Mi primer post, mi primer relato. Intentaré a través de mi cuenta acercarles historias, cuentos eróticos. Algo de verdad, algo de fantasía, cosas mías, de otra gente... Un mix de calentura, un mix para dejar volar la imaginación. Que disfruten 😃 .
-Hola, ¿Cristina? ¿Cómo andás?
Conocía a Juanma desde la primaria, desde primer grado de la primaria; sí, toda una vida. Nunca fuimos los mejores amigos pero sí nos llevábamos bien, por lo que era habitual compartir juntadas, ir uno a la casa de otro, organizar salidas. Así, yo era conocido por su familia desde chiquito: su papá Norberto, su hermana María y sí, su mamá Cristina.
Desde chico me llevé bien con ella y cada vez que llamaba a lo de Juanma hablaba un rato preguntándole cómo estaba, qué contaba de nuevo, qué hacía mi amigo. Y así pasaron los años: yo cumplí 20, ella andaba por los 40 y pico; se sabe, a una dama la edad no se le pregunta…
Un día, como era habitual, fui a buscar a Juanma a la casa para ir a pelotear un rato al club: desde chicos que nos juntábamos con nuestros amigos a jugar al padel. Toqué el timbre y me abrió ella, me abrió Cristina. De 1,60 metro, Cristina es morocha, con pelo lacio y flequillo, flaca, con pequeñas tetas y un culo algo caído. Nada fuera del otro mundo, pero sí bien mantenida: pocas arrugas, una linda tonalidad pálida de piel y siempre con la sonrisa en el rostro. Ese día tenía un jean algo ajustado, una remera musculosa blanca y unas pequeñas botas negras.
-¡Hola Mati! Juanma no está, salió hace un rato a una entrevista para conseguir laburo. ¿Quéres pasar, querés esperarlo? Ya debe estar por llegar…
Pasé a su casa, una casa pintoresca: de dos pisos, con habitaciones para cada hermano y con un hermoso living, amueblado con sillones y pisos plastificados. Pleno verano, el aire acondicionado era una bendición en ese hall. Y, para completarlo, Cristina me ofreció amablemente un vaso de gaseosa, al que fue a buscar sin esperar mi respuesta.
Trajo dos, uno para cada uno, y nos sentamos en los sillones. Me preguntó cómo andaba, por la facultad, si estaba buscando trabajo… trivialidades. Yo también hice mi interrogatorio, pero su respuesta fue diferente a las habituales contestaciones de cassette:
-Acá andamos, tirando…
-¿Te pasa algo?
-No, nada, dejá... No quiero aburrirte.
-Dale, contame…
Ante mi insistencia, Cristina aflojó. Me contó que estaba en un proceso de separación con Norberto, su esposo. Hace dos años, él andaba con problemas de trabajo, en los que ella lo acompañó. Tras la recuperación de él, la relación había cambiado: distante, fría. Y Cristina me lo hacía saber, diciendo que su esposo estaba cada vez más fastidioso, cada vez más lejano a ella. Y ella cada vez más triste. Y ella cada vez, como me dijo, “más sola, más abandonada”.
Intentando consolarla, le dije que ella no merecía estar así, que tenía que buscar algo mejor, las típicas frases de esos momentos.
-Ya estoy grande para buscar otras cosas Mati…
-¿Por qué? No te tirés así abajo, todavía te queda para rato- le dije entre risas.
-¿Ah sí?- me contestó algo más animada- ¿Vos decís que tengo que volver al ruedo?
-Definitivamente…- le dije secándole unas pequeñas lágrimas que habían brotado al contarme de su relación con su esposo.
Y ahí, enfrentados como estábamos sentados en el mismo sillón de dos plazas, ocurrió la magia. Ocurrió el beso: Cristina se acercó a mi cara con un movimiento suave pero resuelto, lleno de esperanza. Se encontraron nuestros labios despacio, casi posándose el uno sobre el otro. Casi acariciándose… De a poco empezaron los mordiscos, las caricias de ella en mi cara. De repente la tenía sobre mí, yo sentado y ella arriba de mi falda, cruzándonos las lenguas, mordiéndonos los labios, besándonos en un torbellino cada vez más rápido, con mis manos en su culo y las suyas en mi cuello.
