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Senderos de sumisión - Cap. N° 1

La senadora Helen C. Taylor estaba sentada en su despacho, en el parlamento estatal, revisando uno de los múltiples documentos que se amontonaban sobre su mesa de trabajo. A sus 45 años, la senadora Taylor era aún una mujer hermosa y su belleza era sin duda resaltada por su exquisita elegancia. Su cabello rubio, que llevaba cortado a la altura de los hombros y con las puntas hacia dentro, enmarcaba una cara madura pero atractiva. Tenía los ojos verdes y grandes y los labios carnosos, que ese día llevaba cuidadosamente pintados de rosa pálido. Su cuerpo era envidiable, a pesar de algunos kilitos de más que se acumulaban en la barriguita y en las nalgas. Y por supuesto en sus generosos pechos, que tallaban una 105D. La senadora Taylor había elegido para ese día un conjunto de chaqueta y falda color beige, con blusa blanca y medias de seda blancas, sujetas por un liguero del mismo color. Unas sandalias negras, de tiras y tacón alto completaban su elegante atuendo.

Biiiiip, biiiiip, sonó el interfono. Era Lisa, su secretaria.

Dime Lisa –respondió.

Senadora Taylor, aquí hay una joven que dice conocer a su hija Susan. Desea hablar con usted.

Estoy muy ocupada. Preguntale que qué quiere.

Se oyeron voces al otro lado de la línea.

Senadora Taylor. La joven dice que es importante y que únicamente hablará con usted.

Helen C. Taylor suspiró resignada. En fin, recibiría a la chica e intentaría librarse de ella cuanto antes.

Bien, dile que pase.

A los pocos segundos la senadora escuchó un golpe de nudillos contra la puerta de su oficina.

Adelante –dijo con autoridad.

La puerta se abrió y dejo paso a una joven alta, de cabello negro y cuerpo atlético. Llevaba un top negro ajustado que resaltaba unos pechos de tamaño mediano y un pantalón negro de cuero bien ceñido. El clip clop de sus sandalias de tacón de aguja, también negras, resonó en la habitación hasta que la joven se detuvo frente al escritorio de la senadora.

Buenos días, Helen –dijo la chica

La senadora se sorprendió al verse aludida por su nombre de pila.

¿Nos conocemos? Dices que eres amiga de mi hija, pero no creo haberte visto antes. ¿Cómo te llamas?

No he dicho que sea amiga de tu hija. He dicho que la conocía. En cuanto a mi nombre, te dirigirás a mi como "Mistress o Mistress Patrizia".

Helen C. Taylor no podía creer lo que sus oidos acababan de oir. ¿Sería posible?. ¿Quién se creía esta niñata que era?.

Haz el favor de salir ahora mismo de aquí o llamo a Seguridad –dijo con un tono frío y autoritario, que no disimulaba su enfado.

La joven, sin embargo no hizo ademán de salir, sino que acercando su cara a la de la senadora dijo lentamente, como si quisiera que Helen C. Taylor absorbiera cada palabra:

Escuchame bien, zorra. Hemos secuestrado a tu hija. Si quieres volver a verla con vida más vale que cambies ese tono de voz y muestres otra actitud.

A la senadora le dio un vuelco al corazón...pero no, no podía ser. Susan estaba de vacaciones en una isla caribeña y había hablado con ella esa misma mañana.

No te creo. He hablado con ella hace menos de tres horas y estaba bien –dijo recobrando parte de su aplomo.

La joven sacó un móvil y marcó un número de teléfono. La respuesta tardó sólo unos segundos

Hola, cómo va todo –dijo una voz al otro lado del teléfono.

Según lo previsto. Ponle al teléfono.

La mujer pasó entonces el móvil a una aturdida Helen C. Taylor.

Mama, mama, ¿eres tu?

Susan, hija. ¿Cómo estás? ¿Qué te han hecho?

Mamá, me han secuestrado. Me tienen atada...y desnuda. No puedo moverme. Rachel estaba conmigo. También la tienen. ¡Mamá, ayudame!

Susan comenzó a llorar.

Sí, hija, sí. Te sacaré de allí. Como sea.....

La comunicación se cortó al otro lado. El cuerpo de la senadora temblaba y las lágrimas resbalaban por sus mejillas. Su pequeña Susan...Dios Santo, sólo tenía 18 años. Helen C. Taylor miró asustada a la mujer que con los brazos cruzados sobre el pecho la observaba con cierta complacencia.

