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Esposa mirona P3

Ultima parte


Le notó la inquietud en los ojos.

- ¿Con quién?

- Con Marcos, el vecino.

- Sí, nos vemos, a veces en el parque, somos vecinos.

- Sé que viene a verte a casa.

Le notó el sonrojo en los pómulos.

- Sí, somos amigos, a veces ha venido a por la llave y nos hemos tomado un café, hemos charlado y eso. ¿Te molesta?

- ¿Eh? No, no, lo que pasa es que…

- Tendremos que conocer gente, ¿no? – le cortó ella con cierto tono de indignación -. ¿O aquí en esta jodida ciudad donde he tenido que venir a vivirme nadie puede conocer a nadie?

- Si ya lo sé, cariño, es que…

- A ver si ya no voy a poder hablar con nadie… ¿Has interrogado a los niños? ¿estás insinuando algo, Jose?

- ¿Qué? No, yo no…

Tiró la costura y se levantó precipitadamente dejándole solo en el sofá. Maldita sea, le faltaban agallas para hablarle con propiedad. Era mejor no empeorar más las cosas, igual ahora que le había expresado sus sospechas, tal vez dejaban la relación. Estuvo muy arisca el resto del tiempo, comportándose con él de una forma muy despectiva, sin apenas dirigirle la palabra, sin querer salir de casa para nada. Pero ni el sábado por la noche ni en todo el domingo quedó con él. Igual, a pesar de la indignación que demostraba, había conseguido hacerla recapacitar.

El lunes no coincidieron con ellos al salir de casa. Pero Jose se fue al trabajo con el temor navegando en su mente. En la oficina no lograba concentrarse imaginándoselos juntos, aprovechando su ausencia, liados, era pensamientos horribles. Y su jefe no paraba de echarle broncas de manera incansable. Tuvo que deshacerse el nudo de la corbata. Tenía que ir a comprobarlo, asegurarse que no estaban juntos, asegurarse de que airear las sospechas había surtido efecto.

Le dijo a su compañero que salía a hacer una visita y que tardaría un buen rato. Se desplazó al barrio. Abrió la puerta de la calle de golpe, sin miedo a sorprenderles. Reinaba el silencio, pero enseguida vio la ropa de Marcos encima de la silla y unas bragas tiradas en el primer escalón. Cerró los ojos, hundido, sin fuerzas, con temblor en las piernas. Jamás había sentido tanta rabia. Entonces oyó los gritos de Marcos.

- ¡Vamos, perra, chupa y mueve el culo!

Y oía una sucesión de palmadas y una serie de quejidos de su mujer.

- Muy bien, perrita, así… Así… Ah… Ah… Ah…

Apretó los puños y se dirigió hacia las escaleras, subiendo con firmeza, aunque con los nervios provocándole un sudor frío. Debía armarse de valor. No podía continuar inmerso en aquella infamia.

- Mueve el culito…Mueve el culito… Así, perrita, así… Despacito… Ohhhh…

Torció hacia el pasillo y avanzó. Tenían la luz encendida y la puerta medio cerrada. Sólo jadeaba él, como de manera desesperada. Se plantó ante la abertura y les vio en la cama, esta vez hacia los pies, mirando hacia la puerta. Su mujer se encontraba arrodillada y curvada hacia delante, como una gatita, con las manos maniatadas a la espalda con una corbata. Sus tetas reposaban medio aplastadas contra el colchón. Y lamía un espejo, pasaba la lengua lamiéndose su propia imagen, derramando saliva. Tras su enorme culo se encontraba Marcos, arrodillado, sujetándola por las caderas, follándola con duras y constantes embestidas que le provocaba vibraciones en las nalgas de su mujer. De él sólo veía su torso y su cara de gusto.

- Ohhhhhh – jadeó con los ojos entrecerrados, reduciendo la marcha, corriéndose -. Ufff…

Carlota elevó un poco la cara del espejo. Unas babas le colgaban de la barbilla y goteaban sobre el cristal baboseado. Marcos se removía despacito, como escurriéndose antes de sacarla.

Le dio tanta rabia que empujó la puerta de golpe, quedándose plantado ante ellos. Marcos fue el primero en darse cuenta. Abrió los ojos atemorizado.

- ¡Tu marido!

Dio un salto de la cama tapándose la verga con ambas manos, sin saber hacia adonde ir. Carlota se irguió tratando de liberar sus manos a la espalda, con sus tetas danzando por el brusco movimiento. Todavía le colgaba una baba de la barbilla.

- ¡Jose!

Bajó de la cama pasito a pasito, aun con las manos anudadas a la espalda con la corbata, y consiguió liberarlas. Le vio el vello del coño salpicado de gotitas de leche y al volverse para echarse una bata por encima le vio las nalgas enrojecidas por los azotes, con señales de palmadas. Se puso la bata y se la abrochó, limpiándose la boca con el dorso de la mano, y se volvió hacia él. Jose les miraba bajo el arco de la puerta. El chico estaba atemorizado, encogido con las manos tapándose el paquete.

- Jose, deja que se vaya, él no tiene la culpa.

Miró al joven.

- Vete de mi casa y aléjate de mi familia.

- Se lo juro…

Se echó a un lado y le dejó pasar. Le miró caminando precipitadamente por el pasillo, con su culito estrecho, blanco y juvenil. Después se volvió hacia su mujer. Carlota se giró hacia la cómoda y se encendió un cigarrillo, alisándose la melena con una mano. Le temblaba el pulso. Jose miró de nuevo el espejo, con charquitos de saliva espumosa, y distinguió manchones de semen por las sábanas, con la corbata tirada en el suelo.

- Lo siento – le dijo ella sin mirarle.

- ¿Qué lo sientes, Carlota? ¿Cómo has podido hacerme esto? Tú sabes lo que yo te quiero…

- Yo también te quiero.

- ¿Entonces? – lloriqueó abriendo los brazos - ¿Qué significa esto?

- Nos gustamos, ¿vale? Y una cosa llevó a la otra…

- No te conozco, Carlota. Con ese chico.

- Empezamos a vernos, yo me sentía sola, estaba muy agobiada y él me daba compañía. Tú estás y no estás, estás siempre con lo mismo, Jose, yo así no podía seguir…

Caminó hacia la cama, desfallecido, y se sentó en el borde.

