Después de este tiempo que llevamos compartiendo estos humildes relatos que les presento creo que ya me van conociendo un poco, podrían decir de mí que soy una mujer extremadamente femenina, de modos suaves y delicados, sensible y con un gusto bastante refinado. Pero como bien saben, esa es solo una parte de mi personalidad, la que muestro en público y la que la gran mayoría de la gente conoce. Existe otro lado, el que podríamos llamar “el lado oscuro”, el que un buen día me decidí a mostrar en esta página, y el que me ha llevado a explorar como nunca antes mis más bajos instintos, los que tanto me gusta compartir con ustedes. Porque en compartir esta el verdadero interés de los relatos, sin ustedes leyéndolos entonces todo esto no tendría sentido.
Creo que nunca les conté nada de mi marido, prefiero mantenerlo en el anonimato, lejos de este festín de excesos en que se ha convertido mi vida últimamente, pero les aseguro que se trata de un hombre atento, sumamente gentil, bastante afectuoso y romántico por naturaleza. Absolutamente todo lo contrario a lo que me atrae en este momento, hombres vulgares, impresentables, hombres rudos, bruscos, toscos, de esos que una chica como yo jamás elegiría para casarse, pero si para coger y echarse esos polvos que a veces resultan tan indispensables. Amo a mi marido, no quiero confundirlos, y sería capaz de volverme a casar con él todas las veces que fuera necesario, pero también necesito a los demás, a esos anónimos sujetos que suelen dispensarme los placeres más intensos y excitantes que podría disfrutar jamás. Sin los cuáles ya me resulta imposible vivir.
Se que resulta difícil comprender el porque una mujer como yo, puede sentirse atraída por hombres como esos, pero por alguna razón que todavía no alcanzó a explicar esta casi enfermiza atracción se fue haciendo cada vez más fuerte hasta volverse casi irresistible. Y es que veo a esos hombres como... bien hombres, machos que solo buscan satisfacer a su hembra, y en este caso la hembra soy yo, una hembra en celo que necesita satisfacción constante.
Como bien dije estoy casada con alguien que no se parece en nada a lo que busco y ansío, ya que se trata de una persona bastante estructurada, de modos gentiles y esmerados, exageradamente formal, ideal para mí pero no para esa bestia encadenada que llevo adentro.
Claro que el problema no es él, sino yo, ya que me urgen otra clase de atenciones. En ocasiones necesito sentirme usada, ultrajada, deseo que me den una cachetada o al menos una nalgada, deseo sentir ese desborde de testosterona que hace del sexo la cosa más deliciosa que pueda existir.
A veces, casi como al pasar, suelo detenerme frente a alguna obra en construcción, y me quedo ahí por un buen rato observando a los peones de la obra, anhelando esos cuerpos sudorosos, formados vigorosamente a causa del excesivo trabajo físico. Es tan solo un anhelo, una fantasía, la de estar con un hombre de cuerpo peludo, como un gorila, oloroso y con manos rudas y ásperas. Un hombre que me trate como a una perra, como lo que verdaderamente soy, que me coja por la fuerza y me haga todas esas cosas que me resultan tan indispensables.
No habría de ser sin embargo ninguno de esos peones a los que tanto deseaba quién me proporcionaría lo que tanto buscaba, sino un sujeto igual de primitivo y animal, un tipo que vive a pocas cuadras de mi casa.
Por donde vivo hay muchos peruanos que conforman una nutrida colectividad, claro que entre ellos hay de todo, pero como no es mi intención juzgarlos ni mucho menos, voy a hablar de uno en especial, cierto sujeto que vive en una casa tomada. Así que este relato habla de él, de “El Peruano”.
Lo había visto un par de veces en la vereda, siempre fumando y tomando cerveza, como si no tuviera ninguna otra cosa que hacer, y alguna que otra vez había visto también como le pegaba a su mujer, la retaba por algo, vaya una a saber porque, le pegaba un cachetazo y la mandaba para dentro de la casa sin darle mayores explicaciones. La mujer, sumisa y obediente, se dejaba humillar sin protestar. Eso me excitaba, me ponía tan caliente que me daba ganas de arrojarme a los brazos de ese sujeto tan vil y prepotente.
