Tomb Raider: Lara Croft en Surania
Surania es una pequeña y casi desconocida república centroamericana. En su territorio se encuentran escondidos algunos de los mayores tesoros arqueológicos. Sin embargo, hasta la fecha nadie ha osado explorarlos. Una sucesión de gobiernos militares, cada más violento y corrupto que el anterior, la habían relegado a la más absoluta pobreza y convertido en un país demasiado peligroso para respirar en él. Narcotraficantes y guerrilleros componían su fauna, y las autoridades locales eran incluso peores. Definido por el National Geographic con las palabras "es como Somalia, pero en pobre", incluso las rutas aéreas se desviaron para no sobrevolar su territorio.
Es por ello que Lara tuvo que alquilar su propio avión.
Y no era precisamente una joya. Un viejo bombardero de la segunda guerra mundial que parecía incapaz de volar. No obstante, era la única alternativa; el resto de compañías aéreas, e incluso pilotos particulares, se negaban a ir a Surania. El dueño del desvencijado bombardero, un tipo calvo y sudoroso que respondía al nombre de Bruce, se negaba a aterrizar.
- Una vez nos encontremos cerca del punto de destino, yo abro la compuerta y usted salta.- dijo Bruce tras acordar el precio- El paracaídas tráigalo usted, señorita.
Eran unas condiciones abusivas, sobretodo teniendo en cuenta la enorme cantidad que le había cobrado, pero era la única alternativa si quería ir al "punto de destino". Es decir, a la última ciudad secreta del Imperio Maya. Tan secreta y extraordinaria que en lugar de estar compuesta por edificios, estaba escavada bajo la selva y recorrida por ríos subterráneos. La habían descubierto pocos días antes. Ahora, todos los codiciosos paramilitares, mercenarios y desgraciados de la región se dirigían a ella para saquearlo todo. Todo lo que Lara llegase a tiempo para salvar, claro.
El comienzo fue prometedor; un vuelo sin contratiempos hasta el enclave elegido. Sin embargo, al acercarse al punto de destino, Bruce dejo los mandos a su segundo y se dirigió a la parte trasera del viejo bombardero. Lo hizo con cuidado, pues la compuerta de lanzamiento ya estaba abierta.
Allí, donde sesenta años antes viajaban las bombas que aniquilaron el Tercer Reich, solo había un enorme contenedor metálico, de unos dos metros cuadrados. Dentro iba el mejor equipo de supervivencia que el dinero podía comprar. Las mejores provisiones, las botas más resistentes y algunas de las armas más peligrosas. No obstante, la más peligrosa de todas no estaba en el contenedor, sino junto a él, con los brazos en jarra, mirando el paisaje a través de la compuerta.
Lara llevaba puesto el paracaídas y las gafas de sol. Y nada más… a parte del traje de paracaidista. Pero el suyo no era el estándar; estaba hecho de un material tremendamente ligero y tan ajustado que, más que un mono, era una segunda piel.
Aprovechando que miraba el paisaje, Bruce se recreo en aquel cuerpo. El rostro aristocrático, orgulloso… Su cuello era una hermosa línea que descendía y descendía hasta convertirse en dos enormes y firmes pechos que desafiaban la gravedad. Aquellos jugosos senos daban paso a un vientre liso y una cintura estrecha de la que nacían anchas caderas. En cuanto a los glúteos… dios, daban ganas de morderlos. Los mulos y las pantorrillas eran femeninas, pero poderosas.
Bruce todavía estaba relamiéndose cuando la voz de Lara le sobresaltó:
- Magnifica vista, ¿verdad? – preguntó.
Con las gafas de sol puestas era imposible saber si le había pillado o simplemente se refería al paisaje tropical que había a sus pies, pero su tono de voz había tenido un punto de ironía.
Bruce se rascó su prominente barriga y optó por fingir inocencia.
- Si, – dijo situándose a su lado. Muy cerca. – es una tierra hermosa. Pero es dura y peligrosa.