- Carlota, no puedes hacerte una idea de lo que siento ahora mismo. Sólo teníamos una mala racha.

- Lo siento. Sé que está muy mal lo que he hecho, pero me sentía muy sola, Jose, muy, muy sola. Tú lo sabes, ¿desde cuándo no hacíamos el amor? Respóndete a ti mismo. Pensé que ya no me querías, que ya no te gustaba. Sólo tu trabajo, ya está. Últimamente, yo no pintaba nada en tu vida. Me sentía como un cero a la izquierda. No te preocupes, ¿vale? Sólo ha sido sexo, nada más. Yo te quiero, Jose, a pesar de lo mal que me sentía, de lo sola que me sentía, yo seguía queriéndote, buscando tus besos, tus caricias, pero siempre estabas agobiado con el trabajo -. Se acercó y se sentó a su lado. Levantó la mano y se la pasó por encima de la cabeza -. Espero que sepas perdonarme. Entiendo cómo te sientes y comprendería que quisieras terminar con lo nuestro. Me avergüenzo de lo que has visto y de lo que he hecho con ese chico. Cometí un error y luego ya no supe parar. Me obligaba a hacer cosas, ¿me entiendes? No supe parar. Pero yo te quiero, te quiero como siempre. Perdóname, Jose -. Le levantó la cara obligándole a mirarla -. ¿Podrás perdonarme?

Jose se fundió en un abrazo con ella. En el fondo, llevaba razón, todo había sido por su culpa.

Marcos abandonó la casa de estudiantes y se fue a otro barrio a vivir con su novia para evitar un escándalo, para evitar que se enterara Belén o sus padres del lío sexual con una mujer madura. Jose y Carlota decidieron zanjar el asunto y no hablar más del tema, olvidar el desliz, ella le prometió que jamás le engañaría y él le propuso empezar de cero, allí, en aquella ciudad. Consiguió hacerle el amor, a pesar de que las imágenes invadían su mente, pero todo era cuestión de tiempo. La había recuperado.

Por las mañanas, Carlota pensaba en Marcos, se excitaba reviviendo las escenas y a veces se masturbaba. Le echaba de menos, aquel chico la había hecho sentirse muy puta y aquella sensación agrandaba su ninfomanía. A veces le entraban ganas de llamarle o enviarle un mensaje, o ir a la universidad para propiciar un reencuentro, pero desechaba la idea, quizás era lo mejor. Con el tiempo, se le terminaría pasando la calentura. Cuando follaba con su marido, se imaginaba que follaba con Marcos. Pensaba mucho en él. A veces iba al parque con los niños con la esperanza de verle, pero nada. Se asomaba por la ventana por si iba a ver a sus colegas, pero tampoco.

Una mañana de diario, después de dejar los niños en el cole, se arregló para salir de comprar. Le apetecía despejarse. Se puso un vestidito muy mono de color negro, de líneas sencillas y femeninas, un vestido corto de punto con detalles de tachuelas en sisas y hombros, con bajo de corte recto para estilizar su silueta, con escote alto en la línea del cuello. Se arregló la melena al viento, con pendientes de aros, muy maquillada, se puso unas medias negras muy transparentes y zapatos de tacón morados, a juego con un collar. Iba guapísima y estilosa.

Jose la llamó para decirle que no podría ir a comer, que le habían puesto una reunión para esa tarde, pero que volvería temprano. Estuvo de tiendas y compró algo de ropa a los niños. Regresó a casa paseando. Iba a entrar en su casa cuando vio llegar a Quique y a Sancho, el gordito pelirrojo y el alto raquítico, los compañeros de Marcos. Aún vivían en la casa. Llevaban libros bajo el brazo, como si vinieran de la universidad. Se pararon a saludarla. Les dio dos besos a cada uno en las mejillas y les dejó la señal del pintalabios. Al besarles, olió su fragancia a macho, le recordó a Marcos.

- Qué guapísima, Carlota – le dijo Sancho, el alto -. Las mujeres de tu edad se morirán de envidia.

- Gracias por el cumplido, majo, pero no soy tan vieja, ¿eh? ¿De dónde venís?

- De la biblioteca.

El gordito era más callado y Carlota se percató de cómo la miraba. Se excitó a pesar del aspecto repelente, bajo y gordito, pelirrojo, con barba rojiza de tres días.

- Yo vengo de comprarle ropa a los niños.

- ¿Y tu marido?

- Trabajando. ¿Ya os vais a casa?

- Sí, ya no tenemos clase.

Carlota tragó saliva.

- ¿Queréis pasar y tomar algo?

- Sí, estupendo – contestó Sancho, casi de su misma altura.

- Vale – añadió Quique.

Les hizo pasar hacia el salón y les invitó a sentarse. El gordito tomó asiento en el centro del sofá y Sancho permaneció de pie. La presencia de los chicos y sus miradas acrecentaban el morbo que recorría las entrañas de Carlota. Se inclinaba para soltar las bolsas y les empinaba el culo, como excitándoles. La prenda se le subía unos centímetros y las bandas de encaje de las medias negras transparentes asomaban a la vista de los dos chicos, que no dejaban de mirarse. Con los tacones, exhibiendo la silueta, iba y venía. Se respiraba lujuria en el ambiente. Les trajo unas cervezas y unos platos de aperitivos. Se mantuvo de pie al lado de Sancho, a su lado izquierdo, ante el gordito, que permanecía sentado, devorándola con la mirada.

- ¿Y Marcos? ¿Qué tal le va? Vive con Belén, ¿no?

- Tuvo que marcharse, tú lo sabes mejor que nadie, estabais liados, ¿no?

Carlota sonrió un tanto ruborizada.

- Bueno sí, supongo que lo sabéis. Teníamos una aventura.

- Os pilló tu marido, ¿no?

- Sí, qué vergüenza, ahí, nos pilló en acción – les sonrió mirando a uno y a otro.

- Qué putona, le has puesto los cuernos – le encajó Sancho.

- Sí, así es.

- Eres una putona, ¿no?

Volvió a sonreírle mirándole a los ojos, sonrojada, consciente de que sabían que estaba cachonda.

- Por lo mal que me he portado con mi marido, pues sí, soy una putona.

- Ha sido muy mala, pero me gustan las putonas como tú. ¿Te gusta ser puta?

