Pasamos el fin de semana como si fuéramos unos recién casados, había una alegría en el ambiente, tal ilusión entre nosotros que nos ayudó a pasar página y olvidar todo lo malo que habíamos vivido durante la semana que finalizaba. El sábado amanecimos tarde, tras una noche intensa y pasamos el día en Segovia paseando, haciéndonos fotos, charlando y haciendo planes.
Salimos de regreso a las ocho de la tarde, María estaba cansada y al poco reclinó el respaldo y cerró los ojos dejándose arrullar por el ruido del coche. Yo la miraba mientras dormía, la veía tan joven, tan inocente, tan niña… nada había cambiado en ella y sin embargo ya no era la misma persona; Eché la vista atrás, seis o siete meses tan solo y supe que aquella otra mujer ya no volvería, que todas las experiencias acumuladas en unos pocos meses la estaban transformado irreversiblemente, una transformación que no había hecho sino comenzar.
En silencio, al volante del coche, con su respiración acompasada por toda música, no pude evitar el desasosiego de la inseguridad, de la falta de referencias para saber si aquello que yo mismo había iniciado no se volvería alguna vez en nuestra contra. Apenas faltaban seis días para que se reuniera con Pablo, de antemano sabia que aquella cita no sería tan solo el encuentro de dos amigos, la deseaba intensamente y María le deseaba más de lo que ella misma era capaz de reconocer. Tampoco iba a ser como yo pretendía; siempre había dado por hecho que estaría presente, que participaría en su primera vez. Sin embargo las cosas se estaban desarrollando de manera que yo quedaba excluido de aquella cita.
Su primera vez. Con esas palabras mi subconsciente se delataba, estaba dando por hecho que aquella cita irremediablemente la llevaría a la cama de Pablo, ¿cómo podía estar tan seguro?, aun recordaba la frase que me dijo María cuando le hablé de ello: ‘¡Tonto! ¿Me crees capaz?’.
Esa era la cruda realidad, no la creía capaz de contener el deseo de Pablo, no la creía capaz de dominar el arrebato de excitación que sin duda provocaría en ella con su primer beso consentido y esperado, con su caricias añoradas, con sus palabras tiernas que, día tras día a través del teléfono ya habían hecho mella en su resistencia; Temía mas la sensibilidad de Pablo que la chulería de Roberto, ante la imposición María reaccionaría con su carácter, ante la dulzura se derrumbaría.
No sé cuántos kilómetros llevaría mirándome, solo sé que cuando me volví a contemplar su dormir la vi sonriéndome.
"¿Qué estabas pensando con esa carita de preocupación?" – me dijo mimosa.
"Que no sería capaz de vivir sin ti"
Se acerco a mí, rodeó mi estómago con su mano y se quedó recostada en mi hombro.
"¡Tonto!"
El Domingo comimos con mis padres y mis hermanos.
Éramos los mismos de siempre, ante los demás no había nada que indicase el paso trascendental que estábamos dando, María era la nuera cariñosa que charlaba con su suegro tomando un café, la cuñada con la que compartir una partida de ajedrez, la tía cómplice charlando "de mujer a mujer" con su sobrina adolescente… yo la miraba sabiendo que tras esa imagen hogareña se escondía una mujer fascinante, sensual, atrevida y provocadora que estaba vendiéndose a su jefe a cambio de un ascenso y que alimentaba un romance con un hombre que algún día se convertiría en su amante. Varias veces captó mis miradas, entonces sonreía y me enviaba un beso y un guiño.
"¡Puta!" dibujaron mis labios en silencio una de las veces que nuestras miradas se cruzaron, María miró a su alrededor, se removió coquetamente en el asiento disfrutando del efecto que aquella palabra le había producido y sus labios me devolvieron "¡Cornudo!" junto a una sonrisa traviesa que terminó en un beso. Algo más tarde me encontraba en el jardín charlando con mi madre cuando entré a la casa para buscar otra tónica; Atravesé el salón, el abuelo dormitaba frente al televisor eternamente encendido, María estaba sentada en la punta de un sofá ayudando a mi sobrino pequeño que intentaba componer el puzzle que le habíamos llevado; Me quedé mirándola, tenía las piernas abiertas en una postura que hubiera sido muy provocativa si su larga falda no cayera entre ellas, apoyaba los brazos a la altura de los codos en las rodillas y aconsejaba a mi sobrino que no era capaz de hacerse con aquel rompecabezas extendido en el suelo y que resultaba excesivamente complicado para su edad, su melena, recogida a un lado, caía hacía delante componiendo un fondo perfecto sobre el que destacaba su delicado perfil; María me sorprendió mirándola y sonrió, yo la miré a los ojos y la punta de mi lengua recorrió la parte central de mi labio superior, ella interpretó mi mensaje con precisión: "Esta noche me comeré tu coño". En ese momento se produjo el milagro, instintivamente su parte más animal ejecutó una danza ancestral, arcaica, el reclamo de la hembra en celo hacia el macho que la ronda: se mordió el labio inferior, abrió un poco más las piernas, echó el culo hacia atrás e irguió la espalda, sus pechos se adelantaron, su vientre se curvó, estiró su largo cuello y sus ojos se cargaron de un fuerte erotismo. No hicieron falta palabras, había recibido mi mensaje directo a la zona más primaria de su cerebro y antes de que su razón pudiera procesarlo y dotarlo de sentido su cuerpo reaccionó y contestó.
