–Pero... ¿cómo puedes ser tan zorra, querida? –la risa latía bajo las palabras de Pablo–. Si ni siquiera
sabes quién es... ¿O ya te lo imaginas? –le contesté que no, no lo sabía, la verdad era que no tenía ni idea
de quién podía ser, y tampoco me importaba nada, con tal de que algo o alguien me rellenara de una vez–.
Lulú, Lulú... ¡qué vergüenza! Tener que contemplar una escena como ésta, de la propia esposa de uno, es
demasiado fuerte para un hombre de bien... –los dos seguían allí, en alguna parte, sin tocarme un pelo. Los
segundos transcurrían lentamente, sin que ocurriera nada. Yo estaba cada vez más histérica, tenía que
tomar una decisión, y opté por intentar prescindir de ellos, bien a mi pesar. Estiré las piernas y traté de
frotarme contra la colcha. Fracasé estrepitosamente en un par de tentativas, porque me costaba mucho
trabajo coordinar mis movimientos con las manos atadas, pero al final logré establecer un contacto regular,
si bien demasiado exiguo, con la tela. No me sirvió de mucho, los resultados fueron francamente
decepcionantes, mis movimientos incrementaban las ansias de mi sexo en lugar de amortiguarlas, Pablo
seguía hablando, su discurso me excitaba más que cualquier caricia. En fin, que estás hecha un putón, hija
mía, por mí no te cortes, déjalo, sigue restregándote el coño contra la colcha, pero habla, coméntanos la
jugada, ¿te da gusto? ¡Qué espectáculo tan lamentable, Lulú!, y delante de todos nuestros invitados, todos
están aquí, mirándote, ¡qué pensarán de nosotros ahora! Pero tú sigue, no te preocupes por mí, total no
pienso aguantar esto mucho más tiempo, me voy, me largo ahora mismo, ¿para qué seguir aquí,
presenciando cómo se liquida el honor de un caballero...? Ahora, que de ésta te acuerdas, eso sí, te juro
que te acuerdas –se inclinó sobre mí para hablarme al oído, su cuerpo completamente inaccesible todavía–,
te voy a dejar encerrada aquí un par de días, a lo mejor incluso te vuelvo a atar a la cama, otra vez, pero
con cinta adhesiva, a ver si así se te bajan los humos...
–Por favor –dirigí la cabeza en dirección a su voz e insistí por última vez, al borde de las lágrimas–,
por favor, Pablo, por favor...
Entonces, unas manos me aferraron violentamente por la cintura y me dieron la vuelta en el aire. Sus
dedos se hundieron nuevamente en mi cuerpo y me atrajeron rápidamente hacia delante. Cuando por fin
comenzó a perforarme, volvió a decirme que me quería. Lo repitió varias veces, en voz muy baja, como una
letanía, mientras me conducía hábilmente hacia mi propia aniquilación.
Pero ellos no tenían bastante, todavía.
Me penetraron por turnos, a intervalos regulares, uno tras otro, de forma sistemática y ordenada.
Después, el que no era Pablo, me levantó por las axilas y me obligó a ponerme de pie. Le pedí que me
sujetara, porque las piernas me temblaban, y lo hizo, me ayudó a caminar unos pasos y entonces escuché
la voz de Pablo, instándome a que me detuviera.
El era el único que había hablado, todo el tiempo, el otro aún no había despegado los labios, y yo
seguía sin verle, no podía ver nada, el pañuelo que me sobre mis sienes, presentía que si el placer no
hubiera sido tan intenso ya me habría estallado la cabeza de dolor.
Pablo se colocó detrás de mí y me desató las manos.
–Súbete encima de él.
Sus brazos me guiaron, me arrodillé primero encima de lo que supuse era una especie de
chaiselongue corta y muy vieja, tapizada de cuero oscuro, procedente del mobiliario del viejo taller–atelier
de mi suegra. El desconocido me cogió por la cintura, entonces, y me situó encima de sí, una de sus manos
sostuvo su sexo mientras con la otra me ayudaba a introducirme en él. Luego, ambas recorrieron mi cuerpo
durante un breve, brevísimo período, tras el cual hicieron presa en mi trasero, amasando ligeramente la
carne antes de estirarla completamente para franquear un segundo acceso a mi interior
Vaya, esta noche vamos a tener un fin de fiesta de gala, pensé, mientras volvía a admirarme de la
tranquila naturalidad con la que ambos, Pablo y el otro, se repartían mi cuerpo equitativamente, como si
estuvieran acostumbrados a compartirlo todo.
Fui penetrada por segunda vez casi inmediatamente.
El cuerpo del desconocido se tensó debajo de mí, sus manos modificaron mi postura, me obligó a
tumbarme encima de él al tiempo que levantaba mis brazos para que apoyara las manos en el respaldo.
Luego se quedó quieto. Solamente entonces Pablo comenzó a moverse, muy despacio pero de forma muy
intensa a la vez, sus acometidas me impulsaban contra el cuerpo de otro hombre, que me alejaba después
de sí, las manos firmes en mi cintura, para facilitar un nuevo comienzo, y mientras el ritmo de la penetración
se hacía progresivamente regular, más fácil y fluido, advertí que mi anónimo visitante se disponía a
abandonar su inicial actitud de pasividad elevando todo su cuerpo hacia mí, imperceptiblemente al principio,
más nítidamente después, aunque siempre con suavidad, acoplándose de forma casi perfecta a la
frecuencia que Pablo marcaba desde atrás, sus sexos se movían a la vez, dentro de mí, podía percibir con
claridad la presencia de ambos, sus puntas se tocaban, se rozaban a través de lo que yo sentía como una
débil membrana, un leve tabique de piel cuya precaria integridad parecía resentirse con cada contacto, y se
hacía más delgado, cada vez más delgado. Me van a romper, pensaba yo, van a romperme y entonces se
encontrarán de verdad, el uno con el otro, me lo repetía a mí misma, me gustaba escuchármelo, van a
romperme, qué idea tan deliciosa, la enfermiza membrana deshecha para siempre, y su estupor cuando
adviertan la catástrofe, sus extremos unidos, mi cuerpo un único recinto, uno solo, para siempre, me van a
romper, seguía pensándolo cuando les avisé que me corría, no solía hacerlo, generalmente no lo hacía,
pero aquella vez la advertencia brotó espontáneamente de mis labios, me voy a correr, y sus movimientos
se intensificaron, me fulminaron, no fui capaz de darme cuentita de nada al principio, luego noté que debajo
de mí el cuerpo del desconocido temblaba y se retorcía, sus labios gemían, sus espasmos prolongaban mis
propios espasmos, entonces, desde atrás, una mano arrancó el pañuelo que me tapaba los ojos, pero no
los abrí, no podía hacerlo todavía; no hasta que Pablo terminara de agitarse encima de mí, no hasta que su
presión se disolviera del todo.
Después permanecimos inmóviles un momento, los tres, en silencio.
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