- Ahí, Sancho, vaya pregunta que me haces -. Le dijo haciéndose la tontona -. ¿Qué quieres que te responda? A veces sí me he sentido muy puta por engañar a mi marido, qué te voy a decir.

- Me gusta que seas tan puta -. El pelirrojo sólo observaba desde el sofá. Carlota miró hacia él y descaradamente se pellizcó en la zona de la bragueta.

Dirigió la mirada de nuevo hacia Sancho.

- Ya veo que os ha contado, ¿no?

- Sí, nos dijo que eras muy puta – le dijo el pelirrojo desde el sofá.

- A ver, ha sido una aventura, surgió y nos gustamos, ¿entendéis?

- ¿Follabais mucho? – le preguntó Sancho.

- ¿Tú qué crees? A ver… - le retó ella -. Dos amantes no creo que vayan al cine.

- ¿Te gustan los jovencitos como nosotros?

- Bueno, tienen su morbo – sonrió -. Pero no se trata de eso, surgió, ya está.

- ¿Pensabas en tu marido cuando follabas con él? – continuó Sancho.

- No contestaré sin la presencia de mi abogado – bromeó mirándoles.

- Anda, contesta – le exigió el gordito.

- No sé, a veces sí, a veces me arrepentía de lo que estaba haciendo.

- ¿Se la mamabas?

- Bueno, hacíamos un poco de todo, ¿no? Lo típico de los amantes, jajaja…

- Pero, ¿se la mamabas? – insistió Sancho.

- Sí, a veces me lo pedía.

- ¿Y te daba por el culo?

- Sí, también le gustaba.

- ¿Y a ti, te gustaba? – insistió Sancho.

- Yo nunca había tenido una penetración anal y al principio como todo, una sensación rara.

- ¿No te da por el culo tu marido?

- No. Vaya interrogatorio. ¿Queréis otra cerveza?

- Tráela, putona.

- Qué malo eres, Sancho.

Les cogió los botellines vacíos y se dirigió a la cocina, exhibiendo el contoneo de su trasero. Estaba muy excitada con el morbo que le proporcionaban los chicos, aunque era consciente del riesgo que estaba corriendo. Descolgó el móvil y marcó a la oficina. Le preguntó al compañero de su marido si estaba en la oficina y le dijo que estaba reunido con unos clientes, que le llamara más tarde. Sabía que estaba haciendo mal, pero eran sensaciones inevitables. Les llevó otro botellín. Se encontraban los dos de pie.

- ¿Y le chupabas el culo? – le preguntó Quique.

Sancho le pasó un brazo por la cintura y la achuchó contra él.

- Anda, putona, ¿se lo chupabas?

- No, eso no.

- ¿No le chupas el culo a tu marido? – insistió Quique.

- No, nunca me ha pedido algo así.

- ¿Y le has chupado el culo a un hombre alguna vez? – continuó Sancho, apretándola más contra su costado.

- Me gusta probar cosas, pero eso nunca lo he hecho.

- ¿Te gustaría probarlo?

- Bueno, no sé, nunca había pensado en eso – le dijo mirándole a los ojos.

- ¿Te gustaría chuparnos el culo? ¿Eh, guapa?

- ¿A vosotros? Ay, Sancho, me da corte…

- Venga, así lo pruebas, putona, anímate, ¿eh? Verás cómo te gusta…

- Bueno, pero no digáis nada, ¿vale?

- Tú tranquila, guapetona – le dijo Sancho retirando el brazo de su cintura.

- ¿A los dos?

- Claro, a los dos. ¿Por qué no te pones cómoda y te quitas el vestidito?

- Está bien, ¿puedes desabrocharme la corredera?

- Claro, preciosa.

Mirando hacia el gordito, Sancho se colocó tras ella, le apartó la melena a un lado y le bajó la corredera hasta la cintura, entonces el vestidito cayó a sus pies. Llevaba un conjunto de bragas y sujetador de color rojo brillante. Las medias con los encajes y los tacones le otorgaban un aspecto de prostituta. Se ruborizó.

- Ummm, braguitas rojas, qué guapa – le dijo Sancho -. Voy a quitarte el sujetador, de acuerdo.

- Vale.

Le quitó el broche y el sostén cayó al suelo, le dejó sus pechos gordos y redondos expuestos a las miradas de los dos chicos. Sancho le atizó una palmadita en el culo.

- Anda, putona, ahí tienes a Quique.

- Qué corte.

Dio unos pasos hacia Quique con sus pechos meciéndose, en braguitas y medias ante ellos, aún vestidos. El pelirrojo se quitó las botas pisándoselas y se volvió hacia la mesa-comedor, junto a la pared. Se curvó ligeramente hacia delante hasta apoyar las manos en la superficie y Carlota se arrodilló tras él. Vio que Sancho empezaba a desabrocharse el pantalón. Alzó las manitas y le sujetó el pantalón del chándal por los laterales. Se los fue bajando poco a poco hasta los tobillos, hasta sacárselos, dejándolo desnudo de cintura para abajo. Sáncho se había quitado la camiseta y mostraba su torso raquítico, sin vello.

Se irguió hacia el culo de Quique. Tenía un culo gordito de nalgas blancas y blanditas, con algunos pelillos pelirrojos por la piel y una raja muy cerrada donde sobresalía algo de vello. Unos huevos gordos le colgaban entre los muslos. Alzó las manos y le plantó una en cada nalga, acariciándolas con mucha suavidad. Sus manitas finas y con las uñitas pintadas, destacaban en aquella piel vasta. Se las acarició con la palma y acercó la boca, estampándole un besito en mitad de la raja, dejándole la señal del beso por el carmín. Le metió la nariz en la raja y se lo olisqueó, exhalando después con excitación. Con la nariz dentro, oliéndoselo, le estampaba pequeños besitos en la parte de abajo de la raja. Estaba disfrutando. Miraba de reojo hacia Sancho. Ya estaba desnudo. Era excesivamente flaco, con una verga fina y muy larga y pelotitas pequeñas.

- ¿Te gusta, putona? – le preguntó mirándola con la cara pegada al culo de su amigo, oliéndoselo.

- Sí – respondió deslizando las palmas por las nalgas.

Sin abrirle la raja, trató de meterle la boca junto con la nariz y sacó la lengua, acariciándole el ano con la punta, sin dejar de acariciarle el culo. Notaba pelillos. Notaba los esfínteres arrugados. Qué rico, qué blandito. Movía la cara con la boca incrustada en la raja.