Por favor, no le hagais daño. Es sólo una cría –suplicó.

Todo depende de ti, Helen. Tu colaboras, tu hija vive. No lo haces, entonces...

La joven se pasó un dedo por el cuello en un gesto explícito y la senadora no pudo evitar un grito ahogado.

Haré lo que me pidas. Dime, ¿cuánto dinero quereis?

Ya habrá tiempo de hablar de dinero. Ahora levantate y ven aquí. Te quiero en el centro de la habitación.

La senadora Taylor se incorporó de su asiento y se dirigió hacia el lugar que le había indicado su visitante. La joven estuvo un rato observandola, sin decir nada. La senadora comenzó a impacientarse. ¿Qué pretendía aquella mujer? Tuvo que esperar unos minutos más para que finalmente la joven volviese a hablar.

Tienes un cuerpo muy bonito, Helen –dijo.

Gracias –respondió, casi automáticamente la senadora.

Gracias, Mistress –corrigió la joven – Muestrame el respeto debido o lo lamentarás.

Helen C. Taylor tuvo que tragarse todo su orgullo y toda su rabia para responder.

Sí, Mistress. Lo siento, Mistress.

Muy bien, no vuelvas a olvidarlo o tendré que castigarte. Ahora quitate la chaqueta y la blusa. Quiero ver mejor ese par de tetas.

La senadora enrojeció intensamente.

Perdón, Mistress. No creo que eso sea apropiado. Podría entrar alguien y ...

Helen, ¿en alguna ocasión entra alguien en tu oficina sin tu permiso?

No, Mistress, pero...

Entonces no me cuestiones y obedece.

Sí, Mistress.

La senadora Taylor se sacó la chaqueta color beige y la dejó delicadamente sobre el suelo. Después, con dedos nerviosos desabrochó uno a uno los botones de su blusa y se la quitó. Llevaba un bonito sostén blanco de encaje, que transparentaba sus rosados pezones. Helen C. Taylor era muy consciente de ello y un rubor intenso encendió sus mejillas. Mistress Patrizia se acercó a ella y tomo ambos pechos con sus manos. La senadora no se atrevió a protestar.

Tienes unas tetas grandes y firmes. Y sin operar. ¿Qué talla usas? ¿una D?

Sí, Mistress. Una 105D.

Estoy segura de que este par de tetas te han sido muy útiles en tu carrera política.

No, Mistress. Yo no soy de esas.

Mientras hablaban, la joven restregaba sus pulgares sobre los pezones de la senadora, que muy a su pesar se estaban poniendo duros como piedras.

Tienes unos pezones sensibles, Helen. Mira qué duros están y apenas los he tocado.

Por favor, Mistress. No me haga esto. Le daré el dinero que me pida, pero no me humille de esta forma.

¿Te sientes humillada, Helen? ¿Te humilla que otra mujer vea cómo tus pezoncitos se ponen duros?

Y con esas palabras Mistress Patrizia agarró el borde superior de las copas del sostén y tiro de ellas hacia abajo dejando las dos hermosas tetas de Helen C. Taylor al aire.

¡Ooooh! –exclamó la senadora, cubriendose con las manos.

¡Aparta las manos! – ordenó la joven

No, por favor Mistress.

Te recuerdo que me basta con hacer una llamada y tu hija será ejectutada. ¿Es eso lo que quieres? ¿Son más importantes tus tetas que tu hija?

Con lágrimas en los ojos y diciendose a sí misma que no tenía otra opción, la senadora Taylor dejó caer sus brazos a los costados y sus impresionantes tetas, con los pezones erectos quedaron expuestas ante los ojos de su joven Mistress.

Ummmm, deliciosos –dijo ésta con una sonrisa triunfal en los labios.

Y acto seguido se inclinó y paseó su rugosa lengua por los hinchados pezones de la senadora. Helen C. Taylor cerró los ojos y dejó que aquella joven, a la que apenas conocía tomase posesión de sus sensibles pechos. Lentamente, sin prisas, la desconocida comenzó a lamer sus pezones y areolas, besándolos delicadamente. Lo hacía muy bien, muy sensualmente, sin la premura y urgencia con la que lo hacía su esposo. Muy a su pesar, la senadora se dio cuenta de que su vagina se estaba humedeciendo.

No, por favor. Dios mio, no dejes que me pase esto –suplicó para sí.