- Yo también. – afirmó Lara. El carraspeo, como si buscase una forma amable de decir algo desagradable.
- No lo sé, mujer – murmuró, poniéndose énfasis en la última palabra –. Supongo que le habrán llenado la cabeza de ideas modernas, pero en este lugar una hembra necesita a un macho que la cuide… que le…
Bruce aproximaba la mano a aquel espectacular trasero. No llego a tener el placer; de repente se encontró arrodillado, con la hembra retorciéndole el brazo travieso contra la espalda.
- ¡Aaaaaah!¡Zorra!¡Puta! – profirió, casi escupiendo cada palabra.
- Eso no es bonito – observó Lara, para luego forzar la llave hasta casi el punto de ruptura. Bruce pasó de gemir a aullar.
Lara normalmente no se mostraba tan cruel; letal sí, pero sádica nunca. No obstante, aquel individuo le había dado asco desde el principio. Tal vez fuese su repulsivo rostro, su enorme y calva cabeza, o el vestir siempre unos pantalones sucios y una camiseta interior sudada que se veía desbordada por su peludo barrigón. O tal vez la expresión codiciosa y mezquina de su rostro. Por las miradas lascivas no era; Lara estaba más que acostumbrada. Como mucho era un agravante.
Fuese lo que fuese, Lara se tomó su tiempo antes de liberarle de su presa. Bruce cayó al suelo, para después dirigirle una mirada sobrecargada de rabia. La clase de ira que nacía, no del dolor, sino de la humillación.
Pero aquello no intimidó a la cazadora de tumbas, que se limitó a sonreír mientras se situaba tras el contenedor.
- Vamos, Bruce, no te lo tomes como algo personal; es solo negocio. Ven a cumplir tu parte.
Sorprendentemente, el piloto asintió y se comenzó a explicarle cómo funcionaba el contenedor… pero esta vez manteniendo las distancias.
- Todo lo que necesitas, armas, ropas, comida y de más, lo tienes dentro; pero pesa demasiado, así que descenderá por separado – explicó –. Ahora lo empujaremos entre los dos por la compuerta. Tiene un paracaídas automático con medidor de altitud; a quinientos pies se abrirá. Usted procure aterrizar cerca. Aquí – señalo una cerradura – está el punto de abertura. Use esto. – y le ofreció un collar de metal con una llave.
Lara se lo puso al cuello y, en un gesto poco meditado, se abrió la cremallera del traje. Dicha cremallera nacía debajo de la barbilla y terminaba en la entrepierna, pero, por supuesto, Lara se lo abrió lo justo para que la llave quedase encajada entre sus senos. Acto seguido se la volvió a subir ante la mirada nuevamente inflamada de Bruce.
Ella le dirigió una mirada de desprecio y se volvió para empujar el contenedor por la rampa. En un gesto extrañamente caballeroso, Bruce la ayudó.
Nada más desaparecer el contenedor por la abertura Lara se lanzó tras él.
Bruce se quedo unos momentos contemplando el vació por el que acababan de precipitarse el equipo y la arqueóloga. Luego se dirigió a la cabina y cogió la radio.
- La hembra ya va para allá – murmuró al micrófono-. Cuadrante cincuenta y seis. Nos veremos en el punto acordado para el pago…
Lara maniobró en el aire como una experta, de forma que acabó a apenas unos cientos de metros de donde había terminado el contenedor que transportaba su equipo. La vela de su paracaídas quedó enganchado a las copas de los arboles; Lara se limitó a desprenderse de él y cayó al suelo de pie, como los gatos, flexionando las rodillas para mitigar el impacto.
El ceñidísimo traje que llevaba servía, fundamentalmente, para protegerla del frio extremo de la atmosfera superior. En el calor húmedo de la selva, sin embargo, resultaba asfixiante, y Lara partió en busca del equipo, donde la aguardaban ropas más adecuadas para aquel calor tórrido. No obstante, el calor no era la única razón de su prisa: la inquietaba llevar tan solo el traje y el collar con la llave del contenedor pegada a su piel.
