El siguiente relato surgió de pronto, en una noche llena de ideas, surgió del deseo que me provocaba hacer algo así. Lo llevamos de la ficción a la realidad, aunque no tan fiel al original, pero el disfrute fue el máximo. Es escrito por mi, pero desde la perspectiva de Mónica
Dolor de colores
...tan suave como la seda, que sirve de recinto para mi piel. Puedo sentir cada una de sus suaves fibras blancas en contacto con mi epidermis, soportando con firmeza y suavidad el cuerpo que año tras año cuido de manera exagerada. Una suave almohada, tan sublime como un manto de hojas en otoño, mantiene firme ése perfil de mi rostro que está clavado en ella. Mis piernas están totalmente rectas; mis brazos están totalmente erectos; mi cuerpo entero está en su máxima rectitud...
Ese rayo de luz que tanto me gustó al entrar ahora se posa sobre mí, benigno, puro, radiante como el faro más brillante. Ilumina mi piel, la cual se confunde con las sábanas por lo blanquecina de su tez. Desde la punta de mis pies hasta ese puente entre mi espalda y mi cabeza, en el cual reposa una de mis maravillas; una parte de mi identidad; aquello que sorprende a todos los incautos que posan su mirada sobre él: Mi bestia cobre rojiza. A veces indomable; a veces apacible. Mi cabello...
No siempre fue así. Durante mi vida pasó de estar tan largo como la bufanda de quien se abriga del frío, a estar tan corto como lo reflejan los retratos de la última reina de la dinastía Ptolemaica. Aunque siempre mantuvo una misma virtud: Su color, como el café molido, castaño sin llegar a negro, brillante ante la luz. Virtud que, años más tarde, profané, convirtiéndolo en lo que es actualmente, mi bestia cobre rojiza
Sin irme mucho del tema, ya que tengo la imaginación más grande que he conocido, ego fuera, seré sincera. No es que antes no lo haya sido, es que es de humanos resaltar las palabras para que suenen con más veracidad, como si eso fuese posible.
La cama no debe medir más de 2 metros de largo, suficiente para albergar mi cuerpo y sobre cierto espacio, ya que, a pesar de mis 20 años, mi estatura no supera el metro sesenta. Quizás por eso tengo esa, llamaría yo pasión, hacia aquellos zapatos cuya parte trasera se eleva, forzándome a caminar casi de puntillas, cuya bailarina de ballet amaría, y obligando a todo mi cuerpo a esculpirse a su modo. Ellos, negros como el azabache, cortos como mi pie, en éste momento calzados en mi, atados a mí, obligados a permanecer en esa posición hasta que alguna mano decida liberarlos de tal presión...
El silencio de la habitación es interrumpido continuamente por el choque del suelo con la suela de los zapatos de alguien que va más allá de todo lo que se me puede permitir: Él. Quien dicta y ordena: Él. Quien dirige y maneja: Él. Quien hace lo que quiere en mí sin recibir ni una queja a cambio: Él. El que posee el otro extremo de la cuerda que la conspiración tejió, hace muchos años, desde mi cuerpo hasta el suyo. Quien imaginaría que dicho pensamiento sería más literal de lo esperado.
La razón de la resonancia de sus pasos no es otra que la preparación del ritual de aprendizaje más viejo que existe: El castigo. Sí, castigo. Maldigo el día en el qué, por motivos que no vienen a lugar, miré sus ojos antes que él lo pidiera. Maldigo ése mismo día cuando, horas antes, acabé yo con el silencio que siempre viene después de el típico repique telefónico, cosa que por órdenes de él, no podía hacer. Maldigo todos y cada uno de mis errores porque él me lo da todo. Maldigo este síndrome de Estocolmo que me ata a quien me captura. Maldigo mis maldiciones porque todo lo que maldigo es, de una manera u otra, lo que hace que mi cuerpo se excite hasta niveles imposibles de alcanzar de otra forma...
Sus pasos suenan de aquí para allá. Su voz resuena en un eco perdido en el frío de las montañas coloniales. El miedo invade mis venas. Las preguntas violentan mi cabeza. ¿Qué hará?, ¿Qué usará ésta vez? ¿Cómo lo hará? Nada. Es la única respuesta que me llega: Nada. Jamás adivino lo que hará hasta que está haciéndolo. Sabe perfectamente como engañarme para que parezca que no hará nada. Me maneja a su antojo aunque parezca que no lo hace. Como el mismo dice: "No doy un movimiento sin un motivo"
¡MMMMM! Es el único ruido que pude hacer. ¡MMMM! Nuevamente. No soy capaz de hace nada más. No con esa bola de cuerda dentro de mi boca. Por más que intente gritar con fuerza no saldrá más que una simple hilera de sonidos uniformes y apagados. ¡MMMM!. Una y otra vez. Como me encantaría ver su sonrisa en éste momento. Esa sonrisa, malvada y firme. Sensual y centrada. Sin una pizca de buenas intensiones. Esa sonrisa a la que le entrego todo mi ser. Esa sonrisa que desata mis nervios cuando se desvanece de pronto...
