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Compendio I
Cuando llegué a mi antigua oficina, Sonia me recibió con un abrazo.
Preguntó cómo estaba todo, pero antes de poder acomodarme para charlar, mi jefe me ordenó que entrara a su oficina.
En el interior, un caballero canoso y gordito estaba esperándonos. Era el jefe del área regional del mineral. Mi jefe le dijo que yo era el que le había mencionado.
Le explicó lo que estaba haciendo en el norte, de mi proyecto para el magister y que además estudiaba por la noche.
El hombre estaba impresionado y me preguntó cuáles eran mis planes a futuro. Le dije que deseaba ir a Australia, ya que la minería estaba desarrollándose, casarme y ver si podía optar a un segundo título.
Al jefe regional le agradaron mis planes y me preguntaron si estaba interesado en manejar un proyecto administrativo.
Le dije que no era mi área de experiencia, que había acabado en ese cargo por simple casualidad y que probablemente, era mejor que hablaran con Sonia. Mi jefe se alteró un poco, diciendo que no me preocupara por ella.
El canoso decía que estaban evaluando montar una operación en Australia y que necesitaban gente emprendedora para administrarla. Como bien había dicho, la minería en Australia empezaba a desarrollarse en la zona central del país y no muchos tenían experiencia en el área, por lo que se estaban buscando en las otras filiales para llenar los cupos.
El proyecto que estaba llevando a cabo les había llamado la atención y me dejó su tarjeta para contactarle, si me sentía interesado.
Nos despedimos y salí a hablar con Sonia, que estaba muy interesada, mientras mi jefe acompañaba al caballero a la salida. Ella sí sabía quién era el hombre canoso y quería saber de que habíamos hablado.
Me sentía extraño y le pregunté si podíamos salir a comer algo.
Pasamos en un restaurant de comida rápida y nos sentamos. Los ojos de Sonia brillaban de ilusión y le conté todo.
Su mirada lentamente se fue apagando, a pesar de que les dije que la más indicada para ese cargo era ella. Pero al parecer, algo raro había entre mi jefe y ella y no quería contármelo.
Hablamos de temas más alegres. De mis labores en la faena y de mi oficina e inevitablemente, le conté lo que había pasado con mi suegra.
Al principio, pensaba que le estaba tomando el pelo. Ella me decía que no llenaba el perfil del tipo que se acostaba con una y con otra, pero al contarle como fueron las cosas, sus ojos se llenaron de sorpresa.
Quería escuchar su opinión, ya que era un problema para mí. Sorpresivamente, me dijo que lo aprovechara. Si se estaba dando la oportunidad para hacerlo, ¿Por qué no?
En el fondo, ella sabía que amaba a Marisol, pero había muchos hombres en mi situación que tenían una novia en la faena y una esposa en el hogar. Además, no estábamos casados y era completamente libre de hacer lo que quisiera.
Sus palabras resonaron por el resto del día. Después, hablé con mi profesor guía y cuando regresé a casa, Marisol me saludó, tomó sus cosas y se fue, ya que estaba atrasada para las clases.
Por mi parte, trataba de distraerme del problema viendo televisión. Pero al rato, Pamela empezaba a amargarme la existencia.
Cuando me necesitaba, me llamaba “picha floja”, para irritarme. Quería tomar agua. Le lleve un vaso. “picha floja”. Quiero almorzar. Marisol había cocinado unos fideos y le tuve que dar de comer. “picha floja”. Necesitaba ir al baño.
Yo la miré sorprendido. Necesitaba que alguien la cargara hasta allá. No es muy pesada, por lo que la tome en brazos, pero el bailar de sus senos sin sujetador me distraía.
La senté en el urinario y me marché.
Me dijo que me quedara. Le pregunté si estaba loca. Me dijo que necesitaba que alguien la limpiara y que ella, con su mano libre, no podía hacerlo.
Fue un silencio incomodo esperar. No podía mirarla. Llevaba un camisón rosado, con colgantes, que dejaba ver una buena parte de sus pechos.
Finalmente, se escuchó su chorro dorado y me ordenó que la limpiara. No creo que Marisol hubiera considerado una situación como esa.
Hice que se apoyara en mi hombro. Sentía sus blandos pechos sobre mi espalda, mientras que mis manos palpaban debajo de su camisón.
Me dijo que si no miraba, estaríamos un buen rato, por lo que tuve que levantar el camisón. Pude ver su conchita algo depilada y su botón rosado.
Me dijo que no me empalmara y que lo hiciera de una buena vez. Tomé el papel higiénico y empecé a limpiarla. Ella me ordenaba que tomara otro pedazo más y que lo pasara más suave. Luego otro papel y otro más.
