Las ficciones de la radio
Ya dos veces le había prometido a Laura que si me llamaba alguna oyente a la radio, no le iba a preguntar si tenía tetas grandes o si se había acostado con alguna mujer, o alguna de esas mierdas que siempre hacía. Nuevamente no cumplí: esa noche llamó una oyente y, sin rodeos, le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico (si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres, etcétera). Ella me contó todo, yo un poco me excité.
Durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Yo pensé en Laura, que podía estar escuchando.
La llamé al celular pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco. Cuando intentaba hacer un tercer llamado- nuevamente al celular, por si antes no había logrado atenderme- la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Comencé a hablar al micrófono: hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y nuevamente dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar, movido más por la costumbre de hacerle caso a una mujer que por el simple hecho de querer atender un llamado. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás.
A Laura había aprendido a hacerle caso porque sí. Porque después de dos años de convivencia, aprendí a decir “sí mi amor”, “tenés razón”, sabiendo que de ese modo me ahorraba horas de discusión psicoanalítica acerca de los vínculos, la comunicación, Freud y su pipa.
Yo quería escribir. Terminar de trabajar y escribir. Terminar de comer y escribir. Terminar de hacer el amor y escribir. No me importaba otra cosa. Quería escribir todo el tiempo, a toda hora, todo el día. Laura, por supuesto, me lo reprochaba:
Trabajás escribiendo- me decía-. Yo no entiendo como después de trabajar, querés seguir haciéndolo.
Escribo porque me gusta, Laura. Y porque además, lo que yo escribo para el trabajo no es escribir; es decir lo que otro pensó. Todavía no me pagan para tener opiniones.
¡Es la misma mierda, Santiago!
¡No, no es lo mismo! Ahora soy como una puta que se queda con ganas de amor después del trabajo.
Le dije a modo de chiste, pero ella no me escuchó, o prefirió ignorarme.
¡No entendés el punto! ¡A lo que me refiero es a que pasás más horas frente a esa computadora que conmigo!.
Era verdad. Yo estaba todo el día frente a la computadora. Escribiendo, construyendo historias. Chateando y mirando fotos de mujeres en Facebook. Pero lo que no era verdad, era que lo hacía sólo porque me gustaba. Lo hacía también porque de ese modo, me ganaba una identidad. Un título de escritor, de artista. De algo que me contentase un poco más al momento de dar la mano y presentarme ante alguien: Santiago Apenak, escritor. Pues la identidad es eso que se dice después del nombre cuando se va a comer a lo de Mirta Legrand.
Laura y yo nos habíamos conocido cuatro años antes, un fin de semana de enero, frente a la laguna de Lobos. Ella, en ese momento estaba de novio, pero de todos modos nos acostamos. O mejor dicho, pasamos la noche tendidos en el suelo, besándonos, acariciándonos, mirando las estrellas, pero no consumamos el acto, propiamente dicho.
Pese a mi enamoramiento repentino- enamoramiento que desde luego no fue correspondido en aquel momento- ella siguió en pareja y no me dio mayor importancia que la de un amigo: Nos veíamos, hablábamos por teléfono, pero no pasábamos de eso. Alguna vez, con suerte, me dejaba besarla y recordar lo que habíamos vivido esa noche, frente a la laguna. Pero nada más. Y yo me moría de frío y soledad cada vez que la veía alejarse.
De tanto sufrir por verla alejarse- y por ver alejarse a otras que pasaron en el medio- decidí alejarme yo: Un día, cargué mi mochila con unos cuantos ejemplares de mi primer libro, varias mudas de ropa y algunos pesos y me tomé un tren al Norte de la Argentina. Me pasé varios meses de viaje. Me hice el espiritual. Me agarré piojos y un ataque de asma por fumar marihuana en la altura. Me sentí libre. Vendí artesanías. Vendí mi libro. Y también lo cambié felizmente por techo y comida. Me sentí el Che Guevara. Y me sentí culpable por no serlo, y porque vi injusticias y me quedé callado, quieto: me sentí un cobarde. Tuve frío. Hambre. Ganas de volver a ser chiquito y abrazar a mi mamá. Tuve más asma. Tuve ganas de llorar y lloré. Tuve ganas de reír y lo hice. Tuve ganas de acostarme con una alemana rubia de tetas enormes, pero no pude. Me lamenté por no haber aprendido a hablar alemán o inglés o cualquier idioma que me diese armas para conquistar extranjeras que no sean de habla hispana: me conformé con lo que había. Aprendí a conformarme. Me dio bronca aprender a hacerlo.
Tuve también ganas de ver a Laura. Quise llamarla, escribirle un e-mail. Hasta que finalmente pasé varias horas sentado frente a una computadora buscando el valor para borrar su contacto de mi lista de chat, y lo hice. Finalmente le escribí una carta, a mano, pero la quemé en la cima de una montaña nevada. Me sentí romántico y pensé en lo lindo que hubiese quedado un tema de Brian Adams en ese momento. Me pregunté cómo habíamos llegado a darle tanta importancia a un contacto del chat, pero no me respondí. Me acordé de las palabras “realidad virtual”. Y me acordé de mi psicólogo sugiriéndome que viva más “con los pies sobre la tierra”, diciéndome que yo sufría complejo de director de cine: que me gustaba inventar historias, dirigirlas y protagonizarlas. A veces contarlas. Quise ser Woody Allen, pero no tenía Diane Keaton ni mis anteojos se parecían a los suyos.
Quise volver. No tuve plata y le pedí dinero a mis padres desde una ciudad de Bolivia. Me gasté la plata tomando cerveza y tratando de acostarme con otra alemana rubia y de tetas grandes. Tampoco lo conseguí, no tenía suerte. Así que le pedí nuevamente dinero a mis padres y estuve seguro de que ellos me odiaron y sintieron vergüenza de tenerme como hijo. Sin embargo, me la enviaron y finalmente pude volver a casa.
Al regresar tuve ganas de ver a Laura. Me contuve. Y como había aprendido a conformarme, me puse de novio con una ex compañera de secundaria. Me hice creer a mi mismo que estaba enamorado. Aprendí a mentirme.
A los pocos meses, mientras mi noviazgo fingido se caía a pedazos y yo redactaba un e-mail para Laura tragándome palabra a palabra mi orgullo, uno de ella preguntándome cómo estaba, llegó a mi casilla. No me sorprendió, eran comunes entre nosotros esas concomitancias novelescas. Así que, sin penarlo, nos volvimos a ver y, esta vez, también nos besamos, nos acariciamos y hablamos de las coincidencias y del amor de amigos. Pero no nos acostamos. Y yo me masturbé pensando en ella cuando llegué a mi casa.
Esa noche dormí feliz porque me dijo que hacia un tiempo que había dejado al novio, y yo le respondí que si me había buscado, se hiciese cargo de lo que sentía.
Empezamos entonces a quedarnos a dormir cada uno en la casa del otro. Festejamos mi cumpleaños. Conoció a mi familia y yo conocí a la suya. Me puse nervioso y me dio vergüenza. Comenzamos a ver películas juntos y eso comenzó a ser parte de nuestra rutina diaria. Me enojaba que ella siempre, a los diez minutos de poner el DVD, tuviera que pararse para hacerse un té. Le preguntaba por qué no se lo hacía antes si ya sabía que íbamos a ver la película. Ella no me respondía y me ofrecía té y yo decía que no y acababa comprando helado. Le convidaba porque sabía que ella quería. Pero ella comía con culpa y me decía que estaba gorda, que no podía. Yo, por supuesto, no se lo negaba, pero tampoco lo afirmaba, y aprovechaba así para comérmelo todo: me insistía con que me cuidara y que no comiera como una bestia. Yo no le hacía caso.
Nos gustaba hacer las compras juntos porque nos gustaba jugar a ser un matrimonio y hacer cosas de matrimonio. Aunque no teníamos ni idea de la responsabilidad que eso conllevaba. Limpiar era algo de matrimonio. Y era una aventura porque siempre limpiábamos con música y yo aprovechaba para bailar haciéndome el payaso y así hacer lo menos posible. Ella lo dejaba pasar.
Pronto tuvimos la necesidad de comprar una cama de dos plazas porque en su cama ya no entrábamos. Y de paso, compramos un sillón y una mesa ratona. Como me pasaba la mayor parte de tiempo en su casa, me vi obligado a llevar a mi perra Golden, dado que no podía dejarla tanto tiempo sola. De pronto, yo también dejé de vivir sólo en mi casa y comencé a vivir con ella en su casa, donde antes vivía sola. Ahora vivíamos juntos: ella, yo, mi perra Golden y su gato.
Con el paso del tiempo, la convivencia dejó de ser algo fantástico para ser algo real. Ya no siempre hacíamos las compras juntos. Y ella ya no toleraba que yo bailara mientras limpiábamos. Comencé a tener obligaciones que nunca nadie me dijo que tendría.
A la hora de comer yo prefería hamburguesas y Coca-Cola, y ella las milanesas de soja con polenta y agua mineral. Yo no entendía cómo podía comer eso. Y ella me regañaba porque decía que yo no comía sano. Discutíamos. Yo le decía que la soja estaba destruyendo al país. Y ella me decía que yo tenía los mismos hábitos alimenticios que su sobrino de siete años. Era verdad.
Con el tiempo comenzaba a reprocharme- cada vez con más vehemencia- que yo estuviera todo el día escribiendo y que no le prestara la suficiente atención cuando me preguntaba si esa remera la hacía gorda, o si esa pollera la hacía caderona. Para mí siempre estaba hermosa. Aunque evidentemente lo que reclamaba era otra cosa.
Una noche llegué de la radio y la encontré en la puerta de casa llorando y sacando a patadas en el culo a unos perros que se revolcaban e intentaban echarse sobre mi ropa desparramada en la vereda.
Sos un hijo de puta- me dijo-. Yo acá en casa sola y vos en tu programita de radio llamando a prostitutas para preguntarle los precios.
Es una nueva sección del programa, Laura. Una joda.
Seguro te guardaste los números y después las vas a llamar para levantártelas.
Comencé a reírme.
No es necesario levantármelas, Lau. Son prostitutas.
Andate de mi casa.
Yo traté de pensar algo inteligente para decir pero no se me ocurrió nada. Así que recogí mi ropa y subí al departamento para armar el bolso; mi plan era esperar que se calmara. Así que el ritual fue el mismo de siempre: ella lloraba y me puteaba desde la cocina, mientras yo me reía de nervios y armaba el bolso lo más despacio posible, en el cuarto.
Tras muchas puteadas y reproches, al ver que no se calmaba, le dije chau con el bolso al hombro y me fui dando un portazo. Tratando de alcanzar el mayor dramatismo posible. Como la conocía, me senté en la escalera y esperé a que ella abriera la puerta para comprobar si yo aun estaba o me había ido realmente. Después de unos segundos, efectivamente la abrió desesperada y los dos comenzamos a reírnos.
¿Ves que no querés que me vaya?