Él lo disfruta tanto como yo. Sí, lo disfruto. Disfruto cada vez que pasa. ¿Cómo puede ser posible que me sienta culpable de cometer un error pero me fascine recibir el castigo que dicho error conlleva? No lo sé. No quiero saberlo. Simplemente quiero seguir disfrutando de mi desobediencia excitante. Quizás algún día lo comprenda, pero no será porque yo busque la respuesta, como erudita que soy, sino que llegue a mi mente de manera incógnita y se aloje hasta que sea descubierta por esos pensamientos hambrientos de conocimiento.
¿Qué hace? ¿Por qué siento mi espalda caliente y sensible? Cada cierto tiempo cae un líquido que se vuelve sólido al contacto con mi piel. Un líquido caliente, ferviente, apasionado por mí, deseoso de tocarme, de sensibilizar mi piel. El líquido cae y resbala por mis costados, o simplemente se concentra y se enfría. El área de azote cada vez es más grande: comenzó como una simple gota en la parte baja de mi espalda y ahora se apodera de toda la parte trasera de mi torso. Sube poco a poco nuevamente hasta que, ¡espera!... Se detuvo.
¿Por qué frenó tan romántico acto? ¿Por qué justo ahora que lo estaba disfrutando? ¿Por qué? La respuesta estaba a flor de piel, literalmente. El silencio se apodera de la habitación. Sólo logro oír un par de pasos. Entre mi respiración agitada y mi pulso acelerado, no puedo escuchar nada más. ¡MMMMMMMMMMMMMMMMMM! Hasta ahora, el grito más grande que diera en toda la noche. Aquél líquido, nuevamente. Pero ésta vez con más fiereza, más calor, más fervor. Lo ubico en mi tesoro más preciado: Mi trasero. Aquel que, siempre que voy a su encuentro, luce las prendas más finas y atrevidas que puedo conseguir. Aquel que tantas nalgadas ha recibido. Aquel que tantas erecciones le causó al posar sus fuertes manos sobre el...
2...3...5...9... Perdí la cuenta de cuantas veces azotó mi trasero con aquel líquido ya mencionado. Cada una fue un grito de pasión. Un grito de amor, de excitación, de exaltación...Todo disfrazado bajo la máscara del dolor. Dolor que penetra cada uno de los centímetros que toca dicho medio de tortura. Tortura romántica y apasionada.
De pronto, siento un segundo líquido. Éste me es más familiar. El líquido que sus palabras hacen brotar. El líquido que facilita la entrada de ese intruso a mi cuerpo. El líquido que libero cuando el placer me agobia. El líquido que produce mi vagina cuando mi excitación me invade. Estaba húmeda. Que digo húmeda, ¡Mojada! El placer del dolor hizo que de mi vagina brotara ése líquido en cantidades exorbitantes. Cosa que sólo Él puede lograr...
Y, en un instante, todo fue calma. Los pasos se escuchaban triunfantes... Satisfechos. Se aleja y se acerca nuevamente. Un "click" delata lo que está haciendo: Me fotografía. Mejor dicho, fotografía mi cuerpo. Las fotos no son para mí, por supuesto. El pensar en cosas que él pueda darme es simplemente estúpido. Yo acepto lo que me dé, cuando me lo dé, donde me lo dé. De resto, lo único que involuntaria pero deseosamente pido es el castigo que sus manos me dan.
Y allí estaba él. Fotografiando una y otra vez. Desde distintos ángulos. Observando su obra de arte. Deseando mostrarla al mundo. Una, y otra, y otra más... Ya perdí la cuenta otra vez. Mi cuerpo aún está muy ocupado enviando señales de dolor a todas las zonas inundadas por el placer del castigo. Los pasos se acercan y, por primera vez desde que todo comenzó, siento su piel: Caliente, suave y firme, como siempre. Desata con agilidad ese supresor... Ese aislador... Ese objeto que cubría mis ojos para evitar saber lo que estaba haciendo. La luz ciega mis ojos por un instante. Comienzo a ver borroso, hasta que me acostumbro otra vez a la luz. Un rayo de luz cruza la habitación desde la ventana hasta mi espalda. Aún no puedo girar la cabeza, las cuerdas me lo impiden...