Me dijo que si acaso era puerco que no apretaba la cadena del excusado y rozando sin querer sus amplias caderas, cumplí sus órdenes.
Nuevamente, la tomé en brazos y la llevé a su cama, viendo sus pechos bailarines y manoseando discretamente su trasero. Me dio las gracias, mirando mi entrepierna.
Estaba bien duro. Necesitaba tomar agua…
“Picha floja”. Me llamaba otra vez. Le pregunté qué deseaba.
Mirándome a los ojos, me pidió que la masturbara…
Le pregunté si se había vuelto loca de remate.
Respondió que estaba caliente desde el día anterior, que nos había escuchado a Marisol y a mí, se había calentado y no había podido hacer nada y ahora, cuando fue al baño, se había vuelto a calentar.
Le dije que no. Era ridículo y no iba a hacer eso. Me dijo que “Marisol le había dicho que no habría problema, que yo la cuidaría en lo que necesitara”.
Era algo que habría dicho Marisol, pero no dejaba de ser una locura… sin embargo, recordé las sabias palabras de Sonia.
“Si se da la oportunidad, hazlo”.
Las probabilidades de que algo así me volviera a pasar en la vida eran infinitesimales. Además, incluso si se me daba la oportunidad, ¿Quién me aseguraba que sería con una chica guapa como Pamela?
Empecé a torcer la verdad a mi favor: Marisol sí habría dicho algo así… aunque en un contexto completamente distinto.
Pamela creyó que no me iba a atrever, pero al ver cómo me agachaba a su entrepierna, se asustó.
Me preguntó que qué hacía. Le respondí “pues te voy a masturbar. ¿Por qué? ¿No se hace así?”.
Ella no sabía qué responderme. Me dejó actuar, aunque sentía la tensión en su pierna.
Olía a queso añejo. Probablemente, ni siquiera se había bañado desde su fractura. Su vagina estaba un poco húmeda y su clítoris estaba hinchado. Abrí la boca y proseguí a la acción.
Estaba muy sensible. Cuando sintió mi lengua sobre su botón, se arqueó completamente. Metí un dedo en su cuevita y empezaba a mojarse.
Su respiración se agitaba y cerraba los ojos, mordiéndose los labios. De repente, se puso extremadamente húmeda y jugo aparecía entre mis dedos. No podía ser que ya tuviera un orgasmo.
Recién había empezado…
Seguí lamiendo sus jugos. Trataba de moverse, pero el dolor de su pierna y su brazo se lo impedían. Su vagina se ajustaba al ritmo de mis dedos. Comenzaba a asustarme. Probablemente, me diría que lo había hecho mal y que no era como le gustaba.
Entonces, la empecé a lamer más rápido y meter mis dedos más adentró. Sus tetas vibraban como gelatina y desde yo estaba, podía ver que sus pezones se hinchaban y endurecían.
Algunos gemidos escapaban y con su mano libre, acariciaba mi cabeza, sin entender si quería que parara o siguiera.
Se llenó de jugos otras seis veces más. Incluso se pedorreo un par de veces. Aunque me gustaba masturbar a Marisol en la cama, llegaba un punto en donde me empezaba a faltar el aire, pero Pamela se demoraba en venirse.
Seguí otros diez minutos más. Se llenó de jugos tres veces otra vez. Mis dedos comenzaban a dolerme. Era un sabor amargo, pero agradable, algo más dulce que los de Marisol.
Tras media hora, me di por vencido. Me chupé los dedos, que estaban mojados hasta los codos. Revisé a Pamela y estaba toda sudada y parecía que le faltaba el aire. Se veían sus enormes globos y parecía estar agotada de cansancio.
Le pedí disculpas, porque no se vino. Me preguntó de qué hablaba, si había sido la vez en que más orgasmos seguidos había tenido en su vida. Me dijo que en agradecimiento, me merecía una mamada.
Saqué la verga del pantalón, sonriendo de alegría. Estaba dura como un garrote. Traté de ponérsela cerca de la cara, pero me fue imposible.
Como no podía moverse, apenas la tocaba con su lengua.
Era la historia de mi vida. No podría ser ese día…
“Si quieres, puedes usar mis tetas.” me dijo.
Le pregunté si estaba bromeando. Me dijo que no, con un rostro muy serio. Ya estaba acostumbrada que los chicos se corrieran en sus tetas y ¿Por qué habría ser distinto conmigo?
Yo alucinaba. Un genuino “paizuri”, con las tetas de Pamela…
Preguntó que qué carajos era un paizuri.
