amo… porque eres muy generosa… te amo, porque eres desinteresada…”
“¡Si, así!... ¡Dime más!... ¿Qué más amas de mi?” decía ella, cerrando los ojos, mientras la bombeaba con más fuerza. Probablemente, pensando que lo que decía era por la verdadera Marisol.
“Te amo, porque me quieres mucho… te amo, porque lo que te pida, tú me lo das… te amo porque eres humilde…”
“¡Si, Marco!... ¡Me encantan tus manos!... ¡Me siento tan feliz!... ¡Por favor, dime más!”
“Te amo, porque te veo y eres mi buena niña… te amo, porque siempre corres de los nervios… te amo, porque no quieres tus pechos…”
Entonces, se dio cuenta…
“¡Marco!” me miró, sorprendida y hermosa.
“Te amo, porque tu amor es sufrido, pero lo aceptas con dignidad… te amo, porque siempre estuviste sola y nunca te atreviste a hablarme… te amo, porque simplemente, eres la más inocente… Amelia”
“¡Marco!” gritó ella, nos besamos apasionadamente y nos corrimos juntos.
Nos abrazamos un rato, besándonos y acariciándonos.
“¡Es una lástima que te tengas que ir pronto!” me decía ella, apoyada muy feliz en mi pecho. “¡Mi corazón se siente tan rico, cuando me acuesto a tu lado!”
“¡Y tú me dices que no hacemos cosas de novios! ¿Qué piensas que es esto?” le pregunté.
“¡No lo sé!... ¡No me importa!… ¡Soy feliz contigo!… ”Me dijo, acomodándose para dormir.
La acaricié y vigile su sueño. Ella es tan linda…
Como ella lo dijo, era una lástima tener que irme pronto, pero tenía que ir a ver a Pamela.
Estaban las dos durmiendo. Pamela, para variar, con sus pechos al aire. La cubrí y la tomé en brazos.
Mientras la cargaba a la pieza de Amelia, abrió los ojos levemente y me besó.
“¡Qué bueno!” dijo ella, medio dormida. “¡Aun te sigo amando!”
Y volvió a quedarse dormida. Me reí despacio, pensando en qué habrán hecho mientras no estaba, y la acosté junto a Amelia, que estaba muy sonriente.
Agotado, volví a la cama y encontré a mi ruiseñor durmiendo, tranquilamente… me confundía no saber que le había pasado esa noche y cuando me empezaba a quedar dormido… una patada se enterraba en mis costillas.
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