Cuerdas. Sí, cuerdas. Atada de pies a cabeza. Manteniendo recto mi cuerpo, quizás para tener un área de trabajo mayor, quizás porque así le dio la gana de hacerlo. Quién sabe. Da la vuelta, se posa al final de la cama y libera la presión de mis pies. Vuelve y libera, primero un brazo, luego el otro, luego el cuello. Me extrañó que atara mi cuello, jamás lo había hecho pero, para sorpresas, Él. Me ordena, con una voz suave y vencedora, que me ponga de pie. Mi piel arde. Duele. Ama. Aún es muy pronto para saber qué es eso que tengo en mi espalda pero, más rápido de lo que yo pensaba, me acerca a un espejo y me pide que observe...
¡WAAO! Mis ojos no lo pueden creer. Mi mente no estaba preparada para vislumbrar algo así. Decenas de lágrimas duras de colores, como gotas en la madera, se deslizan desde mi espalda y trasero hasta los laterales de mi cuerpo. Decenas de coloridos caminos recorren el trecho antes mencionado. Me voltea una vez más y me muestra el objeto de tortura: Velas. Muchas velas de colores, encendidas, que fueron derramando su cera vital sobre mí al ritmo que Él impuso. Decenas de velas que hicieron posible ésta obra de arte viviente. Ésta maravilla que hoy hizo de mí. Es el mejor regalo que he recibido de su parte desde aquél objeto.
Inmediatamente me volteo y, con lágrimas en los ojos, me arrodillo ante Él. -Gracias por éste regalo. Gracias por regalarme éste castigo. Gracias por recordarme que mi cuerpo es tu lienzo y tú eres el pincel que se desliza sobre mí para crear obras como ésta. Gracias- Él simplemente sonríe. No esperaba más. Es todo lo que esperaba recibir y es todo lo que necesito de Él. Esa sonrisa que sirve para moverse entre esas 2 almas que posee. Esa sonrisa que me libera de mi miedo. Esa sonrisa que pone punto y final a esa obra que ambos amamos. Ahora soy libre, por así decirlo, para admirar mi cuerpo desnudo. Desnudo y cubierto a la vez. Cubierto de colores...
Cubierto de Dolor de colores...
Dolor de colores
...tan suave como la seda, que sirve de recinto para mi piel. Puedo sentir cada una de sus suaves fibras blancas en contacto con mi epidermis, soportando con firmeza y suavidad el cuerpo que año tras año cuido de manera exagerada. Una suave almohada, tan sublime como un manto de hojas en otoño, mantiene firme ése perfil de mi rostro que está clavado en ella. Mis piernas están totalmente rectas; mis brazos están totalmente erectos; mi cuerpo entero está en su máxima rectitud...
Ese rayo de luz que tanto me gustó al entrar ahora se posa sobre mí, benigno, puro, radiante como el faro más brillante. Ilumina mi piel, la cual se confunde con las sábanas por lo blanquecina de su tez. Desde la punta de mis pies hasta ese puente entre mi espalda y mi cabeza, en el cual reposa una de mis maravillas; una parte de mi identidad; aquello que sorprende a todos los incautos que posan su mirada sobre él: Mi bestia cobre rojiza. A veces indomable; a veces apacible. Mi cabello...
No siempre fue así. Durante mi vida pasó de estar tan largo como la bufanda de quien se abriga del frío, a estar tan corto como lo reflejan los retratos de la última reina de la dinastía Ptolemaica. Aunque siempre mantuvo una misma virtud: Su color, como el café molido, castaño sin llegar a negro, brillante ante la luz. Virtud que, años más tarde, profané, convirtiéndolo en lo que es actualmente, mi bestia cobre rojiza
Sin irme mucho del tema, ya que tengo la imaginación más grande que he conocido, ego fuera, seré sincera. No es que antes no lo haya sido, es que es de humanos resaltar las palabras para que suenen con más veracidad, como si eso fuese posible.
La cama no debe medir más de 2 metros de largo, suficiente para albergar mi cuerpo y sobre cierto espacio, ya que, a pesar de mis 20 años, mi estatura no supera el metro sesenta. Quizás por eso tengo esa, llamaría yo pasión, hacia aquellos zapatos cuya parte trasera se eleva, forzándome a caminar casi de puntillas, cuya bailarina de ballet amaría, y obligando a todo mi cuerpo a esculpirse a su modo. Ellos, negros como el azabache, cortos como mi pie, en éste momento calzados en mi, atados a mí, obligados a permanecer en esa posición hasta que alguna mano decida liberarlos de tal presión...