Pero a medida que su joven Mistress ensalibaba expertamente sus endurecidos pezones, la indefensa senadora se iba excitando más y más. Su respiración era cada vez más agitada, su vagina estaba cada vez más húmeda y sus braguitas cada vez más mojadas. La joven succionó entonces uno de los pezones de la senadora dentro de su boca, rozandolo suavemente entre sus dientes. Helen C Taylor no pudo evitar un gemido de placer. La joven sonrió para sus adentros y comenzó a succionar lenta pero intensamente los pezones de la senadora. Helen cerró sus puños con crispación intentando resistirse al placer que se adueñaba de su cuerpo. Su raja estaba ardiendo y se moría por tocarla. Pero no podía, no podía dejar que aquella desconocida supiese lo excitada que estaba. ¡Qué ingenua!. Mistress Patrizia sabía perfectamente en qué estado se encontraba la senadora. En su tremenda excitación, Helen C Taylor no se daba cuenta de que sus jadeos eran perfectamente audibles y de que desde hacía varios minutos se estaba restregando los muslos entre sí. A pesar de tener tan solo 22 años, Mistress Patrizia conocía perfectamente el fenotipo de "mujer de pechos sensibles" y sabía que si seguía un poco más, la senadora acabaría corriendose en las bragas. Pero no era eso lo que pretendía. Quería mantenerla con un alto grado de excitación. Sabía que en ese estado cualquier persona era mucho más sumisa y maleable. Cuando la joven dejó de chupar sus pezones, Helen abrió los ojos. Una mezcla de alivio y contrariedad se dibujó en su cara, roja y sudorosa por la excitación. Mistress Patrizia no le dio mucha opción a pensar.

La falda –dijo- quitatela.

Sí, Mistress

La senadora Taylor bajó la cremallera de la falda color beige y dejo que se deslizase hasta sus tobillos. Después dio un paso atrás, se agachó a recogerla y la dobló sobre la chaqueta. Mistress Patrizia observó con deleite el cuerpo de aquella mujer: su liguero blanco, su incipiente barriguita, sus tetas colgando fuera del sujetador. No pudo evitar sonreir al ver cómo sus bragas blancas de encaje, a juego con el sostén, mostraban un parche de humedad por encima de su raja. La joven se acercó a la senadora y tomando el elástico frontal de sus braguitas lo separó del pubis. Helen enrojeció avergonzada al ver cómo aquella joven a la que doblaba en edad examinaba su vagina. Mistress Patrizia pudo ver un coñito con abundante bello rubio, sin arreglar y con los labios hinchados y humedecidos por la excitación.

Vaya, vaya, esto no es propio de una senadora republicana que se opone al matrimonio gay, Helen. ¿Sabes a qué me refiero, verdad?

La senadora enrojeció más si cabe.

No, Mistress.

No me mientas o lo pagarás caro. ¿Lo sabes, verdad?

Sí, Mistress –dijo Helen C. Taylor mirando al suelo.

Bien, a qué esperas. Dimelo.

La senadora tragó saliva.

Mi...mi vagina...está húmeda.

Tu ¿qué?. No, cariño, esto no es una vagina. ¿Qué es?

Helen sabía qué era lo que Mistress Patrizia quería oir.

Un coño –dijo en un susurro apenas audible

No te oigo. Habla más alto.

Un coño –dijo esta vez la senadora en un tono más elevado.

¿Y cómo esta ese coño?

Mi coño está mojado, Mistress.

¿Y por qué esta mojado, Helen?

...porque... porque estoy excitada, Mistress –dijo la senadora totalmente humillada.

¿Excitada de que otra mujer te coma las tetas?

Helen tardó unos segundos en contestar, como si las palabras no quisieran salir de su boca. Finalmente dijo:

Sí, Mistress.

Pero Helen, eso sólo les pasa a las putas y a las lesbianas. ¿Eres lesbiana, Helen?

No, Mistress.

Entonces sólo nos queda una opción. ¿qué es lo que eres Helen?

En sus 45 años, la senadora nunca había estado ni la mitad de cachonda de lo que estaba en ese momento. Su coño no sólo estaba húmedo, estaba literalmente chorreando.

Soy...soy una puta, Mistress.

Senadora Helen C. Taylor, puta. Suena bien –rió Mistress Patrizia.

Entonces se dirigió hacia el escritorio, acompañada por el clip clop de sus sandalias de tacón de aguja. Tomó un rotulador rojo de punta gruesa y volvió hacia la indefensa senadora. Sin más preámbulos quitó el tapón del rotulador y escribió cuidadosamente sobre el abdomen de Helen la palabra "PUTA", en letras mayúsculas.

