Soy fotógrafo, lo saben: blanco y negro, película analógica, revelado manual. Primero revelamos la imagen del negativo, luego ampliamos el negativo sobre una hoja de papel sensible. Lleva mucho tiempo y, ahora, los materiales son caros y escasos. Hoy en día con las cámaras digitales, Photoshop y las impresoras hacés lo mismo, pero en una fracción de tiempo. Aunque no es lo mismo. No es lo mismo manejar una cámara digital que una Leica III. Todavía la sigo utilizando en mis largas caminatas por los ocasos de Buenos Aires. A las cámaras mecánicas hay que limpiarlas como a las armas para que disparen bien. Se ha escrito mucho sobre la analogía entre una cámara fotográfica y un arma: mirás por la mirilla, apuntás, disparás (Philipe Dubois, Roland Barthes, por ejemplo). En la época de mi relato yo era un mozuelo con pretensiones. Cavilaba mucho acerca de esos temas teóricos ("teórico": anagrama de "erótico" ) , al tiempo que dedicaba mi arte a fotografiar los antiguos bares de Buenos aires, de esos que en el Centro ya casi no quedan, pero que sí se pueden encontrar, aún, en algunos barrios periféricos. El día de mi relato (la tarde de mi frenesí) yo frecuentaba en el Bar Los Galgos (que aún existe en Callao y Lavalle) el tema de los espejos. Preparé la mise-en-scène: me senté a una mesa, pedí un café, saqué un libro de Sociología, encendí un Parissien, y me dediqué a esperar con espíritu zen a que algo sucediera. Mi Leica III gatillaba sin descanso la espera solitaria de un parroquiano tomando algo, con la sola compañía de un espejo a un costado. Eran todos ejercicios de puesta en calor, hasta que la imagen apareciese; de pronto, apareció. Corrí la palanca del avance de la película para pasar al siguiente fotograma y hacer que la espera valiese la pena. Mierda, me dije. Se había acabado la película y no tenía otra encima. "Siempre el mismo boludo", maldecí entre dientes. Ya nada podía hacer. La situación había ya pasado de largo y no me subí al tren. Me dediqué entonces a rebobinar la película y a desmontar y limpiar un poco la lente.
-Hola-, escuché a mi lado.
Tan grande había sido mi concentración que no me había dado cuenta de que alguien se había acercado al lado de la silla vacía de mi mesita de madera. Era una mujer, veintipico, como yo.
Me le quedé mirando sin decir nada, extrañado, como si estuviese mirando un fantasma, porque esas cosas a mí no me suceden.
-¿Puedo sentarme unos minutos?-, me preguntó.
-Claro-, le contesté, y me paré para acomodarle la silla.
-Gracias-, me dijo, con una sonrisa franca.
El protagonista de "El Perseguidor" es un saxofonista norteamericano que vive en el París de los '50, y que solía quedarse dormido entre las estaciones del Metro; en sus momentos de somnolencia alguien aprovechaba para robarle su saxo. En uno de esos estados de ensueño (me ha pasado a mí, acá, en el Subte 😎, que no dura más de dos minutos, es decir, el tiempo que tarda el tren en ir de una estación a otra, el saxofonista (recuerda luego) sabe que en esos dos minutos pasó toda una vida, y dice: "Esto ya lo toqué mañana". Inmediatamente luego de que la mujer de mi relato se sentara sentí esa extraña sensación de dejá-vu, y en en una fracción de segundos viví una eternidad. Ella era delgada, no muy alta, muy bronceada, ojos verdes, pelo más bien oscuro, y, sin tener un cuerpo espectacular ni estar producida, de ella manaba una seducción irresistible. Era sensual.
-¿Te pido algo?-, pregunté, aún confundido.
-No, gracias, estaba sentada a una mesa de más allá, tomando una Coca, y le pregunté al mozo si me la podía pasar a tu mesa cuando yo me acercara. Por lo visto, no me viste.
Mientras hablaba la miraba a los ojos, pero con la visión periférica la miraba entera. Tenía puesto un vestido que entonces era demodè pero que hoy es retro y está de moda, típico de los '60: verde agua, sin mangas, falda hasta un poco antes de las rodillas, una sola pieza, cuello redondo, tan ajustado al pecho que los senos sobresalían un poco por la presión del vestido, pinzándose a la altura de los pezones. De sí manaba un perfume cítrico muy agradable y muy apropiado para el verano porteño.
-Te veía sacar fotos-, continuó-. ¿Sos fotógrafo profesional?
Yo la escuchaba. Su timbre de voz, su tono, y la manera de decir ciertas cosas me hizo entender que era una señorita de Barrio Norte o aledaños. En aquella época en donde las hipercámaras con voluminosos lentes zoom y motor que permitían sacar varios fotogramas por segundo eran muy conocidas, que una señorita muy bien hablada confundiera mi modesta Leica III de los años '40 con una cámara de las que se suponen son "profesionales", era algo antinómico, algo que no encajaba en la situación, una pieza de otro rompecabezas..
-Bueno, algo así-, le dije, sin mentirle del todo, ya que, si bien yo no hacía Fotografía de forma profesional, había realizado ya algunas exposiciones, y mis especulaciones teóricas me habían llevado a redactar varios artículos en una revista especializada y cobrar por ello.
-¿Sabés por qué te lo pregunto? Porque yo me hice sacar unas fotos para una producción y me gustaría saber tu opinión.
El mozo se había acercado a traerle su Coca. Ella, mientras tanto, de su cartera extrajo un típico paquete de casa de fotografía de barrio con fotos color 9x12.
-¿Te puedo mostrar?- La pregunta había sido retórica, porque ya me estaba dando el paquete. Observé sus manos cuidadas, sus uñas pintadas de un rojo intenso, sin llegar a ser obsceno.