La abracé y le sequé las lágrimas. Luego llamamos al video club y pedimos una porquería japonesa que ella quería ver hacía rato y yo llamé a la pizzería y pedí empanadas y Coca-Cola. Eso era estar en pareja, negociar y ponernos de acuerdo. Dejar contentas a ambas partes: ella se sintió culpable de comer tanta grasa y yo me dormí a la media hora de película. Pero al menos lo intentamos.
Me hizo prometerle que no iba a llamar más a ninguna puta, ni le iba a hacer más preguntas obscenas a ninguna mina. Yo se lo prometí sabiendo que se lo prometía más para salir del paso que por convicción propia, pero lo hice.
Al tiempo volvió a pasar lo mismo. En el programa teníamos una sección donde hacíamos llamados azarosos y, si alguien nos atendía, le explicábamos que llamábamos para aumentar la audiencia, ya que nadie nos escuchaba. Si la persona se mostraba bien dispuesta, charlábamos un rato. Aunque no siempre las personas reaccionaban bien, esa noche tuvimos suerte. La productora marcó un número cualquiera y de inmediato atendió una mujer que, sorprendida, dijo que estaba escuchándonos.
No sé si fue intuición o un simple baboseo por su voz sensual, pero me dejé llevar e imaginé que debía ser una hembra impetuosa y comencé a hacerle preguntas íntimas. Ella reaccionó bien. Se mostró dispuesta y cómoda en su eventual papel de femme fatale. No faltó pregunta que se le hiciera acerca de sus pechos o de sexo lésbico. La charla terminó a los quince minutos con un tema de Eric Clapton y con una buena cantidad de mensajes masculinos, como nunca antes habíamos tenido. Me puse contento porque los oyentes estaban contentos. Y le pregunté a mis compañeros cómo había salido, si había sido divertido. Me dijeron que sí como para contestarme algo. Y yo pensé en Laura, sabiendo que me podría estar escuchando.
Cuando llegué a casa Laura no estaba. Me había dejado una nota donde decía que yo era un hijo de puta. Que no me aguantaba más. Que se iba a pasar unos días a lo de su madre hasta estar un poco más calmada. No supe qué hacer. Pensé que si había elegido estar con la madre en lugar de estar conmigo, debía estar enojada en serio. Pensé en ir a buscarla, pero me pareció apropiado dejarle su espacio para que pensara tranquila. Y a su vez me pareció que debía ir a buscarla para explicarle que todo era un juego. Parte de las ficciones de la radio.
No hice ninguna de las dos cosas por decisión propia. A los cinco minutos de haber llegado, me llegó al celular un mensaje de ella que decía que por favor no fuera a buscarla. Que después hablábamos. Y, sabiendo lo inútil que me veía parado frente a la heladera, buscando cómo mezclar las pocas cosas que había adentro para obtener una comida medianamente decente, me llegó otro mensaje de ella diciendo que en el horno había tarta de jamón y queso. Y que si necesitaba platos estaban en el segundo estante de la alacena del medio. Me sentí feliz por tenerla. Y le agradecí a Dios aunque no fuese creyente. Me comí la tarta entera y me tomé unas cuantas cervezas. Y me senté en el sillón a contestar e-mails y a mirar tele.
Al otro día, me despertó el teléfono. Miré la hora. Eran las doce del mediodía. Atendí disimulando la voz de dormido. Me daba vergüenza que mi interlocutor notase que estaba durmiendo. Era mi madre:
Hola, hijo ¿Dormías?
No. Para nada. Estaba trabajando.
Tenés voz de dormido.
¿Si?... Puede ser.
Sí… Bueno, a ver cuándo venís a ver a tu papá que te quiere ver.
¿Ella no me quería ver? ¿Para qué me llamaba?
Esta semana voy para allá porque tengo que ir a llevar unas cosas al canal.
¿Y cómo va eso?
Bien. Trabajo mucho y cobro poco. Sabés cómo es esto.
Ay, hijo. Con eso del derecho de piso se abusan… ¿Hasta cuándo vas a pagar derecho de piso?
Hasta que tenga talento, supongo.
Mi mamá se rió y me dijo que sería bueno que algún día esos chistes me dieran de comer. Yo hice otro chiste por no saber qué contestar y dije que tenía que seguir trabajando. Le pregunté si le podía llevar algunas prendas de ropa para que me las planchara y ella me dijo que se las llevara, y que le comprara una plancha a Laura.
Después de arreglar con mi madre para vernos, me levanté y me preparé una chocolatada. Revisé mi correo electrónico, escuché música y terminé un trabajo que debía terminar. A las tres de la tarde no sabía qué hacer. Revisé nuevamente mis e-mails, escribí chistes, me masturbé para no aburrirme y llamé a uno de los chicos de la radio para comentarle nuevas ideas. Pronto comencé a impacientarme porque Laura no llegaba, no llamaba ni me mandaba un mensaje para insultarme. Quise llamarla, pero pensé en respetar su espacio. Me pregunté qué es respetar el espacio del otro, dónde terminaba mi espacio y comenzaba el de ella. Me pregunté si acaso ella, al no comprender que lo que yo hacía en la radio era ficción- parte de un juego tácito que se daba con los oyentes- no respetaba mi espacio. Desde luego no me respondí y la llamé para preguntarle. Cuando me atendió me dijo que estaba a dos cuadras de casa, que venía para hablar. ¿A dos cuadras? Ya no había tiempo de ordenar nada. ¿Qué había que hablar? ¿Por qué siempre había que hablar algo? Me daba miedo. Sentía la misma sensación que cuando la directora del colegio me llamaba a la dirección ¿Por qué había que enfrentar los problemas?
Como la conocía, bajé la perra de la cama y sacudí sus pelos. Até la bolsa de basura y junté las migas que estaban sobre la mesa. Me eché perfume y me peiné con los dedos. “Debe estar a una cuadra”, pensé. “No llego”. Junté los vasos y platos sucios y los llevé a la cocina. Quería que me encontrara lavando.
Esperé a escuchar la llave en la puerta, sus pasos, luego verla entrar a la cocina y por fin abrazarla. Ver a la perra mover la cola y tirarse sobre nosotros como cada vez que nos abrazábamos. Pero recordé que la había dejado en el patio, así que la entré para disfrutar de ese momento. A los dos nos daba ternura ver que ella también nos abrazaba. Esperé, esperé y esperé. “¿A dos cuadras? Ya debería haber llegado”, pensé. Hasta que escuché el timbre y me puse contento. No sólo porque ya estaba en casa, sino porque cada vez que lo tocaba, era porque se había olvidado la llave. Y eso, ese olvidarse la llave, ese tocar timbre con culpa- sabiendo que a mí me molestaba de sobremanera- era parte de nuestro mundo. Eran esos detalles mínimos que yo había aprendido a amar de ella.
Como vivíamos en un primer piso que daba a la calle, abrí la ventana y le lancé la llave. Como siempre, ella no la atajó y la dejó caer a suelo.
Laura ¿Te cuesta mucho agarrar la llave? Se va a romper.
Me va a lastimar la mano. Además no le va a pasar nada. No se va a romper.
Sí le va a pasar. Y cuando se rompa vas a ir vos al cerrajero y lo vas a pagar vos. De tu bolsillo.
Ay, no seas exagerado, nene… y cualquier cosa la pago yo.
No soy exagerado. Vos sos exagerada. Es una llave, no un ladrillo.
La última frase que dije no llegó a escucharla, ya se había metido en el edificio. Ahora sí, pude irme a la cocina, fingir que lavaba las cosas y esperar a verla entrar de la forma que yo quería. Cuando entró, lo primero que recordé fue que en la nota había escrito que se iba a la casa de su madre por unos días: había pasado solo uno.
Pensé que ibas a venir en un par de días.
Dije, y comprendí que ese no era el comentario más apropiado, pues ella podía creer que no quería que viniera.
¿Qué, no querías que venga?
¡Como te conozco la puta madre!... Claro que quería que vinieras ¿Cómo no voy a querer que vuelvas a casa? Te lo decía solo porque me llamó la atención.
Obvio. Es mi casa también. Puedo venir cuando quiera ¿Sabés?
Se sirvió agua.
Ya sé que es tu casa también. Pero pensé que… Bueno. No importa…
Nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que ella lo rompió con bronca:
¡Me da bronca! ¿Sabés? ¡Me da bronca escucharte hablar con esas minitas! ¿Qué, te calentás? ¿Te las querés levantar?
Me acordé del personaje de Capusotto diciendo “miniiiiiiiiiitas” y me agarró un ataque de risa que no pude disimular.
¿De qué te reís?
De nada, Lau. Es que me pongo nervioso y me río. Me conocés.
Me miró con odio.
Me da mucha bronca que hables así en la radio. Lo mismo que cuando escribiste esa novela que hablaba de tu ex.
¡Otra vez con eso! No hablaba de mi ex, Lau. No hablaba de nadie en especial. Era una novela. Una ficción… Bien, lo admito, estaba, no sé, inspirado en algo real, pero nada más. Eso no significa que yo extrañe. O ame. O Sublime. No significa nada. Era una ficción, como en la radio.
No, no es lo mismo. Porque pasabas horas escribiendo cómo la querías, y describías todo igual a lo que me contabas cuando aun no éramos novios.
¿Por qué carajo había abierto la boca cuando aun éramos amigos? Debía aprender a callarme, o que las mujeres tienen mucha más memoria que los hombres.
¡Era un personaje! ¡Un alter ego! ¡Por Dios, Laura!
¿Un personaje? ¡Tu ex se llama Mariana y al personaje le pusiste Marina! ¡Sos un pelotudo!
No supe que contestarle. Ella tenía razón; yo le había puesto Marina al personaje, mi ex se llamaba Mariana y yo era un pelotudo. Me quedé en silencio. Ella retomó:
No sé. Me da mucha bronca, Santiago. No te puedo creer. Me cuesta mucho confiar. Me pone loca que en todos tus textos te cojas a una mina.
¡Yo no me cojo a nadie!
¡Vos o tus putos personajes, es lo mismo!
Comenzó a llorar. La perra saltó sobre ella y se abrazó a su pierna, para hacer con ella su acto sexual.
¡Salí!
Se la quitó de encima. Yo comencé a reírme.
Lau. Ya está. Discutimos esto mil veces. Sabés que no pasa nada, mi amor.
Pero me da bronca.
Ya sé que te da bronca. Pero realmente no pasa nada. Es parte de la radio. Esto, o la novela. O lo que sea. Es parte de un personaje. De una ficción.
Eso era una verdad a medias. Casi todo lo que yo hacía, decía o escribía, estaba basado en la realidad. Pero eso no significaba que fuese real o que yo estuviese involucrado sentimentalmente. Algunas veces lo hacía y otras no. Pero era algo relativo. Uno podía viajar al pasado para recordar algo sentido con el simple propósito de expresarlo al momento de narrarlo, y luego volver al presente y desembarazarse de dicho sentir. Ella no creía que yo pudiera hacer eso, ni que pudiera preguntarle a una mina si tenía tetas grandes o si se había acostado con una mujer y no calentarme.
