Estuvimos juntos poco tiempo, apenas unos meses. Pero fue intenso. Tuvo sus cosas buenas y sus coass malas, pero nlo que nunca podré olvidar fue el sexo.
Virginia no podía parar de coger. O de tener sexo, como fuere. Si no podía o quería coger, se masturbaba, o me masturbaba a mí, o me tiraba la goma. No podía estar demasiado tiempo sin tener un orgasmo, era genial.
Era muy linda. Tenía una carita casi angelical, un culo a prueba de balas, y un par de pequeñas y hermosas tetas de pezones muy duros.
A mi lo que más me calentaba, y me calienta todavía, es la manera en que gozaba, sin importarle nada. Cuando se dedicaba al sexo, lo demás desaparecía. Podías pegarle, escupirla, tirarle de los pelos, lastimarla o ella lastimarte a vos, no le importaba nada. Lo que fuera que yo le propusiera estaba bien. Según ella, si a mí me gustaba, estaba bien.
Era habitual que ella llegara de trabajar después que yo, en muchos casos yo estaba cocinando. En parte porque ella llegaba después, en parte porque era mi casa. Ella llegaba, saludaba, iba al cuarto, dejaba las cosas, y se venía para la cocina.
A veces venía ya preparada, pero en general venía con intenciones de hablar, de ver cómo andaba cada uno. No pasaban dos minutos que ya empezaba a insinuar. Aunque más que insinuaciones, eran proposiciones bien directas. “¿Lleva leche eso que estás haciendo?”“¿Está caliente eso?”
La mayoría de las veces, sin embargo, era más simple: “¿Te la puedo chupar?” decía, con carita de ángel de mil bocas expermentadísimas. Yo no tenía ni que contestar, al final, porque ella ya se estaba arrodillando. Yo intentaba seguir cocinando, pero vamos, que era imposible. Me bajaba el cierre, y yo ya estaba al palo.
Me la empezaba a chupar, con ganas, con mucha clase. Después de un buen ratito de paja, se la ponía en la boca, y se iba desvistiendo. No sé cómo hacía, pero no necesitaba dejar de chuparme la pija para sacarse la ropa. A veces no necesitaba hacer mucho, porque tenía pollera. Ahí nomás se colaba los dedos, y se empezaba a pajear. Si dejaba de chupármela, era para acabar.
Cuando acababa me calentaba más que cuando me la chupaba. Se volvía loca, terminaba en el piso, gritando, empapada. A veces me pedía a los gritos que me la cogiera, otras veces simplemente terminaba, volvía, y me hacía acabar a mí. Todavía me caliento al recordar la vez que agarró en pedazo de pan que habíaen la mesada, hechó toda mi leche ahí, y se lo cmió con una sonrisa. “Sos bueno en la cocina”, dijo. Se tomaba siempre la leche, toda, toda. Se ponía nerviosa si se le escapaba algo, lo juntaba y se lo tragaba todo, siempre.
La primera vez que garchamos hizo lo que quiso, fue y vino de un lado al otro, yo sólo me dejé. En un momento, se puso encima mío y empezó a cabalgar como poseída. Saltaba y gritaba como nadie. De repente paró, me miró, y dijo “¿me la puedo meter en el orto?”. Así empezamos…
Un día llegué del trabajo, y ella estaba en casa. Al abrir la puerta lo primero que veo es a Virginia en una silla, la cabeza echada hacia atrás, la pollera a mitad del pecho, la camisa abierta, el corpiño desabrochado, una mano apretándose frenéticamente el pezón izquierdo, la otra maniobrando un consolador enorme que entraba y salía sin parar de su depiladísima y empapada concha divina.
No dije nada. Miré un segundo, dando tiempo a la erección. Me saqué el bolso, me bajé el pantalón, me puse sobre ella, y le empecé a coger la boca, con fuerza, con violencia. La agarré de los pelos como si fuera el culo potente de una mina fea que te cogés por necesidad, y le di duro y parejo. Se la bancó, como siempre. Tuvo algunas arcadas, pero no me importó.
De repente, con la mano que había estado en su pezón, y sin largar el consolador, me apartó. “¡Haceme el orto!” gritó con violencia y decisión. Así como estaba, chorreando su saliva espesa de sexo, se la apoyé en el agujero del culo. “¡Dale, hijo de puta!” gritó. Y por eso no se la metí. Le puse un cachetazo, y la miré. Ella siguió, como si nada, mientras insultaba.
De repente, sin previo aviso, empujé. Le hice el orto de una sola vez, hasta el fondo. Ahí se cayó. Hizo silencio, tomó mucho aire, y lanzó un ahogado “¡Ahh……!”. Despúes le seguí dando, y no sé ni cuántas veces acabó, porque era una máquina la hija de puta. Cuando se cansó de echar flujo, se sacó el consolador. Yo seguía bombeando.
Entonces me apartó, y antes de que me diera cuenta, se la había metido toda en la boca, y chupaba y pajeaba como nunca. Le llené la boca de leche. Después que se la tragó toda, sijo “¿Cómo te fue hoy en el trabajo?”