El silencio de la habitación es interrumpido continuamente por el choque del suelo con la suela de los zapatos de alguien que va más allá de todo lo que se me puede permitir: Él. Quien dicta y ordena: Él. Quien dirige y maneja: Él. Quien hace lo que quiere en mí sin recibir ni una queja a cambio: Él. El que posee el otro extremo de la cuerda que la conspiración tejió, hace muchos años, desde mi cuerpo hasta el suyo. Quien imaginaría que dicho pensamiento sería más literal de lo esperado.
La razón de la resonancia de sus pasos no es otra que la preparación del ritual de aprendizaje más viejo que existe: El castigo. Sí, castigo. Maldigo el día en el qué, por motivos que no vienen a lugar, miré sus ojos antes que él lo pidiera. Maldigo ése mismo día cuando, horas antes, acabé yo con el silencio que siempre viene después de el típico repique telefónico, cosa que por órdenes de él, no podía hacer. Maldigo todos y cada uno de mis errores porque él me lo da todo. Maldigo este síndrome de Estocolmo que me ata a quien me captura. Maldigo mis maldiciones porque todo lo que maldigo es, de una manera u otra, lo que hace que mi cuerpo se excite hasta niveles imposibles de alcanzar de otra forma...
Sus pasos suenan de aquí para allá. Su voz resuena en un eco perdido en el frío de las montañas coloniales. El miedo invade mis venas. Las preguntas violentan mi cabeza. ¿Qué hará?, ¿Qué usará ésta vez? ¿Cómo lo hará? Nada. Es la única respuesta que me llega: Nada. Jamás adivino lo que hará hasta que está haciéndolo. Sabe perfectamente como engañarme para que parezca que no hará nada. Me maneja a su antojo aunque parezca que no lo hace. Como el mismo dice: "No doy un movimiento sin un motivo"
¡MMMMM! Es el único ruido que pude hacer. ¡MMMM! Nuevamente. No soy capaz de hace nada más. No con esa bola de cuerda dentro de mi boca. Por más que intente gritar con fuerza no saldrá más que una simple hilera de sonidos uniformes y apagados. ¡MMMM!. Una y otra vez. Como me encantaría ver su sonrisa en éste momento. Esa sonrisa, malvada y firme. Sensual y centrada. Sin una pizca de buenas intensiones. Esa sonrisa a la que le entrego todo mi ser. Esa sonrisa que desata mis nervios cuando se desvanece de pronto...
Él lo disfruta tanto como yo. Sí, lo disfruto. Disfruto cada vez que pasa. ¿Cómo puede ser posible que me sienta culpable de cometer un error pero me fascine recibir el castigo que dicho error conlleva? No lo sé. No quiero saberlo. Simplemente quiero seguir disfrutando de mi desobediencia excitante. Quizás algún día lo comprenda, pero no será porque yo busque la respuesta, como erudita que soy, sino que llegue a mi mente de manera incógnita y se aloje hasta que sea descubierta por esos pensamientos hambrientos de conocimiento.
¿Qué hace? ¿Por qué siento mi espalda caliente y sensible? Cada cierto tiempo cae un líquido que se vuelve sólido al contacto con mi piel. Un líquido caliente, ferviente, apasionado por mí, deseoso de tocarme, de sensibilizar mi piel. El líquido cae y resbala por mis costados, o simplemente se concentra y se enfría. El área de azote cada vez es más grande: comenzó como una simple gota en la parte baja de mi espalda y ahora se apodera de toda la parte trasera de mi torso. Sube poco a poco nuevamente hasta que, ¡espera!... Se detuvo.
¿Por qué frenó tan romántico acto? ¿Por qué justo ahora que lo estaba disfrutando? ¿Por qué? La respuesta estaba a flor de piel, literalmente. El silencio se apodera de la habitación. Sólo logro oír un par de pasos. Entre mi respiración agitada y mi pulso acelerado, no puedo escuchar nada más. ¡MMMMMMMMMMMMMMMMMM! Hasta ahora, el grito más grande que diera en toda la noche. Aquél líquido, nuevamente. Pero ésta vez con más fiereza, más calor, más fervor. Lo ubico en mi tesoro más preciado: Mi trasero. Aquel que, siempre que voy a su encuentro, luce las prendas más finas y atrevidas que puedo conseguir. Aquel que tantas nalgadas ha recibido. Aquel que tantas erecciones le causó al posar sus fuertes manos sobre el...
