Éramos un matrimonio feliz. Habían pasado ya seis años desde aquella fiesta en que ella usó aquel vestido blanco, que la convirtió en la mujer más atractiva del universo. Esa atracción, con el tiempo, lejos de disiparse, se incrementó exponencialmente. Por eso jamás alcancé a comprender a aquellos que argumentaban haber caído en la rutina, rutina que arruina todo y que extingue la pareja, dejando solamente un matrimonio convencional, tierno pero aburrido y sin erotismo.
Ella argumentó que nuestro secreto estaba en la fidelidad. Habíamos conseguido, gracias al amor mutuo, cerrar nuestra visión, gozar nuestro propio mundo, y sólo para observarnos mutuamente. Y era cierto. Me parecía entonces que aquel mundo en el cual las parejas se engañaban era sólo un invento, alimentado reiteradamente por una cultura que sólo se detiene y observa lo sorprendente y asombroso, lo escandaloso, y nunca el sano calor de una familia bien constituida.
Sin embargo, mi amada esposa me informaba que aquel mundo sí existía. Que ella lo percibía en su trabajo día a día. Que había un muchacho llamado Fabián, encargado de repartir la correspondencia, que era el "juguete" de las mujeres desairadas en su cama matrimonial. Que muchas gozaban de aventuras con él, y que quien probaba, reincidía.
La persistencia de estos desaires matrimoniales, se trasladaba en una entrega crónica hacia aquel muchacho, que ya había obtenido favores de aquella situación: su falta de horarios y de entrega al trabajo, se remediaba con aquellos servicios bien reservados. Esta falta de profesionalismo en la empresa desagradaba a mi esposa, quien se encontraba impotente ante una situación consolidada, y ante la cual parecía existir acuerdo total.
“Es por eso que las demás mujeres no vuelven deseosas de sus maridos”, me decía mi mujer, quien cada tarde en su vuelta al hogar, se encontraba radiante para avivar una vez más, nuestra privilegiada relación.
Aquella reiterada expresión del instinto y del amor que vivíamos día a día, tuvo que toparse con una feliz interrupción: el embarazo, iba a nacer Naty. La felicidad nos colmaba, de manera que las privaciones físicas habían devenido en absurdos deseos carnales. Así lo entendió ella, a los dos meses de embarazo: "amor, realmente no tengo ganas… y además, temo por la salud del bebe". Había perdido todo apetito sexual y ello era entendible.
Sin embargo, no se había olvidado de su hombre. Me satisfacía con su mano, mientras yo le tocaba la panza muy tiernamente: era nuestra nueva forma sexual. Tal vez no era óptima, pero era nuestra, y para mí era suficiente.
O al menos eso creía, ya que en aquella fiesta de fin de año, mis pensamientos no eran los de un mortal satisfecho en sus instintos. Observaba con monumental curiosidad a las compañeras de trabajo de mi mujer, aquellas que yo sabía eran infieles con el "casanova" de la empresa, y eso me erotizaba. Saber que esas mujeres eran "agarradas" en sus partes íntimas en los pasillos, en los ascensores, en el sótano, o en el mismo despacho donde trabajaban, para luego volver al trabajo, y a su esposo, y a su familia, así, "como si nada hubiera pasado", me volvía chiflado. Aunque a mi mujer le disgustara todo eso.
Las seguí observando, libremente, ya que mi mujer estaba ultimando algunos balances antes de que terminara el año: un ritual con el cual ya estaba familiarizado. Desde que la conocí asistía a los festejos de la empresa con los informes y memos de último momento, que no pueden esperar ni a que pase la fiesta. Por ello, aprovechaba para socializar con los compañeros de trabajo de mi mujer en estos momentos de soledad. Con el tiempo los considere también mis amigos.
En ello estaba en aquella celebración cuando noté que mi amada mujer había olvidado los papeles de trabajo que había traído consigo a esta reunión que, según sus propios dichos, resultaban elementales para concebir la estrategia comercial para el año venidero: seguramente los estaría necesitando, y decidí ayudar, no sólo a ella, sino a quienes ya consideraba mis amigos: los miembros de la empresa.