Pero no me gusta que hables con mujeres en la radio. Ni que llames a prostitutas para preguntarle los precios.
Ya te dije que es todo parte del programa. Vos cuando actuás y tenés que besar a alguien yo no me enojo… O sí me enojo. Pero lo entiendo y no te digo nada. Porque estás actuando.
¡Pero lo que yo hago es serio! ¡El teatro es algo milenario! ¡Lo que vos hacés no es radio, es pelotudear frente a un micrófono!
Eso me ofendió. Pero preferí quedarme callado y no abrir otra vertiente en la discusión. No quería pasarme los próximos doscientos cincuenta mil años peleando. Vivir en pareja era así. El mundo funcionaba así. Si yo atacaba con algo, ella tenía que atacar con algo peor. Si yo contrarrestaba con algo aun peor, ella debía sacar de donde fuera un golpe aun más certero. Era así. Con la competencia de reproches sucedía lo mismo. Ella buscaba en los anales de la relación, el recuerdo de una mujer que tres años atrás yo había mirado mientras caminábamos por la avenida Corrientes. Y yo tenía que revolver casi sin éxito en los cajones desordenados de mi memoria, hasta encontrar algo para presentar ante un juez invisible que dictaminaba quién era más culpable. El problema era que yo nunca encontraba nada y que ella era una experta en acopiar y archivar reproches.
Mirá, Laura. Para mí es serio lo que hago. Le pongo lo mejor de mí y eso cuenta. – Me quedé callado un instante y luego dije la mayor estupidez que podía decir ante Laura- Además, si te voy a cagar no te voy a cagar en la radio, al aire y con tanta gente escuchando.
¡Sos un pelotudo! O sea que me cagarías pero a escondidas…
¡No quise decir eso! ¡Quise decir que si hubiese querido hacerlo, lo hubiese hecho, pero que no tengo necesidad de buscar minas en la radio!
¿Cómo que si hubieses querido…?
¡Basta, Laura, ya está!- La interrumpí- No sigamos, esto es una boludez.
Seguimos discutiendo por un rato. Poco a poco nos fuimos calmando y yo le prometí que no volvería a hacer esos llamados en la radio. Ella siguió llorando y se sonó los mocos con una remera de Pink Floyd que yo había dejado sobre el escritorio. Le dije que era una asquerosa y nos reímos cuando la perra se nos tiró encima al abrazarnos. Luego, hicimos el amor. Nos bañamos juntos y yo le dije que eso de bañarse juntos no era romántico y era una mentira que teníamos que encargarnos de desmitificar, ya que mientras uno estaba bajo la ducha, el otro debía esperar a un costado enjabonado y muerto de frío.
Después del baño, tomamos mate y fuimos a hacer las compras juntos, mientras paseábamos a la perra.
Yo me entusiasmaba con cosas tontas. Estaba contento porque habíamos comprado golosinas para el postre y porque había conseguido un disco de Benny Carter que escucharíamos mientras cenábamos. Le conté todo acerca del disco y de las propiedades benéficas de escuchar jazz mientras uno cenaba en un día de lluvia.
La convivencia había dejado de ser algo fantástico para convertirse en algo real. Y ese algo real, con todo lo que eso implicaba, era lo más fantástico que nos podía pasar. Esa noche tuvimos una cena romántica. Pedimos comida afuera. Pero no fueron ni empanadas ni milanesas de soja. Pedimos algo que nos contentara a los dos. Y usamos unas velas que encontramos en un cajón de la cocina, que habían quedado de algún cumpleaños. La noche acabó estupenda. Terminamos de cenar e hicimos el amor a la luz de un setenta y cuatro medio derretido, al compás del soplido magnífico del saxofón de Benny Carter. Hasta que ella se cansó de tanto jazz meloso y puso a Fito, mientras me decía que cuando me descuidara, me iba a tirar a la basura ese calzoncillo harapiento que ya no daba mas de tanto agujero.
A las dos semanas, mientras estaba en la radio, volvió a pasar lo mismo, pero esta vez el desenlace fue distinto: Una oyente llamó y, sin rodeos, nuevamente le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico, si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o mujeres. Ella me contó todo, yo un poco me excité.
Otra vez durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Y yo volvía a pensar en Laura, que seguramente estaría escuchando. Así que la llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco lo hizo. Cuando intentaba hacer un tercer llamado- nuevamente a su celular, por si antes no había logrado atenderme- la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y nuevamente dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire.: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás. Pero tuve que atender, no me quedaba otra. Esa era la clave; no decir que no, decir siempre que sí. Aceptar, y con lo que las circunstancias nos presentara, construir ficción. Aunque esta vez, yo supiera que no lo era:
¿Así que llamás porque tenés cosas para contar?
Sí, tengo muchas cosas para contar.
¿Cómo cuáles? Empezá por decirme de dónde sos.
No importa de dónde soy. Lo que importa es lo que a vos te importa. Lo que le preguntás a todas las oyentes.
Eso era muy de ella. Entendí el reproche encubierto, pero no pude objetar nada. Tuve que seguir adelante con la farsa.
¿Y qué es lo que a mí me importa, entonces?
No sé ¿No querés saber cómo son mis tetas, o si me acosté con alguna mujer? ¿No te gustaría que te cuente cómo lo cago a mi novio cuando él no está?
No, no quería saberlo. Me daba arcadas de solo pensarlo. Miedo, frío, asma, tos y carraspera, vértigo. Pero a la vez sí quería. Quería saberlo todo. Cada detalle. Y me daba bronca querer saberlo y tener que seguir con esta farsa adelante. Los mensajes de los oyentes masculinos comenzaban a llegar sugiriéndome que le hiciera todo tipo de preguntas obscenas. Yo quería matarlos a todos. Uno a uno si era necesario. Estaban hablando de mi novia, mi pareja, la mujer con la que yo dormía cada noche. La que me abrazaba como un vientre materno cuando yo lloraba en posición fetal porque el mundo no era el que yo soñaba de niño. Era ella, era Laura. La misma que mil veces me hizo salir de la cama en medio de la noche (desnudo y muerto de frío) porque había escuchado un ruido extraño en el patio. La misma que una vez me llamó gritando y llorando desde la cocina, haciéndome levantar de la cama (desnudo y muerto de frío) porque se había electrocutado al abrir la heladera descalza. La que una noche me hizo recorrer todos los dentistas de guardia de la ciudad porque le dolía la muela. Mientras yo la abrazaba y consolaba a la vez que la puteaba porque al otro día debía levantarme temprano. La misma que me puteaba y consolaba cuando el dolor de muelas era mío. La misma con la que buscábamos arreglarnos de otra manera cuando el sexo convencional no era posible. La que también me hizo recorrer durante toda una tarde todas las tiendas de ropa hindú que fueran posibles, con tal de conseguir esa prenda que aparentase ser hindú, pero que a su vez no lo aparentase tanto. La misma que al llegar a casa y probarse frente al espejo por vigésima vez la prenda, rompiera en llanto diciendo que no le gustaba cómo le quedaba. Esa que se levantaba a prepararse un té a los diez minutos de empezada la película. La que me retaba porque decía que yo no comía sano. La misma que se enojaba porque yo no juntaba ni la ropa, ni la toalla, ni la espuma, ni la maquinita de afeitar cuando me bañaba. Mientras que cuando yo no estaba, olía mi crema de afeitar y mis remeras para no extrañarme tanto. La misma a la que le contaba todo, hasta que aprendí que había ciertas cosas que no debía contarle. La misma que me escuchaba igual cuando no quería escucharme. La misma a la que le gustaba oír que yo siempre quería escucharla. La misma a la que yo amaba, y había empezado a sentirse sola porque yo me pasaba el día escribiendo. La misma que ahora, en mi propio programa de radio, estaba por contar cómo me engañaba.
Yo sabía que eso era una venganza. Ella me lo había adelantado. Me lo había avisado de alguna manera que yo no supe entender. Me estaba diciendo: “¡Necesito que me prestes más atención! ¡Basta de pensar en vos por un momento!”. Yo era acusado de haber dejado de escucharla y ahora, como si fuese una condena, no solo debía escucharla yo, sino todos los oyentes de la radio.
Naturalmente, el único que sabía que estaba hablando con Laura- mi Laura- era yo. El resto de los integrantes del programa, y desde luego los oyentes, no lo sabían. Así que, sin más, actuando como un héroe o un imbécil, tragándome las ganas de llorar y salir corriendo hasta casa para pedirle explicaciones, conocer la cruel verdad y tirarme en el sillón a llorar en posición fetal, seguí adelante con el llamado:
¿Así que tenés muchas cosas para contar?
Sí, muchas.
Empezá, entonces, por contarnos cómo sos.
Linda, muy linda. Yo creo que si vos me vieras, te enamorarías de mí.
¿Te parece?
Sí.
¿Y cómo sos?
Cómo soy… Alta, delgada, pelo castaño… me parezco a uno de los personajes de tu libro.
No supe qué contestarle. Tuve miedo que dijera a qué personaje se refería, de qué cuento, y que alguien del entorno pudiera darse cuenta de que se trataba de Laura, mi Laura. En cuanto a su voz, sabía que ningún conocido podía darse cuenta, ya que, por más familiar que pudiera sonarle, nadie asociaría a Laura, mi Laura, con esa Laura. Es decir, nadie podría imaginarse que mi Laura me estuviera haciendo eso.
Ah, mirá vos ¿Y te gusta leer?
Sí, me gusta mucho leer.
A Laura le gustaba mucho leer, vivía leyendo. Poesía y ensayos. La ficción no le gustaba. Quizás por eso no entendía lo que yo hacía en la radio. Quizás por eso me hacía lo que me estaba haciendo. Intenté llevar la charla para el lado de la poesía y del cine. Terminarla cuanto antes. No obstante, la productora, la operadora y mis otros compañeros de radio, comenzaron a mirarme sin entender lo que hacía. Así que, a través del retorno, de señas inentendibles como de mimos inexpertos, de papelitos escritos rápidamente y traídos al estudio en silencio, de carteles con marcador en hojas de cuaderno, comenzaron a mandarme preguntas que yo debía hacerle y a guiarme la charla para el lado que a ellos y, por supuesto, a todos los oyentes, les interesaba.
Me contó que aprovechaba cada vez que yo me iba por un largo rato para reencontrarse con ese viejo amor que alguna vez había tenido. Me contó cómo lo hacían en la cama. Cómo él escuchaba lo que supuestamente a mí ya no me importaba. Cómo se reían. Cómo hablaban de mí y de la novia de él. Cómo paseaban. Cómo él la llevaba a pasear en ese auto nuevo que yo no tenía. Cómo él trabajaba en un trabajo donde no tenía que preguntarle a las mujeres si tenían tetas grandes o si se habían acostado con alguna mujer. Cómo él no llamaba prostitutas para hacer un programa de radio. Cómo él cumplía las promesas que hacía.