Éramos cómplices clandestinos de nuestro deseo desatado, guardianes de nuestro oscuro y morboso secreto.
Al regresar aquella noche a casa, me acosté y me puse a leer mientras esperaba que María terminara de ducharse; Cuando salió, secándose aun el pelo, se acercó por mi lado de la cama y apoyó su rodilla derecha.
"Me prometiste algo esta tarde" – dijo imitando el gesto que hice con la lengua, dejé que el libro cayese al suelo, María se agarró al cabecero y elevó su pierna izquierda pasándola sobre mí hasta quedar a horcajadas, su mano acarició mi pecho como una amazona calma a su potro recién montado; Yo repté para situarme a la altura de su coño y ella dobló la almohada y me la colocó en vertical bajo el cuello. Actuábamos como dos piezas bien sincronizadas para realizar una tarea cien veces ensayada.
La visión que tuve fue abrumadora, sus labios frescos en primer plano, brillantes, rosados, lanzándome un aroma embriagador que el gel de baño no había logrado amortiguar, admiré sus pechos puntiagudos y erguidos desde una perspectiva daliniana en lo alto de aquella vertiente inexpugnable en la que se había convertido su torso y que mis manos se disponían a escalar. Desde lo alto de la cumbre caían gotas de lluvia de su cabello enredado y aún mojado tras el que acechaban sus intensos y profundos ojos enviándome mensajes de deseo.
Y yo, convertido en Ulises, me dejé llevar del canto de aquella sirena que había comenzado a nadar sobre mi rostro, su pelvis descendió hasta que sentí el húmedo beso de su coño en mi boca, mis labios correspondieron besando cada pliegue y cada escondite de aquel manjar que se abría para recibirme, hambriento de mi lengua; María movía su cintura como lo haría una bailarina de la danza del vientre, lentamente, con una cadencia sensual; se masturbaba con mi rostro y yo me entregaba convertido en su instrumento de placer. Mi rostro empapado con su flujo permitía que aquella íntima boca, la más delicada, se deslizase con suavidad, su olor de hembra alcanzó como un relámpago mi sistema límbico, las zonas más antiguas de mi cerebro hicieron reaccionar a mi sexo hasta el dolor, notaba la turgencia agresiva de mi polla que cabeceaba buscando a ciegas su destino natural que, lejos de su alcance, en esos momentos destilaba su licor en mi cara; Mi trabajo concienzudo y paciente en su hendidura terminó por debilitar aquella torre que se dobló sobre sí misma apoyando sus manos a ambos lados de la cama y comenzó a temblar, su espalda curvada hizo que sus pechos apuntaran hacia mi ojos y me tentaran a probarlos. Pero no quería, no podía renunciar a ese abrazo con que sus muslos protegían mi cabeza, ¿quién dijo que yo le comería el coño? ¡Infeliz! Era ella quien me engullía en su gruta cálida, sin darme cuartel, privándome del aire, sin permitirme escapar de la voracidad de su sexo que se abría al paso de mi boca, de mi nariz, de mi barbilla, adaptándose a sus formas y temblando con cada roce.
Mas no iba a ser tan fácil conquistar aquella cima que se recuperaba de mis primeros ataques y se erguía de nuevo altiva ante mis ojos. Mis manos alcanzaron sus nalgas, ascendieron por su espalda arañando dulcemente, palpando cada escalón de su columna, al fin apresaron sus costillas recorriéndolas con mis dedos extendidos una a una; lancé mis pulgares hasta que rocé la base de sus pechos y, más allá, la puntiaguda cumbre de sus pezones. Sus manos cubrieron las mías y las guiaron tutelando su intensidad, su velocidad, su presión.
Comprendí que si daba satisfacción a mis ávidos dedos me perdería la experiencia única de sentir; Sentir sin metas, sin objetivos, solo sentir, un estado contemplativo en el que no pedía nada, no esperaba nada, para recibirlo todo. Retiré mis manos con suavidad dejando las suyas en contacto con sus pechos, le di el relevo a María que los acogió en la concavidad de sus manos moldeándolos, amándose a sí misma, deseándose.