Tomé en mis manos aquellos documentos y me dirigí a la sala de reuniones. Golpeé suavemente la puerta y nadie contestó. Seguí golpeando con más fuerza y la puerta se abrió. No había nadie allí.
Intrigado, pregunté al ayudante de cocina donde estaba mi señora. Me señaló que había visto una mujer embarazada dirigirse a la parte trasera de la residencia, donde estaba el establo, con aquellos hermosos caballos propiedad del dueño de la empresa.
Me encaminé al encuentro de mi esposa, pensando que podría admirar de pasada aquellos fascinantes ejemplares equinos, que esperaba algún día poder cabalgar. No fue agradable percibir que si a alguien estaban "cabalgando", era a mi esposa.
Esta estaba agachada y entregada, apoyándose en una mesa. Su vestido estaba levantado, mostrando enteramente su cola que, aun estando embarazada, era hermosa. Su parte más íntima era ferozmente embestida por un muchacho, que parecía explotar de un momento a otro. Encima, mientras la cogía salvajemente, acariciaba la pancita de mi mujer, diciéndole que no había nada más hermoso que una pancita embarazada.
En seguida le llevó una mano hacia la boca de mi esposa para que ella le chupe los dedos.
En ese instante ella explotó de una manera espectacular. No es que conmigo no disfrutase, nuestros momentos eróticos eran realmente significativos: pero esto era inconmensurable. No era esa mezcla de excitación y ternura, sexo y amor, sino que se trataba de un grito instintivo, primario, desgarrador.
El siguió por un largo rato, mientras ella pacientemente esperaba. Ella le dijo no tener apuro alguno y que disfrutaba sintiéndolo gozar. Al finalizar, el tal Fabián se abalanzó sobre mi mujer y se puso a darle maza con gran potencia, a pesar de tratarse de una frágil mujer embarazada. Grito y gimió con locura, mientras utilizaba a mi hembra para su placer.
También pude comprobar atónito que el tipo no había usado preservativo. Con un sifón el le limpió lo que se pudo limpiar, luego de semejante desparramo de leche de hombre. Ella le pidió que esta vez le consienta retener su bombacha, que estaba chorreando leche y la necesitaba. El accedió, y luego de literalmente bañarse en perfume, mi mujer fue a mi encuentro.
El resto de aquel festejo transcurrió con ella indagándome por que me sentía mal. "Algunas copas de más", sostuve yo, ocultando el verdadero motivo, que solo converso, hasta el día de hoy, con mi almohada.
Observar lo que vi fue muy doloroso para mí. El pensar en Fabián me destruye. El muchacho de los mandados debe regocijarse en someter sexualmente a una gerente de la empresa, una mujer de una clase más alta, que además está embarazada. Una mujer que hoy le niega, con pretextos, el sexo a su marido, pero no a él.
También pensé en mis "amigos" de la empresa donde trabaja mi señora. Aquellos lazos de amistad fueron sustituidos por un ilimitado sentimiento de vergüenza e inferioridad, al imaginar la opinión que ellos tendrían de mí: debo ser la broma de cada reunión. ¿qué percibirán al mirarme?. ¿Un cornudo?: seguro. ¿Un pobre tipo?: también.
La vez siguiente que hice el amor a mi mujer "a nuestra manera", lloré. Ella no entendía por qué una paja y acariciar su panza me hacían llorar, pero más que nada le pareció tierno, así que no se desarticuló en interrogaciones. Eso me sirvió para desahogarme, aunque no niego que alguna vez la evocación de lo sucedido me excitó.
Hoy no puedo abandonarla, a pesar de que sé que cada vez que vuelve de su trabajo con ganas de "revivir nuestro amor", es por la excitación y ardor que le produjo coger con otro, haciéndome cornudo. Es que ahora entendí que su infidelidad "aceitó" mi matrimonio impidiendo la rutina y el hastío.