Yo quedé atónito. Volvía ser un niño. Mi pito se redujo al tamaño de un maní. Comencé a ver en mí cada falencia y en él cada virtud. Comencé a sentirme mal y a querer salir corriendo. Mis ojos comenzaron a lagrimear. Por suerte, el llamado ya había terminado y el público había quedado contento. Nadie se había dado cuenta de nada. Así que camuflé mis lágrimas fingiendo un bostezo y me fui al baño. Una vez allí quise hacer pis pero no pude, no tuve ganas. Me miré el pito y lo vi encogido y arrugado. Pensé que el otro debía ser mucho más viril que yo. Me la imaginé a Laura en cuatro y a él dándole por atrás, apurados, sin sacarse la ropa, aprovechando el tiempo en que yo no estaba. Le vi la cara de placer y eso me dio asco. Quise vomitar pero no pude, no sabía cómo hacerlo. Me daba miedo ahogarme con mi propio vómito. Así que simplemente me lavé la cara con un poco de agua fría, sin jabón, y me miré en el espejo. Me vi feo, con la barba muy crecida y con cara de boludo, despeinado. Me acomodé un poco el pelo, la barba y el cuello de la camisa, pero seguí teniendo cara de boludo. Pensé en el otro, en que era lindo y tenía auto nuevo. Pensé que debía tomarme un taxi para llegar más rápido a casa. Y que Dios los había inventado para salvarme la vida. Pero que en ese viaje se me iría parte del poco dinero que me quedaba hasta fin de mes. Pensé en que estaba tardando mucho en el baño y que alguien podía sospechar, así que tiré la cadena para disimular que no había hecho nada. Cuando estaba a punto de salir, me vino a buscar la productora:
Dale, che, que ya termina la pausa. Charlás un rato, te despedís y nos vamos… ¿Estás bien?
¿Eh? Sí. Bárbaro ¿Por?
No sé, te noto raro.
Me gustó que me preguntara eso. Por un momento me imaginé separado de Laura y llorando sobre el hombro de mi productora. La imaginé arriba mío follándome como una bestia, repitiendo: “soy tu putita, soy tu putita”.
Debo estar un poco cansado. Mucho trabajo.
Y sí, puede ser. Todos estamos así.
Sí…
Dije yo y no supe qué más decir. No se me ocurrió nada, ningún chiste para llenar el silencio. Pero agregué, cuando ella se estaba yendo:
Si no te jode, entro al aire, me despido, y mandamos música hasta cumplir el horario. Estoy un poco mareado.
Ella me miró de forma comprensiva, como si supiera lo que me estaba pasando y me dijo que sí, que no había problema. Cuando se fue le miré el culo. No era gran cosa, pero siempre se podía hacer algo.
A los pocos segundos estaba sentado nuevamente en el estudio. Comencé a apagar mi computadora y esperé a que me dieran aire. Cuando el micrófono se encendió, hablé de lo que había sido el programa, de lo que haríamos en el próximo y di las gracias y me despedí. Una canción de Oasis comenzó a sonar y yo esperé a que el micrófono se apagara. Me quité los auriculares, guardé mis cosas, me despedí de todos y en menos de cinco minutos ya estaba en la calle.
Caminé hasta Corrientes y 9 de Julio y una vez allí, paré un taxi. El primero que paré me frenó. Me subí atrás. Sabía que si me subía adelante tendría que hablar con el chofer y contarle todo lo que me estaba pasando, incluso escuchar sus consejos o, lo que era peor, sus penas. Así que después de darle las coordenadas, abrí la ventanilla, apoyé mi cabeza en el marco y me perdí en el paisaje. Ver la avenida colapsada de autos, sus luces, los edificios grises, la gente y todo el gran caos que era Buenos Aires, me hacía sentir menos solo. Me hacía pensar que entre tantas almas caminando errantes, yo no sería el único que sufría por amor. Las grandes ciudades son siempre un refugio para la soledad.
Mi cabeza funcionaba como una cierra eléctrica o como el motor de un coche de carreras. No paraba de imaginar, de dispararme imágenes y desenlaces posibles. Me pregunté si era capaz de perdonar una infidelidad y me contesté que sí. Me odié por responderme eso. Me pregunté si en este caso era capaz de perdonarla y entendí sí, que lo que me había dolido en verdad era la venganza, ese pase de factura en mi propio territorio, no la infidelidad en sí misma.
Me imaginé llegando a casa y encontrándola con el otro, los dos sentados en mi cama, o en mi sillón, mirando mi tele y diciéndome que ya no iba más, que él sí cumplía sus promesas y que la escuchaba y que, como para hacerme las cosas más fáciles, él mismo había embalado todas mis pertenencias y se ofrecía a llevarme en su auto. Me imaginé subiendo a su auto, resignado, como cuando tenía que acompañar a mi madre a algún sitio contra mi voluntad. Me imaginé encontrando una bombacha de mi novia en el asiento trasero. Y al tipo diciéndome; “yo se la doy, no te preocupes”. Me imaginé teniendo bronca, matándolo a trompadas, rompiéndole el auto y riendo a carcajadas. Me imaginé derrotado, arrepentido por no haber cumplido todas las promesas que le había hecho a Laura. Me vi solo, triste y patético, así que comencé a revisar los contactos de mi celular en busca de nombres femeninos. Luciana, Samanta, Natalia, Juliana, Alejandra. Busqué en todas las letras. Cuando tuve algunos nombres potables, escribí un mensaje genérico, algo así como: “hola, tanto tiempo ¿Qué es de tu vida?” y se lo envié a varias mujeres a la vez. Si iba a separarme de Laura, debía encontrar a alguien que me sostuviera mientras la olvidaba.
Cuando por fin llegué a casa, vi que las luces estaban prendidas y que se escuchaba música. Pagué el taxi y guardé el vuelto sin mirarlo. Me había salido más barato de lo que pensaba. No me alegré. Busqué la llave en mi bolso, abrí la puerta y entré. Subí la escalera con miedo. A medida que iba subiendo, se iba escuchando más fuerte la música. Entre la música- que nunca supe si era Soda o Cerati- se escuchaba a Laura cantando. No entendí cómo podía estar cantando en esa situación, así que subí los pocos escalones que me quedaban a toda velocidad y metí la llave para abrir la puerta. Cuando intenté abrirla, sentí que desde adentro estaba puesta la traba y empecé a tocar timbre como loco. De pronto, se calló la música y se escuchó a Laura diciendo, “ya va, ya va, nene, estaba en la cocina” y luego se escucharon sus pasos hacia la puerta y a la perra que lloraba porque me reconocía. Cuando abrió la puerta, la vi: tenía el pelo recogido, mi remera de Pink Floyd, un short diminuto y blanco que a mí siempre me excitaba y unas ojotas con medias. Estaba sonriendo.
Que rápido viniste ¿Viniste en taxi?
Me dijo sonriendo, mientras se iba a la cocina y la perra se me tiraba encima, llorando y moviendo la cola.
Explicame qué acaba de pasar.
Me quité la perra de encima. Ella se tiró al suelo con las patas para arriba, esperando que la acaricie.
Ya está la comida ¿Ponés la mesa?
Yo entré y dejé mi bolso en el sillón. Uno o dos mensajes me llegaron al celular. No los revisé. Supuse que era alguna de las minas que había mensajeado en el taxi.
¿Me podés explicar qué carajo acaba de pasar, Laura?
No me vas a decir que te creíste lo del llamado.
¿Me estás cargando?
No, no te estoy cargando. No me digas que te creíste que lo que dije en el llamado era en serio- Hizo una pausa. Al ver mi cara de perplejidad, agregó:- ¿En serio te lo creíste?
¿Cómo, “en serio te lo creíste”? No entiendo nada ¿Qué carajo pasa? ¿Era una broma?
Comenzó a reír. En ese momento entendí todo. Como si de pronto un viento me golpease la cara, la respuesta me vino a la mente: una venganza. Una venganza que no tenía que ver con una infidelidad, ya que si ella lo había hecho, se había encargado de que yo no me enterase; esta venganza era más cercana y tenía que ver con su reproche continuo y mi excusa o, más que mi excusa, mi verdad, mi realidad, mi premisa de que todo lo que sucedía en la radio, o en la literatura, era ficción, pura y exclusivamente ficción. Una ficción que ella tenía que soportar y que yo me encargaba de sostener en el tiempo a través de promesas incumplidas.
Esta vez la cosa se había dado vuelta. Para ella, ese llamado había sido ficción y divertimento. Para mí, había sido realidad y sufrimiento. Simplemente no pude enojarme, había sido hábil, me había puesto de su lado y me había demostrado lo que ella sentía y yo no podía entender.
En ese momento la abracé, la sentí latir entre mis brazos. Me sentí fuerte y viril. Afortunado de haberla conocido y de tenerla a mi lado. Sentí mi pito crecer y con él mi hombría. Sentí su olor, tuve ganas de apretarla y la apreté muy fuerte, como siempre hacía cada vez que sentía esa electricidad que me corría por el cuerpo y necesitaba descargarla, meterla a ella adentro de mi pecho.
El taxi me lo vas a pagar vos.
Le dije y nos reímos. La perra comenzó a saltarnos encima, hasta que se colgó de la pierna de Laura y comenzó a garcharse el muslo. Laura se la quitó de encima y tomándome de la mano me llevó a la cocina. Había hecho hamburguesas y comprado Coca Cola.
En el freezer hay helado.
Me dijo cuando terminábamos de comer.
¿En serio?
Pregunté contento.
Sí. Trajo mi papá.
¡Que grande tu viejo!
Nos quedamos unos segundos en silencio, pensativos. Hasta que de pronto ella me dijo:
Es una buena historia. Podés contarla, o hacer un cuento de ella.
¿Qué historia?
Esta, la nuestra. El llamado a la radio y el desenlace. Todo.
Es verdad. Tenés razón.
Me entusiasmé. Y apenas terminé el último bocado, me paré y fui a encender la computadora.
¿Otra vez vas a escribir?
Me increpó.
No, no. Solo voy a encender la computadora.
Te conozco. Ni siquiera terminás el postre y ya te vas a escribir.
Enciendo la computadora y voy.
Saqué la computadora de mi bolso, la puse sobre el escritorio y la enchufé. Cuando estaba a punto de encenderla, Laura apareció a mi lado con mi celular en la mano.
Te está sonando el celular. Es Samanta ¿Quién es Samanta, Santiago? ¿Me podés decir?
Ya dos veces le había prometido a Laura que si me llamaba alguna oyente a la radio, no le iba a preguntar si tenía tetas grandes o si se había acostado con alguna mujer, o alguna de esas mierdas que siempre hacía. Nuevamente no cumplí: esa noche llamó una oyente y, sin rodeos, le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico (si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o dos mujeres, etcétera). Ella me contó todo, yo un poco me excité.
Durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Yo pensé en Laura, que podía estar escuchando.