Además estaba en Surania. El peligro flotaba en el aire. La selva por que avanzaba estaba poblada de altos arboles tropicales cuyas frondosas copas dejaban la jungla en penumbra incluso al medio día. Se escuchaban gritos de monos, lejanos rugidos y cercanos susurros. Pero lo peor es que aquella era una zona de guerrilla, de narcotráfico y, ahora, de mercenarios que buscaban lo mismo que ella. La situación era de un peligro extremo.
Cualquier otra persona estaría amedrentada, pero no ella. El paso de Lara era rápido, pero seguro y ágil. Su felina mirada recorrían las sombras de la jungla con atención, pero sin inquietud, y los fuertes latidos de su corazón eran producto de la tensión, no del miedo.
En realidad, estaba disfrutando. Disfrutando del peligro. Era un autentica adicta al riesgo; ¿Qué otra cosa llevaría a una mujer joven y adinerada a los parajes más salvajes del planeta? Solo la adrenalina de estar en el límite; la excitación de enfrentarse a los hombres más peligrosos del mundo y la sensación de poder al derrotarlos.
Llegó hasta una corriente de agua; recordaba haberla visto desde al caer. Cuando estaba en el cielo le había parecido poca cosa, pero ahora se encontró con un caudaloso y ancho rio. También recordaba que el equipo había caído a pocos metros de allí.
Lara lo superó sin dificultad, saltando de roca en roca, de saliente en saliente, con su legendaria agilidad. Las furiosas aguas que se agitaban a sus pies no alcanzaron a tocarla, y alcanzó la otra orilla ejecutando una voltereta en el aire. Pura exhibición, pero necesitaba estirar los músculos, o eso se dijo a sí misma.
Nada más alzar la cabeza capto algo parecido a un zumbido. En realidad llevaba rato escuchándolo, pero lo había descartado como un mero ruido de fondo propio de la jungla: mosquitos, avispas…
Motores, se dijo.
Cualquier otra persona habría tenido un acceso de pánico, pero Lara, en lugar de quedarse escuchando con terror lo que se aproximaba por su espalda, miró lo que tenía frente a sí: un breve intervalo de vegetación seguido de una vasta llanura, producto de algún incendio reciente. Y, en el centro de aquel inmenso claro, un reflejo metálico.
El contenedor.
Allí, a unos cientos de metros, estaban sus armas, su equipo de supervivencia y sus ropas. Cualquier otra persona habría salido corriendo con piernas temblosas en dirección al contenedor. Lara se limitó a analizar la situación con absoluta frialdad. El ronroneo de los motores era lo bastante próximo como para distinguir su naturaleza: vehículos militares. Y avanzaban en su dirección.
Lara Croft se limitó a sonreír.
Un observador imparcial pensaría que no había oído los motores, o, si lo había hecho, no entendía lo que significaban. En absoluto: Lara tenía una visión muy clara de lo que se aproximaba: dos Jeeps, todoterrenos militares, llenos de mercenarios con uniformes de guerrilla. Hombres sudorosos, fuertes y violentos, con chapas identificativas colgadas al cuello y metralletas entre las manos. No serían soldados profesionales, no. Aquellos individuos sucios y analfabetos eran reclutados entre los criminales de la región, y carecían de toda disciplina ni moral. Su único código era la brutalidad y la depravación.
Una amenaza terrorífica, sin duda… para cualquier otra persona. Pero Lara había calculado la situación con absoluta frialdad: aquellas bestias todavía tardarían entre quince y veinte minutos en alcanzarla. Llegar hasta el equipo y cambiarse solo le llevaría diez minutos.
Tiempo de sobra, se dijo con una sonrisa confiada mientras se bajaba la cremallera del traje. Sin prisa, fue liberando su impresionante cuerpo de aquel asfixiante traje.