Lo abrí. Se me erizó la piel. Había una treintena de fotografías donde ella posaba en ropa interior. Yo pasaba una fotografía tras otra, sin levantar el rostro, sin mirar el rostro de mi invitada. No sé si por vergüenza. Definitivamente, esas cosas a mí no me suceden.
-¿Y? ¿Qué te parecen?-, su voz tenía cierta ansiedad..
Yo no sabía si me preguntaba acerca de las fotos o de la imagen de las fotos. (¡Ya nuevamente la maldita teoría!). Me decidí por lo primero, aunque me pregunté porqué una desconocida le muestra a un desconocido imágenes suyas en ropa interior. Fui benévolo con mis comentarios.
-Bueno, habría que ver cuál es el objetivo de estas fotos-, le contesté.- Si son para una producción de ropa interior o para mostrar la sensualidad del cuerpo femenino, si para mostrar en una revista de moda o para colgar en una muestra.
En su rictus se dibujó una sonrisa sólo perceptible para el ojo entrenado. Sentí que esperaba ansiosa más comentarios.
-Por lo que me dijiste, entiendo que es una producción de ropa interior. Yo creo que hubiera hecho otro tipo de imágenes, donde la tanga y el corpiño sean protagonistas y el cuerpo sólo la excusa para provocar el deseo de comprar.
-¿Por ejemplo?-, preguntó inclinándose levemente hacia mí.
Yo conozco cómo provocar empatía con mi interlocutor. Una de las técnicas es hacer los mismos movimientos y gestos que quien está frente a nosotros. Eso hice, y también me incliné levemente hacia ella, tan sutil como para que sólo se percatara de forma inconciente.
-En primer lugar yo las hubiera hecho en blanco y negro, porque me parece que resalta más la textura de las prendas, es decir, no nos molesta el color, que en este caso distrae, y no hubiera utilizado luz artificial. Para mí, es suficiente con la luz que entra por una ventana, si es que se sabe usar. Y ahora se me ocurre que es una buena idea la ambientación en un departamento pequeño mostrando cómo algo tan natural como un desayuno, por ejemplo, puede ser la excusa para vender ropa interior de mujer.
Sin pensarlo, le estaba proponiendo un juego erótico; me asombré de mí mismo: nunca había hecho retratos, y nunca había fotografiado a partir de una situación como la que se me estaba brindando.
Ella tenía unas largas pestañas negras, tan largas como el rimmel permitía peinarlas. Casi sin pestañear, mostrando los hermosos ojos verdes, me dijo que era una buena idea. Luego tomó ella nuevamente las fotos y, guardándolas, preguntó sin mirarme, como al descuido:
-¿Y conocés alguien que pueda hacer algo así?
Le dí una larga y lenta pitada al cigarrillo, sólo para darme tiempo. Rápidamente pensé: "¿Qué hago?" ¿Y si era una trampa? Era demasiado sugestivo para que todo eso estuviera sucediendo, porque esas cosas a mí no me suceden.
Decidí pensar más con el pubis que con el cerebro y le dije:
-Mirá, yo creo que vale la pena intentar algo como lo que te dije. Buena fotografía en blanco y negro, buena luz, buenas curvas, se puede hacer algo interesante.
Esperé para ver su reacción, pero ella seguía sin mirarme, como buscando algo en su cartera. Seguí:
-La ambientación tiene que ser en un lugar natural, no en estudio.
De su cartera sacó un espejito redondo y lápiz para sus labios. Yo miraba de qué manera extraía el lápiz labial, cómo éste, de a poco, iba creciendo e iba saliendo de su escondite. Lo pasó por sus labios y humedeció sus labios entre sí. Guardó el lápiz, guardó el espejo, cerró la cartera, y preguntó:
-¿Por qué?-. Su mirada era intensa.
-Porque las situaciones naturales no son tan algebraicas como en un estudio. En una casa se nota, por ciertos descuidos, que hay vida; en un estudio todo es artificial. Y como un juego de ropa interior se usa para situaciones naturales, qué mejor que lo cotidiano.
-Sí, me gusta el razonamiento...
Nos seguiamos mirando a los ojos. Inundé mis pulmones de tabaco, tomé café, y tragué saliva. Le dije:
-Te propongo ser yo tu fotógrafo.
Todo eso era muy extraño y quizás, por eso, esperaba una respuesta negativa. ¿Por qué debería ella aceptar posar para un desconocido? Pero en todo caso ¿no había sido ella quien se me acercó y me mostró cuán sensual y erótica puede ser, ella? Su respuesta me abrumó.
-¡Buenísimo!-, me dijo-. ¡Quiero ya que me saques fotos!
-¿Ya? Pero no tengo nada preparado aún...
-¿No acabás de decir que las situaciones naturales son mejor que las artificiales? Esto es una situación natural. Si tuvieras algo preparado sería artificial.
-Pero no... no se dónde hacer las fotos... -empecé a recular. Luego me desdije-: Yo vivo cerca, en Solís y Belgrano. Vivo en un departamento chico pero como la ventana da al Oeste, ahora tenemos buena luz. Tengo buenas ideas-. Ya me estaba entusiasmando.
Aparté mis ojos de su mirada, y ví cómo sus labios profundos y rojos y brillosos se movían. Deseé besarlos.
-Entonces podemos aprovechar y ya que queda cerca, vamos caminando y me compro ropa interior nueva.
No podía estar sucediéndome eso. Yo estaba sacando fotos y pensando en teoría y de repente una chica se me acerca y casi sin querer terminamos yendo a mi casa para tomarle fotos semidesnuda.