Mis brazos estirados al límite alcanzaron sus omoplatos, quería palpar como un ciego el mensaje que los músculos de su espalda transmitían a mis dedos, como un mar picado lleno de crestas y valles que aparecían y desaparecían con cada movimiento de su cuerpo. Descendí por su espalda erizando la piel al paso de mis uñas hasta que mis manos se acoplaron a sus glúteos y siguieron el vaivén ondulante de la danza que ejecutaban.
Y mis ojos, clavados en aquella estatua que se erguía sobre mí, fueron testigos del espectáculo más sublime que jamás mortal alguno ha podido contemplar.
María parecía sostener sus pechos en sus manos que habían descendido hasta su base, luego, como si fuesen el espejo una de otra comenzaron a moverse sincronizadas, amasaron sus pechos, unas veces se cerraban sobre ellos y otras se abrían al máximo dejando que los pezones dibujasen cada línea de sus palmas; aquellas agudas puntas recorrían sus manos desde el extremo de algún dedo hasta la sensible piel de las muñecas, haciendo pequeños círculos que fueron creciendo al tiempo que sus manos se expandían como dos estrellas de mar y volaron hasta que la yema del dedo medio alcanzó cada pezón y parecieron apuntalarlos; Ahí se detuvo el tiempo, sus dedos parecían señalarme el lugar donde más tarde quería sentir mi boca, o tal vez se produjo un cortocircuito entre aquellos cuatro puntos de contacto tan cargados de terminaciones nerviosas que la paralizó durante aquellos segundos eternos. Lentamente, siguiendo el ritmo de sus caderas que no cesaban de cabalgar, las manos giraron sobre ese vértice y sus dedos índice y pulgar se transformaron en pinzas que aprisionaron sus pezones, girándolos y estirándolos como si quisieran arrancarlos hasta que escapaban de su presión para de nuevo capturarlos y repetir aquella deliciosa tortura.
Sus manos bajaron a explorar su estómago, varias veces recorrieron orgullosas su vientre plano y duro, apenas rozando el cuidado césped que crecía en su pubis y después se cruzaron hasta alcanzar sus hombros en un abrazo ególatra y onanista que oprimió sus pechos asomados al balcón de sus brazos; La danza continuaba, aquellos largos brazos se fueron abriendo como un par de alas y la Diosa se transmutó en la imagen blasfema de una crucificada, mi cerebro completó la hermosa herejía componiendo una tosca cruz de madera tras sus brazos extendidos y una corona de espinas hiriendo su frente, sujetando el cabello enredado que escondía su mirada ebria de placer. El Cristo hembra, empalada en mi lengua, dejó caer su cabeza hacia atrás en una inmensa agonía mientras yo, su verdugo, flagelaba su clítoris con mi lengua sin el menor asomo de piedad por sus gemidos. Mi bella crucificada liberó un brazo del madero al que yo la veía clavada y transitó el camino de la cruz hasta mi cráneo, sus ojos volvieron a la tierra y me sonrieron mientras su mano mesaba mi cabello solo un instante antes de que partiera a reunirse con su hermana que ya recogía su melena en la nuca, sus manos cruzadas tras su esbelto cuello lanzaron hacia delante su pechos agresivos e insolentes; Mis ojos, atrapados bajo la raíz de aquel árbol, arquetipo de lo femenino, desearon esos dos frutos inaccesibles, lejanos. Como si el viento cimbrease su talle, María arqueó la espalda, sus brazos describieron una amplia elipse en el aire y su mano izquierda regreso a mi cabello mientras la derecha buscó su cadera donde reposó un instante; El suave balanceo de su coño me devolvía la estampa de la amazona cabalgando al paso sobre su caballo con la mano en jarras a la cintura.
Sus dedos abandonaron mi cabello y se sujetó al cabecero al tiempo que su tronco se vencía hacia atrás siguiendo la deriva de su mano derecha que se arrastraba por mi cuerpo hasta alcanzar mis testículos que cubrió con suavidad, en ese instante sus brazos dibujaban una diagonal perfecta, treinta grados de desnuda perfección a la que se unió su tronco inclinado hacia atrás formando un aspa ondulante; Su dedo medio castigaba mi periné una, otra, otra vez mas mientras su palma recogía suavemente mis testículos que se encogían con cada presión de sus dedos; De lo más profundo de mi, sin palabras ni pensamientos que lo hicieran consciente, nació un deseo desconocido: Doblé mis rodillas, separé las piernas y elevé mi cintura entregándome en sacrificio. Ella entendió, la sacerdotisa aceptó mi ofrenda y su dedo se hundió en mi ano, doblado como un anzuelo en el que permanecí ensartado sintiendo sensaciones nuevas, prohibidas, desconocidas.