Lo primero en quedar la vista fuero sus exuberantes pechos, tan grandes y firmes que colisionaban entre ellos. El vientre, liso, con un delicioso ombligo, quedaba enmarcado entre una cintura estrecha cuyas líneas se iban abriendo hasta desembocar en las anchas caderas; la cremallera continuó descendiendo hasta un pubis que Lara había rasurado para soportar mejor el bochorno tropical.
El traje, finalmente, liberó sus redondeados glúteos, descendió por sus espectaculares y poderosas piernas para quedar arrugado a sus pies. Lara lo abandonó sin dedicarle una mirada.
Pero, en lugar de dirigirse al claro donde le esperaba el equipo, la poderosa heroína se volvió hacia el rio y dedicó unos instantes a verterse agua del rio sobre la cabeza y el cuerpo; hacía un calor pegajoso, bochornoso, y gotas de sudor recorrían su blanca piel.
El zumbido de los motores seguía aumentado su intensidad cada segundo. Estaban cerca ya. Muy cerca.
Lara terminó de refrescarse y se puso de nuevo en pie. Mucho mejor, se dijo mientras estiraba su cuerpo con sensualidad felina para, finalmente, encaminarse hacia el claro.
Nada más salir a campo abierto una brisa cálida acarició su desnudez. El lejano ronroneo de los vehículos militares se había convertido en un rugido cercano, y tuvo que admitir ante sí misma que había errado los cálculos; menos de siete minutos separaban a la completamente expuesta heroína de sus perseguidores. No obstante, Lara no se inquietó. Ni siquiera aceleró el paso. Entre sus pechos desnudos colgaba la llave del contenedor, y con aquella seguridad se limitó a sonreír.
Venid, venid…
El contenedor se hallaba ya a pocos pasos. Puede que aquellos diablos fuesen más veloces de que esperaba, pero aquello no cambiaba nada. Solo necesitaba unos segundos para vestirse y equiparse. Y luego…
Luego comenzaría la acción.
Finalmente alcanzó la pared del contenedor. Por el lado correcto, además. Como si estuviese predestinada. En seguida localizó la cerradura. Ahora solo tenía que usa la llave y acceder a sus instrumentos de muerte: sus legendarias pistolas gemelas.
En lugar de precipitarse dedicó una última mirada a su espalda. A lo lejos el balanceo de los arboles ya delataba el avance de los vehículos militares; su llegada era inminente. Cincuenta segundos, se dijo. Llegarían justo a tiempo para recibir los metálicos besos de sus balas.
Pobres desgraciados…
Aquellos perros rabiosos estaban a apenas cuarenta segundos de conocer a una mujer altanera e imperturbable llamada Lara Croft, capaz de caminar entre abismos, avanzar entre las llamas y pisarle los huevos al macho más duro del lugar.
Treinta segundos.
Casi con parsimonia recogió la llave de entre sus senos, y se la descolgó del cuello con cuidado para que no se enganchase en su sempiterna coleta, y desató la llave. Luego la introdujo en la cerradura con pulso firme y sonrisa depredadora. Luego la giró, como encendiendo un motor: el de una máquina de combate perfecta que…
La llave se negó a girar.
La sonrisa se esfumó de su rostro, pero mantuvo la calma. Aplicó más fuerza al gesto. La llave no se movió. Tras ella crecía el rugido de los motores.
Quince segundos.
Con un vacio en el estómago lo intento hacia el lado contrario. Inútil, no se abría. Sacó la llave con la mano temblorosa por el esfuerzo y la tensión. La examinó con ojos desorbitados; no parecía rota ni mellada. Volvió a introducirla.
Diez segundos.
¡No se abría! La giró hacia la izquierda con ambas manos, con todas sus fuerzas. ¡Vamos, vamos!¡Joodeeeeer!
Sus manos, finalmente, giraron. La sensación de alivio fue tal que Lara tardó un instante en comprender que entre sus manos sostenía tan solo la mitad de llave. Estaba quebrada.
Con enormes ojos de pánico miró el pedazo de metal que había entre sus manos. Marca Auron, pudo leer. La otra mitad de la llave estaba incrustada en la cerradura. Una cerradura marca Ford.