Era muy locuaz. Me contó un montón de cosas que no pienso revelar, pero sí diré que estudiaba Administración de Empresas en una universidad privada ("típica concheta", pensé con prejuicio), pero que siempre había sido seducida por la idea de hacer producciones de fotografía porque, además, le gustaba la Fotografía ("ahí me gusta más", me justifiqué para lavar mi anterior pecado bochornoso. Pero mi justificación no hacía más que agrandar mi prejuicio). Me siguió hablando acerca de la facultad, mientras yo la escuchaba. Las mujeres aprecian que los hombres las escuchen; más las escuchás, más hablan, y hablan de sí. Caminando por Callao, pasamos el Congreso, y, ya en la Avenida Entre Ríos, en dirección al Sur, encontramos una lencería; le sugerí un conjunto de color blanco, ya que me pareció que haría buen contraste con su piel bronceada.
-Dejame pagarlo a mí-, le dije, caballerosamente.
A esa altura yo estaba excitado, no tanto por la posibilidad de lo que llegara a pasar, sino por lo que ya estaba pasando. Era tan extraño.
Ella siguió hablando mucho mientras llegábamos al edificio. Antes de entrar le pregunté otra vez si estaba segura de ir a hacer una sesión de fotos con un desconocido. En realidad, aunque parezca mentira, quien no estaba seguro era yo. Volví a pensar en la posibilidad de una trampa y que alguien nos hubiera estado siguiendo. Recordé en ese momento algo que le sucedió a una persona que detesto: él, saliendo de su departamento un Viernes por la noche, apalabró a dos señoritas que estaban esperando un colectivo. Las llevó arriba, y se despertó diez horas después metido en la bañadera con todo el departamento revuelto. Se lo tenía merecido, él sabe por qué, pero lo que me molestó es que, para hacer la denuncia había que pagar un sellado, y como ni monedas le habían quedado, yo me tube que molestar hasta la Comisaría y darle el dinero para el trámite. Yo era la única persona que lo podía ayudar.
Nada de todas esas cavilaciones sucedía, nadie nos siguió, y entramos al edificio. El edificio era de alrededor de 1930, con el estilo racional y minimal que es típico de la Bauhaus; dos cuerpos simétricos albergaban, también simétricamente, como en un juego especular, un departamento a cada lado, pequeño, de no más de 25m2 cada uno. A esos efectos, el ascensor era tan mínimo que dos personas entraban demasiado justas.
-Subamos-, le dije. Allí, mientras subíamos al sexto piso, quedamos enfrentados, sintiendo el aliento del otro. Sus pechos presionaban sobre los míos. En silencio, no pudimos (no quisimos) evitar mirarnos a los ojos. El aroma de ella era impostergable.
Abrí la puerta del departamento. La entrada daba a un pequeño comedor diario, en el que había una mesa de bar que yo había restaurado y lustrado, y cuatro sillas estilo Thonet, de madera, como las del bar de donde habíamos venido.. A la derecha de la puerta de entrada estaba el baño, y un poco más allá, la pequeña cocina; entre ambos, un placard de una sola hoja, revestida con un espejo de arco de medio punto, en donde se reflejaba la luz que entraba por la única ventana del departamento, justo en frente, a unos 5 ó 6 metros. Por la izquierda, luego de pasar por unas puertas de vidrio repartido y biselado de cuatro hojas, se encontraba el living/dormitorio. El piso del departamento era de madera de roble, con incrustaciones de nogal. La ambientación que yo había elegido para mí era sumamente minimalista. La ventana finalizaba en una especie de balcón francés con postigones de metal que estaban abiertos. Entraba mucha luz.
-¡Qué bonito! ¡Qué buena onda! -dijo, mientras recorría con los ojos la enorme biblioteca, tan enorme que contrastaba con el tamaño de la habitación. Sus dedos bien cuidados, sus uñas perfectamente redondeadas y largas, esmaltadas de vino rojo, tocaban las cajas de CD que tenía apiladas al lado del equipo de música-. ¡Me encanta Miles Davis! ¡Poné esto mientras vos y yo nos preparamos! Voy al baño.
Había sacado una cajita de CD con una cubierta azul: "Kind of Blue". Eso me relajó de la tensión.
Era ya cerca de las 5 de la tarde de un día de verano porteño. El sol entraba de lleno por la generosa ventana e iluminaba incluso hasta el comedor diario, y la luz que reflejaba el espejo hacía al ambiente mucho más amplio, más límpido, más puro; escuchaba la música que a mí me gustaba y tenía a una señorita totalmente desconocida en el baño de mi departamento para que yo le tomara fotos insinuantes en ropa interior. A pesar de la hora y del calor, decidí servirme un vaso con vodka.
Busqué otra de mis cámaras, con aspecto "más profesional", y saqué de dentro de la heladera dos rollos de película blanco y negro.
Ya habían pasado dos temas del CD y promediaba el tercero. Yo esperaba sentado sobre mi sofá cama pensando cómo comenzar a hacer algo que nunca había hecho.
Pasó el cuarto tema y ella no salía del baño.
Esa espera me ponía más ansioso aún. Aparte del vodka, yo necesitaba algo que no sólo me relajara el cuerpo, sino que también pusiera mi mente en blanco, hacer tabula rasa, para que toda sensación se me apareciera con el mismo asombro del hombre primitivo. Un humo denso y dulzón invadió prontamente el pequeño departamento, dibujando extrañas nubes al contraluz de la ventana. Pensé en un fotógrafo norteamericano, pensé en Alfred Stieglitz, y sus experimentaciones fotográficas con formas de nubes en una serie que él llamo "Equivalencias".
Acomodado en el sofá, con un porro en una mano y un vaso de vodka en la otra, cerré los ojos y me dejé ir. Sentía la música vibrar en mi cuerpo, en mi sangre. Dos o tres notas le bastaron a Miles Davis para justificar su existencia en la Tierra. Mientras, yo recordaba: "Esto ya lo toqué mañana".
Ignoro el tiempo que pasó. Su melodía (la de Ella) me sacó de mis ensoñaciones.