La llamé al celular pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco. Cuando intentaba hacer un tercer llamado- nuevamente al celular, por si antes no había logrado atenderme- la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Comencé a hablar al micrófono: hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y nuevamente dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar, movido más por la costumbre de hacerle caso a una mujer que por el simple hecho de querer atender un llamado. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás.
A Laura había aprendido a hacerle caso porque sí. Porque después de dos años de convivencia, aprendí a decir “sí mi amor”, “tenés razón”, sabiendo que de ese modo me ahorraba horas de discusión psicoanalítica acerca de los vínculos, la comunicación, Freud y su pipa.
Yo quería escribir. Terminar de trabajar y escribir. Terminar de comer y escribir. Terminar de hacer el amor y escribir. No me importaba otra cosa. Quería escribir todo el tiempo, a toda hora, todo el día. Laura, por supuesto, me lo reprochaba:
Trabajás escribiendo- me decía-. Yo no entiendo como después de trabajar, querés seguir haciéndolo.
Escribo porque me gusta, Laura. Y porque además, lo que yo escribo para el trabajo no es escribir; es decir lo que otro pensó. Todavía no me pagan para tener opiniones.
¡Es la misma mierda, Santiago!
¡No, no es lo mismo! Ahora soy como una puta que se queda con ganas de amor después del trabajo.
Le dije a modo de chiste, pero ella no me escuchó, o prefirió ignorarme.
¡No entendés el punto! ¡A lo que me refiero es a que pasás más horas frente a esa computadora que conmigo!.
Era verdad. Yo estaba todo el día frente a la computadora. Escribiendo, construyendo historias. Chateando y mirando fotos de mujeres en Facebook. Pero lo que no era verdad, era que lo hacía sólo porque me gustaba. Lo hacía también porque de ese modo, me ganaba una identidad. Un título de escritor, de artista. De algo que me contentase un poco más al momento de dar la mano y presentarme ante alguien: Santiago Apenak, escritor. Pues la identidad es eso que se dice después del nombre cuando se va a comer a lo de Mirta Legrand.
Laura y yo nos habíamos conocido cuatro años antes, un fin de semana de enero, frente a la laguna de Lobos. Ella, en ese momento estaba de novio, pero de todos modos nos acostamos. O mejor dicho, pasamos la noche tendidos en el suelo, besándonos, acariciándonos, mirando las estrellas, pero no consumamos el acto, propiamente dicho.
Pese a mi enamoramiento repentino- enamoramiento que desde luego no fue correspondido en aquel momento- ella siguió en pareja y no me dio mayor importancia que la de un amigo: Nos veíamos, hablábamos por teléfono, pero no pasábamos de eso. Alguna vez, con suerte, me dejaba besarla y recordar lo que habíamos vivido esa noche, frente a la laguna. Pero nada más. Y yo me moría de frío y soledad cada vez que la veía alejarse.
De tanto sufrir por verla alejarse- y por ver alejarse a otras que pasaron en el medio- decidí alejarme yo: Un día, cargué mi mochila con unos cuantos ejemplares de mi primer libro, varias mudas de ropa y algunos pesos y me tomé un tren al Norte de la Argentina. Me pasé varios meses de viaje. Me hice el espiritual. Me agarré piojos y un ataque de asma por fumar marihuana en la altura. Me sentí libre. Vendí artesanías. Vendí mi libro. Y también lo cambié felizmente por techo y comida. Me sentí el Che Guevara. Y me sentí culpable por no serlo, y porque vi injusticias y me quedé callado, quieto: me sentí un cobarde. Tuve frío. Hambre. Ganas de volver a ser chiquito y abrazar a mi mamá. Tuve más asma. Tuve ganas de llorar y lloré. Tuve ganas de reír y lo hice. Tuve ganas de acostarme con una alemana rubia de tetas enormes, pero no pude. Me lamenté por no haber aprendido a hablar alemán o inglés o cualquier idioma que me diese armas para conquistar extranjeras que no sean de habla hispana: me conformé con lo que había. Aprendí a conformarme. Me dio bronca aprender a hacerlo.
Tuve también ganas de ver a Laura. Quise llamarla, escribirle un e-mail. Hasta que finalmente pasé varias horas sentado frente a una computadora buscando el valor para borrar su contacto de mi lista de chat, y lo hice. Finalmente le escribí una carta, a mano, pero la quemé en la cima de una montaña nevada. Me sentí romántico y pensé en lo lindo que hubiese quedado un tema de Brian Adams en ese momento. Me pregunté cómo habíamos llegado a darle tanta importancia a un contacto del chat, pero no me respondí. Me acordé de las palabras “realidad virtual”. Y me acordé de mi psicólogo sugiriéndome que viva más “con los pies sobre la tierra”, diciéndome que yo sufría complejo de director de cine: que me gustaba inventar historias, dirigirlas y protagonizarlas. A veces contarlas. Quise ser Woody Allen, pero no tenía Diane Keaton ni mis anteojos se parecían a los suyos.
Quise volver. No tuve plata y le pedí dinero a mis padres desde una ciudad de Bolivia. Me gasté la plata tomando cerveza y tratando de acostarme con otra alemana rubia y de tetas grandes. Tampoco lo conseguí, no tenía suerte. Así que le pedí nuevamente dinero a mis padres y estuve seguro de que ellos me odiaron y sintieron vergüenza de tenerme como hijo. Sin embargo, me la enviaron y finalmente pude volver a casa.
Al regresar tuve ganas de ver a Laura. Me contuve. Y como había aprendido a conformarme, me puse de novio con una ex compañera de secundaria. Me hice creer a mi mismo que estaba enamorado. Aprendí a mentirme.
A los pocos meses, mientras mi noviazgo fingido se caía a pedazos y yo redactaba un e-mail para Laura tragándome palabra a palabra mi orgullo, uno de ella preguntándome cómo estaba, llegó a mi casilla. No me sorprendió, eran comunes entre nosotros esas concomitancias novelescas. Así que, sin penarlo, nos volvimos a ver y, esta vez, también nos besamos, nos acariciamos y hablamos de las coincidencias y del amor de amigos. Pero no nos acostamos. Y yo me masturbé pensando en ella cuando llegué a mi casa.
Esa noche dormí feliz porque me dijo que hacia un tiempo que había dejado al novio, y yo le respondí que si me había buscado, se hiciese cargo de lo que sentía.
Empezamos entonces a quedarnos a dormir cada uno en la casa del otro. Festejamos mi cumpleaños. Conoció a mi familia y yo conocí a la suya. Me puse nervioso y me dio vergüenza. Comenzamos a ver películas juntos y eso comenzó a ser parte de nuestra rutina diaria. Me enojaba que ella siempre, a los diez minutos de poner el DVD, tuviera que pararse para hacerse un té. Le preguntaba por qué no se lo hacía antes si ya sabía que íbamos a ver la película. Ella no me respondía y me ofrecía té y yo decía que no y acababa comprando helado. Le convidaba porque sabía que ella quería. Pero ella comía con culpa y me decía que estaba gorda, que no podía. Yo, por supuesto, no se lo negaba, pero tampoco lo afirmaba, y aprovechaba así para comérmelo todo: me insistía con que me cuidara y que no comiera como una bestia. Yo no le hacía caso.
Nos gustaba hacer las compras juntos porque nos gustaba jugar a ser un matrimonio y hacer cosas de matrimonio. Aunque no teníamos ni idea de la responsabilidad que eso conllevaba. Limpiar era algo de matrimonio. Y era una aventura porque siempre limpiábamos con música y yo aprovechaba para bailar haciéndome el payaso y así hacer lo menos posible. Ella lo dejaba pasar.
Pronto tuvimos la necesidad de comprar una cama de dos plazas porque en su cama ya no entrábamos. Y de paso, compramos un sillón y una mesa ratona. Como me pasaba la mayor parte de tiempo en su casa, me vi obligado a llevar a mi perra Golden, dado que no podía dejarla tanto tiempo sola. De pronto, yo también dejé de vivir sólo en mi casa y comencé a vivir con ella en su casa, donde antes vivía sola. Ahora vivíamos juntos: ella, yo, mi perra Golden y su gato.
Con el paso del tiempo, la convivencia dejó de ser algo fantástico para ser algo real. Ya no siempre hacíamos las compras juntos. Y ella ya no toleraba que yo bailara mientras limpiábamos. Comencé a tener obligaciones que nunca nadie me dijo que tendría.
A la hora de comer yo prefería hamburguesas y Coca-Cola, y ella las milanesas de soja con polenta y agua mineral. Yo no entendía cómo podía comer eso. Y ella me regañaba porque decía que yo no comía sano. Discutíamos. Yo le decía que la soja estaba destruyendo al país. Y ella me decía que yo tenía los mismos hábitos alimenticios que su sobrino de siete años. Era verdad.
Con el tiempo comenzaba a reprocharme- cada vez con más vehemencia- que yo estuviera todo el día escribiendo y que no le prestara la suficiente atención cuando me preguntaba si esa remera la hacía gorda, o si esa pollera la hacía caderona. Para mí siempre estaba hermosa. Aunque evidentemente lo que reclamaba era otra cosa.
Una noche llegué de la radio y la encontré en la puerta de casa llorando y sacando a patadas en el culo a unos perros que se revolcaban e intentaban echarse sobre mi ropa desparramada en la vereda.
Sos un hijo de puta- me dijo-. Yo acá en casa sola y vos en tu programita de radio llamando a prostitutas para preguntarle los precios.
Es una nueva sección del programa, Laura. Una joda.
Seguro te guardaste los números y después las vas a llamar para levantártelas.
Comencé a reírme.
No es necesario levantármelas, Lau. Son prostitutas.
Andate de mi casa.
Yo traté de pensar algo inteligente para decir pero no se me ocurrió nada. Así que recogí mi ropa y subí al departamento para armar el bolso; mi plan era esperar que se calmara. Así que el ritual fue el mismo de siempre: ella lloraba y me puteaba desde la cocina, mientras yo me reía de nervios y armaba el bolso lo más despacio posible, en el cuarto.
Tras muchas puteadas y reproches, al ver que no se calmaba, le dije chau con el bolso al hombro y me fui dando un portazo. Tratando de alcanzar el mayor dramatismo posible. Como la conocía, me senté en la escalera y esperé a que ella abriera la puerta para comprobar si yo aun estaba o me había ido realmente. Después de unos segundos, efectivamente la abrió desesperada y los dos comenzamos a reírnos.
¿Ves que no querés que me vaya?
La abracé y le sequé las lágrimas. Luego llamamos al video club y pedimos una porquería japonesa que ella quería ver hacía rato y yo llamé a la pizzería y pedí empanadas y Coca-Cola. Eso era estar en pareja, negociar y ponernos de acuerdo. Dejar contentas a ambas partes: ella se sintió culpable de comer tanta grasa y yo me dormí a la media hora de película. Pero al menos lo intentamos.
Me hizo prometerle que no iba a llamar más a ninguna puta, ni le iba a hacer más preguntas obscenas a ninguna mina. Yo se lo prometí sabiendo que se lo prometía más para salir del paso que por convicción propia, pero lo hice.
