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Las cinco fotos que me mandó mi hija

LAS CINCO FOTOS

Sucede que guardo en mi computadora una serie de fotos que me mandó una de mis hijas, ya casada y con tres hijitos, hace un tiempo. Ella misma se había fotografiado en el baño de su casa, desnuda. Me sorprendió recibirlas, y más me sorprendió el recado que las acompañó:

"Pa, te mando estas fotos que me acabo de tomar. Papi, ojalá no te sorprendas o te molestes que te las mande. Si te avergüenzo elimínalas y aquí no pasó nada. Deveras. Pero quisiera que te guste verme así. Las elimines o las guardes, respóndeme por favor. Te quiero mucho."

Se trata de cinco fotos digitales tomadas en el baño de su casa mientras se moja bajo la regadera. La luz de la ventana la ilumina de ocres, amarillos y naranjas, dejando el lado derecho de su cuerpo y su cara en una penumbra de tonos azules, y de sus cabellos se desprende un vertedero de diamantes. De cuerpo entero y con los pies dentro de la tina, las imágenes son sorprendentemente nítidas, casi tridimensionales. En una se muestra de espaldas y en otra, de lado, su brazo cubriendo sus pechos. Tres tomas son casi frontales, una con las manos en la cintura, otra levantándose los cabellos y la tercera con las manos sobre sus muslos, casi enmarcando su pubis. En todas mira hacia un punto indefinido, luciendo una sonrisa, leve y dulce.

El día en que las recibí me las quedé viendo un buen tiempo, clicando en una luego en otra, volviendo a la anterior. Hermosísima, pensé. Al barajearlas en la pantalla una y otra vez, su rostro, la cara de mi hija, parecía transformarse y convertirse en una mujer desconocida. Deliciosa sin duda alguna. Por eso y para mi sorpresa, una mujer que en ese momento se me hizo desconocida.

Imposible borrar las imágenes de mi computadora. Pasaron los días y sin siquiera notarlo caí en una nueva rutina. En cuanto prendía la computadora rescataba las cinco fotos, las acariciaba brevemente con la vista y en seguida, con una inquietante sensación de sorpresa a la vez que de tranquilidad, pasaba a responder mi correspondencia y atender mis asuntos. Hacia el anochecer me regalaba un momento de sosiego para volver a verlas, ahora si, lenta y repetidamente. Las extendía en la pantalla para mirarlas una y otra vez, sin poder siquiera formularme las palabras para describir lo que sucedía en mi interior, ahí donde guardo lo inexplicable. Consideré la manera en que fueron tomadas. Debió haber usado el autodisparador, pensé la primera vez que las vi. Sólo después me di cuenta que me incomodaba la posibilidad de que se las hubiera tomado su marido. Quería sentir que sólo yo las conocía.

Lo que más me inquietaba era pensar en el por qué me las había enviado. Cierto, me había escrito "quisiera que te guste verme así", y era justamente eso, totalmente inesperado, lo que quebraba todos los esquemas que habían regido nuestra relación hasta entonces. Mi hija quería que me gustara verla desnuda... y yo no podría negarlo jamas: ¡claro que me gustaba ver su cuerpo desnudo y mojado! No solo eso, verla así me abría apetitos insospechados. ¿Sería eso lo que ella quería? ¿Causarme un hambre desconocido? ¿Incitarme? Pues lo había logrado con esas cinco fotos.

Me había pedido responderle y no supe cómo igualar su atrevimiento, temeroso tal vez por haberla malinterpretado, no queriendo meter la pata. Entonces le escribí como si no hubiera yo recibido nada... algunos pormenores del viaje del que acababa de volver, preguntas por la salud de los hijos y el marido. Mensaje breve pero palabras cálidas. Sin firma... como de costumbre. Pocos días después de escribirle, sonó mi celular. Era ella. Que cuándo los iba a visitar, me preguntó. Pos cuando me invites, m'hija, le respondí. Qué bobo eres, tu siempre nos visitas sin invitación alguna, me dijo, ¿por qué no nos caes este mismo fin de semana. Me dijo que el yerno iría a la capital a recoger mercancía para su ferretería y ella y los niños pasarían el fin de semana en casa. Órale, le dije, no tengo compromisos, tomaré el autobús de la madrugada pa'caerles antes del medio día.