Inesperadamente, como si hubiera tocado un resorte oculto, mi erección se desinfló como un globo y mi sexo quedó reducido a un estado infantil en clara contradicción con la inmensa excitación que me azotaba como un temporal; Su dedo profanaba un lugar virgen, me invadía, exploraba, buscaba y se hundía cada vez mas alcanzando zonas que nadie había visitado y provocando sensaciones que jamás había sentido, sensaciones interiores que me hablaban de posesión, de penetración, de virginidad quebrada, de abandono, pasividad y entrega.
"¿Será así la vivencia femenina de la penetración?" – pensé.
Nada me lo anunció, una serena sensación de plenitud me envolvió cuando de mi pequeño y dormido pene comenzó a manar un tranquilo rio de semen que fue a parar a mi vientre sin espasmos, sin tensiones. Si hubo orgasmo no lo percibí, tampoco me faltó, fue una experiencia única, insólita y maravillosa.
Pero aquella Diosa no se daba por satisfecha, necesitaba concluir su obra en ella, la mano que acababa de ordeñarme se deslizó hacia su clítoris rozando mis labios; Como si la hubiera alcanzado un rayo su cintura se volvió a quebrar, su mano izquierda aferrada aun al cabecero de la cama la impidió caer y un grito de sorpresa que se transformó en gemido anunció que había llegado a su destino y que la recompensa había sido mayor de lo esperado; ·El dedo intruso buceó en su coño para lubricarse y encontró mi boca que lo besó con pasión mientras tanteaba sus labios y los míos fundidos en un beso eterno. Luego dedico toda su atención a su clítoris erguido y tenso que se había mostrado irreductible cuando mi lengua insistió en doblegarle.
"Te quiero" – gimió con la vista perdida.
"Moi non plus" – pude pronunciar antes de bucear de nuevo en su coño. Un golpe de risa juguetona, un único sonido agradecido y siguió la senda que le había iniciado.
"Oh oui je t’aime… mon amour…" – la hermosa poesía de Gaingsbourg fluía de su boca.
"…tu es la vague, moi l'île nue
tu va et tu viens
entre mes reins" – su dulce y sugerente voz capturaba la sensualidad del francés y la hacía irresistible.
Su cuerpo cabalgaba incansable sobre mi rostro, su dedo regresaba a su coño unas veces, otras a mi boca, para cargarse de humedades y volver a torturar su clítoris, un temblor incipiente comenzó a derribar sus defensas, apenas podía hablar.
"Oui, je t’aime"
Un estertor no humano me adelantó la explosión que estaba por llegar, un rio cargado de aromas y sabores inundó mi cara, un mantra sin final hecho de espasmos, un rosario de latidos en su coño percibido en mis labios como jamás lo había sentido me llevó al nirvana, al paraíso de los infieles y los descreídos, al edén de los ateos que exclaman ¡Dios mío! cuando una mujer del calibre de María les permite contemplar su viaje por la muerte y la resurrección del orgasmo.
No necesité eyacular en ella, ¿para qué? ¿Qué más nos podía aportar que no tuviéramos?
Nos quedamos tendidos en silencio, mirándonos a los ojos, no nos hacía falta hablar, ambos sabíamos lo que nuestras miradas transmitían: Sexo, lujuria, deseo, pensamientos morbosos, proyectos obscenos, tentaciones promiscuas... Y un inmenso y profundo amor.
"Vamos a dormir, mañana hay que madrugar" – dijo incorporándose de la cama, supuse que quería limpiarse.
"No te laves, duerme así" – me sonrió con ternura.
"Solo voy a beber y a peinarme" – dijo elevando los ojos y apuntando sus dedos hacia su cabello enredado, dejando caer la cabeza a un lado en un precioso e infantil gesto .
"Tráeme una toallita cuando vuelvas" – sus ojos captaron el charco de semen en mi vientre.
"De eso nada… es mío" – se arrodilló en el suelo al lado de la cama sujetando su melena con una mano y lamió golosamente, me lanzaba miradas cortas, cargadas de erotismo y volvía a su labor con esmero; Con suma delicadeza, como si se tratase de un pajarillo herido, recogió con mimo mi polla dormida y arrugada que apenas ocupaba su mano y la llevó a su boca para lavarla con su saliva, y como el ave fénix, comenzó a renacer entre sus labios. Y le habló; no a mí, conversó con ella.
"Shhh, quieta preciosa, hay que descansar" – le dio un tierno beso y marchó a calmar su sed.
Cuando cesó el sonido del secador en el baño regresé de la nada; la oí llegar descalza sobre la madera, con su melena impecable; mis ojos se dirigieron a su sexo, su vello empapado, reseco en algunas zonas, mostraba los signos del abundante flujo que había manado de su coño, sus muslos brillaban por su parte interior; Ella captó mi mirada.