Seguramente algún día le diré que lo sé, que sé que me engañó. Hoy no estoy listo, pero algún día lo estaré… y lloraremos juntos y seguiremos adelante.
autor: hombre infiel
fuente:reservada
Ella argumentó que nuestro secreto estaba en la fidelidad. Habíamos conseguido, gracias al amor mutuo, cerrar nuestra visión, gozar nuestro propio mundo, y sólo para observarnos mutuamente. Y era cierto. Me parecía entonces que aquel mundo en el cual las parejas se engañaban era sólo un invento, alimentado reiteradamente por una cultura que sólo se detiene y observa lo sorprendente y asombroso, lo escandaloso, y nunca el sano calor de una familia bien constituida.
Sin embargo, mi amada esposa me informaba que aquel mundo sí existía. Que ella lo percibía en su trabajo día a día. Que había un muchacho llamado Fabián, encargado de repartir la correspondencia, que era el "juguete" de las mujeres desairadas en su cama matrimonial. Que muchas gozaban de aventuras con él, y que quien probaba, reincidía.
La persistencia de estos desaires matrimoniales, se trasladaba en una entrega crónica hacia aquel muchacho, que ya había obtenido favores de aquella situación: su falta de horarios y de entrega al trabajo, se remediaba con aquellos servicios bien reservados. Esta falta de profesionalismo en la empresa desagradaba a mi esposa, quien se encontraba impotente ante una situación consolidada, y ante la cual parecía existir acuerdo total.
“Es por eso que las demás mujeres no vuelven deseosas de sus maridos”, me decía mi mujer, quien cada tarde en su vuelta al hogar, se encontraba radiante para avivar una vez más, nuestra privilegiada relación.
Aquella reiterada expresión del instinto y del amor que vivíamos día a día, tuvo que toparse con una feliz interrupción: el embarazo, iba a nacer Naty. La felicidad nos colmaba, de manera que las privaciones físicas habían devenido en absurdos deseos carnales. Así lo entendió ella, a los dos meses de embarazo: "amor, realmente no tengo ganas… y además, temo por la salud del bebe". Había perdido todo apetito sexual y ello era entendible.
Sin embargo, no se había olvidado de su hombre. Me satisfacía con su mano, mientras yo le tocaba la panza muy tiernamente: era nuestra nueva forma sexual. Tal vez no era óptima, pero era nuestra, y para mí era suficiente.
O al menos eso creía, ya que en aquella fiesta de fin de año, mis pensamientos no eran los de un mortal satisfecho en sus instintos. Observaba con monumental curiosidad a las compañeras de trabajo de mi mujer, aquellas que yo sabía eran infieles con el "casanova" de la empresa, y eso me erotizaba. Saber que esas mujeres eran "agarradas" en sus partes íntimas en los pasillos, en los ascensores, en el sótano, o en el mismo despacho donde trabajaban, para luego volver al trabajo, y a su esposo, y a su familia, así, "como si nada hubiera pasado", me volvía chiflado. Aunque a mi mujer le disgustara todo eso.
Las seguí observando, libremente, ya que mi mujer estaba ultimando algunos balances antes de que terminara el año: un ritual con el cual ya estaba familiarizado. Desde que la conocí asistía a los festejos de la empresa con los informes y memos de último momento, que no pueden esperar ni a que pase la fiesta. Por ello, aprovechaba para socializar con los compañeros de trabajo de mi mujer en estos momentos de soledad. Con el tiempo los considere también mis amigos.
En ello estaba en aquella celebración cuando noté que mi amada mujer había olvidado los papeles de trabajo que había traído consigo a esta reunión que, según sus propios dichos, resultaban elementales para concebir la estrategia comercial para el año venidero: seguramente los estaría necesitando, y decidí ayudar, no sólo a ella, sino a quienes ya consideraba mis amigos: los miembros de la empresa.
Tomé en mis manos aquellos documentos y me dirigí a la sala de reuniones. Golpeé suavemente la puerta y nadie contestó. Seguí golpeando con más fuerza y la puerta se abrió. No había nadie allí.