Justo al despedirnos, titubeó unos instantes y entonces me preguntó que qué había yo hecho con las fotos que me había mandado. Las guardé y las veo todo el tiempo, le respondí en voz baja... Tras un breve silencio me preguntó por qué. Ah... porque... porque me gusta mucho verte, le respondí. Ay, papi, qué bien, exclamó alegre, bueno, entonces nomás mándame un mensajito para darme la hora de tu llegada a la terminal y paso a buscarte.

Llegué a la ciudad poco antes del medio día. Me hija me esperaba estacionada a la salida de la terminal. Pasamos al super y de ahí nos jalamos para su casa, afuerita de la ciudad. Comí rico con ella y mis nietos. Traía yo tres camisetas estampadas para los chiquitines, chistosísimas, una bola de cristal con un paisajito nevado para la nieta mayor, para el muchachito una colección enmarcada de mariposas montadas (son insectos criados en invernaderos especiales, le advertí), y una jirafa amorfa y amarilla para la pequeñita, que quedó encantada y ya no la soltó. Llevé también una caja de cerillos grandota llena de semillas de frutas diferentes que había comido en mi viaje más reciente, así que con la ayuda de los tres chiquitines llenamos varias macetas de tierra lama y las plantamos. Escribimos etiquetitas con el nombre de cada fruta y el lugar donde crecía y se las pegamos a las macetas. ¿Y cuándo van a estar grandes, abue? Unos más pronto que otros...
Luego, mientras que mi hija atendía a una vecina amiga (¡Qué milagro que nos viene a ver, don Feli! Cómo cree, Violeta, si anduve por aquí hace apenas tres meses...), compuse la lámpara de la sala que alguna vez se le había estropeado y aproveché para afianzar la pata suelta de la vieja mecedora heredada de mi abuelo que le había regalado a mi hija.

La vecina se despidió de todos con las consabidas alharacas y pasamos a cenar a la luz del atardecer. Tamales y chocomil. Mi hija bañó a los escuinclitos en la tina. Para dormirlos, los acurruqué y les conté una nueva variación del mismo cuento de siempre, el de la civilización que vivía en casas construidas en árboles gigantes. Como era su sana costumbre, los tres se fueron durmiendo antes de que se los terminara de contar.

Para cuando levantamos la mesa mi hija y yo, la noche y sus estrellas nos cobijaban por completo. Mientras ella lavaba los platos y yo los secaba, me preguntó que qué quería hacer, que si se me antojaba visitar a sus padrinos, mis compadres. Podría ser... le respondí, ¿qué me sugieres? Mejor quédate, me dijo mientras enjuagaba los cinco jarritos, vamos a platicar, tiene rato que no nos actualizamos...

Era una noche cálida y clara, la luna casi llena. El patio y sus plantitas, todo iluminado de plata. La casa se sentía tan tranquila. Mi hija sacó aquel mezcalito que alguna vez le traje y nos sirvió un par de copitas. Sonaron las 10 de la noche en el campanario electrónico de la presidencia municipal. Sirvió dos traguitos más. Sonriendo brindamos con los ojos y nos quedamos un rato sin hablar, compartiendo un mismo cigarrito, oyendo a los grillitos afuera. Oía yo el canto agudo de las cigarras cuando mi hija se me quedó viendo. Su mirada, ojos entrecerrados, parecía medir la intimidad entre los dos. De repente se levantó y se pasó a mi lado de la mesa para sentarse en mis rodillas. Es una mujer alta, muy esbelta de talle y de pocas curvas. No pesa mucho. Me rodeó el cuello con sus brazos y mirándome a los ojos me dijo con mucha ternura, suavecito, a ver papi, dime por qué guardaste las fotos que te mandé.

