...me giré hacia la camilla, me apoyé en la mesadita, y solté la imaginación. Y adiviná... ¡si, estabas ahí!
Como una perversa viciosa, pero la más recatada señorita en tus ojazos celestes, te habías acostado en la camilla, boca abajo, y me mirabas de frente. La luz amarillenta se difractaba en tus pupilas brillantes, y tu sonrisa húmeda me emplazaba en lo más agrietado y profundo de mis instintos.
La línea que formaba la unión de tus tetas, apretadas entre tus brazos, me invitaba desde el escote.
Empecé a adelantarme, pero me chistaste, mientras levantabas la mano como un agente de tránsito.
¡Chist!
Yo me detuve. Y vos, jugando sádicamente con mi depravación, te bajaste de la camilla, y te giraste lentamente. Advertí que tu rodilla estaba en perfecto estado, quizás lesionada en la realidad, pero completamente curada en mi ilusión corrompida, y estabas desnuda de la cintura para abajo. Tu cola dura me invitaba, y vos te acomodaste en la camilla, en la misma posición, pero al revés, de modo que tus piernas quedaron colgando a los lados, y el ojo de tu culo mirándome curioso. Tu camisola casi transparente apenas ocultaba tus areolas rosadas.
Tu vulva lucía húmeda, abierta y fragante, y me arrodillé como un devoto feligrés, frente al agujero de mi perdición. Tu depilado prolijo apenas mostraba una ligera sombra en los labios.
Y tu vulva, pulsátil e inflamada, parecía invitarme al beso...
Me acerqué lentamente, jugando con tu impaciencia, mientras oía como te reías por lo bajo. Aspiré la fragancia dulce de la mezcla de olores de tu entrepierna, y te lamí suavemente la unión entre el muslo y tu pelvis. Te lamí, te besé, y me fui arrimando a los bordes de la lujuriosa caverna rojiza en la que se había convertido tu vagina caliente. La rocé, la lamí tenuemente, la recorrí con ternura, y metí la lengua en el agujero que se calentaba cada vez más, inundándose de flujo tibio y dulzón. Lamí tu clítoris, lo acaricié, lamí el especio intermedio y besé tu culo. Lo lamí también, dibujando espirales sobre el agujero, que latía y vibraba. Tu clítoris estaba rojo, erecto y caliente, y yo no podía parar de lamerte como un postre prohibido.
Lamerte, besarte, chuparte, qué más da. Mientras llevaba a cabo el dulce agasajo, fui liberando mi cinturón, el botón, el cierre, y ya había caído mi pantalón a los pies de una poderosa erección.
¡¿Querés más?! Gemías, y me pareció escuchar un sssiiii... No tuve que pedírtelo. Abriste sutilmente tus piernas, y te entregaste a la penetración. Vaginal, sensual, lenta y pervertida. Te cogí con ternura, te apreté las nalgas y te escuché acabar; podía resistir un poco más. Te escupí, te salivé el culo y te metí un dedo, dos, lubricándote el ojete para lo que sabías que se venía. Y en el medio de un gemida, cuando acababas de nuevo, la saqué de tu vagina y te la puse lentamente en el culo. Te la apoyé en el agujero, y fui penetrando lentamente, mientras te quejabas, mientras reías, mientras te ponías golosa y gemías. Y cuando la cabeza de mi verga estaba completamente adentro, empecé a bombear. Te quejabas de nuevo. Te reías, y llorabas de la alegría; el olor era fascinante. Me incliné, y sin parar de cogerte por el culo, empecé a amasarte las tetas; tenías los pezones duros, y soltaste una exhalación muy caliente cuando acabaste de nuevo.
No la saques, acabá adentro por favor, lléname de leche, inundame... eehh...
Si, hija de puta, si. No hiciste más que terminar de decirlo, y el bombazo de semen tibio explotó en tu culo. No paré; estaba a punto de desmayarme de placer. Te seguí cogiendo, mientras vos te reías y acababas, te reías y acababas, te reías. Y acababas.
La saqué flojita, pero no pudiste reprimir el impulso de lamer la puntita para saborear la última gotita de semen.
Me abrazaste. Me besaste, lloraste y nos reímos juntos.