Intrigado, pregunté al ayudante de cocina donde estaba mi señora. Me señaló que había visto una mujer embarazada dirigirse a la parte trasera de la residencia, donde estaba el establo, con aquellos hermosos caballos propiedad del dueño de la empresa.
Me encaminé al encuentro de mi esposa, pensando que podría admirar de pasada aquellos fascinantes ejemplares equinos, que esperaba algún día poder cabalgar. No fue agradable percibir que si a alguien estaban "cabalgando", era a mi esposa.
Esta estaba agachada y entregada, apoyándose en una mesa. Su vestido estaba levantado, mostrando enteramente su cola que, aun estando embarazada, era hermosa. Su parte más íntima era ferozmente embestida por un muchacho, que parecía explotar de un momento a otro. Encima, mientras la cogía salvajemente, acariciaba la pancita de mi mujer, diciéndole que no había nada más hermoso que una pancita embarazada.
En seguida le llevó una mano hacia la boca de mi esposa para que ella le chupe los dedos.
En ese instante ella explotó de una manera espectacular. No es que conmigo no disfrutase, nuestros momentos eróticos eran realmente significativos: pero esto era inconmensurable. No era esa mezcla de excitación y ternura, sexo y amor, sino que se trataba de un grito instintivo, primario, desgarrador.
El siguió por un largo rato, mientras ella pacientemente esperaba. Ella le dijo no tener apuro alguno y que disfrutaba sintiéndolo gozar. Al finalizar, el tal Fabián se abalanzó sobre mi mujer y se puso a darle maza con gran potencia, a pesar de tratarse de una frágil mujer embarazada. Grito y gimió con locura, mientras utilizaba a mi hembra para su placer.
También pude comprobar atónito que el tipo no había usado preservativo. Con un sifón el le limpió lo que se pudo limpiar, luego de semejante desparramo de leche de hombre. Ella le pidió que esta vez le consienta retener su bombacha, que estaba chorreando leche y la necesitaba. El accedió, y luego de literalmente bañarse en perfume, mi mujer fue a mi encuentro.
El resto de aquel festejo transcurrió con ella indagándome por que me sentía mal. "Algunas copas de más", sostuve yo, ocultando el verdadero motivo, que solo converso, hasta el día de hoy, con mi almohada.
Observar lo que vi fue muy doloroso para mí. El pensar en Fabián me destruye. El muchacho de los mandados debe regocijarse en someter sexualmente a una gerente de la empresa, una mujer de una clase más alta, que además está embarazada. Una mujer que hoy le niega, con pretextos, el sexo a su marido, pero no a él.
También pensé en mis "amigos" de la empresa donde trabaja mi señora. Aquellos lazos de amistad fueron sustituidos por un ilimitado sentimiento de vergüenza e inferioridad, al imaginar la opinión que ellos tendrían de mí: debo ser la broma de cada reunión. ¿qué percibirán al mirarme?. ¿Un cornudo?: seguro. ¿Un pobre tipo?: también.
La vez siguiente que hice el amor a mi mujer "a nuestra manera", lloré. Ella no entendía por qué una paja y acariciar su panza me hacían llorar, pero más que nada le pareció tierno, así que no se desarticuló en interrogaciones. Eso me sirvió para desahogarme, aunque no niego que alguna vez la evocación de lo sucedido me excitó.
Hoy no puedo abandonarla, a pesar de que sé que cada vez que vuelve de su trabajo con ganas de "revivir nuestro amor", es por la excitación y ardor que le produjo coger con otro, haciéndome cornudo. Es que ahora entendí que su infidelidad "aceitó" mi matrimonio impidiendo la rutina y el hastío.
Seguramente algún día le diré que lo sé, que sé que me engañó. Hoy no estoy listo, pero algún día lo estaré… y lloraremos juntos y seguiremos adelante.
autor: hombre infiel
fuente:reservada
4 comentarios - Los encontré en una fiesta de trabajo
Te espero en mi post!
Besos
Para algunos es facil dar una opinion desde afuera, pero entiendo que hay que estar en tus zapatos..... podrías contar como siguio el tema.... gracias, ahi van mis puntos.