Yo no sabía bien qué responderle. Vi en la profundidad de sus ojos. Me sorprendió notar unas incipientes arruguitas, de esas que se forman cuando se ríe uno mucho... Tal vez por el mismo motivo por el que tú me las mandaste, le susurré. Entonces ¿si te gustaron? Yo asentí con la cabeza sin perder su mirada, la que sostuvimos en un largo momento de silencio, de este lado del chirriar de grillos y cigarras y del insólito canto de un gallo distante, tan fuera de lugar. Sentí que temblaba todo su cuerpo y me di cuenta que yo también temblaba. Cómo me alegra que hayas podido visitarnos, me murmuró a la oreja, abrazándome. Su aliento estremeció a mi cuerpo entero.

Oye, me dijo lentamente, estoy medio cansada, quiero darme un buen bañito... ¿y tu qué, te vas a dormir así o te quieres bañar también? ¿No estás cansado? Noo, la verdad no, le respondí, frunciendo las cejas y moviendo la cabeza, casi sin poder hablar. Sentía yo su pequeño pecho, su pezón durito, apretado a mi brazo y sabía que ella, sentado sobre mi regazo, podía sentir mi emoción bajo sus muslos. Nos estaba sucediendo algo imposible de describir. Estábamos casi sudando, de nervios o de... Entonces sorbió la última gota de su mezcalito y con mucho cuidado colocó el vasito sobre la mesa sin hacer ruido, se volteó y me dio un beso suavecito en la boca, sus labios mojados sobre los míos. Ven, vamos a bañarnos ¿quiéres? ordenó de repente.

Entramos de la mano al baño. No es grande pero tiene tina y regadera. Qué prefieres, dijo. Regadera... no, tina...no, regadera... este, no sé, le dije, y nos soltamos riendo, muy nerviosos los dos, temblorosos. Pérame, me dijo mientras se agachaba para abrir las llaves de la regadera, saca dos toallas de ahí, me dijo; agarra el jabón de aquella repisita, huele bonito... Y salió descalza del baño mientras yo palpaba la temperatura del agua. Cuando volvió vi que traía en las manos su cámara digital. La puso en la mesita junto al lavamanos y la afocó hacia la tina y luego, sin más, se quitó la blusa y la falda. No traía ropa interior. Cuando me senté sobre la taza cubierta para quitarme los zapatos, me ayudó a desvestirme en silencio, primero la camisa, luego levantó del piso mis calzones y pantalones y los colgó hacendosamente de un gancho. Desnudos los dos, terminamos juntos de regular el agua de la regadera, como para prolongar el momento antes de entrar y mojarnos. Su espalda era blanca, casi sinuoso y se le marcaban las vértebras.

Lo bueno es que es calentador de paso, papi, no se acaba el agua caliente, dijo al colocarse bajo la regadera. Si pues, le respondí como un bobo. Seguía yo temblando tanto que no podía pensar bien en lo que estaba haciendo. La miraba y estaba preciosa. Esbelta, atlética, saludable. Al verla mojarse los cabellos tuve la sensación de que le brillaba la piel. Me abrazó para que me mojara yo también bajo el chorro. Compartimos el champú y los dos nos lavamos el pelo, alternándonos bajo la regadera. Y cada vez que cambiábamos de lugar, nos tocábamos más. A ver papi, te lavo la espalda, me dijo con el zacate en la mano. Me talló fuerte como si fuera un caballo y me fui relajando. Me talló los costados y abrazándome a mis espaldas, me restregó el pecho hasta tocarme el sexo. Cuidadosamente, me lo fue enjabonando con la mano derecha. Ora tu enjabóname, pa, dijo y yo, electrificado, le pasé el zacate por el cuerpo entero. Se dejó hacer sin decir nada, sus ojos y su boca entreabiertos, levantando los brazos ligeramente dándome a notar que no se había rasurado las axilas, dándose vueltas... el cuello, sus pequeños pechos, sus nalgas, la barriga. Me senté en el borde de la tina para enjabonarle las piernas y luego con gran delicadeza enjaboné su sexo. Suavemente. Con todos los dedos de mi mano. Habíamos parado de temblar. El vapor en el cuarto, tibio, nos envolvía en una niebla ensoñadora...