Apartó la cara. Sancho se había colocado como Quique, paralelo a él. Carlota dio un paso lateral y Sancho echó los brazos hacia atrás, abriéndose la raja, ofreciéndole su pequeño ano de un tono marrón oscuro, sin apenas vello, salvo unos pelillos largos. Directamente acercó la boca y le pasó la lengua por encima.

- Ou, cabrona, qué gusto… Otra vez…

Volvió a pasarle la lengua por encima dos veces más. Después, con los labios fruncidos, los pegó al orificio y sorbió, como si pudiera extraer algo. Apartó la cara y se inclinó hacia el culo de Quique, besándole con fuerza la nalga, estirando el cuello para llegar con la punta dentro de la raja. De nuevo dirigió la cara al culo de Sancho y le pasó la lengua acariciadoramente varias veces, hasta estamparle un besito.

Dio un paso lateral y le abrió la raja a Quique. Qué culo tan blandito y tan rico. Pegó la cara pegándole la lengua encima. Le oía resoplar de gusto. Apartó la cara y la acercó de nuevo pegando la punta de la nariz, queriendo clavársela. Se apartó otra vez y le lamió las nalgas, las dos, a modo de perrita, luego se inclinó y le pasó la lengua a la nalga izquierda de Sancho, más huesuda y más fina. Los chicos la miraban arrodillada tras ellos.

- ¿Te gusta, putona? – le preguntó Sancho.

- Sí.

Se concentró en el culo pelirrojo de Quique. Qué rico estaba, qué blandito. Empezó a besarle el ano, a acariciárselo con la punta, con la cara metida en la raja. Apartó la cara para tomar aire. Sancho se había girado hacia ella. Le colocó una mano en la cabeza y se la acercó para que se la mamara.

- Chupa, putona…

Quique también se volvió y le ofreció su verga, más gorda y morcillona que la de Sancho. Allí se encontraba, arrodillada sumisamente ante los dos en el salón de su casa. Le daba un bocado a una verga y después ladeaba la cabeza hacia la otra. Se las comía con ansia. La de Quique apenas le cabía en la boca y Sancho trataba de meterle la suya también, lo que le provocaba vómitos de babas sobre las tetas. Empezó a besarle los huevos blanditos a Quique, dándole tirones con los labios, y después se giró para pasarle la lengua a los duritos de Sancho. Qué manjar. Ellos le revolvían el cabello y se sacudían las pollas sobre su cara, sobre su lengua, sobre su melena. Qué pollas más ricas. Ella misma las juntaba para boquear sobre los dos capullos. Las babas le colgaban de la boca.

El coño le ardía y apenas podía aguantarse. Bajó las dos manos y se las metió dentro de las bragas agitándose el coño con ambas y exhalando sobre las pollas. Ellos empuñaron cada uno las suyas, cascándosela sobre su cara, procurando rozarlas por sus mejillas y por su boca. Se masturbaban los tres mirándose unos a otros, ella arrodillada y con ambas manos agitándose dentro de las bragas, por donde asomaban los pelos del coño.

- Echa la cabecita hacia tras – le pidió Sancho.

Echó la cabeza hacia atrás todo lo que pudo, con la melena colgándole sobre la espalda, mirando hacia el techo. Seguía con las manos dentro de las bragas y con las tetas manchadas de babas. Sancho le colocó la palma de la mano en la frente para sujetarle la cabeza. Acercaron sus pollas y cada uno le metió la punta en un orificio de la nariz, taponándoselos con los capullos. Notaba el tronco de las vergas por encima de sus labios y la blandura de sus huevos en la barbilla. Y se pusieron a empujar follándole la nariz.

- Ya nos dijo Marcos lo que te gustaba, puta…

Se puso a gemir como una gatita, exhalando sobre el dorso de las vergas. Le estiraban los orificios intentando meterle la punta de las vergas. Percibía el cosquilleo sobre el tabique nasal y cómo le deformaban la nariz con los empujones, con tirones hacia arriba, sólo pudiendo respirar por la boca, sin parar de gemir. Los huevos le rebotaban en la barbilla. Movía las pupilas hacia uno y hacia otro. Sancho le mantenía la mano en la frente y ella se agitaba el coño revolviéndose con los dedos de ambas manos. Su cara se enrojecía al tener la nariz taponada. Gemía sobre las pollas como una gatita sintiendo cómo le hurgaban en la nariz, como cuando uno se mete el dedo. Quique le pinchaba con fuerza y cada vez más aceleradamente. Sancho se la agitaba con la punta de su verga pegada al otro orificio. Ella desprendía jadeos con las pupilas en movimiento. Frunció el entrecejo al notar cómo la polla de Quique le chorreaba dentro de la nariz. Notó que respiraba líquido y que se le pasaba a la garganta. Carraspeó, ahora con las manos quietas dentro de las bragas. Sancho le dejó bien taponado el otro orificio y también derramó leche espesa dentro, aunque con menos fuerza. Los dos jadeaban con las vergas hurgando en los orificios de su nariz. Dieron un paso atrás y enseguida le chorreó leche espesa por los orificios hacia los labios, como si sangrara, pero de color blanco, como si fueran mocos. Al retirarle la mano de la frente, Carlota miró hacia abajo y los dos mocos de leche se le quedaron colgando de la nariz, balanceándose hasta que cayeron al suelo. Notaba una sensación en la frente, parte del semen se le había pasado a la garganta al respirar. Escupió y carraspeó, expulsando aire por la nariz. Se pasó el dorso de la mano para limpiarse y se levantó. Los dos chicos la flanqueaban.

- Qué sensación – les sonrió.

Ambos le pasaron un brazo por la cintura, quedando los tres abrazados, con ella en medio. Sus pechos reposaban contra los pectorales de los dos. Sancho le estampó un besito en los labios y después ella volvió la cabeza y Quique la besó también.

- ¿Te ha gustado, putona?

- Sí. Ha sido muy fuerte… Tengo que ir al baño…

- ¿Para qué? – le preguntó Sancho.

- Tengo que hacer pis.

- Queremos mear contigo. Sabemos que te gusta cuando te mean el coño.

- Yo creo que Marcos se ha ido demasiado de la lengua.

- Vamos contigo, putona.