Al tiempo volvió a pasar lo mismo. En el programa teníamos una sección donde hacíamos llamados azarosos y, si alguien nos atendía, le explicábamos que llamábamos para aumentar la audiencia, ya que nadie nos escuchaba. Si la persona se mostraba bien dispuesta, charlábamos un rato. Aunque no siempre las personas reaccionaban bien, esa noche tuvimos suerte. La productora marcó un número cualquiera y de inmediato atendió una mujer que, sorprendida, dijo que estaba escuchándonos.
No sé si fue intuición o un simple baboseo por su voz sensual, pero me dejé llevar e imaginé que debía ser una hembra impetuosa y comencé a hacerle preguntas íntimas. Ella reaccionó bien. Se mostró dispuesta y cómoda en su eventual papel de femme fatale. No faltó pregunta que se le hiciera acerca de sus pechos o de sexo lésbico. La charla terminó a los quince minutos con un tema de Eric Clapton y con una buena cantidad de mensajes masculinos, como nunca antes habíamos tenido. Me puse contento porque los oyentes estaban contentos. Y le pregunté a mis compañeros cómo había salido, si había sido divertido. Me dijeron que sí como para contestarme algo. Y yo pensé en Laura, sabiendo que me podría estar escuchando.
Cuando llegué a casa Laura no estaba. Me había dejado una nota donde decía que yo era un hijo de puta. Que no me aguantaba más. Que se iba a pasar unos días a lo de su madre hasta estar un poco más calmada. No supe qué hacer. Pensé que si había elegido estar con la madre en lugar de estar conmigo, debía estar enojada en serio. Pensé en ir a buscarla, pero me pareció apropiado dejarle su espacio para que pensara tranquila. Y a su vez me pareció que debía ir a buscarla para explicarle que todo era un juego. Parte de las ficciones de la radio.
No hice ninguna de las dos cosas por decisión propia. A los cinco minutos de haber llegado, me llegó al celular un mensaje de ella que decía que por favor no fuera a buscarla. Que después hablábamos. Y, sabiendo lo inútil que me veía parado frente a la heladera, buscando cómo mezclar las pocas cosas que había adentro para obtener una comida medianamente decente, me llegó otro mensaje de ella diciendo que en el horno había tarta de jamón y queso. Y que si necesitaba platos estaban en el segundo estante de la alacena del medio. Me sentí feliz por tenerla. Y le agradecí a Dios aunque no fuese creyente. Me comí la tarta entera y me tomé unas cuantas cervezas. Y me senté en el sillón a contestar e-mails y a mirar tele.
Al otro día, me despertó el teléfono. Miré la hora. Eran las doce del mediodía. Atendí disimulando la voz de dormido. Me daba vergüenza que mi interlocutor notase que estaba durmiendo. Era mi madre:
Hola, hijo ¿Dormías?
No. Para nada. Estaba trabajando.
Tenés voz de dormido.
¿Si?... Puede ser.
Sí… Bueno, a ver cuándo venís a ver a tu papá que te quiere ver.
¿Ella no me quería ver? ¿Para qué me llamaba?
Esta semana voy para allá porque tengo que ir a llevar unas cosas al canal.
¿Y cómo va eso?
Bien. Trabajo mucho y cobro poco. Sabés cómo es esto.
Ay, hijo. Con eso del derecho de piso se abusan… ¿Hasta cuándo vas a pagar derecho de piso?
Hasta que tenga talento, supongo.
Mi mamá se rió y me dijo que sería bueno que algún día esos chistes me dieran de comer. Yo hice otro chiste por no saber qué contestar y dije que tenía que seguir trabajando. Le pregunté si le podía llevar algunas prendas de ropa para que me las planchara y ella me dijo que se las llevara, y que le comprara una plancha a Laura.
Después de arreglar con mi madre para vernos, me levanté y me preparé una chocolatada. Revisé mi correo electrónico, escuché música y terminé un trabajo que debía terminar. A las tres de la tarde no sabía qué hacer. Revisé nuevamente mis e-mails, escribí chistes, me masturbé para no aburrirme y llamé a uno de los chicos de la radio para comentarle nuevas ideas. Pronto comencé a impacientarme porque Laura no llegaba, no llamaba ni me mandaba un mensaje para insultarme. Quise llamarla, pero pensé en respetar su espacio. Me pregunté qué es respetar el espacio del otro, dónde terminaba mi espacio y comenzaba el de ella. Me pregunté si acaso ella, al no comprender que lo que yo hacía en la radio era ficción- parte de un juego tácito que se daba con los oyentes- no respetaba mi espacio. Desde luego no me respondí y la llamé para preguntarle. Cuando me atendió me dijo que estaba a dos cuadras de casa, que venía para hablar. ¿A dos cuadras? Ya no había tiempo de ordenar nada. ¿Qué había que hablar? ¿Por qué siempre había que hablar algo? Me daba miedo. Sentía la misma sensación que cuando la directora del colegio me llamaba a la dirección ¿Por qué había que enfrentar los problemas?
Como la conocía, bajé la perra de la cama y sacudí sus pelos. Até la bolsa de basura y junté las migas que estaban sobre la mesa. Me eché perfume y me peiné con los dedos. “Debe estar a una cuadra”, pensé. “No llego”. Junté los vasos y platos sucios y los llevé a la cocina. Quería que me encontrara lavando.
Esperé a escuchar la llave en la puerta, sus pasos, luego verla entrar a la cocina y por fin abrazarla. Ver a la perra mover la cola y tirarse sobre nosotros como cada vez que nos abrazábamos. Pero recordé que la había dejado en el patio, así que la entré para disfrutar de ese momento. A los dos nos daba ternura ver que ella también nos abrazaba. Esperé, esperé y esperé. “¿A dos cuadras? Ya debería haber llegado”, pensé. Hasta que escuché el timbre y me puse contento. No sólo porque ya estaba en casa, sino porque cada vez que lo tocaba, era porque se había olvidado la llave. Y eso, ese olvidarse la llave, ese tocar timbre con culpa- sabiendo que a mí me molestaba de sobremanera- era parte de nuestro mundo. Eran esos detalles mínimos que yo había aprendido a amar de ella.
Como vivíamos en un primer piso que daba a la calle, abrí la ventana y le lancé la llave. Como siempre, ella no la atajó y la dejó caer a suelo.
Laura ¿Te cuesta mucho agarrar la llave? Se va a romper.
Me va a lastimar la mano. Además no le va a pasar nada. No se va a romper.
Sí le va a pasar. Y cuando se rompa vas a ir vos al cerrajero y lo vas a pagar vos. De tu bolsillo.
Ay, no seas exagerado, nene… y cualquier cosa la pago yo.
No soy exagerado. Vos sos exagerada. Es una llave, no un ladrillo.
La última frase que dije no llegó a escucharla, ya se había metido en el edificio. Ahora sí, pude irme a la cocina, fingir que lavaba las cosas y esperar a verla entrar de la forma que yo quería. Cuando entró, lo primero que recordé fue que en la nota había escrito que se iba a la casa de su madre por unos días: había pasado solo uno.
Pensé que ibas a venir en un par de días.
Dije, y comprendí que ese no era el comentario más apropiado, pues ella podía creer que no quería que viniera.
¿Qué, no querías que venga?
¡Como te conozco la puta madre!... Claro que quería que vinieras ¿Cómo no voy a querer que vuelvas a casa? Te lo decía solo porque me llamó la atención.
Obvio. Es mi casa también. Puedo venir cuando quiera ¿Sabés?
Se sirvió agua.
Ya sé que es tu casa también. Pero pensé que… Bueno. No importa…
Nos quedamos unos segundos en silencio, hasta que ella lo rompió con bronca:
¡Me da bronca! ¿Sabés? ¡Me da bronca escucharte hablar con esas minitas! ¿Qué, te calentás? ¿Te las querés levantar?
Me acordé del personaje de Capusotto diciendo “miniiiiiiiiiitas” y me agarró un ataque de risa que no pude disimular.
¿De qué te reís?
De nada, Lau. Es que me pongo nervioso y me río. Me conocés.
Me miró con odio.
Me da mucha bronca que hables así en la radio. Lo mismo que cuando escribiste esa novela que hablaba de tu ex.
¡Otra vez con eso! No hablaba de mi ex, Lau. No hablaba de nadie en especial. Era una novela. Una ficción… Bien, lo admito, estaba, no sé, inspirado en algo real, pero nada más. Eso no significa que yo extrañe. O ame. O Sublime. No significa nada. Era una ficción, como en la radio.
No, no es lo mismo. Porque pasabas horas escribiendo cómo la querías, y describías todo igual a lo que me contabas cuando aun no éramos novios.
¿Por qué carajo había abierto la boca cuando aun éramos amigos? Debía aprender a callarme, o que las mujeres tienen mucha más memoria que los hombres.
¡Era un personaje! ¡Un alter ego! ¡Por Dios, Laura!
¿Un personaje? ¡Tu ex se llama Mariana y al personaje le pusiste Marina! ¡Sos un pelotudo!
No supe que contestarle. Ella tenía razón; yo le había puesto Marina al personaje, mi ex se llamaba Mariana y yo era un pelotudo. Me quedé en silencio. Ella retomó:
No sé. Me da mucha bronca, Santiago. No te puedo creer. Me cuesta mucho confiar. Me pone loca que en todos tus textos te cojas a una mina.
¡Yo no me cojo a nadie!
¡Vos o tus putos personajes, es lo mismo!
Comenzó a llorar. La perra saltó sobre ella y se abrazó a su pierna, para hacer con ella su acto sexual.
¡Salí!
Se la quitó de encima. Yo comencé a reírme.
Lau. Ya está. Discutimos esto mil veces. Sabés que no pasa nada, mi amor.
Pero me da bronca.
Ya sé que te da bronca. Pero realmente no pasa nada. Es parte de la radio. Esto, o la novela. O lo que sea. Es parte de un personaje. De una ficción.
Eso era una verdad a medias. Casi todo lo que yo hacía, decía o escribía, estaba basado en la realidad. Pero eso no significaba que fuese real o que yo estuviese involucrado sentimentalmente. Algunas veces lo hacía y otras no. Pero era algo relativo. Uno podía viajar al pasado para recordar algo sentido con el simple propósito de expresarlo al momento de narrarlo, y luego volver al presente y desembarazarse de dicho sentir. Ella no creía que yo pudiera hacer eso, ni que pudiera preguntarle a una mina si tenía tetas grandes o si se había acostado con una mujer y no calentarme.
Pero no me gusta que hables con mujeres en la radio. Ni que llames a prostitutas para preguntarle los precios.
Ya te dije que es todo parte del programa. Vos cuando actuás y tenés que besar a alguien yo no me enojo… O sí me enojo. Pero lo entiendo y no te digo nada. Porque estás actuando.
¡Pero lo que yo hago es serio! ¡El teatro es algo milenario! ¡Lo que vos hacés no es radio, es pelotudear frente a un micrófono!