Su mente viajó una hora atrás, hasta el avión, cuando Brunce le había entregado aquella llave con una sonrisa.
No…no puede ser… yo…
Los jeeps irrumpieron en el claro, y frenaron junto al contenedor, uno a cada lado, con sendos derrapes. Aún no se habían detenido por completo cuando los mercenarios ya descendían a toda prisa. No tardaron ni un segundo en rodearla.
Ellos…
Eran unos veinte. Sus uniformes estaban mugrientos, y cada uno lo llevaba de una manera. Muchos se había despojado de la parte superior, dejando a la vista una autentica colección de tatuajes y cicatrices. La homogeneidad propia de un ejército profesional brillaba por su ausencia, incluso en el físico: algunos estaban flacos, otros gordos y alguno contrahecho. Lo único que tenían en común eran unos rostros vulgares de expresión rastrera.
Y, frente a todos ellos, estaba Lara. Si tenía miedo no lo demostraba; permanecía derecha, con rostro altivo y fuego en la mirada. Su único gesto de debilidad era intentar cubrirse con las manos: la derecha sobre los pechos, comprimiéndolos, y la izquierda posada en su pubis. Por lo demás estaba expuesta a sus miradas…y ellos la recorrieron largo rato. Disfrutándola.
Finalmente un tipo gordo y barbudo se adelantó. Su rostro tenía una expresión menos idiota que el resto, y ella dedujo que era el líder.
- Las manos en la nuca, muchacha. – ordenó. Su voz tenía acento sudamericano, por supuesto. Sonreía con presunción, pero dicha expresión fue desapareciendo según pasaban los segundos y su prisionera seguía obcecada en cubrirse.
- Las manos – insistió él, con cierta ira. Como respondiendo a la voz de su amo, los seguros de las metralletas saltaron.
Atrapada, Lara obedeció. Sus manos abandonaron sus posiciones y fueron a encontrarse en la nuca, donde se entrelazaron. La postura realzó sus exuberantes pechos, para mayor placer de aquellos asquerosos, cuyas lascivas miradas no tenían ya obstáculos para recorrer todo su cuerpo.
Para Lara era, con mucho, la situación más humillante de su vida. Incapaz de esconder la rabia y la impotencia, bajó la mirada al suelo. El barbudo aprovechó la ocasión: se abalanzó sobre ella y, para cuando pudo reaccionar, ya le había maniatado las manos, que quedaron en la espalda.
- ¡Cabrón! – le espetó ella. El barbudo se limitó a empujarla al suelo, donde varios de aquellos hombrecillos repugnantes la inmovilizaron boca arriba. Hicieron falta muchos para lograrlo.
Ante los ojos incrédulos de Lara, el gordo barbudo comenzó a desabrocharse los pantalones. Ella forcejeo con más furia, intentando liberarse; los mercenarios la sujetaron con fuerza. Uno de ellos, flacucho y con cara de rata, aprovechó para acariciarle los pechos; ella le miró con odio y le escupió. El cara-rata retrocedió.
Entonces fue el barbudo, ya con la polla al aire, el que descendió sobre ella, aplastándola con su corpachón. Incapaz de moverse, ella giró el rostro, pero no logró dejar de ver la furiosa y excitada expresión de aquel despreciable rostro mientras le abría las piernas. Luego avanzó. Lara intentó volver a cerrarlas, pero solo logró enroscarlas al cuerpo del barbudo.
Este dedicó unos instantes a manosear aquel impresionante cuerpo de mujer, disfrutando especialmente de los pechos. Los acariciaba, los estrujaba, los comprimía… y apenas cedían. Eran increíblemente firmes.
Finalmente abandonó los senos y bajo la mano para situar el pene en la dirección correcta. Cuando notó el agradable calor húmedo en el glande supo que había llegado el momento y empujó lentamente. Lara sintió como la polla se introducía lentamente en lo más intimo de su ser, y volvió a retorcerse. Intentó liberar sus manos, que permanecían maniatadas en su espalda. Apretó los dientes. Crispó las piernas. Buscó desesperadamente el musculo que cerrase el paso al invasor, pero no lo encontró, y el barbudo, con un gruñido victorioso, la penetró.