Y que el amor nos una para siempre.
Como una perversa viciosa, pero la más recatada señorita en tus ojazos celestes, te habías acostado en la camilla, boca abajo, y me mirabas de frente. La luz amarillenta se difractaba en tus pupilas brillantes, y tu sonrisa húmeda me emplazaba en lo más agrietado y profundo de mis instintos.
La línea que formaba la unión de tus tetas, apretadas entre tus brazos, me invitaba desde el escote.
Empecé a adelantarme, pero me chistaste, mientras levantabas la mano como un agente de tránsito.
¡Chist!
Yo me detuve. Y vos, jugando sádicamente con mi depravación, te bajaste de la camilla, y te giraste lentamente. Advertí que tu rodilla estaba en perfecto estado, quizás lesionada en la realidad, pero completamente curada en mi ilusión corrompida, y estabas desnuda de la cintura para abajo. Tu cola dura me invitaba, y vos te acomodaste en la camilla, en la misma posición, pero al revés, de modo que tus piernas quedaron colgando a los lados, y el ojo de tu culo mirándome curioso. Tu camisola casi transparente apenas ocultaba tus areolas rosadas.
Tu vulva lucía húmeda, abierta y fragante, y me arrodillé como un devoto feligrés, frente al agujero de mi perdición. Tu depilado prolijo apenas mostraba una ligera sombra en los labios.
Y tu vulva, pulsátil e inflamada, parecía invitarme al beso...
Me acerqué lentamente, jugando con tu impaciencia, mientras oía como te reías por lo bajo. Aspiré la fragancia dulce de la mezcla de olores de tu entrepierna, y te lamí suavemente la unión entre el muslo y tu pelvis. Te lamí, te besé, y me fui arrimando a los bordes de la lujuriosa caverna rojiza en la que se había convertido tu vagina caliente. La rocé, la lamí tenuemente, la recorrí con ternura, y metí la lengua en el agujero que se calentaba cada vez más, inundándose de flujo tibio y dulzón. Lamí tu clítoris, lo acaricié, lamí el especio intermedio y besé tu culo. Lo lamí también, dibujando espirales sobre el agujero, que latía y vibraba. Tu clítoris estaba rojo, erecto y caliente, y yo no podía parar de lamerte como un postre prohibido.
Lamerte, besarte, chuparte, qué más da. Mientras llevaba a cabo el dulce agasajo, fui liberando mi cinturón, el botón, el cierre, y ya había caído mi pantalón a los pies de una poderosa erección.
¡¿Querés más?! Gemías, y me pareció escuchar un sssiiii... No tuve que pedírtelo. Abriste sutilmente tus piernas, y te entregaste a la penetración. Vaginal, sensual, lenta y pervertida. Te cogí con ternura, te apreté las nalgas y te escuché acabar; podía resistir un poco más. Te escupí, te salivé el culo y te metí un dedo, dos, lubricándote el ojete para lo que sabías que se venía. Y en el medio de un gemida, cuando acababas de nuevo, la saqué de tu vagina y te la puse lentamente en el culo. Te la apoyé en el agujero, y fui penetrando lentamente, mientras te quejabas, mientras reías, mientras te ponías golosa y gemías. Y cuando la cabeza de mi verga estaba completamente adentro, empecé a bombear. Te quejabas de nuevo. Te reías, y llorabas de la alegría; el olor era fascinante. Me incliné, y sin parar de cogerte por el culo, empecé a amasarte las tetas; tenías los pezones duros, y soltaste una exhalación muy caliente cuando acabaste de nuevo.
No la saques, acabá adentro por favor, lléname de leche, inundame... eehh...
Si, hija de puta, si. No hiciste más que terminar de decirlo, y el bombazo de semen tibio explotó en tu culo. No paré; estaba a punto de desmayarme de placer. Te seguí cogiendo, mientras vos te reías y acababas, te reías y acababas, te reías. Y acababas.
La saqué flojita, pero no pudiste reprimir el impulso de lamer la puntita para saborear la última gotita de semen.
Me abrazaste. Me besaste, lloraste y nos reímos juntos.
Y que el amor nos una para siempre.
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