Eso me ofendió. Pero preferí quedarme callado y no abrir otra vertiente en la discusión. No quería pasarme los próximos doscientos cincuenta mil años peleando. Vivir en pareja era así. El mundo funcionaba así. Si yo atacaba con algo, ella tenía que atacar con algo peor. Si yo contrarrestaba con algo aun peor, ella debía sacar de donde fuera un golpe aun más certero. Era así. Con la competencia de reproches sucedía lo mismo. Ella buscaba en los anales de la relación, el recuerdo de una mujer que tres años atrás yo había mirado mientras caminábamos por la avenida Corrientes. Y yo tenía que revolver casi sin éxito en los cajones desordenados de mi memoria, hasta encontrar algo para presentar ante un juez invisible que dictaminaba quién era más culpable. El problema era que yo nunca encontraba nada y que ella era una experta en acopiar y archivar reproches.
Mirá, Laura. Para mí es serio lo que hago. Le pongo lo mejor de mí y eso cuenta. – Me quedé callado un instante y luego dije la mayor estupidez que podía decir ante Laura- Además, si te voy a cagar no te voy a cagar en la radio, al aire y con tanta gente escuchando.
¡Sos un pelotudo! O sea que me cagarías pero a escondidas…
¡No quise decir eso! ¡Quise decir que si hubiese querido hacerlo, lo hubiese hecho, pero que no tengo necesidad de buscar minas en la radio!
¿Cómo que si hubieses querido…?
¡Basta, Laura, ya está!- La interrumpí- No sigamos, esto es una boludez.
Seguimos discutiendo por un rato. Poco a poco nos fuimos calmando y yo le prometí que no volvería a hacer esos llamados en la radio. Ella siguió llorando y se sonó los mocos con una remera de Pink Floyd que yo había dejado sobre el escritorio. Le dije que era una asquerosa y nos reímos cuando la perra se nos tiró encima al abrazarnos. Luego, hicimos el amor. Nos bañamos juntos y yo le dije que eso de bañarse juntos no era romántico y era una mentira que teníamos que encargarnos de desmitificar, ya que mientras uno estaba bajo la ducha, el otro debía esperar a un costado enjabonado y muerto de frío.
Después del baño, tomamos mate y fuimos a hacer las compras juntos, mientras paseábamos a la perra.
Yo me entusiasmaba con cosas tontas. Estaba contento porque habíamos comprado golosinas para el postre y porque había conseguido un disco de Benny Carter que escucharíamos mientras cenábamos. Le conté todo acerca del disco y de las propiedades benéficas de escuchar jazz mientras uno cenaba en un día de lluvia.
La convivencia había dejado de ser algo fantástico para convertirse en algo real. Y ese algo real, con todo lo que eso implicaba, era lo más fantástico que nos podía pasar. Esa noche tuvimos una cena romántica. Pedimos comida afuera. Pero no fueron ni empanadas ni milanesas de soja. Pedimos algo que nos contentara a los dos. Y usamos unas velas que encontramos en un cajón de la cocina, que habían quedado de algún cumpleaños. La noche acabó estupenda. Terminamos de cenar e hicimos el amor a la luz de un setenta y cuatro medio derretido, al compás del soplido magnífico del saxofón de Benny Carter. Hasta que ella se cansó de tanto jazz meloso y puso a Fito, mientras me decía que cuando me descuidara, me iba a tirar a la basura ese calzoncillo harapiento que ya no daba mas de tanto agujero.
A las dos semanas, mientras estaba en la radio, volvió a pasar lo mismo, pero esta vez el desenlace fue distinto: Una oyente llamó y, sin rodeos, nuevamente le pregunté si tenía tetas grandes o si efectivamente había tenido sexo lésbico, si había realizado un trío, si en caso de volver a hacerlo preferiría dos hombres o mujeres. Ella me contó todo, yo un poco me excité.
Otra vez durante la tanda le pregunté a mis compañeros cómo había salido la entrevista, si había sido divertida, y me dijeron que sí, que los mensajes no cesaban. Y yo volvía a pensar en Laura, que seguramente estaría escuchando. Así que la llamé al celular, pero no atendió. La llamé a casa, pero tampoco lo hizo. Cuando intentaba hacer un tercer llamado- nuevamente a su celular, por si antes no había logrado atenderme- la productora me indicó que en diez segundos volvíamos al aire. Así que yo dejé mi teléfono celular a un lado y esperé a que la luz roja se encendiera. Hablé de las noticias del día, de cuál era la mejor manera de hacer un huevo frito, de cómo lograr dormir bien en un colectivo, y nuevamente dije a qué número podían comunicarse los oyentes. De inmediato, otro llamó para salir al aire.: “Atendela que es una chica”, me dijo la productora. “Dice que quiere contar cómo le es infiel al novio. Si la hacés entrar en confianza te cuenta todo”. “Sí”, dije yo con la cabeza y atendí sin objetar. Cuando escuché la voz del otro lado, reconocí la voz de Laura, mi Laura, y quise no haber atendido y no haber nacido. Sentí frío y ganas de volver el tiempo atrás. Pero tuve que atender, no me quedaba otra. Esa era la clave; no decir que no, decir siempre que sí. Aceptar, y con lo que las circunstancias nos presentara, construir ficción. Aunque esta vez, yo supiera que no lo era:
¿Así que llamás porque tenés cosas para contar?
Sí, tengo muchas cosas para contar.
¿Cómo cuáles? Empezá por decirme de dónde sos.
No importa de dónde soy. Lo que importa es lo que a vos te importa. Lo que le preguntás a todas las oyentes.
Eso era muy de ella. Entendí el reproche encubierto, pero no pude objetar nada. Tuve que seguir adelante con la farsa.
¿Y qué es lo que a mí me importa, entonces?
No sé ¿No querés saber cómo son mis tetas, o si me acosté con alguna mujer? ¿No te gustaría que te cuente cómo lo cago a mi novio cuando él no está?
No, no quería saberlo. Me daba arcadas de solo pensarlo. Miedo, frío, asma, tos y carraspera, vértigo. Pero a la vez sí quería. Quería saberlo todo. Cada detalle. Y me daba bronca querer saberlo y tener que seguir con esta farsa adelante. Los mensajes de los oyentes masculinos comenzaban a llegar sugiriéndome que le hiciera todo tipo de preguntas obscenas. Yo quería matarlos a todos. Uno a uno si era necesario. Estaban hablando de mi novia, mi pareja, la mujer con la que yo dormía cada noche. La que me abrazaba como un vientre materno cuando yo lloraba en posición fetal porque el mundo no era el que yo soñaba de niño. Era ella, era Laura. La misma que mil veces me hizo salir de la cama en medio de la noche (desnudo y muerto de frío) porque había escuchado un ruido extraño en el patio. La misma que una vez me llamó gritando y llorando desde la cocina, haciéndome levantar de la cama (desnudo y muerto de frío) porque se había electrocutado al abrir la heladera descalza. La que una noche me hizo recorrer todos los dentistas de guardia de la ciudad porque le dolía la muela. Mientras yo la abrazaba y consolaba a la vez que la puteaba porque al otro día debía levantarme temprano. La misma que me puteaba y consolaba cuando el dolor de muelas era mío. La misma con la que buscábamos arreglarnos de otra manera cuando el sexo convencional no era posible. La que también me hizo recorrer durante toda una tarde todas las tiendas de ropa hindú que fueran posibles, con tal de conseguir esa prenda que aparentase ser hindú, pero que a su vez no lo aparentase tanto. La misma que al llegar a casa y probarse frente al espejo por vigésima vez la prenda, rompiera en llanto diciendo que no le gustaba cómo le quedaba. Esa que se levantaba a prepararse un té a los diez minutos de empezada la película. La que me retaba porque decía que yo no comía sano. La misma que se enojaba porque yo no juntaba ni la ropa, ni la toalla, ni la espuma, ni la maquinita de afeitar cuando me bañaba. Mientras que cuando yo no estaba, olía mi crema de afeitar y mis remeras para no extrañarme tanto. La misma a la que le contaba todo, hasta que aprendí que había ciertas cosas que no debía contarle. La misma que me escuchaba igual cuando no quería escucharme. La misma a la que le gustaba oír que yo siempre quería escucharla. La misma a la que yo amaba, y había empezado a sentirse sola porque yo me pasaba el día escribiendo. La misma que ahora, en mi propio programa de radio, estaba por contar cómo me engañaba.
Yo sabía que eso era una venganza. Ella me lo había adelantado. Me lo había avisado de alguna manera que yo no supe entender. Me estaba diciendo: “¡Necesito que me prestes más atención! ¡Basta de pensar en vos por un momento!”. Yo era acusado de haber dejado de escucharla y ahora, como si fuese una condena, no solo debía escucharla yo, sino todos los oyentes de la radio.
Naturalmente, el único que sabía que estaba hablando con Laura- mi Laura- era yo. El resto de los integrantes del programa, y desde luego los oyentes, no lo sabían. Así que, sin más, actuando como un héroe o un imbécil, tragándome las ganas de llorar y salir corriendo hasta casa para pedirle explicaciones, conocer la cruel verdad y tirarme en el sillón a llorar en posición fetal, seguí adelante con el llamado:
¿Así que tenés muchas cosas para contar?
Sí, muchas.
Empezá, entonces, por contarnos cómo sos.
Linda, muy linda. Yo creo que si vos me vieras, te enamorarías de mí.
¿Te parece?
Sí.
¿Y cómo sos?
Cómo soy… Alta, delgada, pelo castaño… me parezco a uno de los personajes de tu libro.
No supe qué contestarle. Tuve miedo que dijera a qué personaje se refería, de qué cuento, y que alguien del entorno pudiera darse cuenta de que se trataba de Laura, mi Laura. En cuanto a su voz, sabía que ningún conocido podía darse cuenta, ya que, por más familiar que pudiera sonarle, nadie asociaría a Laura, mi Laura, con esa Laura. Es decir, nadie podría imaginarse que mi Laura me estuviera haciendo eso.
Ah, mirá vos ¿Y te gusta leer?
Sí, me gusta mucho leer.
A Laura le gustaba mucho leer, vivía leyendo. Poesía y ensayos. La ficción no le gustaba. Quizás por eso no entendía lo que yo hacía en la radio. Quizás por eso me hacía lo que me estaba haciendo. Intenté llevar la charla para el lado de la poesía y del cine. Terminarla cuanto antes. No obstante, la productora, la operadora y mis otros compañeros de radio, comenzaron a mirarme sin entender lo que hacía. Así que, a través del retorno, de señas inentendibles como de mimos inexpertos, de papelitos escritos rápidamente y traídos al estudio en silencio, de carteles con marcador en hojas de cuaderno, comenzaron a mandarme preguntas que yo debía hacerle y a guiarme la charla para el lado que a ellos y, por supuesto, a todos los oyentes, les interesaba.