"Desconfiado… ¡no me lavé!" – protestó al tiempo que ponía su pie en la cama y me mostraba obscenamente la prueba.
Me incorporé y besé su coño.
"Je t’aime"
…..
Salimos de regreso a las ocho de la tarde, María estaba cansada y al poco reclinó el respaldo y cerró los ojos dejándose arrullar por el ruido del coche. Yo la miraba mientras dormía, la veía tan joven, tan inocente, tan niña… nada había cambiado en ella y sin embargo ya no era la misma persona; Eché la vista atrás, seis o siete meses tan solo y supe que aquella otra mujer ya no volvería, que todas las experiencias acumuladas en unos pocos meses la estaban transformado irreversiblemente, una transformación que no había hecho sino comenzar.
En silencio, al volante del coche, con su respiración acompasada por toda música, no pude evitar el desasosiego de la inseguridad, de la falta de referencias para saber si aquello que yo mismo había iniciado no se volvería alguna vez en nuestra contra. Apenas faltaban seis días para que se reuniera con Pablo, de antemano sabia que aquella cita no sería tan solo el encuentro de dos amigos, la deseaba intensamente y María le deseaba más de lo que ella misma era capaz de reconocer. Tampoco iba a ser como yo pretendía; siempre había dado por hecho que estaría presente, que participaría en su primera vez. Sin embargo las cosas se estaban desarrollando de manera que yo quedaba excluido de aquella cita.
Su primera vez. Con esas palabras mi subconsciente se delataba, estaba dando por hecho que aquella cita irremediablemente la llevaría a la cama de Pablo, ¿cómo podía estar tan seguro?, aun recordaba la frase que me dijo María cuando le hablé de ello: ‘¡Tonto! ¿Me crees capaz?’.
Esa era la cruda realidad, no la creía capaz de contener el deseo de Pablo, no la creía capaz de dominar el arrebato de excitación que sin duda provocaría en ella con su primer beso consentido y esperado, con su caricias añoradas, con sus palabras tiernas que, día tras día a través del teléfono ya habían hecho mella en su resistencia; Temía mas la sensibilidad de Pablo que la chulería de Roberto, ante la imposición María reaccionaría con su carácter, ante la dulzura se derrumbaría.
No sé cuántos kilómetros llevaría mirándome, solo sé que cuando me volví a contemplar su dormir la vi sonriéndome.
"¿Qué estabas pensando con esa carita de preocupación?" – me dijo mimosa.
"Que no sería capaz de vivir sin ti"
Se acerco a mí, rodeó mi estómago con su mano y se quedó recostada en mi hombro.
"¡Tonto!"
El Domingo comimos con mis padres y mis hermanos.
Éramos los mismos de siempre, ante los demás no había nada que indicase el paso trascendental que estábamos dando, María era la nuera cariñosa que charlaba con su suegro tomando un café, la cuñada con la que compartir una partida de ajedrez, la tía cómplice charlando "de mujer a mujer" con su sobrina adolescente… yo la miraba sabiendo que tras esa imagen hogareña se escondía una mujer fascinante, sensual, atrevida y provocadora que estaba vendiéndose a su jefe a cambio de un ascenso y que alimentaba un romance con un hombre que algún día se convertiría en su amante. Varias veces captó mis miradas, entonces sonreía y me enviaba un beso y un guiño.
"¡Puta!" dibujaron mis labios en silencio una de las veces que nuestras miradas se cruzaron, María miró a su alrededor, se removió coquetamente en el asiento disfrutando del efecto que aquella palabra le había producido y sus labios me devolvieron "¡Cornudo!" junto a una sonrisa traviesa que terminó en un beso. Algo más tarde me encontraba en el jardín charlando con mi madre cuando entré a la casa para buscar otra tónica; Atravesé el salón, el abuelo dormitaba frente al televisor eternamente encendido, María estaba sentada en la punta de un sofá ayudando a mi sobrino pequeño que intentaba componer el puzzle que le habíamos llevado; Me quedé mirándola, tenía las piernas abiertas en una postura que hubiera sido muy provocativa si su larga falda no cayera entre ellas, apoyaba los brazos a la altura de los codos en las rodillas y aconsejaba a mi sobrino que no era capaz de hacerse con aquel rompecabezas extendido en el suelo y que resultaba excesivamente complicado para su edad, su melena, recogida a un lado, caía hacía delante componiendo un fondo perfecto sobre el que destacaba su delicado perfil; María me sorprendió mirándola y sonrió, yo la miré a los ojos y la punta de mi lengua recorrió la parte central de mi labio superior, ella interpretó mi mensaje con precisión: "Esta noche me comeré tu coño". En ese momento se produjo el milagro, instintivamente su parte más animal ejecutó una danza ancestral, arcaica, el reclamo de la hembra en celo hacia el macho que la ronda: se mordió el labio inferior, abrió un poco más las piernas, echó el culo hacia atrás e irguió la espalda, sus pechos se adelantaron, su vientre se curvó, estiró su largo cuello y sus ojos se cargaron de un fuerte erotismo. No hicieron falta palabras, había recibido mi mensaje directo a la zona más primaria de su cerebro y antes de que su razón pudiera procesarlo y dotarlo de sentido su cuerpo reaccionó y contestó.