-Mmm... qué rico olor, ¿me convidás?-
La voz de mi invitada hizo que volviese mi mirada desde la ventana hacia el lado opuesto, hacia la entrada del baño. Cegado por la intensa luz blanca, a mis ojos les costó un poco adaptarse a las nuevas condiciones. Ella había avanzado unos metros, hasta quedar cubierta por un haz de luz, dándole la espalda al espejo de arco de medio punto. Sus pies estaban desnudos. Parecía una estrella que salía al escenario y que es iluminada por un reflector. La última luz de la tarde rasante impactaba en su cuerpo. Sus ojos irradiaban. El color bronce de su piel, su lencería blanca, el pelo lacio que le cubría la espalda hasta justo antes de llegar a la cintura, el contorno de su cuerpo recortado en el juego de luces del espejo.
La escena tenía una densidad erotizante.
Torpe, enceguecido aún, me incorporé y le acerqué el cigarrillo. Inevitablemente sus dedos rozaron los míos e inevitablemente sentí un cosquilleo más embriagador que el vodka, más sensibilizante que el cannabis. Yo me concentraba en mirar cómo de sus labios apenas abiertos salía el humo con lentitud, como quien lo saborea en la boca antes de expulsarlo.
-¡Qué rico!-, dijo mientras exhalaba lentamente, con los ojos entornados. Le dio otra pitada profunda, reteniendo unos instantes el humo dentro de sus pulmones. Mientras me devolvía el cigarrillo, puso la boca como quien va a pronunciar la letra "U" y, sin dejar de mirarme, lentamente dejó que el aliento brumoso del humo diera de lleno en mi rostro.
La música,
el humo,
el vodka
y Ella.
Apagué la tuca. Le dije:
-¿Empezamos?
-Empezamos.
-No me gustan las poses, me gustan las cosas que salen naturalmente. Caminá que te quiero ver. Vas a ver que así empiezan a surgir las cosas.
Obedeció. Ella, iba de un lado a otro, investigando qué había en el departamento; yo, iba de un lado a otro, investigando su cuerpo. Se detuvo frente a una foto enmarcada que colgaba de la pared: la imagen de un banco de madera, de plaza, pintado , de un blanco que contrastaba con las raíces secas y peladas de una enredadera seca y pelada que se veía por detrás, cubriendo una pared.
-¿Esta foto es tuya?-, me preguntó.
-Sí-.
-Me gusta.
Su cola era pequeña y redonda. Al caminar, de a poco se le fue metiendo la bombacha, una especie de culotte, entre sus nalgas. En un momento se puso en puntas de pie para alcanzar un pesado libro de fotografía que estaba en uno de los anaqueles más altos de la biblioteca; yo no dejaba de tomar fotos de su cintura, desenfocando levemente hacia su ombligo. La semitransparencia del conjunto dejaba intuir un vello púbico triangular prolijamente recortado que sólo le cubría una partecita del Monte de Venus.
Se sentó en el sofá cama, cruzó las piernas delicadamente, apoyó el libro sobre sus muslos y comenzó a hojearlo. Me puse de cuclillas, a poco más de un metro de ella, frente a sus piernas. Me gustaba cómo no se veía su entrepierna, tapada por el libro. Elegí un diafragma abierto para la lente; eso me daba dos posibilidades: podía obturar más rápido, y podía hacer un foco diferenciado. Me incoroporé. Encuadré su cabeza gacha mirando el libro, el pelo que caía, sus dedos que recorrían las hojas, su falda, sus rodillas. Enfoqué hacia el borde de las hojas, de modo que todo lo que estaba inmediatamente por delante e inmediatamente por detrás quedaba desenfocado. Eso no sólo aumentaba la tensión de la imagen al sugerir y no mostrar, sino que también aumentaba la tensión de mi sexo. Ella miraba atentamente las fotografías, como si estuviera sola. Me acerqué y comencé a tomar fotos del inicio de sus senos, que no se le transparentaban a través del corpiño, pero que dejaba ver dos pezones compactos. Me puse entonces de costado, mirando a la ventana, y su silueta quedó recortada en contraluz. Vi la imagen de su torso con un pecho en primer plano en donde parecía que el pezón iba a perforar en cualquier momento la tela de su sostén.
Sin decir nada se levantó, dejó el libro sobre el sillón y fue hasta el pequeño comedor diario. Movió una silla y se sentó de revés, con el respaldo hacia su pecho, de manera que no le quedó más opción que dejar sus piernas abiertas. Cruzó las manos sobre la parte superior del respaldo y apoyó el mentón sobre ellas, con una leve inclinación hacia la derecha. El pelo le caía abundante y pesado sobre las rodillas. Ella estaba de espaldas a la mesa, como mirando hacia la entrada. Me acerqué, retrocedí, y, de cuclillas, apoyé la espalda contra la pared. El visor de mi cámara réflex apuntaba. Por detrás de los barrotes de la silla, su entrepierna. Me acerqué más. Ya se le marcaban las comisuras de su sexo con una humedad virginal. Su olor hacía insostenible cualquier intento de negación. Dejé abruptamente mi cámara sobre la mesa y con un acto reflejo desabroché mi cinturón y solté el botón que prendía mi pantalón de jean. Iba a explotar. Ella alzó la cabeza. Sin sacar sus ojos de los míos, desajustó el cierre de mi pantalón y dejó que se me cayeran. Apoyó la palma de su mano sobre mi slip, y, con la mano abierta, la hizo girar sobre su centro, masajeándome a través de la tela. Luego hizo lo mismo pero en su cuerpo, en su tela, en su sexo. En un momento dejó ese juego cruel para enseñarme cómo olía su mano. Cerré los ojos. Sentí cómo de a poco sus manos frías y calientes al mismo tiempo me dejaban a su mero antojo. ¡Ah, qué placentera es esa primera sensación de sentir una mano ajena acariciarte! Sentí entonces humedad, y sentí cómo algo carnoso, húmedo y áspero reconocía nuevos lugares.