Tal vez para cualquier otra mujer que se enfrentara a una escena semejante se trataría de una persona abominable, un ser despreciable, y yo aceptaba que lo era, pero igual me calentaba. Pese a todo lo encontraba fascinante. Y cada vez me convencía más que ese era el tipo de hombre que me gustaba, agresivo, irascible, con las bolas bien puestas. Siempre que lo veía me daban ganas de pasar a su lado, pero a último momento me arrepentía y cambiaba de rumbo, sin embargo este domingo fue diferente.
Los domingos mi marido duerme casi hasta el mediodía, es su costumbre, sin embargo a mí me gusta levantarme temprano, e ir a comprar pan y facturas cuándo están recién salidas del horno. Doy una vuelta por el parque, a veces me siento un rato en alguno de los bancos y me quedo ahí un rato, disfrutando de la soledad. En esos momentos no soy Mariela, la putita infiel, sino una simple ama de casa que vuelve de hacer sus compras. Estaba en eso, simplemente divagando acerca de que me convenía cocinar para el almuerzo, cuándo me levanto y comienzo a caminar con la idea de volver a casa. Ni por un segundo se me cruzo por la cabeza nada raro, lo único que quería era volver para tomar mate con las facturas que había comprado, sin embargo… me di cuenta cuándo ya lo tenía frente a mí. Al peruano. Sin darme cuenta había pasado por la casa que ocupaba. Al verme me dijo una guasada, mejor dicho, varias. Que si me agarraba me iba a partir en cuatro, que me rompía toda, que me sacaría los ojos para afuera, que me haría lo que no me hizo nadie, todo esto mientras me seguía muy de cerca, olfateándome como un perro alzado, lo que hacía que me excitara mucho más todavía.
Les juro que lo siguiente me salió del alma, sin que lo haya pensado siquiera. Mientras él seguía diciéndome cosas, en una de esas me doy la vuelta quedando de frente a él. De seguro esperaba algún insulto, o un sopapo bien merecido por la cantidad de groserías que me decía, pero en vez de eso... lo saludé con un sorpresivo “Hola”.
Por supuesto que él me devolvió el saludo, mirándome de arriba abajo, devorándome con esos ojos que prometían sexo, sexo y más sexo.
-¿Todo eso me harías? ¡Que bestia!- le dije con una provocativa sonrisa.
-No sabes lo que soy en la cama, mamita, una bestia salvaje, no hay quién me detenga- se auto glorificó.
-Jajaja- me reí –Eso es fácil decirlo, de la boca para afuera todos son potros salvajes-
-¿Acaso no me crees?- se rió él también.
-No digo que no, solo que me parece que si sos capaz de hacer todo eso, entonces hacelo- lo desafié, cruzándome de brazos frente a él, esperando a que aceptara el reto.
¿Qué más puedo decir? Dicen que con una mirada puede decirse todo, y nosotros nos lo decíamos sin necesidad de más palabras que las justas y necesarias, así fue como algunos minutos después entrábamos en esa casa tomada, con intenciones más que obvias. Él iba por detrás, mirándome en todo el momento el culo, contándome lo que me iba a hacer en cuánto me tuviera a su disposición, lo cuál me incitaba mucho más todavía.
-No te lo digo para que te asustes mamita, pero de acá te vas a ir en muletas- trato de intimidarme mientras me sobaba ostentosamente el culo.
-Vamos a ver quién sale sano, no te creas que te la voy a hacer fácil- le repliqué.
Aunque se trataba de un sujeto potencialmente peligroso, no me sentía para nada intimidada. Es más, me mostraba sumamente confiada y entusiasmada por lo que prometía ser una experiencia por demás impactante.
-Ahora vas a ver, te voy a romper toda- me dijo al entrar a una de las piezas, la que él ocupaba seguramente con su mujer, la que en ese momento no estaba.
Cerró entonces la puerta y se tiró sobre mí, metiéndome manos por todos lados, como si fuera un pulpo, arrinconándome contra una pared húmeda y toda descascarada. Manteniéndome ahí, me besó con arrebatada violencia, tras lo cuál me ordenó que le chupara la pija, o al menos eso es lo que entendí.