Ahora ya está claro, ¿no crees?

Sí, Mistress –dijo la senadora sin protestar.

En ese momento, Mistress Patrizia supo que la resistencia de aquella arrogante mujer estaba ya rota. Ahora debía actuar con pericia para someterla totalmente. Sintió su coño humedecerse. No había nada que le produjese más placer que dominar a una mujer madura y poderosa.

Muy bien, ya va siendo hora de que me muestres el resto de tus encantos. Quitate las bragas.

Sí, Mistress

La senadora soltó los broches del liguero blanco de encaje e introduciendo los pulgares en el elástico de las bragas las bajó hasta los tobillos y se las quitó.

Metetelas en la boca –ordenó la joven

Meterlas en la boca. ¡Oh, no! pensó Helen. Estaban empapadas.

Por favor, Mistress. Están muy mojadas.

Metetelas en la boca – volvió a repetir Mistress Patrizia con los brazos en jarras y una pose amenazadora.

Sí, Mistrees

La senadora se metió lentamente las bragas en la boca y por primera vez supo a qué sabía su coño. No era tan desagradable como había creído. Mistress Patrizia se movió hasta el escritorio donde había dejado su bolso y volvió con una cinta de medir, de las que usan los sastres. Midió la cintura de Helen, y varias otras distancias en su área púbica que anotó en una pequeña libreta. ¿Qué estará haciendo?, se preguntó la senadora. Después volvió hacia el escritorio mientras ordenaba a Helen:

Separate los labios del coño y muestramelo.

La senadora tomó sus labios mayores entre el pulgar y el índice de cada mano y los separó generosamente dejando a la vista un interior rosado y totalmente cubierto de humedad y flujo viscoso. Mistress Patrizia se dio la vuelta con una cámara digital en la mano y rápidamente tomó una foto de la senadora en esa pose. Helen abrió la boca y dejó caer las bragas al suelo, al tiempo que decía:

Por favor, Mistress. No me haga fotos.

Pero no intentó cubrirse. Es más, sus manos seguian manteniendo expuesto su chocho. Sin prestar atención a sus protestas, la joven siguió tomando fotos durante varios segundos hasta que ordenó:

Ponte arqueada sobre el escritorio, quiero sacar varias fotos de tu culo.

Por favor, Mistress. No.

Patrizia se dirigió con determinación hacia la senadora y le soltó dos sopapos en las mejillas y varios en las tetas.

Obedece, puta.

Con lágrimas en los ojos pero sorprendentemente excitada, Helen se dirigió al escritorio y se arqueó sobre él dejando su culo en pompa. Mistress Patrizia tomo varias fotos.

Separa las piernas.

Sí, Mistress.

FLASH, FLASH.

Separate bien las nalgas.

Sí, Mistress.

FLASH, FLASH. !Qué humillante!. La senadora sabía que probablemente estaba exhibiendo su ano. Sin embargo no osó desobedecer. Efectivamente el pequeño y virgen ojete de Helen, el pelito rubio que recorría la raja de su culo y también su abierto y peludo coño, visible entre sus muslos estaban siendo inmortalizados por la cámara de la joven Mistress. Es el momento de darle el golpe de gracia, pensó Mistress Patrizia, de someterla totalmente.

Helen, ponte de rodillas.

Sí, Mistress –dijo la senadora sin comprender muy bien.

Helen C. Taylor se arrodilló ante la joven y la miró confundida. Mistress Patrizia se sentó en uno de los sillones.

¿Te gustan mis sandalias, Helen?

Sí, Mistress. Son muy bonitas.

Besalas.

La senadora Taylor miró a Mistress Patrizia. Los ojos de la joven aguantaron los suyos, seguros, autoritarios. Helen C. Taylor gateó hasta los pies de la joven y arqueó su cuerpo hasta que sus labios alcanzaron las bonitas sandalias de piel negra. Entonces, comenzó a besarlas. Y las besó durante varios minutos hasta que Patrizia le ordenó besar los deditos de sus pies. La senadora obedeció sin rechistar, al igual que cuando de los besos pasaron a las caricias con la lengua y finalmente a la succión de los dedos. Mistress Patrizia sabía que Helen haría casi cualquier cosa que le pidiese en ese momento. Estaba totalmente sometida.