Le aparté su boca y la hice parar. La besé. Rápidamente me quité toda la ropa. Se agachó como un pequeño animalito, con la cola mirando al espejo y yo viendo mi reflejo en él. Flexioné un poco las rodillas y le dije:
-Ahora sí.
Ellá alzó levemente su cabeza. Tomé la cámara y comencé a sacar autorretratos hacia el espejo.
Pasaron otras cosas que no comentaré.
Horas después, me desperté acomodado sobre el sillón. El departamento no estaba revuelto, no faltaba nada; sólo Ella. Me levanté y fui al baño. Sobre el piso ví tirado el conjunto de lencería que había comprado. Encontré mis cámaras donde las había dejado. Me fijé si estaban los rollos. Estaban todos intactos. En cuanto a las fotos, nunca las revelé, y no creo que lo haga.
-Hola-, escuché a mi lado.
Tan grande había sido mi concentración que no me había dado cuenta de que alguien se había acercado al lado de la silla vacía de mi mesita de madera. Era una mujer, veintipico, como yo.
Me le quedé mirando sin decir nada, extrañado, como si estuviese mirando un fantasma, porque esas cosas a mí no me suceden.
-¿Puedo sentarme unos minutos?-, me preguntó.
-Claro-, le contesté, y me paré para acomodarle la silla.
-Gracias-, me dijo, con una sonrisa franca.
El protagonista de "El Perseguidor" es un saxofonista norteamericano que vive en el París de los '50, y que solía quedarse dormido entre las estaciones del Metro; en sus momentos de somnolencia alguien aprovechaba para robarle su saxo. En uno de esos estados de ensueño (me ha pasado a mí, acá, en el Subte 😎, que no dura más de dos minutos, es decir, el tiempo que tarda el tren en ir de una estación a otra, el saxofonista (recuerda luego) sabe que en esos dos minutos pasó toda una vida, y dice: "Esto ya lo toqué mañana". Inmediatamente luego de que la mujer de mi relato se sentara sentí esa extraña sensación de dejá-vu, y en en una fracción de segundos viví una eternidad. Ella era delgada, no muy alta, muy bronceada, ojos verdes, pelo más bien oscuro, y, sin tener un cuerpo espectacular ni estar producida, de ella manaba una seducción irresistible. Era sensual.
-¿Te pido algo?-, pregunté, aún confundido.
-No, gracias, estaba sentada a una mesa de más allá, tomando una Coca, y le pregunté al mozo si me la podía pasar a tu mesa cuando yo me acercara. Por lo visto, no me viste.
Mientras hablaba la miraba a los ojos, pero con la visión periférica la miraba entera. Tenía puesto un vestido que entonces era demodè pero que hoy es retro y está de moda, típico de los '60: verde agua, sin mangas, falda hasta un poco antes de las rodillas, una sola pieza, cuello redondo, tan ajustado al pecho que los senos sobresalían un poco por la presión del vestido, pinzándose a la altura de los pezones. De sí manaba un perfume cítrico muy agradable y muy apropiado para el verano porteño.
-Te veía sacar fotos-, continuó-. ¿Sos fotógrafo profesional?
Yo la escuchaba. Su timbre de voz, su tono, y la manera de decir ciertas cosas me hizo entender que era una señorita de Barrio Norte o aledaños. En aquella época en donde las hipercámaras con voluminosos lentes zoom y motor que permitían sacar varios fotogramas por segundo eran muy conocidas, que una señorita muy bien hablada confundiera mi modesta Leica III de los años '40 con una cámara de las que se suponen son "profesionales", era algo antinómico, algo que no encajaba en la situación, una pieza de otro rompecabezas..
-Bueno, algo así-, le dije, sin mentirle del todo, ya que, si bien yo no hacía Fotografía de forma profesional, había realizado ya algunas exposiciones, y mis especulaciones teóricas me habían llevado a redactar varios artículos en una revista especializada y cobrar por ello.
-¿Sabés por qué te lo pregunto? Porque yo me hice sacar unas fotos para una producción y me gustaría saber tu opinión.
El mozo se había acercado a traerle su Coca. Ella, mientras tanto, de su cartera extrajo un típico paquete de casa de fotografía de barrio con fotos color 9x12.
-¿Te puedo mostrar?- La pregunta había sido retórica, porque ya me estaba dando el paquete. Observé sus manos cuidadas, sus uñas pintadas de un rojo intenso, sin llegar a ser obsceno.
Lo abrí. Se me erizó la piel. Había una treintena de fotografías donde ella posaba en ropa interior. Yo pasaba una fotografía tras otra, sin levantar el rostro, sin mirar el rostro de mi invitada. No sé si por vergüenza. Definitivamente, esas cosas a mí no me suceden.
-¿Y? ¿Qué te parecen?-, su voz tenía cierta ansiedad..
Yo no sabía si me preguntaba acerca de las fotos o de la imagen de las fotos. (¡Ya nuevamente la maldita teoría!). Me decidí por lo primero, aunque me pregunté porqué una desconocida le muestra a un desconocido imágenes suyas en ropa interior. Fui benévolo con mis comentarios.
-Bueno, habría que ver cuál es el objetivo de estas fotos-, le contesté.- Si son para una producción de ropa interior o para mostrar la sensualidad del cuerpo femenino, si para mostrar en una revista de moda o para colgar en una muestra.
En su rictus se dibujó una sonrisa sólo perceptible para el ojo entrenado. Sentí que esperaba ansiosa más comentarios.