“Vamos arriba”, me ordenó llevándome de la mano, arrastrándome a su cuarto. Cerró la puerta con llave, me tiró en la cama, se arrojó arriba mío. De vuelta el mismo ritual: besos, lenguas, mordidas, todo cada vez más salvaje. La coloqué debajo de mí, la besé, recorrí su cuello, escuché sus gemidos… Mordí su oreja y, ante sus jadeos, le puse picante al asunto: “¿Estás calentita?”, le susurré mientras mi mano izquierda se deslizaba en su pubis sobre el jean. “Cogeme ya”, me suplicó mientras mis dientes se prendían a su cuello.
Le saqué la remera, ellá hizo lo propio conmigo; voló su sostén; se arrastraron nuestros cuerpos por la cama. Con los torsos desnudos fuimos dando vueltas, sin dejar de besarnos, con mis manos en su culo, con su mano en mi pija. Le saqué el jean, le ordené que se sacara la bombacha y yo tiré de mi pantalón y calzón; por fin los dos sin ropa.
Antes de penetrarla, acerqué mi cara a su concha: su olor a líquido, a mujer, me volvió loco. Revolví con mi lengua, jugué con mis dedos, mordí suavemente sus labios vaginales. Y, sorprendiéndola entre gemidos de placer, le metí de lleno mi pija, a punto de explotar.
-¡Mmmmm sí, cógeme, por favor!
Desesperada, necesitada, se dejó hacer: primero yo arriba, después yo abajo. La di vuelta, la puse en cuatro, y bombeé a mi gusto: fuerte, suave, muy fuerte, fuerte… Hasta que sus gemidos me contagiaron: acabé con ella en perrito, conmigo desplomándose sobre su espalda, con mi pija atorada en su vagina.
-Ahhhh… Gracias Mati, gracias- me repetía entre suaves, delicados y agitados besos, como si no fuera yo el agradecido…
-Hola, ¿Cristina? ¿Cómo andás?
Conocía a Juanma desde la primaria, desde primer grado de la primaria; sí, toda una vida. Nunca fuimos los mejores amigos pero sí nos llevábamos bien, por lo que era habitual compartir juntadas, ir uno a la casa de otro, organizar salidas. Así, yo era conocido por su familia desde chiquito: su papá Norberto, su hermana María y sí, su mamá Cristina.
Desde chico me llevé bien con ella y cada vez que llamaba a lo de Juanma hablaba un rato preguntándole cómo estaba, qué contaba de nuevo, qué hacía mi amigo. Y así pasaron los años: yo cumplí 20, ella andaba por los 40 y pico; se sabe, a una dama la edad no se le pregunta…
Un día, como era habitual, fui a buscar a Juanma a la casa para ir a pelotear un rato al club: desde chicos que nos juntábamos con nuestros amigos a jugar al padel. Toqué el timbre y me abrió ella, me abrió Cristina. De 1,60 metro, Cristina es morocha, con pelo lacio y flequillo, flaca, con pequeñas tetas y un culo algo caído. Nada fuera del otro mundo, pero sí bien mantenida: pocas arrugas, una linda tonalidad pálida de piel y siempre con la sonrisa en el rostro. Ese día tenía un jean algo ajustado, una remera musculosa blanca y unas pequeñas botas negras.
-¡Hola Mati! Juanma no está, salió hace un rato a una entrevista para conseguir laburo. ¿Quéres pasar, querés esperarlo? Ya debe estar por llegar…
Pasé a su casa, una casa pintoresca: de dos pisos, con habitaciones para cada hermano y con un hermoso living, amueblado con sillones y pisos plastificados. Pleno verano, el aire acondicionado era una bendición en ese hall. Y, para completarlo, Cristina me ofreció amablemente un vaso de gaseosa, al que fue a buscar sin esperar mi respuesta.