Virginia no podía parar de coger. O de tener sexo, como fuere. Si no podía o quería coger, se masturbaba, o me masturbaba a mí, o me tiraba la goma. No podía estar demasiado tiempo sin tener un orgasmo, era genial.
Era muy linda. Tenía una carita casi angelical, un culo a prueba de balas, y un par de pequeñas y hermosas tetas de pezones muy duros.
A mi lo que más me calentaba, y me calienta todavía, es la manera en que gozaba, sin importarle nada. Cuando se dedicaba al sexo, lo demás desaparecía. Podías pegarle, escupirla, tirarle de los pelos, lastimarla o ella lastimarte a vos, no le importaba nada. Lo que fuera que yo le propusiera estaba bien. Según ella, si a mí me gustaba, estaba bien.
Era habitual que ella llegara de trabajar después que yo, en muchos casos yo estaba cocinando. En parte porque ella llegaba después, en parte porque era mi casa. Ella llegaba, saludaba, iba al cuarto, dejaba las cosas, y se venía para la cocina.
A veces venía ya preparada, pero en general venía con intenciones de hablar, de ver cómo andaba cada uno. No pasaban dos minutos que ya empezaba a insinuar. Aunque más que insinuaciones, eran proposiciones bien directas. “¿Lleva leche eso que estás haciendo?”“¿Está caliente eso?”
La mayoría de las veces, sin embargo, era más simple: “¿Te la puedo chupar?” decía, con carita de ángel de mil bocas expermentadísimas. Yo no tenía ni que contestar, al final, porque ella ya se estaba arrodillando. Yo intentaba seguir cocinando, pero vamos, que era imposible. Me bajaba el cierre, y yo ya estaba al palo.
Me la empezaba a chupar, con ganas, con mucha clase. Después de un buen ratito de paja, se la ponía en la boca, y se iba desvistiendo. No sé cómo hacía, pero no necesitaba dejar de chuparme la pija para sacarse la ropa. A veces no necesitaba hacer mucho, porque tenía pollera. Ahí nomás se colaba los dedos, y se empezaba a pajear. Si dejaba de chupármela, era para acabar.
Cuando acababa me calentaba más que cuando me la chupaba. Se volvía loca, terminaba en el piso, gritando, empapada. A veces me pedía a los gritos que me la cogiera, otras veces simplemente terminaba, volvía, y me hacía acabar a mí. Todavía me caliento al recordar la vez que agarró en pedazo de pan que habíaen la mesada, hechó toda mi leche ahí, y se lo cmió con una sonrisa. “Sos bueno en la cocina”, dijo. Se tomaba siempre la leche, toda, toda. Se ponía nerviosa si se le escapaba algo, lo juntaba y se lo tragaba todo, siempre.
La primera vez que garchamos hizo lo que quiso, fue y vino de un lado al otro, yo sólo me dejé. En un momento, se puso encima mío y empezó a cabalgar como poseída. Saltaba y gritaba como nadie. De repente paró, me miró, y dijo “¿me la puedo meter en el orto?”. Así empezamos…
Un día llegué del trabajo, y ella estaba en casa. Al abrir la puerta lo primero que veo es a Virginia en una silla, la cabeza echada hacia atrás, la pollera a mitad del pecho, la camisa abierta, el corpiño desabrochado, una mano apretándose frenéticamente el pezón izquierdo, la otra maniobrando un consolador enorme que entraba y salía sin parar de su depiladísima y empapada concha divina.
No dije nada. Miré un segundo, dando tiempo a la erección. Me saqué el bolso, me bajé el pantalón, me puse sobre ella, y le empecé a coger la boca, con fuerza, con violencia. La agarré de los pelos como si fuera el culo potente de una mina fea que te cogés por necesidad, y le di duro y parejo. Se la bancó, como siempre. Tuvo algunas arcadas, pero no me importó.
De repente, con la mano que había estado en su pezón, y sin largar el consolador, me apartó. “¡Haceme el orto!” gritó con violencia y decisión. Así como estaba, chorreando su saliva espesa de sexo, se la apoyé en el agujero del culo. “¡Dale, hijo de puta!” gritó. Y por eso no se la metí. Le puse un cachetazo, y la miré. Ella siguió, como si nada, mientras insultaba.
De repente, sin previo aviso, empujé. Le hice el orto de una sola vez, hasta el fondo. Ahí se cayó. Hizo silencio, tomó mucho aire, y lanzó un ahogado “¡Ahh……!”. Despúes le seguí dando, y no sé ni cuántas veces acabó, porque era una máquina la hija de puta. Cuando se cansó de echar flujo, se sacó el consolador. Yo seguía bombeando.
Entonces me apartó, y antes de que me diera cuenta, se la había metido toda en la boca, y chupaba y pajeaba como nunca. Le llené la boca de leche. Después que se la tragó toda, sijo “¿Cómo te fue hoy en el trabajo?”
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