Los tres abrazados, ellos con las vergas al aire y ella en bragas, subieron las escaleras. Giraba la cabeza hacia uno y se daban un beso y después hacia el otro y lo mismo. Las tetas le botaban. Caminaron por el pasillo e irrumpieron en el baño.

- Quítate las bragas – le ordenó Quique, acariciándose su verga aún erecta.

- Vale. Me siento en la taza, ¿de acuerdo?

- Estupendo, putona.

Se bajó las bragas hasta quitárselas, quedándose únicamente con las medias y los tazones. Le pasaban la mano por el culo y la espalda, manoseándola. Abrió la taza y se sentó, reclinándose sobre la cisterna. Les miró mordiéndose el labio, como si fuera una avalancha de placer imparable. Separó las piernas, exponiendo su chochito abierto. Los dos se colocaron frente a ella, uno en cada rodilla, se agarraron las vergas y apuntaron. Antes de que pasara nada, Carlota ya emitía gemidos y removía ligeramente la cadera, como si sólo pensar lo que iba a pasarle le pusiera muy cachonda. De su chocho empezó a caer hacia el fondo un débil chorrito de pis. Al instante empezaron a mearla, dos gruesos chorros amarillentos le cayeron sobre el vello empapándole toda la chocha, salpicando hacia sus piernas y su bajo vientre.

La meada le producía un placer devastador y meneaba la cadera casi gimiendo con alaridos.

- Au…. Au… Ahhhhh…

- Hija puta, cómo le gusta… Mira cómo se retuerce la muy marrana.

Apuntaban justo al chocho, desde donde numerosas hileras caían hacia el fondo. Gemía retorciéndose de placer, hasta que tuvo que tocarse con la mano derecha, con los chorros cayéndole en el dorso. Le dejaron el coño y la mano empapada, así como numerosas salpicaduras por las medias y el vientre. Respiraba más relajada, aunque pasándose la mano por encima del coño mojado.

- Cómo me ponéis… - dijo ella.

Sancho recogió las bragas del suelo y se las entregó.

- Límpiate, guarra, y vamos a tu cama.

- De acuerdo.

Delante de ellos, trató de secarse el coño con las bragas, pasándose la prenda por el vientre y las ingles. Cortó trozos de papel higiénico para limpiarse los muslos y las medias. Ellos la miraban. Se levantó y les acompañó a su habitación. Se giró hacia ellos. Quique se adelantó a su amigo.

- Túmbate, échate hacia atrás…

Se sentó en el borde y se echó hacia atrás. Los pechos tendían a caérseles hacia los lados. Quique le abrió más las piernas y se le echó encima, removiéndose, hasta que logró meterle la verga en el chocho. Qué sensación sentir aquella verga tan gorda. Qué gusto follar con aquel gordito pelirrojo. Le gustaba más que Sancho. Nada más acercar su rostro al suyo, vertiéndose los alientos, Carlota le plantó las manitas en su culo blandito, apretándole las nalgas para que la follara. Quique empezó a removerse y ella se puso a gemir como una loca.

- Ahhh… Ahhh… Ahhh…

Estiraba el cuello y cabeceaba en la colcha. Sancho les observaba rodeando la cama. Ella le arreaba dándole palmaditas en el culo, para que le diera más fuerte. Quique le aplastaba las tetas con su tórax. Se movía ágilmente dilatándole el coño. Carlota gemía como una perra. Aceleró y notó cómo se corría, cómo la llenaba por dentro. Se puso a acariciarle el culo deslizando sus palmas por las nalgas, buscando una pizca de relajación, hasta que Quique estiró los brazos retirándose.

Le tocaba el turno a Sancho. Se colocó ante ella y como Quique, se le echó encima. Pesaba mucho menos y su cuerpo era todo hueso. Directamente, al echarse se puso a morrearla, al tiempo que le clavaba su polla fina y larga. Y empezó a moverse. Ella se abrazó a su cuello y elevó las piernas para cruzarlas en su espalda, para que se la entrara con el coño más abierto. Gemía escandalosamente mirando hacia Quique por encima del hombro de Sancho. Dio un acelerón y se detuvo con el culo contraído. Ambos respiraron relajados y nada más incorporarse, el coño se desbordó, comenzó a fluir leche hacia la raja del culo. Lo tenía lleno. Ellos acezaban reventados del esfuerzo, reventados por las dos corridas.

Tras emplear unos segundos en relajarse, finalmente se incorporó, quedando sentada en el borde.

- No te dejaremos preñada, ¿no? – se preocupó Sancho.

- Tomo la píldora.

- Estás llenita, ¿eh, putona?

Se miró el coño. Manaba leche en abundancia empapando las sábanas.

- Tenéis que iros, tengo que recoger los niños.

Ambos se acercaron a ella y le acariciaron la cara.

- Cuando tengas hambre, ya sabes. Las putas como tú necesitan follar.

- Sí, claro – les sonrió.

Cuando los chicos se vistieron y se fueron, se dio una ducha y limpió un poco el rastro de la lujuria. Se daba miedo a sí misma, estaba asustada con aquel comportamiento, era consciente de que se había convertido en una ninfómana con la aventura que había tenido con Marcos. Acababa de follar en su propia casa con otros dos jóvenes, después de que su marido la hubiese pillado con otro. Estaba enloqueciendo, se sentía una enferma, una adicta al sexo, sólo deseaba sentirse puta y por ello se sometía a cualquier tipo de exigencia. Tenía sabor a culo y a polla. Ella no era así. Recogió a los niños en el cole y ni siquiera comió, se tumbó en el sofá con mal cuerpo. No sabía qué le estaba pasando. Necesitaba ayuda, necesitaba la ayuda de un profesional, necesitaba curar aquellas sensaciones lascivas, luchar por recuperar su dignidad, no podía ir por ahí chupándoles el culo a dos jóvenes estudiantes o dejar que le follaran la nariz. Buscó en internet y encontró una psicóloga experta en adicción al sexo, con terapias cada quince días hasta superar el trauma. Telefoneó y concertó una cita para el día siguiente a las once de la mañana, tenía la consulta en el centro y ofrecían discreción y anonimato. Le dijo a la especialista que prefería no contarle nada a su marido y le narró sin detalles sus aventuras sexuales a raíz de su relación con Marcos. La mujer le dijo que podría ayudarla, que las terapias le vendrían bien y que sólo atendía a mujeres con ese problema.