-Por lo que me dijiste, entiendo que es una producción de ropa interior. Yo creo que hubiera hecho otro tipo de imágenes, donde la tanga y el corpiño sean protagonistas y el cuerpo sólo la excusa para provocar el deseo de comprar.
-¿Por ejemplo?-, preguntó inclinándose levemente hacia mí.
Yo conozco cómo provocar empatía con mi interlocutor. Una de las técnicas es hacer los mismos movimientos y gestos que quien está frente a nosotros. Eso hice, y también me incliné levemente hacia ella, tan sutil como para que sólo se percatara de forma inconciente.
-En primer lugar yo las hubiera hecho en blanco y negro, porque me parece que resalta más la textura de las prendas, es decir, no nos molesta el color, que en este caso distrae, y no hubiera utilizado luz artificial. Para mí, es suficiente con la luz que entra por una ventana, si es que se sabe usar. Y ahora se me ocurre que es una buena idea la ambientación en un departamento pequeño mostrando cómo algo tan natural como un desayuno, por ejemplo, puede ser la excusa para vender ropa interior de mujer.
Sin pensarlo, le estaba proponiendo un juego erótico; me asombré de mí mismo: nunca había hecho retratos, y nunca había fotografiado a partir de una situación como la que se me estaba brindando.
Ella tenía unas largas pestañas negras, tan largas como el rimmel permitía peinarlas. Casi sin pestañear, mostrando los hermosos ojos verdes, me dijo que era una buena idea. Luego tomó ella nuevamente las fotos y, guardándolas, preguntó sin mirarme, como al descuido:
-¿Y conocés alguien que pueda hacer algo así?
Le dí una larga y lenta pitada al cigarrillo, sólo para darme tiempo. Rápidamente pensé: "¿Qué hago?" ¿Y si era una trampa? Era demasiado sugestivo para que todo eso estuviera sucediendo, porque esas cosas a mí no me suceden.
Decidí pensar más con el pubis que con el cerebro y le dije:
-Mirá, yo creo que vale la pena intentar algo como lo que te dije. Buena fotografía en blanco y negro, buena luz, buenas curvas, se puede hacer algo interesante.
Esperé para ver su reacción, pero ella seguía sin mirarme, como buscando algo en su cartera. Seguí:
-La ambientación tiene que ser en un lugar natural, no en estudio.
De su cartera sacó un espejito redondo y lápiz para sus labios. Yo miraba de qué manera extraía el lápiz labial, cómo éste, de a poco, iba creciendo e iba saliendo de su escondite. Lo pasó por sus labios y humedeció sus labios entre sí. Guardó el lápiz, guardó el espejo, cerró la cartera, y preguntó:
-¿Por qué?-. Su mirada era intensa.
-Porque las situaciones naturales no son tan algebraicas como en un estudio. En una casa se nota, por ciertos descuidos, que hay vida; en un estudio todo es artificial. Y como un juego de ropa interior se usa para situaciones naturales, qué mejor que lo cotidiano.
-Sí, me gusta el razonamiento...
Nos seguiamos mirando a los ojos. Inundé mis pulmones de tabaco, tomé café, y tragué saliva. Le dije:
-Te propongo ser yo tu fotógrafo.
Todo eso era muy extraño y quizás, por eso, esperaba una respuesta negativa. ¿Por qué debería ella aceptar posar para un desconocido? Pero en todo caso ¿no había sido ella quien se me acercó y me mostró cuán sensual y erótica puede ser, ella? Su respuesta me abrumó.
-¡Buenísimo!-, me dijo-. ¡Quiero ya que me saques fotos!
-¿Ya? Pero no tengo nada preparado aún...
-¿No acabás de decir que las situaciones naturales son mejor que las artificiales? Esto es una situación natural. Si tuvieras algo preparado sería artificial.
-Pero no... no se dónde hacer las fotos... -empecé a recular. Luego me desdije-: Yo vivo cerca, en Solís y Belgrano. Vivo en un departamento chico pero como la ventana da al Oeste, ahora tenemos buena luz. Tengo buenas ideas-. Ya me estaba entusiasmando.
Aparté mis ojos de su mirada, y ví cómo sus labios profundos y rojos y brillosos se movían. Deseé besarlos.
-Entonces podemos aprovechar y ya que queda cerca, vamos caminando y me compro ropa interior nueva.
No podía estar sucediéndome eso. Yo estaba sacando fotos y pensando en teoría y de repente una chica se me acerca y casi sin querer terminamos yendo a mi casa para tomarle fotos semidesnuda.
Era muy locuaz. Me contó un montón de cosas que no pienso revelar, pero sí diré que estudiaba Administración de Empresas en una universidad privada ("típica concheta", pensé con prejuicio), pero que siempre había sido seducida por la idea de hacer producciones de fotografía porque, además, le gustaba la Fotografía ("ahí me gusta más", me justifiqué para lavar mi anterior pecado bochornoso. Pero mi justificación no hacía más que agrandar mi prejuicio). Me siguió hablando acerca de la facultad, mientras yo la escuchaba. Las mujeres aprecian que los hombres las escuchen; más las escuchás, más hablan, y hablan de sí. Caminando por Callao, pasamos el Congreso, y, ya en la Avenida Entre Ríos, en dirección al Sur, encontramos una lencería; le sugerí un conjunto de color blanco, ya que me pareció que haría buen contraste con su piel bronceada.
-Dejame pagarlo a mí-, le dije, caballerosamente.
A esa altura yo estaba excitado, no tanto por la posibilidad de lo que llegara a pasar, sino por lo que ya estaba pasando. Era tan extraño.