Éramos cómplices clandestinos de nuestro deseo desatado, guardianes de nuestro oscuro y morboso secreto.
Al regresar aquella noche a casa, me acosté y me puse a leer mientras esperaba que María terminara de ducharse; Cuando salió, secándose aun el pelo, se acercó por mi lado de la cama y apoyó su rodilla derecha.
"Me prometiste algo esta tarde" – dijo imitando el gesto que hice con la lengua, dejé que el libro cayese al suelo, María se agarró al cabecero y elevó su pierna izquierda pasándola sobre mí hasta quedar a horcajadas, su mano acarició mi pecho como una amazona calma a su potro recién montado; Yo repté para situarme a la altura de su coño y ella dobló la almohada y me la colocó en vertical bajo el cuello. Actuábamos como dos piezas bien sincronizadas para realizar una tarea cien veces ensayada.
La visión que tuve fue abrumadora, sus labios frescos en primer plano, brillantes, rosados, lanzándome un aroma embriagador que el gel de baño no había logrado amortiguar, admiré sus pechos puntiagudos y erguidos desde una perspectiva daliniana en lo alto de aquella vertiente inexpugnable en la que se había convertido su torso y que mis manos se disponían a escalar. Desde lo alto de la cumbre caían gotas de lluvia de su cabello enredado y aún mojado tras el que acechaban sus intensos y profundos ojos enviándome mensajes de deseo.
Y yo, convertido en Ulises, me dejé llevar del canto de aquella sirena que había comenzado a nadar sobre mi rostro, su pelvis descendió hasta que sentí el húmedo beso de su coño en mi boca, mis labios correspondieron besando cada pliegue y cada escondite de aquel manjar que se abría para recibirme, hambriento de mi lengua; María movía su cintura como lo haría una bailarina de la danza del vientre, lentamente, con una cadencia sensual; se masturbaba con mi rostro y yo me entregaba convertido en su instrumento de placer. Mi rostro empapado con su flujo permitía que aquella íntima boca, la más delicada, se deslizase con suavidad, su olor de hembra alcanzó como un relámpago mi sistema límbico, las zonas más antiguas de mi cerebro hicieron reaccionar a mi sexo hasta el dolor, notaba la turgencia agresiva de mi polla que cabeceaba buscando a ciegas su destino natural que, lejos de su alcance, en esos momentos destilaba su licor en mi cara; Mi trabajo concienzudo y paciente en su hendidura terminó por debilitar aquella torre que se dobló sobre sí misma apoyando sus manos a ambos lados de la cama y comenzó a temblar, su espalda curvada hizo que sus pechos apuntaran hacia mi ojos y me tentaran a probarlos. Pero no quería, no podía renunciar a ese abrazo con que sus muslos protegían mi cabeza, ¿quién dijo que yo le comería el coño? ¡Infeliz! Era ella quien me engullía en su gruta cálida, sin darme cuartel, privándome del aire, sin permitirme escapar de la voracidad de su sexo que se abría al paso de mi boca, de mi nariz, de mi barbilla, adaptándose a sus formas y temblando con cada roce.
Mas no iba a ser tan fácil conquistar aquella cima que se recuperaba de mis primeros ataques y se erguía de nuevo altiva ante mis ojos. Mis manos alcanzaron sus nalgas, ascendieron por su espalda arañando dulcemente, palpando cada escalón de su columna, al fin apresaron sus costillas recorriéndolas con mis dedos extendidos una a una; lancé mis pulgares hasta que rocé la base de sus pechos y, más allá, la puntiaguda cumbre de sus pezones. Sus manos cubrieron las mías y las guiaron tutelando su intensidad, su velocidad, su presión.
Comprendí que si daba satisfacción a mis ávidos dedos me perdería la experiencia única de sentir; Sentir sin metas, sin objetivos, solo sentir, un estado contemplativo en el que no pedía nada, no esperaba nada, para recibirlo todo. Retiré mis manos con suavidad dejando las suyas en contacto con sus pechos, le di el relevo a María que los acogió en la concavidad de sus manos moldeándolos, amándose a sí misma, deseándose.
Mis brazos estirados al límite alcanzaron sus omoplatos, quería palpar como un ciego el mensaje que los músculos de su espalda transmitían a mis dedos, como un mar picado lleno de crestas y valles que aparecían y desaparecían con cada movimiento de su cuerpo. Descendí por su espalda erizando la piel al paso de mis uñas hasta que mis manos se acoplaron a sus glúteos y siguieron el vaivén ondulante de la danza que ejecutaban.