Helen, cielo, sácame las sandalias y masajeame la planta de los pies con tu lengua.

La senadora desabrochó lentamente los zapatos de la joven y alzando alternativamente sus pies lamió una y otra vez las plantas.

FLASH. FLASH. Mistress Patrizia sacó varias fotos.

Helen C. Taylor estaba volviendose loca. No entendía por qué cuanto más humillada más cachonda se ponía. ¿Por qué se excitaba obedeciendo a aquella joven?. Dios Mio, pensó, en qué clase de ser depravado me estoy convirtiendo. Mistress Patrizia dejó que la senadora lamiese sus pies durante más de diez minutos.

Para ya, perra –dijo entonces- se me está haciendo tarde. Vuelve a ponerme las sandalias.

Helen C. Taylor se detuvo e hizo como había sido ordenada. Mistress Patrizia se incorporó, tomó su bolso y avanzó hacia la puerta.

No quiero que digas nada sobre el rapto de tu hija, ¿entendido?. A nadie. Ni siquiera a tu marido. ¿Esta claro?

Sí, Mistress.

Como me entere de que alguien sabe algo Susan será eliminada.

No diré nada, Mistress. Pero quizá los padres de Rachel lo hagan. También la habeis raptado ¿verdad?

Tu cuidate de mantener tu boca cerrada

De acuerdo, Mistress. ¿Y mi Susan? ¿Cuándo la vais a soltar?

Pronto. Me pondré en contacto contigo.

Con estas palabras Mistress Patrizia abandonó la oficina de la senadora. Esta seguía en el suelo, desnuda a excepción de sus medias y liguero blancos, sus sandalias negras y su sostén sobre el cual colgaban sus grandes tetas. Tan pronto como se cerró la puerta, Helen C. Taylor se llevó la mano a la entrepierna y comenzó a masturbarse vigorosamente. Con su mano libre alcanzó sus sucias bragas y se las metió de nuevo en la boca. Sabía que el orgasmo iba a ser brutal y no quería que nadie la oyera. Casi de seguido comenzó a correrse. Su cuerpo temblaba sobre el parquet. Una mano masajeaba el clítoris, mientras la otra pellizcaba sus pezones con fuerza y su coño soltaba líquido en verdaderas eyaculaciones. La senadora no podía creerse el placer tan intenso que estaba experimentando. Aquel orgasmo parecía no tener fin.

Biiip, Biiip. El maldito interfono.

Helen no podía parar de tocarse el coño.

Biiip, Biiip.

Aaaaarg, otro orgasmo.

Toc, toc, toc, golpes en la puerta

Senadora Taylor, ¿está usted bien? –era Lisa

Helen se sacó las bragas de la boca.

Un...un...mo..momento Lisa. No entres, por favor.

La senadora se incorporó y colocó sus pechos dentro del sostén. Después se puso el resto de la ropa, a excepción de las mojadas bragas que guardó en un cajón de su escritorio. Entonces se sentó en su sillón.

Puedes pasar, Lisa.

Lisa abrió la puerta un tanto sorprendida. Era una joven de 25 años, rubita de ojos azules y tez clara. No era muy alta pero al ser delgada su cuerpo estaba bien proporcionado. Sus pechos eran pequeños, una 80B y su culo carnoso y redondito. La senadora Taylor dejó que la secretaria llegara ante su mesa.

¿Qué deseas? –preguntó, recobrando su autoridad

Sólo quería recordarle que en media hora tiene su cita con el Alcalde. No respondía al interfono, por eso...

Sí, sí, perdona. Estaba ocupada con algo.

"Me estaba corriendo como una loca", pensó para sí y ese pensamiento hizo que volviese a excitarse.

¿Alguna cosa más, Lisa?

No, senadora. Bueno, sí...creo que debería abrir un poco la ventana.

Helen C. Taylor enrojeció hasta las orejas. Ella no podía percibirlo pero sospechaba que el olor a sexo impregnaba la habitación.

Gracias por el consejo, Lisa

No hay de qué. –respondió la secretaria dando media vuelta y abandonando la habitación.




Espero que les haya gustado este primer capítulo. Agradezco comentarios y opiniones sobre el mismo.

2 comentarios - Senderos de sumisión - Cap. N° 1

cao3008
Bravo!!!! Bravísimo!!!! Clap!! Clap!!! Clap!!! 😃 😃 😃 😃 😃 😃
swan28
Que perra la senadora.....!!!!
Senderos de sumisión - Cap. N° 1