Luego repitió la envestida. El gruño. Ella, sin poder evitarlo, gimió. Luego otra vez. Y otra. Ambos quedaron empapados en sudor. Mientras él la disfrutaba, los otros silbaban, reían y jaleaban, pero ella solo era consciente de estar siendo forzada.
En un momento dado, el barbudo se tumbó, arrastrándola sobre sí mismo, de forma que ella quedó sentaba sobre él, sin dejar de penetrarla en ningún. Luego la agarró con fuerza por las caderas y comenzó a levantarla y bajarla a pulso. Ella, incapaz de desatarse las manos, se descubrió incapaz de reprimir sus gemidos de placer. Sus pechos temblaban con cada nuevo embate.
- Aaaah….aaaah…. Caaabroon – murmuró ella, apretando los dientes. Sintió como una potente sencación ascendía por su vientre – Asqueroso… Oooh… Hijo de puta…No me FOOOLLEEEES.
Entonces crispó la espalda, alzó el rostro al cielo y lanzó al cielo un colosal gemido. Los otros le acompañaron con gritos de victoria y disparos al aire. El orgasmo había sido tremendo.
Derrotada, se derrumbó sobre su violador, que continuó usándola hasta alcanzar su propio climax - …ooOOOOh… que gustazo…- y, acto seguido, la arrojó a un lado. Sus excitados compañeros aclamaron el final con aplausos y silbidos. Algunos, incluso, se acercaron a darle unas palmaditas en la espalda a su sudoroso jefe, estrecharle la mano y ayudarle a levantarse.
Lara escuchaba el algarabío derrumbada en el suelo, mirando al cielo, y sintiéndose sucia y vencida. Completamente humillada. De repente notó unas nuevas manos sobre sus pechos, y cuando bajó la vista se encontró con el rostro del flacucho cara-rata. Sus compañeros aún estaban festejando la victoria de su jefe, y el muy bastardo pensaba aprovechar la ocasión.
Lara, viendo aquel rostro despreciable, con su expresión idiotizada, sintió un nuevo acceso de asco, de repugnancia. Pero estaba agotada, y se limitó a sentir como aquella rata le manoseaba con deleite. Largo rato después, la penetró. Lagrimas de rabia e impotencia resbalaron por el rostro de Lara mientras aquel asqueroso ser contrahecho se retorcía en su interior, gozándola hasta correrse…
A lo largo de aquella tarde, todos y cada uno de los veinte guerrilleros tuvieron su momento con Lara Croft.
Solo cuando el último de ellos terminó de follarsela recogieron el petate y se marcharon, no sin antes cargar el contenedor con el equipo en uno de los jeeps – el botín, muchachos -. A Lara la dejaron en el suelo, empapada en sudor y semen, completamente extenuada. La abandonaron allí, maniatada, en mitad de la jungla, para que muriese.
Sin embargo, Lara no les complació.
Tardó todavía dos meses en salir de Surania, tras pasar un autentico infierno, pero salió. Y en cuanto se hubo recuperado, regresó. Más fuerte y poderosa que nunca. Con fuego en la mirada. Decidida a recuperar sus pistolas, y a obtener su Venganza. Y vaya si se vengó…
Pero esa es una historia que os contaré otro día.
Los que sean fans y admiradores de la poderosa y sensual ladrona de tumbas deberían dejar de leer en este punto. Tan solo cierren la página mientras se dicen a sí mismos que Lara siempre logra vencer a todo y a todos, y esta vez no iba a ser una excepción.
Para un personaje de leyenda lo real son los relatos que conocemos. Lo único que hace falta es dejar de leer, y Lara permanecerá victoriosa, tan orgullosa e intocable como siempre. Pero si sigues avanzando…
No le hagas esto.
No continúes
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