Pasó la tarde con su marido y los niños sin salir de casa y simuló su angustia como pudo, aunque le venía el sabor de los culos y de las pollas, el gusto de los dos polvos que le habían echado, aunque resistió y no llegó a masturbarse.

A la mañana siguiente, su marido la acompañó al colegio y desayunó con ella cerca de casa. Jose lo llevaba algo mejor, se comportaba de manera más mimosa con ella, como esforzándose en olvidar lo sucedido, confiado en que las cosas volvían a su cauce. Le dijo que tenía un día ajetreado y que lo más probable es que no fuera a comer a casa. Como siempre, le habló del acoso del jefe, con sus amenazas y exigencias. En cuanto Jose se fue al banco, entró en casa a vestirse.

Se vistió de manera espectacular, consciente de que con su madurez dejaría a más de uno embobado. Pero la mirada de los hombres la excitaban. Por eso necesitaba curarse. Se engominó la melena castaña peinándose hacia atrás y enrollándose la coleta en un moño. Se puso sus medias negras semitransparentes y un tanguita negro a juego, con zapatos de tacón aguja para realzar la silueta. Y luego un vestidito de lana ajustado y cortito, blanco con bandas horizontales azules, muy marinero, con escote abierto y redondeado. Y después un abrigo de visón largo, desabrochado.

Oyó más de un piropo y a más de uno se le cayó la baba al verla pasar. Iba excesivamente glamurosa con el vestido ajustado y cortito bajo el abrigo abierto. Fue en autobús hasta el centro. Los hombres la miraban y ella se excitaba. La consulta estaba cerca de la sede del banco donde trabajaba su marido, así es que se acercó para sacar dinero del cajero. No sabía cuánto podía costarle la consulta. Telefoneó a Jose para asegurarse de que no estaba por allí y, al colgar con él, el jefe de su marido, don Aurelio, salía en ese momento de la sede. Iba enchaquetado con un traje marrón, camisa celeste y corbata amarilla. Era de mediana estatura, con el pelo rizado y una densa barba le cubría la cara. Tenía un poco de barriga, dura y curvada, con piernas y brazos gruesos. Ya rozaba los sesenta y cinco años. La gente estaba deseando que se jubilara, era un cabrón implacable al que no le temblaba el pulso, con malos modos a la hora de tratar a sus subordinados.

- ¡Don Aurelio!

Se paró de repente y se le notó la sorpresa al verla tan elegantísima, con aquel vestidito ajustado y cortito debajo del abrigo de visón, luciendo sus largas piernas con las medias negras semitransparentes.

- Hola, Carlota, qué sorpresa, ¿qué haces por aquí?

- Nada, de compras.

Se dieron unos besitos en las mejillas. Pudo olerla, pudo rozarla.

- Hace un momento he hablado con tu marido.

- ¿Sí? Pues yo he estado viéndole ropa a los niños y al final nada. Ya me iba.

- ¿Quieres un café? Iba a desayunar.

- Vale, de acuerdo – le dijo muy dispuesta.

Fueron paseando uno al lado del otro y charlando. Carlota le superaba en altura. No pegaban, una mujer como ella, con cuarenta añitos y tan glamurosa, engominada, junto a un tipo tan viejo como don Aurelio, con aquellos pelos y aquella barba tan negra.

Entraron en una cafetería y fueron a la barra. Carlota se sentó en un taburete y cruzó las piernas hacia él, con el abrigo caído hacia los lados. A don Aurelio se le iban los ojos hacia las piernas y Carlota se percataba de esas miradas. Pidieron unos cafés y charlaron amigablemente durante un buen rato. Ella bromeó acerca del acoso psicológico al que sometía a su marido.

- El muy cabrón es un poco zángano. Hay que espabilarle, darle con el látigo.

- No sea tan duro con él, don Aurelio. Que se lo carga, que llega a casa hecho un flan.

- Es un blando, coño. El hijo puta se tira todo el día tocándose los cojones.

- Es que se agobia por nada, don Aurelio.

Hablaron un ratito más. Carlota estaba excitada por el solo hecho de tontear con un hombre, aunque ese hombre fuera mucho mayor que ella, repugnante y jefe de su marido. La hora de la consulta ya se le había pasado. El jefe pagó la cuenta y salieron fuera. Se encendió un pitillo y empezaron a despedirse. Llevaban más de media hora juntos.

- Bueno, don Aurelio, pues me alegro de haberle visto.

- Te acompaño al coche mientras me fumo el cigarrillo.

- Cogeré un taxi, don Aurelio.

- No, mujer, yo te acerco.

- No se moleste, por favor.

- No es molestia. Yo te acerco. Tengo que hacer una visita y no me importa pasar por allí.

- Como usted quiera.

Caminaron paseando hasta el lujoso Mercedes del jefe, intimando un poco más. Antes de montarse, se quitó el abrigo de visón y lo tendió en los asientos traseros, luego se montó al lado de él y cruzó eróticamente las piernas. El jefe la miró al arrancar. Qué muslo, al tener la pierna montada, la banda de la media asomaba por la base del vestido. Y la forma de los pechos, qué curvas, con la ranura visible en el escote. Durante el trayecto fueron hablando, pero al jefe se le iban los ojos, sobre todo hacia la banda de la media, hacia sus piernas, transparentes por las finas medias que llevaba. Iba empalmado. La muy puta se la tenía tiesa y encima parecía ingenuamente tontona. Carlota sabía que a veces le miraba las piernas, pero no quería incomodarle y le hablaba como si no pasara nada.

Paró frente a la puerta de su casa.

- Bueno, Carlota, es aquí, ¿no?

- Sí, sí, aquí es, oiga, y muchas gracias, no sabe cómo se lo agradezco.

- No tiene importancia, mujer, es un placer.

- ¿Quiere pasar y tomar un café?

No se lo esperaba y le pilló desprevenido. Aún tenía la verga como un palo.

- ¿Un café? Claro, voy sobrado de tiempo.

Se apearon del coche y mientras abría y le acompañaba al salón, meneándole el trasero delante de él, el jefe recibió un par de llamadas. Carlota le hizo una indicación para que se sentara en el sofá mientras ella colgaba el abrigo y el bolso y con su excitante vestido blanco de franjas azules se lució al dirigirse a la cocina. Le escuchaba abroncar a su interlocutor, merodeando delante del sofá. Le vio quitarse la chaqueta y la corbata y se quedó en camisa, la camisa azul, donde quedaba más realzada la curva de su barriga.