Yo sentado y su trasero contra mis ingles, mi sexo entre sus nalgas. De repente apoyó sus manos contra los azulejos de la pared, se arqueó hacia atrás y sentí cómo me resbalaba hacia su interior. Gimió bajito e hicimos el amor sin zozobra alguna, como si lo hubiéramos hecho toda la vida, explorándonos mútuamente de manera lenta. Sentí grande su orgasmo. Yo ya no estoy nuevo así que pude aguantarme para prolongar el momento. Nos sentíamos en confianza, reíamos con delicia. Sentí que me daba apretones con su coñito. ¿Te gusta que te muerda como perrito? pregunto con picardía. Volvimos a abrazarnos bajo la regadera y pensé en el calentador de paso... Ella se miraba feliz. Yo me sentía entero.

El agua salió caliente durante todo nuestro baño y nos costó cerrar la llave. Extenuados, abrimos la cortina y nos secamos el uno al otro con cariño. Yo me vestí pero ella decidió salir del baño en bata. La salidera, ¿no papi?, dijo sonriendo así que volvimos a la mesa para bebernos un último mezcalito. ¿Sabes? dijo, me alegra haberte mandado las fotos. ¡Ayyy... las fotos! exclamó, no nos tomamos ni una sola... y nos reímos. No hubiéramos podido fotografiarnos, le dije con aire de fotógrafo experto, se hubiera mojado toda. Uy, de eso ni te preocupes, me respondió, tiene video hasta de 30 minutos. Reímos de nuevo. Pa'la siguiente, le advertí. Si, me respondió, quiero vernos. Quiero vernos juntos, insistió.

Un largo silencio. Ay mi niña, ¿y ora qué va a pasar? le pregunté bajando la vista. Pues... vámonos a... vámonos-a-dormir-al-cuartodevisitas, susurró juguetona. No, en serio, insistí, qué vamos a hacer de aquí pa'l real. Ay papi, no sé... ¿que qué podemos hacer? No sé. Bueno, lo único que sé es que hoy se resolvieron cosas. ¿Cosas, m'hija? Cosas en mi cabeza, pa... ¿me entiendes? Qué... Tu crees que no debimos... No, mi chiquita. Pasó lo que tenía que pasar, ¿no? Si papi, murmuro muy quedito, con una muy tenue sonrisa. Y volvió suspirar, pasó. Ay, papá, no te preocupes, dijo y se levantó de la mesa. Al hacerlo se le abrió la bata y vi que su cuerpo seguía luminoso, brillante. Ya nos soltamos las greñas ¿no? Y con eso, que nos hizo reír por tercera vez, la luna pareció brillar más.

Todo ha cambiado desde entonces. Y a la vez nada cambió. Visito a mi hija con mayor frecuencia y las reuniones en su casa, con su marido y los niños, con sus amistades, adquirieron nueva dimensión. Percibo a mi hija ahora como una mujer muy entera, dueña de sí misma y noto con sorprendente claridad cómo impacta su carisma en quienes la rodean. En esto me incluyo. Y sé que además de amarla, la admiro. De vez en cuando se las arregla para viajar a la gran ciudad y pasar dos-tres días conmigo. Entonces la urbe nos brinda el privilegio del anonimato. Los amores con mi hija me llevan a cuidarme más, los dientes, la piel, el cabello... A ella le encanta cortarme las uñas de los pies. Una vez, sólo una vez, nos fotografiamos, desnudos en un sofá, haciendo piruetas, y luego, abrazados frente a la compu, seleccionamos las mejores fotos. Apenas tres. Pero tras de acariciar el monitor con los dedos para mostrarnos un ángulo, una posición, decidimos eliminarlas.

Aquellas cinco primeras imágenes siguen ahí, a mi vista. Ahora, los problemas tan macabros en los que está metido este país que nos tocó vivir, la indescriptible violencia que nos rodea, la estulticia de nuestra clase media y sus fobias hipócritas... todo me parece inconsecuente, irreal. Lo único de sustancia es lo que vivimos mi hija y yo de manera tan... tan tranquila.

4 comentarios - Las cinco fotos que me mandó mi hija

Grilloe26
y las fotos pues pa verlas
SercartocCostin
Si eso digo las fotos tambien,podrias haber incluidas algunas que no sean del relato para hacerlo mas interesante. A favoritos