Me contó que aprovechaba cada vez que yo me iba por un largo rato para reencontrarse con ese viejo amor que alguna vez había tenido. Me contó cómo lo hacían en la cama. Cómo él escuchaba lo que supuestamente a mí ya no me importaba. Cómo se reían. Cómo hablaban de mí y de la novia de él. Cómo paseaban. Cómo él la llevaba a pasear en ese auto nuevo que yo no tenía. Cómo él trabajaba en un trabajo donde no tenía que preguntarle a las mujeres si tenían tetas grandes o si se habían acostado con alguna mujer. Cómo él no llamaba prostitutas para hacer un programa de radio. Cómo él cumplía las promesas que hacía.
Yo quedé atónito. Volvía ser un niño. Mi pito se redujo al tamaño de un maní. Comencé a ver en mí cada falencia y en él cada virtud. Comencé a sentirme mal y a querer salir corriendo. Mis ojos comenzaron a lagrimear. Por suerte, el llamado ya había terminado y el público había quedado contento. Nadie se había dado cuenta de nada. Así que camuflé mis lágrimas fingiendo un bostezo y me fui al baño. Una vez allí quise hacer pis pero no pude, no tuve ganas. Me miré el pito y lo vi encogido y arrugado. Pensé que el otro debía ser mucho más viril que yo. Me la imaginé a Laura en cuatro y a él dándole por atrás, apurados, sin sacarse la ropa, aprovechando el tiempo en que yo no estaba. Le vi la cara de placer y eso me dio asco. Quise vomitar pero no pude, no sabía cómo hacerlo. Me daba miedo ahogarme con mi propio vómito. Así que simplemente me lavé la cara con un poco de agua fría, sin jabón, y me miré en el espejo. Me vi feo, con la barba muy crecida y con cara de boludo, despeinado. Me acomodé un poco el pelo, la barba y el cuello de la camisa, pero seguí teniendo cara de boludo. Pensé en el otro, en que era lindo y tenía auto nuevo. Pensé que debía tomarme un taxi para llegar más rápido a casa. Y que Dios los había inventado para salvarme la vida. Pero que en ese viaje se me iría parte del poco dinero que me quedaba hasta fin de mes. Pensé en que estaba tardando mucho en el baño y que alguien podía sospechar, así que tiré la cadena para disimular que no había hecho nada. Cuando estaba a punto de salir, me vino a buscar la productora:
Dale, che, que ya termina la pausa. Charlás un rato, te despedís y nos vamos… ¿Estás bien?
¿Eh? Sí. Bárbaro ¿Por?
No sé, te noto raro.
Me gustó que me preguntara eso. Por un momento me imaginé separado de Laura y llorando sobre el hombro de mi productora. La imaginé arriba mío follándome como una bestia, repitiendo: “soy tu putita, soy tu putita”.
Debo estar un poco cansado. Mucho trabajo.
Y sí, puede ser. Todos estamos así.
Sí…
Dije yo y no supe qué más decir. No se me ocurrió nada, ningún chiste para llenar el silencio. Pero agregué, cuando ella se estaba yendo:
Si no te jode, entro al aire, me despido, y mandamos música hasta cumplir el horario. Estoy un poco mareado.
Ella me miró de forma comprensiva, como si supiera lo que me estaba pasando y me dijo que sí, que no había problema. Cuando se fue le miré el culo. No era gran cosa, pero siempre se podía hacer algo.
A los pocos segundos estaba sentado nuevamente en el estudio. Comencé a apagar mi computadora y esperé a que me dieran aire. Cuando el micrófono se encendió, hablé de lo que había sido el programa, de lo que haríamos en el próximo y di las gracias y me despedí. Una canción de Oasis comenzó a sonar y yo esperé a que el micrófono se apagara. Me quité los auriculares, guardé mis cosas, me despedí de todos y en menos de cinco minutos ya estaba en la calle.
Caminé hasta Corrientes y 9 de Julio y una vez allí, paré un taxi. El primero que paré me frenó. Me subí atrás. Sabía que si me subía adelante tendría que hablar con el chofer y contarle todo lo que me estaba pasando, incluso escuchar sus consejos o, lo que era peor, sus penas. Así que después de darle las coordenadas, abrí la ventanilla, apoyé mi cabeza en el marco y me perdí en el paisaje. Ver la avenida colapsada de autos, sus luces, los edificios grises, la gente y todo el gran caos que era Buenos Aires, me hacía sentir menos solo. Me hacía pensar que entre tantas almas caminando errantes, yo no sería el único que sufría por amor. Las grandes ciudades son siempre un refugio para la soledad.
Mi cabeza funcionaba como una cierra eléctrica o como el motor de un coche de carreras. No paraba de imaginar, de dispararme imágenes y desenlaces posibles. Me pregunté si era capaz de perdonar una infidelidad y me contesté que sí. Me odié por responderme eso. Me pregunté si en este caso era capaz de perdonarla y entendí sí, que lo que me había dolido en verdad era la venganza, ese pase de factura en mi propio territorio, no la infidelidad en sí misma.
Me imaginé llegando a casa y encontrándola con el otro, los dos sentados en mi cama, o en mi sillón, mirando mi tele y diciéndome que ya no iba más, que él sí cumplía sus promesas y que la escuchaba y que, como para hacerme las cosas más fáciles, él mismo había embalado todas mis pertenencias y se ofrecía a llevarme en su auto. Me imaginé subiendo a su auto, resignado, como cuando tenía que acompañar a mi madre a algún sitio contra mi voluntad. Me imaginé encontrando una bombacha de mi novia en el asiento trasero. Y al tipo diciéndome; “yo se la doy, no te preocupes”. Me imaginé teniendo bronca, matándolo a trompadas, rompiéndole el auto y riendo a carcajadas. Me imaginé derrotado, arrepentido por no haber cumplido todas las promesas que le había hecho a Laura. Me vi solo, triste y patético, así que comencé a revisar los contactos de mi celular en busca de nombres femeninos. Luciana, Samanta, Natalia, Juliana, Alejandra. Busqué en todas las letras. Cuando tuve algunos nombres potables, escribí un mensaje genérico, algo así como: “hola, tanto tiempo ¿Qué es de tu vida?” y se lo envié a varias mujeres a la vez. Si iba a separarme de Laura, debía encontrar a alguien que me sostuviera mientras la olvidaba.
Cuando por fin llegué a casa, vi que las luces estaban prendidas y que se escuchaba música. Pagué el taxi y guardé el vuelto sin mirarlo. Me había salido más barato de lo que pensaba. No me alegré. Busqué la llave en mi bolso, abrí la puerta y entré. Subí la escalera con miedo. A medida que iba subiendo, se iba escuchando más fuerte la música. Entre la música- que nunca supe si era Soda o Cerati- se escuchaba a Laura cantando. No entendí cómo podía estar cantando en esa situación, así que subí los pocos escalones que me quedaban a toda velocidad y metí la llave para abrir la puerta. Cuando intenté abrirla, sentí que desde adentro estaba puesta la traba y empecé a tocar timbre como loco. De pronto, se calló la música y se escuchó a Laura diciendo, “ya va, ya va, nene, estaba en la cocina” y luego se escucharon sus pasos hacia la puerta y a la perra que lloraba porque me reconocía. Cuando abrió la puerta, la vi: tenía el pelo recogido, mi remera de Pink Floyd, un short diminuto y blanco que a mí siempre me excitaba y unas ojotas con medias. Estaba sonriendo.
Que rápido viniste ¿Viniste en taxi?
Me dijo sonriendo, mientras se iba a la cocina y la perra se me tiraba encima, llorando y moviendo la cola.
Explicame qué acaba de pasar.
Me quité la perra de encima. Ella se tiró al suelo con las patas para arriba, esperando que la acaricie.
Ya está la comida ¿Ponés la mesa?
Yo entré y dejé mi bolso en el sillón. Uno o dos mensajes me llegaron al celular. No los revisé. Supuse que era alguna de las minas que había mensajeado en el taxi.
¿Me podés explicar qué carajo acaba de pasar, Laura?
No me vas a decir que te creíste lo del llamado.
¿Me estás cargando?
No, no te estoy cargando. No me digas que te creíste que lo que dije en el llamado era en serio- Hizo una pausa. Al ver mi cara de perplejidad, agregó:- ¿En serio te lo creíste?
¿Cómo, “en serio te lo creíste”? No entiendo nada ¿Qué carajo pasa? ¿Era una broma?
Comenzó a reír. En ese momento entendí todo. Como si de pronto un viento me golpease la cara, la respuesta me vino a la mente: una venganza. Una venganza que no tenía que ver con una infidelidad, ya que si ella lo había hecho, se había encargado de que yo no me enterase; esta venganza era más cercana y tenía que ver con su reproche continuo y mi excusa o, más que mi excusa, mi verdad, mi realidad, mi premisa de que todo lo que sucedía en la radio, o en la literatura, era ficción, pura y exclusivamente ficción. Una ficción que ella tenía que soportar y que yo me encargaba de sostener en el tiempo a través de promesas incumplidas.
Esta vez la cosa se había dado vuelta. Para ella, ese llamado había sido ficción y divertimento. Para mí, había sido realidad y sufrimiento. Simplemente no pude enojarme, había sido hábil, me había puesto de su lado y me había demostrado lo que ella sentía y yo no podía entender.
En ese momento la abracé, la sentí latir entre mis brazos. Me sentí fuerte y viril. Afortunado de haberla conocido y de tenerla a mi lado. Sentí mi pito crecer y con él mi hombría. Sentí su olor, tuve ganas de apretarla y la apreté muy fuerte, como siempre hacía cada vez que sentía esa electricidad que me corría por el cuerpo y necesitaba descargarla, meterla a ella adentro de mi pecho.
El taxi me lo vas a pagar vos.
Le dije y nos reímos. La perra comenzó a saltarnos encima, hasta que se colgó de la pierna de Laura y comenzó a garcharse el muslo. Laura se la quitó de encima y tomándome de la mano me llevó a la cocina. Había hecho hamburguesas y comprado Coca Cola.
En el freezer hay helado.
Me dijo cuando terminábamos de comer.
¿En serio?
Pregunté contento.
Sí. Trajo mi papá.
¡Que grande tu viejo!
Nos quedamos unos segundos en silencio, pensativos. Hasta que de pronto ella me dijo:
Es una buena historia. Podés contarla, o hacer un cuento de ella.
¿Qué historia?
Esta, la nuestra. El llamado a la radio y el desenlace. Todo.
Es verdad. Tenés razón.
Me entusiasmé. Y apenas terminé el último bocado, me paré y fui a encender la computadora.
¿Otra vez vas a escribir?
Me increpó.
No, no. Solo voy a encender la computadora.
Te conozco. Ni siquiera terminás el postre y ya te vas a escribir.
Enciendo la computadora y voy.
Saqué la computadora de mi bolso, la puse sobre el escritorio y la enchufé. Cuando estaba a punto de encenderla, Laura apareció a mi lado con mi celular en la mano.
Te está sonando el celular. Es Samanta ¿Quién es Samanta, Santiago? ¿Me podés decir?
3 comentarios - Coger y contarlo: Capítulo 1