Ella siguió hablando mucho mientras llegábamos al edificio. Antes de entrar le pregunté otra vez si estaba segura de ir a hacer una sesión de fotos con un desconocido. En realidad, aunque parezca mentira, quien no estaba seguro era yo. Volví a pensar en la posibilidad de una trampa y que alguien nos hubiera estado siguiendo. Recordé en ese momento algo que le sucedió a una persona que detesto: él, saliendo de su departamento un Viernes por la noche, apalabró a dos señoritas que estaban esperando un colectivo. Las llevó arriba, y se despertó diez horas después metido en la bañadera con todo el departamento revuelto. Se lo tenía merecido, él sabe por qué, pero lo que me molestó es que, para hacer la denuncia había que pagar un sellado, y como ni monedas le habían quedado, yo me tube que molestar hasta la Comisaría y darle el dinero para el trámite. Yo era la única persona que lo podía ayudar.
Nada de todas esas cavilaciones sucedía, nadie nos siguió, y entramos al edificio. El edificio era de alrededor de 1930, con el estilo racional y minimal que es típico de la Bauhaus; dos cuerpos simétricos albergaban, también simétricamente, como en un juego especular, un departamento a cada lado, pequeño, de no más de 25m2 cada uno. A esos efectos, el ascensor era tan mínimo que dos personas entraban demasiado justas.
-Subamos-, le dije. Allí, mientras subíamos al sexto piso, quedamos enfrentados, sintiendo el aliento del otro. Sus pechos presionaban sobre los míos. En silencio, no pudimos (no quisimos) evitar mirarnos a los ojos. El aroma de ella era impostergable.
Abrí la puerta del departamento. La entrada daba a un pequeño comedor diario, en el que había una mesa de bar que yo había restaurado y lustrado, y cuatro sillas estilo Thonet, de madera, como las del bar de donde habíamos venido.. A la derecha de la puerta de entrada estaba el baño, y un poco más allá, la pequeña cocina; entre ambos, un placard de una sola hoja, revestida con un espejo de arco de medio punto, en donde se reflejaba la luz que entraba por la única ventana del departamento, justo en frente, a unos 5 ó 6 metros. Por la izquierda, luego de pasar por unas puertas de vidrio repartido y biselado de cuatro hojas, se encontraba el living/dormitorio. El piso del departamento era de madera de roble, con incrustaciones de nogal. La ambientación que yo había elegido para mí era sumamente minimalista. La ventana finalizaba en una especie de balcón francés con postigones de metal que estaban abiertos. Entraba mucha luz.
-¡Qué bonito! ¡Qué buena onda! -dijo, mientras recorría con los ojos la enorme biblioteca, tan enorme que contrastaba con el tamaño de la habitación. Sus dedos bien cuidados, sus uñas perfectamente redondeadas y largas, esmaltadas de vino rojo, tocaban las cajas de CD que tenía apiladas al lado del equipo de música-. ¡Me encanta Miles Davis! ¡Poné esto mientras vos y yo nos preparamos! Voy al baño.
Había sacado una cajita de CD con una cubierta azul: "Kind of Blue". Eso me relajó de la tensión.
Era ya cerca de las 5 de la tarde de un día de verano porteño. El sol entraba de lleno por la generosa ventana e iluminaba incluso hasta el comedor diario, y la luz que reflejaba el espejo hacía al ambiente mucho más amplio, más límpido, más puro; escuchaba la música que a mí me gustaba y tenía a una señorita totalmente desconocida en el baño de mi departamento para que yo le tomara fotos insinuantes en ropa interior. A pesar de la hora y del calor, decidí servirme un vaso con vodka.
Busqué otra de mis cámaras, con aspecto "más profesional", y saqué de dentro de la heladera dos rollos de película blanco y negro.
Ya habían pasado dos temas del CD y promediaba el tercero. Yo esperaba sentado sobre mi sofá cama pensando cómo comenzar a hacer algo que nunca había hecho.
Pasó el cuarto tema y ella no salía del baño.
Esa espera me ponía más ansioso aún. Aparte del vodka, yo necesitaba algo que no sólo me relajara el cuerpo, sino que también pusiera mi mente en blanco, hacer tabula rasa, para que toda sensación se me apareciera con el mismo asombro del hombre primitivo. Un humo denso y dulzón invadió prontamente el pequeño departamento, dibujando extrañas nubes al contraluz de la ventana. Pensé en un fotógrafo norteamericano, pensé en Alfred Stieglitz, y sus experimentaciones fotográficas con formas de nubes en una serie que él llamo "Equivalencias".
Acomodado en el sofá, con un porro en una mano y un vaso de vodka en la otra, cerré los ojos y me dejé ir. Sentía la música vibrar en mi cuerpo, en mi sangre. Dos o tres notas le bastaron a Miles Davis para justificar su existencia en la Tierra. Mientras, yo recordaba: "Esto ya lo toqué mañana".
Ignoro el tiempo que pasó. Su melodía (la de Ella) me sacó de mis ensoñaciones.
-Mmm... qué rico olor, ¿me convidás?-
La voz de mi invitada hizo que volviese mi mirada desde la ventana hacia el lado opuesto, hacia la entrada del baño. Cegado por la intensa luz blanca, a mis ojos les costó un poco adaptarse a las nuevas condiciones. Ella había avanzado unos metros, hasta quedar cubierta por un haz de luz, dándole la espalda al espejo de arco de medio punto. Sus pies estaban desnudos. Parecía una estrella que salía al escenario y que es iluminada por un reflector. La última luz de la tarde rasante impactaba en su cuerpo. Sus ojos irradiaban. El color bronce de su piel, su lencería blanca, el pelo lacio que le cubría la espalda hasta justo antes de llegar a la cintura, el contorno de su cuerpo recortado en el juego de luces del espejo.
La escena tenía una densidad erotizante.
Torpe, enceguecido aún, me incorporé y le acerqué el cigarrillo. Inevitablemente sus dedos rozaron los míos e inevitablemente sentí un cosquilleo más embriagador que el vodka, más sensibilizante que el cannabis. Yo me concentraba en mirar cómo de sus labios apenas abiertos salía el humo con lentitud, como quien lo saborea en la boca antes de expulsarlo.