2...3...5...9... Perdí la cuenta de cuantas veces azotó mi trasero con aquel líquido ya mencionado. Cada una fue un grito de pasión. Un grito de amor, de excitación, de exaltación...Todo disfrazado bajo la máscara del dolor. Dolor que penetra cada uno de los centímetros que toca dicho medio de tortura. Tortura romántica y apasionada.
De pronto, siento un segundo líquido. Éste me es más familiar. El líquido que sus palabras hacen brotar. El líquido que facilita la entrada de ese intruso a mi cuerpo. El líquido que libero cuando el placer me agobia. El líquido que produce mi vagina cuando mi excitación me invade. Estaba húmeda. Que digo húmeda, ¡Mojada! El placer del dolor hizo que de mi vagina brotara ése líquido en cantidades exorbitantes. Cosa que sólo Él puede lograr...
Y, en un instante, todo fue calma. Los pasos se escuchaban triunfantes... Satisfechos. Se aleja y se acerca nuevamente. Un "click" delata lo que está haciendo: Me fotografía. Mejor dicho, fotografía mi cuerpo. Las fotos no son para mí, por supuesto. El pensar en cosas que él pueda darme es simplemente estúpido. Yo acepto lo que me dé, cuando me lo dé, donde me lo dé. De resto, lo único que involuntaria pero deseosamente pido es el castigo que sus manos me dan.
Y allí estaba él. Fotografiando una y otra vez. Desde distintos ángulos. Observando su obra de arte. Deseando mostrarla al mundo. Una, y otra, y otra más... Ya perdí la cuenta otra vez. Mi cuerpo aún está muy ocupado enviando señales de dolor a todas las zonas inundadas por el placer del castigo. Los pasos se acercan y, por primera vez desde que todo comenzó, siento su piel: Caliente, suave y firme, como siempre. Desata con agilidad ese supresor... Ese aislador... Ese objeto que cubría mis ojos para evitar saber lo que estaba haciendo. La luz ciega mis ojos por un instante. Comienzo a ver borroso, hasta que me acostumbro otra vez a la luz. Un rayo de luz cruza la habitación desde la ventana hasta mi espalda. Aún no puedo girar la cabeza, las cuerdas me lo impiden...
Cuerdas. Sí, cuerdas. Atada de pies a cabeza. Manteniendo recto mi cuerpo, quizás para tener un área de trabajo mayor, quizás porque así le dio la gana de hacerlo. Quién sabe. Da la vuelta, se posa al final de la cama y libera la presión de mis pies. Vuelve y libera, primero un brazo, luego el otro, luego el cuello. Me extrañó que atara mi cuello, jamás lo había hecho pero, para sorpresas, Él. Me ordena, con una voz suave y vencedora, que me ponga de pie. Mi piel arde. Duele. Ama. Aún es muy pronto para saber qué es eso que tengo en mi espalda pero, más rápido de lo que yo pensaba, me acerca a un espejo y me pide que observe...
¡WAAO! Mis ojos no lo pueden creer. Mi mente no estaba preparada para vislumbrar algo así. Decenas de lágrimas duras de colores, como gotas en la madera, se deslizan desde mi espalda y trasero hasta los laterales de mi cuerpo. Decenas de coloridos caminos recorren el trecho antes mencionado. Me voltea una vez más y me muestra el objeto de tortura: Velas. Muchas velas de colores, encendidas, que fueron derramando su cera vital sobre mí al ritmo que Él impuso. Decenas de velas que hicieron posible ésta obra de arte viviente. Ésta maravilla que hoy hizo de mí. Es el mejor regalo que he recibido de su parte desde aquél objeto.
Inmediatamente me volteo y, con lágrimas en los ojos, me arrodillo ante Él. -Gracias por éste regalo. Gracias por regalarme éste castigo. Gracias por recordarme que mi cuerpo es tu lienzo y tú eres el pincel que se desliza sobre mí para crear obras como ésta. Gracias- Él simplemente sonríe. No esperaba más. Es todo lo que esperaba recibir y es todo lo que necesito de Él. Esa sonrisa que sirve para moverse entre esas 2 almas que posee. Esa sonrisa que me libera de mi miedo. Esa sonrisa que pone punto y final a esa obra que ambos amamos. Ahora soy libre, por así decirlo, para admirar mi cuerpo desnudo. Desnudo y cubierto a la vez. Cubierto de colores...
Cubierto de Dolor de colores...
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