Traté de acomodarme. Sorpresivamente, encajábamos bien. Podía apoyar una pierna en el suelo y la otra en la cama y le daba suficiente espacio a Pamela para que no tocara su brazo enyesado.
Me dio las instrucciones de cómo tomar sus tetas y envolverlas sobre mi verga. No era necesario, porque al sentir sus suaves almohadones, mi cuerpo ya sabía qué hacer.
Empecé lento, entrando por la altura de sus costillas. Sus aureolas eran enormes y sus pezones ya estaban bien hinchados. Era excelente.
Apretaba con más fuerza. Empezaba a sentir mi verga más húmeda y cómo crecía entre sus pechos.
Ya empezaba a tomar el ritmo. Machacaba sus tetas, sacudiéndolas como jalea. Pamela me decía que no fuera tan brusco y que empezaba a dolerle.
La cama se sacudía con el vaivén. Sus tetas llegaban a la altura del mentón. De repente, vi mi cabeza salir.
Ella estaba extrañada. Parecía que era la primera verga que veía. Notaba su lengua y le pedí que le diera una chupada. ¡Fue increíble! ¡La alcanzaba a tocar!
Sentía cómo sus labios envolvían mi cabeza. Sus tetas, todo me empezaba a dar vueltas. Le avisé que me iba a venir y me descargué en su boca.
No pudo con todo el chorro y le manché sus tetas con mi semen. Ahora los dos respirábamos agitados.
Yo sonreía. Jamás creí que me harían un paizuri. Le di las gracias a Pamela, tomé mis calzoncillos y empecé a vestirme.
Todavía agitada, me preguntó que qué carajos hacia.
La había dejado las tetas y la cara llena de semen. ¿Qué diría Marisol si la veía así?
Fui al baño y empecé a llenar la bañera. Mientras la cargaba, me reclamaba que le había manchado hasta el pelo. ¿Cómo diablos pensaba que le limpiaría el pelo?
La senté en el excusado y le pedí que se descubriera. Sus tetas me tenían hechizado. Tomé la esponja y empecé a sobárselas.
Ella me decía que fuera más despacio, que aun le dolían. Le pregunté si me daba permiso para chuparlas y ella me dijo que claro.
Sus aureolas eran enormes, pero sus pezones eran cálidos y blandos. Trataba de enterrarme en ellos y mi mano acariciaba el contorno de su cuevita. Empezaba a calentarse, pero era resistente.
“Ya, anda. Sigue limpiando” ordenó.
Limpié todos mis restos de semen. Sus tetas me tenían embobado.
“Pues, ves las tetas de Marisol todo el tiempo…” me decía ella, algo colorada.
Le pasé una toalla y su camisón. Afortunadamente, antes de que me hiciera la “paja cubana”, como le llamaba, le saqué el camisón y lo lancé a un extremo de la habitación.
O mejor dicho, estaba tan caliente por querer ver esas tetas, que tomé el camisón y lo arrojé lejos.
Entonces, le pregunté si debía limpiarle la entrepierna. Al verla colorada, Pamela parecía ser una niña más.
Ella no sabía. Le dije que era mejor limpiarla, porque si quedaban jugos, podrían empezar a salirle hongos o algo así.
Ella aceptó y lo intentamos. Pero no ella no tenía fuerzas suficientes para ponerse de pie. Traté de montarla en el lavamanos, pero era inútil: su brazo y pierna la desequilibraban y movían.
Entonces, mi cabeza de ingeniero divisó la solución que había obviado: el borde la tina.
Pamela me gritaba si estaba bromeando. Le decía que no. Pamela podía abrir las piernas y apoyar su pierna sana y la lastimada, parando su trasero y sin perder el equilibrio, mientras el borde de la tina la sujetaba por el estomago. Podía ver claramente su cuevita rosada y sus jugos húmedos.
Al parecer, disfrutaba con el paño húmedo en su agujero, porque ella hablaba y se cortaba en un pequeño gemido. Me dijo que me había escuchado tratando de metérsela por el trasero.
Ella me dijo que tenía la solución, pero primero debía limpiarla. Las gotas frías sobre sus muslos le hacían dar pequeños gemiditos. No pensé que una mujer podía excitarse en una posición como esa.
Me dijo que en el momento antes de que llegara al orgasmo, que le introdujera un dedo en el culo. Cuando estuviera más acostumbrada, le metiera dos y cuando pudiera meter tres, que lo intentara nuevamente.
Era algo tan sencillo. ¿Por qué no se me había ocurrido antes?
Le dije que había terminado, que la había dejado limpia. Pero ella me dijo que se la metiera, que por favor, le metiera mi verga…
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2 comentarios - Seis por ocho (8): Las ordenes de Pamela