Llevó la bandejita con las dos tazas y aún continuaba de pie discutiendo. Carlota se sentó en el borde, ligeramente mirando hacia la derecha, y cruzó las piernas. El vestidito se le corrió tanto que superó la banda de encaje y apareció un trozo de carne. Al verla en aquella postura, con el encaje de la media ya por fuera, con un trozo de muslo a la vista, mandó al carajo a su interlocutor y tiró el móvil encima de la chaqueta.

Fue a sentarse a su derecha, muy cerca de ella, quien permanecía erguida y algo girada hacia él. Casi se tocaban las rodillas de los dos. La miró con cierto descaro. Tenía el vestido muy subido. Al descruzar las piernas, quedaron las dos medias de encaje por fuera de la lana blanca y le vio las braguitas, un triangulito negro entre los muslos.

- Con todo lo que usted tiene que hacer, don Aurelio… Le estoy entreteniendo.

- No te preocupes, guapa, prefiero tomarme este café contigo que lidiar con bobos como tu marido…

Carlota sonrió, como queriéndole demostrar que no le molestaba.

- El pobre, don Aurelio.

- Es un cataplasma, Carlota, no me jodas.

- Ya se lo he dicho, es que cualquier cosa le agobia.

- Son unos putos memos, incluyendo tu marido.

- No se enfade, don Aurelio.

- ¿Y tú qué tal, Carlota? ¿Ya te has hecho a la nueva vida?

Se levantó y para no parecer descarada, se tiró del vestidito hacia abajo para taparse las bandas. Fue hacia el mueble meneándole el culo.

- Pues me está costando mucho, Don Aurelio, la verdad, y ya llevamos unos meses -. Se curvó para coger el tabaco, empinando hacia él el trasero, y se le corrió el vestido, superando las bandas de encaje nuevamente y apareciendo la carne blanquita de sus muslos. El viejo se pellizcó. Hija de perra, qué buena estaba. Se irguió, sin que se llegaran a tapar del todo los encajes, y se volvió encendiendo el pitillo -. Me aburro mucho en casa, don Aurelio, me siento muy sola, ¿sabe? He dejado a todo mi entorno allí.

Regresó al sofá. Cómo se le movían los pechos tras la lana. Volvió a sentarse de la misma manera, cerca de él, a su izquierda, con las piernas juntas, erguida y ladeada hacia él. De nuevo asomaban las bandas y se le veían las braguitas al fondo.

- ¿Te aburres en casa?

- Yo soy una mujer muy activa, por eso para mí es una novedad tomarme un café con alguien, aunque sea con el ogro del jefe de mi marido, jajajaja – bromeó dándole un cariñoso manotazo en el brazo.

- No soy tan ogro, mujer, lo que pasa es que estoy rodeado de incompetentes y tu marido es uno de ellos.

- Es que Jose llega como llega, todos los días, ¿eh? Se pone insoportable, como si no tuviéramos vida…

- Vamos, que el muy maricón ni cumple… - se atrevió.

- Ni cumple – le sonrió ella arqueando las cejas -. Como lo oye, don Aurelio, así me lo tiene de agobiado.

- Qué mariconazo. Y encima vosotras no os podéis dar un desahogo yendo de putas.

- Ni eso, jajaja – le sonrió -. ¿Usted si va de putas? – le preguntó.

- Sí, a veces me doy ese capricho.

- ¿Y su mujer?

- Ésa cabrona no se entera de nada, a su edad ya no está para muchos trotes. Y lo que haces con una puta no lo haces con tu mujer, ¿entiendes?

- Claro, eso es así, en el matrimonio siempre es igual, todo lo mismo, más aburrido.

- A mí me encanta ir de putas. A veces me gasto una pasta, me subo dos o tres y me harto de follar, ¿entiendes?

- ¿Sí? Como una orgía, ¿no?

- Más o menos.

- Bueno, si se lo pasa bien con ellas… ¿Y puede con todas? Jajajaja… - rió en tono distendido.

- Las muy cabronas me tratan como a un puto oso de peluche.

- ¿Por qué?

- Como tengo tanto pelo, les gusta tocarme la barriga.

- No me diga…

- ¿Quieres verla?

- Bueno, vale…

Comenzó a desabotonarse la camisa azul celeste, desde arriba hacia abajo. Al terminar, se incorporó y se la quitó, volviéndose a reclinar hacia atrás. Tenía una piel tostada y era muy peludo, tenía pelos largos hasta en los hombros. Poseía una barriga dura y curvada, con mucho vello alrededor del ombligo ancho, así como entre los pectorales, unas tetillas abultadas y algo fofas, con cada pezón rodeado por una corona de vello.

- ¿Qué te parece? Parezco un oso, ¿verdad?

- Sí.

- ¿Quieres tocarme? Anda, tócame la barriga.

Carlota alzó su manita derecha y plantó la palma encima de su barriga. Resplandecían sus uñitas rojas en aquella piel vasta y grasienta cubierta de pelos. Empezó a deslizarla acariciadoramente por toda la curvatura, pasando por encima del ombligo, por los laterales, notando la enorme vellosidad. La tenía dura. Se relajó mirándola.

- ¿Qué te parece?

- Como un oso de peluche, lo que dicen ellas.

Alzó la otra manita, acariciándole con las dos toda la barriga, como si fuera una gran bola de cristal. La derecha ascendía hacia los pelos del pecho, metiéndole los deditos, y la izquierda bajaba por encima del ombligo, cerca del cinturón.

- Ummmm… Me encanta cuando las putas me tocan así…

Conducía sus manitas por todos lados a modo de suaves caricias.

- ¿Le gusta?

- Ummm, sí, me recuerdas a las putas. ¿Por qué no me chupas un poquito?

- Sí, como quiera – respondió dócilmente.

Sin dejar de manosearle todo el tórax, se curvó hacia él, pegando los pechos en su costado, y empezó a estamparle besitos por la barriga, dejándole la marca del carmín.