Y mis ojos, clavados en aquella estatua que se erguía sobre mí, fueron testigos del espectáculo más sublime que jamás mortal alguno ha podido contemplar.
María parecía sostener sus pechos en sus manos que habían descendido hasta su base, luego, como si fuesen el espejo una de otra comenzaron a moverse sincronizadas, amasaron sus pechos, unas veces se cerraban sobre ellos y otras se abrían al máximo dejando que los pezones dibujasen cada línea de sus palmas; aquellas agudas puntas recorrían sus manos desde el extremo de algún dedo hasta la sensible piel de las muñecas, haciendo pequeños círculos que fueron creciendo al tiempo que sus manos se expandían como dos estrellas de mar y volaron hasta que la yema del dedo medio alcanzó cada pezón y parecieron apuntalarlos; Ahí se detuvo el tiempo, sus dedos parecían señalarme el lugar donde más tarde quería sentir mi boca, o tal vez se produjo un cortocircuito entre aquellos cuatro puntos de contacto tan cargados de terminaciones nerviosas que la paralizó durante aquellos segundos eternos. Lentamente, siguiendo el ritmo de sus caderas que no cesaban de cabalgar, las manos giraron sobre ese vértice y sus dedos índice y pulgar se transformaron en pinzas que aprisionaron sus pezones, girándolos y estirándolos como si quisieran arrancarlos hasta que escapaban de su presión para de nuevo capturarlos y repetir aquella deliciosa tortura.
Sus manos bajaron a explorar su estómago, varias veces recorrieron orgullosas su vientre plano y duro, apenas rozando el cuidado césped que crecía en su pubis y después se cruzaron hasta alcanzar sus hombros en un abrazo ególatra y onanista que oprimió sus pechos asomados al balcón de sus brazos; La danza continuaba, aquellos largos brazos se fueron abriendo como un par de alas y la Diosa se transmutó en la imagen blasfema de una crucificada, mi cerebro completó la hermosa herejía componiendo una tosca cruz de madera tras sus brazos extendidos y una corona de espinas hiriendo su frente, sujetando el cabello enredado que escondía su mirada ebria de placer. El Cristo hembra, empalada en mi lengua, dejó caer su cabeza hacia atrás en una inmensa agonía mientras yo, su verdugo, flagelaba su clítoris con mi lengua sin el menor asomo de piedad por sus gemidos. Mi bella crucificada liberó un brazo del madero al que yo la veía clavada y transitó el camino de la cruz hasta mi cráneo, sus ojos volvieron a la tierra y me sonrieron mientras su mano mesaba mi cabello solo un instante antes de que partiera a reunirse con su hermana que ya recogía su melena en la nuca, sus manos cruzadas tras su esbelto cuello lanzaron hacia delante su pechos agresivos e insolentes; Mis ojos, atrapados bajo la raíz de aquel árbol, arquetipo de lo femenino, desearon esos dos frutos inaccesibles, lejanos. Como si el viento cimbrease su talle, María arqueó la espalda, sus brazos describieron una amplia elipse en el aire y su mano izquierda regreso a mi cabello mientras la derecha buscó su cadera donde reposó un instante; El suave balanceo de su coño me devolvía la estampa de la amazona cabalgando al paso sobre su caballo con la mano en jarras a la cintura.
Sus dedos abandonaron mi cabello y se sujetó al cabecero al tiempo que su tronco se vencía hacia atrás siguiendo la deriva de su mano derecha que se arrastraba por mi cuerpo hasta alcanzar mis testículos que cubrió con suavidad, en ese instante sus brazos dibujaban una diagonal perfecta, treinta grados de desnuda perfección a la que se unió su tronco inclinado hacia atrás formando un aspa ondulante; Su dedo medio castigaba mi periné una, otra, otra vez mas mientras su palma recogía suavemente mis testículos que se encogían con cada presión de sus dedos; De lo más profundo de mi, sin palabras ni pensamientos que lo hicieran consciente, nació un deseo desconocido: Doblé mis rodillas, separé las piernas y elevé mi cintura entregándome en sacrificio. Ella entendió, la sacerdotisa aceptó mi ofrenda y su dedo se hundió en mi ano, doblado como un anzuelo en el que permanecí ensartado sintiendo sensaciones nuevas, prohibidas, desconocidas.
Inesperadamente, como si hubiera tocado un resorte oculto, mi erección se desinfló como un globo y mi sexo quedó reducido a un estado infantil en clara contradicción con la inmensa excitación que me azotaba como un temporal; Su dedo profanaba un lugar virgen, me invadía, exploraba, buscaba y se hundía cada vez mas alcanzando zonas que nadie había visitado y provocando sensaciones que jamás había sentido, sensaciones interiores que me hablaban de posesión, de penetración, de virginidad quebrada, de abandono, pasividad y entrega.