Trajo dos, uno para cada uno, y nos sentamos en los sillones. Me preguntó cómo andaba, por la facultad, si estaba buscando trabajo… trivialidades. Yo también hice mi interrogatorio, pero su respuesta fue diferente a las habituales contestaciones de cassette:
-Acá andamos, tirando…
-¿Te pasa algo?
-No, nada, dejá... No quiero aburrirte.
-Dale, contame…
Ante mi insistencia, Cristina aflojó. Me contó que estaba en un proceso de separación con Norberto, su esposo. Hace dos años, él andaba con problemas de trabajo, en los que ella lo acompañó. Tras la recuperación de él, la relación había cambiado: distante, fría. Y Cristina me lo hacía saber, diciendo que su esposo estaba cada vez más fastidioso, cada vez más lejano a ella. Y ella cada vez más triste. Y ella cada vez, como me dijo, “más sola, más abandonada”.
Intentando consolarla, le dije que ella no merecía estar así, que tenía que buscar algo mejor, las típicas frases de esos momentos.
-Ya estoy grande para buscar otras cosas Mati…
-¿Por qué? No te tirés así abajo, todavía te queda para rato- le dije entre risas.
-¿Ah sí?- me contestó algo más animada- ¿Vos decís que tengo que volver al ruedo?
-Definitivamente…- le dije secándole unas pequeñas lágrimas que habían brotado al contarme de su relación con su esposo.
Y ahí, enfrentados como estábamos sentados en el mismo sillón de dos plazas, ocurrió la magia. Ocurrió el beso: Cristina se acercó a mi cara con un movimiento suave pero resuelto, lleno de esperanza. Se encontraron nuestros labios despacio, casi posándose el uno sobre el otro. Casi acariciándose… De a poco empezaron los mordiscos, las caricias de ella en mi cara. De repente la tenía sobre mí, yo sentado y ella arriba de mi falda, cruzándonos las lenguas, mordiéndonos los labios, besándonos en un torbellino cada vez más rápido, con mis manos en su culo y las suyas en mi cuello.
“Vamos arriba”, me ordenó llevándome de la mano, arrastrándome a su cuarto. Cerró la puerta con llave, me tiró en la cama, se arrojó arriba mío. De vuelta el mismo ritual: besos, lenguas, mordidas, todo cada vez más salvaje. La coloqué debajo de mí, la besé, recorrí su cuello, escuché sus gemidos… Mordí su oreja y, ante sus jadeos, le puse picante al asunto: “¿Estás calentita?”, le susurré mientras mi mano izquierda se deslizaba en su pubis sobre el jean. “Cogeme ya”, me suplicó mientras mis dientes se prendían a su cuello.
Le saqué la remera, ellá hizo lo propio conmigo; voló su sostén; se arrastraron nuestros cuerpos por la cama. Con los torsos desnudos fuimos dando vueltas, sin dejar de besarnos, con mis manos en su culo, con su mano en mi pija. Le saqué el jean, le ordené que se sacara la bombacha y yo tiré de mi pantalón y calzón; por fin los dos sin ropa.
Antes de penetrarla, acerqué mi cara a su concha: su olor a líquido, a mujer, me volvió loco. Revolví con mi lengua, jugué con mis dedos, mordí suavemente sus labios vaginales. Y, sorprendiéndola entre gemidos de placer, le metí de lleno mi pija, a punto de explotar.
-¡Mmmmm sí, cógeme, por favor!
Desesperada, necesitada, se dejó hacer: primero yo arriba, después yo abajo. La di vuelta, la puse en cuatro, y bombeé a mi gusto: fuerte, suave, muy fuerte, fuerte… Hasta que sus gemidos me contagiaron: acabé con ella en perrito, conmigo desplomándose sobre su espalda, con mi pija atorada en su vagina.
-Ahhhh… Gracias Mati, gracias- me repetía entre suaves, delicados y agitados besos, como si no fuera yo el agradecido…
2 comentarios - La mamá de mi amigo