-¡Qué rico!-, dijo mientras exhalaba lentamente, con los ojos entornados. Le dio otra pitada profunda, reteniendo unos instantes el humo dentro de sus pulmones. Mientras me devolvía el cigarrillo, puso la boca como quien va a pronunciar la letra "U" y, sin dejar de mirarme, lentamente dejó que el aliento brumoso del humo diera de lleno en mi rostro.
La música,
el humo,
el vodka
y Ella.
Apagué la tuca. Le dije:
-¿Empezamos?
-Empezamos.
-No me gustan las poses, me gustan las cosas que salen naturalmente. Caminá que te quiero ver. Vas a ver que así empiezan a surgir las cosas.
Obedeció. Ella, iba de un lado a otro, investigando qué había en el departamento; yo, iba de un lado a otro, investigando su cuerpo. Se detuvo frente a una foto enmarcada que colgaba de la pared: la imagen de un banco de madera, de plaza, pintado , de un blanco que contrastaba con las raíces secas y peladas de una enredadera seca y pelada que se veía por detrás, cubriendo una pared.
-¿Esta foto es tuya?-, me preguntó.
-Sí-.
-Me gusta.
Su cola era pequeña y redonda. Al caminar, de a poco se le fue metiendo la bombacha, una especie de culotte, entre sus nalgas. En un momento se puso en puntas de pie para alcanzar un pesado libro de fotografía que estaba en uno de los anaqueles más altos de la biblioteca; yo no dejaba de tomar fotos de su cintura, desenfocando levemente hacia su ombligo. La semitransparencia del conjunto dejaba intuir un vello púbico triangular prolijamente recortado que sólo le cubría una partecita del Monte de Venus.
Se sentó en el sofá cama, cruzó las piernas delicadamente, apoyó el libro sobre sus muslos y comenzó a hojearlo. Me puse de cuclillas, a poco más de un metro de ella, frente a sus piernas. Me gustaba cómo no se veía su entrepierna, tapada por el libro. Elegí un diafragma abierto para la lente; eso me daba dos posibilidades: podía obturar más rápido, y podía hacer un foco diferenciado. Me incoroporé. Encuadré su cabeza gacha mirando el libro, el pelo que caía, sus dedos que recorrían las hojas, su falda, sus rodillas. Enfoqué hacia el borde de las hojas, de modo que todo lo que estaba inmediatamente por delante e inmediatamente por detrás quedaba desenfocado. Eso no sólo aumentaba la tensión de la imagen al sugerir y no mostrar, sino que también aumentaba la tensión de mi sexo. Ella miraba atentamente las fotografías, como si estuviera sola. Me acerqué y comencé a tomar fotos del inicio de sus senos, que no se le transparentaban a través del corpiño, pero que dejaba ver dos pezones compactos. Me puse entonces de costado, mirando a la ventana, y su silueta quedó recortada en contraluz. Vi la imagen de su torso con un pecho en primer plano en donde parecía que el pezón iba a perforar en cualquier momento la tela de su sostén.
Sin decir nada se levantó, dejó el libro sobre el sillón y fue hasta el pequeño comedor diario. Movió una silla y se sentó de revés, con el respaldo hacia su pecho, de manera que no le quedó más opción que dejar sus piernas abiertas. Cruzó las manos sobre la parte superior del respaldo y apoyó el mentón sobre ellas, con una leve inclinación hacia la derecha. El pelo le caía abundante y pesado sobre las rodillas. Ella estaba de espaldas a la mesa, como mirando hacia la entrada. Me acerqué, retrocedí, y, de cuclillas, apoyé la espalda contra la pared. El visor de mi cámara réflex apuntaba. Por detrás de los barrotes de la silla, su entrepierna. Me acerqué más. Ya se le marcaban las comisuras de su sexo con una humedad virginal. Su olor hacía insostenible cualquier intento de negación. Dejé abruptamente mi cámara sobre la mesa y con un acto reflejo desabroché mi cinturón y solté el botón que prendía mi pantalón de jean. Iba a explotar. Ella alzó la cabeza. Sin sacar sus ojos de los míos, desajustó el cierre de mi pantalón y dejó que se me cayeran. Apoyó la palma de su mano sobre mi slip, y, con la mano abierta, la hizo girar sobre su centro, masajeándome a través de la tela. Luego hizo lo mismo pero en su cuerpo, en su tela, en su sexo. En un momento dejó ese juego cruel para enseñarme cómo olía su mano. Cerré los ojos. Sentí cómo de a poco sus manos frías y calientes al mismo tiempo me dejaban a su mero antojo. ¡Ah, qué placentera es esa primera sensación de sentir una mano ajena acariciarte! Sentí entonces humedad, y sentí cómo algo carnoso, húmedo y áspero reconocía nuevos lugares.
Le aparté su boca y la hice parar. La besé. Rápidamente me quité toda la ropa. Se agachó como un pequeño animalito, con la cola mirando al espejo y yo viendo mi reflejo en él. Flexioné un poco las rodillas y le dije:
-Ahora sí.
Ellá alzó levemente su cabeza. Tomé la cámara y comencé a sacar autorretratos hacia el espejo.
Pasaron otras cosas que no comentaré.
Horas después, me desperté acomodado sobre el sillón. El departamento no estaba revuelto, no faltaba nada; sólo Ella. Me levanté y fui al baño. Sobre el piso ví tirado el conjunto de lencería que había comprado. Encontré mis cámaras donde las había dejado. Me fijé si estaban los rollos. Estaban todos intactos. En cuanto a las fotos, nunca las revelé, y no creo que lo haga.
6 comentarios - Esas cosas a mí no me suceden
Adoré tu relato!