- Ummmm, así, putita, qué bien, qué gusto…

Iba sembrándole de besos toda la curvatura, notando la piel grasienta y el roce del vello. Sacó la lengua y le metió la punta en el ombligo, lengüeteando muy despacio en el fondo. Le oyó resoplar. Mantenía las manitas encima de él. Arrastró su lengua muy despacio alrededor del ombligo, dejando un rastro de saliva a su paso. Al llevar los cabellos engominados y recogidos, no le molestaban. Le miraba al pasarle la lengua.

- Qué gusto me das, cabrona, no lo sabes bien…

- ¿Le gusta?

- Sigue…

Acercó la boca a su pecho y empezó a mordisquearle una tetilla, degustándola, tirando de ella con los labios, lamiéndosela con la punta. Le tiró de los pelos largos del medio con los labios y estiró la lengua para lamerle la otra tetilla más lejana, con los pechos muy apretujados en su costado. La mano izquierda no dejaba de acariciarle la barriga.

Apartó un poco la boca, como buscando donde besarle.

- ¿Por qué no te sacas las tetas y me las rozas?

- ¿Eso le gusta?

- Sí, anda, cabrona.

Se irguió y se bajó el escote de un lado, liberando su enorme pecho gordo y redondo. Después se bajó el otro lado, quedándose con ambas tetas por fuera. Se las sujetó por la base y se inclinó hacia él, rozando los pezones erectos por aquella barriga peluda.

- Ummmm, qué bien, putita… Muy bien… Así… Rózame, putita…

Trató de meterle un pezón dentro del ombligo. El viejo cabeceaba y la barriga subía y bajaba de manera acelerada por el estímulo de placer. Arrastró las tetas por la curvatura, conduciendo los pezones entre los pelos del pecho, aplastándolas ligeramente contra su piel, con las caras casi rozándose. Se exhalaban mirándose a los ojos. Se soltó las tetas, se las dejó reposando encima de él, y se morrearon con lengua muy despacio, de manera apasionada. La manita izquierda resbaló desde el ombligo hacia el bajo vientre, pasó por encima del cinturón y empezó a sobarle el paquete por encima del pantalón, apretándoselo con la palma, percibiendo la dureza de la verga, percibiendo sus contornos. Permanecía echada sobre él, con las tetas pegadas a la piel grasienta, morreándole y sobándole.

- ¿Quieres hacerme una mamada, putita?

- Sí, don Aurelio, estoy muy caliente.

- Vamos.

Se incorporó y se puso de pie. Le tenía toda la barriga baboseada y sembrada de besos señalados. Se arrodilló entre sus piernas y le quitó los zapatos y los calcetines. El viejo la observaba reclinado. Le tiró de los pantalones hasta quitárselos. Tenía unas piernas gruesas y muy peludas. Le agarró el slip por los laterales y los deslizó por las piernas, descubriendo su polla gorda, tan gorda que casi parecía una lata de refresco, con unos huevos bien gordos y flácidos. Tenía tanto vello que casi alcanzaba la mitad de la verga en erección.

Le dejó desnudo completamente. Quería demostrarle que era una guarra. Con las tetas por fuera, se colocó a cuatro patas y acercó la boca a uno de sus pies, apoyado en el suelo, y empezó a pasarle la lengua como una perrita por el empeine. Don Aurelio se la empezó a cascar.

- Así, cerda, lo haces muy bien…

Le pasó la lengua por encima de los dedos y le lamió el tobillo alrededor, después se irguió, caminó entre sus piernas y se curvó dándole un bocado a la verga. Apenas le cabía. Le crujieron las mandíbulas. Pero él le plantó ambas manos encima de los cabellos engominados, obligándola a metérsela entera. Retiró las manos y ella empezó a mamar subiendo un poquito la cabeza y bajándola, sin sacársela del todo.

- Bájate las bragas, puta – le ordenó tirándole del vestido hacia la cintura.

Sin parar de mamar, echó los brazos hacia atrás y se bajó las bragas negras un poco, dejando su culo al aire libre.

Así, de espaldas, con el chocho entre las piernas y las bragas bajadas, con las tetas colgando, la veía su marido desde el recibidor, mamándola a su jefe. La vio ladear la cabeza para chuparle los huevos, a mordiscos, lamiéndoselos como una perrita mientras él se la cascaba relajado. Ella misma le levantó las piernas para lamerle el culo, un ano rojizo e hinchado. Le pasaba la lengua por encima y lengüeteaba sobre él. Los huevos le botaban en la frente. Se tiró más de cinco minutos lamiéndole el culo. Después el jefe bajó las piernas. Ella se puso en pie y se sacó el vestido por la cabeza. Se terminó de bajar las bragas hasta quitárselas y arqueó las piernas montándose encima del viejo. Le clavó la verga en el chocho y la agarró del culo con sus manazas para moverla. Se pusieron a gemir los dos como locos, follando con energía. Las tetas bailaban sobre el rostro barbudo del viejo. Saltaba gimiendo a la vez que recibía azotes en las nalgas. Jose podía ver cómo la enorme verga le dilataba el coño, cómo entraba y salía, cómo los huevos rebotaban en los labios vaginales, cómo el jefe le abría y le cerraba el culo. Los gritos retumbaban. Ella mantenía una manita en cada hombro peludo del viejo. Trataba de darle un mordisco a las tetas cuando le rozaban la boca. Aceleraron, empezó a moverle el culo con velocidad, asentándola sobre la verga, hasta que emitió un jadeo escandaloso y paró con la verga encajada y las manazas sobre las nalgas. Carlota se dejó cae sobre él, acezando como una perra, reposando las tetas contra su barriga, y empezaron a morrearse y a acariciarse.

Jose vio que por el tronco de la verga, aún la mitad embutida en el coño, aparecía una gota de leche. Resbaló hacia los huevos y quedó atrapada entre unos pelos. Empezaron a caer más gotas pequeñas, formando hileras por el tronco de la verga hasta alcanzar la curvatura de los cojones. Salió de la casa. Había pasado por allí y había conocido el Mercedes de su jefe, y se lo había imaginado. Su mujer era una guarra sin escrúpulos y él un cornudo, pero sería un cornudo consentido, porque la amaba tanto que tendría que hacer la vista gorda a partir de ese mismo momento. Fin.

2 comentarios - Esposa mirona P3

kramalo
muy bueno...!! existirán tipos asi...? digo, como José...
DnIncubus
No me asombra, el mismo final de siempre, que sad bro.