"¿Será así la vivencia femenina de la penetración?" – pensé.
Nada me lo anunció, una serena sensación de plenitud me envolvió cuando de mi pequeño y dormido pene comenzó a manar un tranquilo rio de semen que fue a parar a mi vientre sin espasmos, sin tensiones. Si hubo orgasmo no lo percibí, tampoco me faltó, fue una experiencia única, insólita y maravillosa.
Pero aquella Diosa no se daba por satisfecha, necesitaba concluir su obra en ella, la mano que acababa de ordeñarme se deslizó hacia su clítoris rozando mis labios; Como si la hubiera alcanzado un rayo su cintura se volvió a quebrar, su mano izquierda aferrada aun al cabecero de la cama la impidió caer y un grito de sorpresa que se transformó en gemido anunció que había llegado a su destino y que la recompensa había sido mayor de lo esperado; ·El dedo intruso buceó en su coño para lubricarse y encontró mi boca que lo besó con pasión mientras tanteaba sus labios y los míos fundidos en un beso eterno. Luego dedico toda su atención a su clítoris erguido y tenso que se había mostrado irreductible cuando mi lengua insistió en doblegarle.
"Te quiero" – gimió con la vista perdida.
"Moi non plus" – pude pronunciar antes de bucear de nuevo en su coño. Un golpe de risa juguetona, un único sonido agradecido y siguió la senda que le había iniciado.
"Oh oui je t’aime… mon amour…" – la hermosa poesía de Gaingsbourg fluía de su boca.
"…tu es la vague, moi l'île nue
tu va et tu viens
entre mes reins" – su dulce y sugerente voz capturaba la sensualidad del francés y la hacía irresistible.
Su cuerpo cabalgaba incansable sobre mi rostro, su dedo regresaba a su coño unas veces, otras a mi boca, para cargarse de humedades y volver a torturar su clítoris, un temblor incipiente comenzó a derribar sus defensas, apenas podía hablar.
"Oui, je t’aime"
Un estertor no humano me adelantó la explosión que estaba por llegar, un rio cargado de aromas y sabores inundó mi cara, un mantra sin final hecho de espasmos, un rosario de latidos en su coño percibido en mis labios como jamás lo había sentido me llevó al nirvana, al paraíso de los infieles y los descreídos, al edén de los ateos que exclaman ¡Dios mío! cuando una mujer del calibre de María les permite contemplar su viaje por la muerte y la resurrección del orgasmo.
No necesité eyacular en ella, ¿para qué? ¿Qué más nos podía aportar que no tuviéramos?
Nos quedamos tendidos en silencio, mirándonos a los ojos, no nos hacía falta hablar, ambos sabíamos lo que nuestras miradas transmitían: Sexo, lujuria, deseo, pensamientos morbosos, proyectos obscenos, tentaciones promiscuas... Y un inmenso y profundo amor.
"Vamos a dormir, mañana hay que madrugar" – dijo incorporándose de la cama, supuse que quería limpiarse.
"No te laves, duerme así" – me sonrió con ternura.
"Solo voy a beber y a peinarme" – dijo elevando los ojos y apuntando sus dedos hacia su cabello enredado, dejando caer la cabeza a un lado en un precioso e infantil gesto .
"Tráeme una toallita cuando vuelvas" – sus ojos captaron el charco de semen en mi vientre.
"De eso nada… es mío" – se arrodilló en el suelo al lado de la cama sujetando su melena con una mano y lamió golosamente, me lanzaba miradas cortas, cargadas de erotismo y volvía a su labor con esmero; Con suma delicadeza, como si se tratase de un pajarillo herido, recogió con mimo mi polla dormida y arrugada que apenas ocupaba su mano y la llevó a su boca para lavarla con su saliva, y como el ave fénix, comenzó a renacer entre sus labios. Y le habló; no a mí, conversó con ella.
"Shhh, quieta preciosa, hay que descansar" – le dio un tierno beso y marchó a calmar su sed.
Cuando cesó el sonido del secador en el baño regresé de la nada; la oí llegar descalza sobre la madera, con su melena impecable; mis ojos se dirigieron a su sexo, su vello empapado, reseco en algunas zonas, mostraba los signos del abundante flujo que había manado de su coño, sus muslos brillaban por su parte interior; Ella captó mi mirada.
"Desconfiado… ¡no me lavé!" – protestó al tiempo que ponía su pie en la cama y me mostraba obscenamente la prueba.
Me incorporé y besé su coño.
"Je t’aime"
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3 comentarios - Entregando a mi esposa -Crónica de un consentimiento Prt 21
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