-¡Chúpame el pincho!- me dijo en realidad, aunque enseguida comprendí que “Pincho” en peruano significa pija, ya que se desabrochó el pantalón y se la sacó afuera, sacudiéndola como si fuera a darme de mazazos con ella.
Sin esperar a que me lo repitiera, caí de rodillas ante él, y agarrándosela con las dos manos me la refregué por toda la cara, oliéndola, embriagándome con tan sensual aroma. Estaba caliente, al rojo vivo, ostentando un tamaño por demás impresionante. Justo lo que necesitaba. Tras lamérsela por ambos lados, abrí lo más que pude la boca y se la devoré casi entera, no toda porque no me entraba, pero si me mandé un buen pedazo, chupándolo con sumo deleite, mientras él me agarraba de los pelos, casi obligándome a que me comiera mucho más todavía. Eso me deliraba. Me trastornaba. Y yo que trataba de comérmela toda, para darle el gusto, metiendo y sacando de mi boca todo lo que podía, cuán larga era, sintiéndola palpitar fuertemente en mi garganta.
Luego hizo que me levantara y desnudándome con violencia me lanzó sobre la cama, o mejor dicho el catre que tenía en la habitación, el cuál rechinó escandalosamente al sentir el peso de mi cuerpo.
Ahí como estaba, toda despatarrada, desnuda, húmeda y excitada, me agarró de las piernas y me atrajo hacía él, me abrió toda y se zambulló por entre medio de mis muslos, me escupió varias veces en la concha y con los dedos esparció la saliva por sobre los labios, me metió un par de dedos, los índices de cada mano y formando como una pinza me abrió el hueco como si quisiera rompérmelo, me escupió adentro, y empezó a chuparme.
-¡Que chucha más rica!- exclamaba a cada rato, lamiendo, mordiendo, devorando esa parte de mi cuerpo que ardía ya de intensa lujuria.
Con la lengua bajaba hasta el culo y me chupaba el agujero también, dando vueltas y vueltas alrededor, poniéndome en un estado ya desesperante.
Su lengua entraba y salía, tanto del agujero del culo como de mi concha, regando todo de saliva, mordiéndome los labios, y chupando sin parar ese botoncito del placer que de tan inflamado que estaba parecía estar a punto de estallar.
Luego se levantó y como si estuviera apunto de ejecutarme blandió amenazante su potentísimo vergón, sacudiéndolo como enloquecido. Me lo frotó por sobre la concha, así, a piel pelada, contagiándome su calentura. Me lo refregaba todo, a lo largo y a lo ancho, las bolas también, diciéndome en todo momento que me la iba a enterrar hasta la garganta, que su “pinga” me iba a salir por la boca, que me iba a empalar bien empalada, todo esto lo decía en tono de amenaza, claro, aunque en vez de sentirme intimidada o al menos asustada por tales comentarios sus expresiones me calentaban mucho más todavía.
-Espera que me coloco un jebe- me dijo.
“¿Jebe?”, me quede pensando. Aunque todas mis dudas quedaron resueltas cuándo volvió con la “pinga” bien enfundada en un preservativo. Me la volvió a frotar por sobre los gajos, pero esta vez encajó la punta entre esos dos bordes de carne que se abrían sin queja alguna ante tan ansiado empuje. Y eso fue precisamente lo que hizo, empujar, mandándomela casi hasta por la mitad de un solo embiste. Al sentirla abrí la boca y solté un complacido suspiro, dejándome atravesar hasta lo más hondo, y eso que todavía no me la había metido toda, faltaba un trecho largo para que me empalara bien empalada tal como me lo había prometido. Entonces se calzó una pierna sobre uno de sus hombros, me abrió bien la otra pierna y empezó a darme, con todo, en forma constante y agresiva, no me cogía, me castigaba con ese rebenque de sangre y venas, todo amoratado que vibraba con una fuerza viril por demás impresionante. Con cada ensarte me entraba un poco más, más y más profundo cada vez, hasta que llegó a golpearse las bolas contra mis labios, como queriendo metérmelas también. Se movía como un poseído, entrando y saliendo en toda su generosa y apetecible extensión, machacándome por dentro, aplastándome, triturándome, aniquilándome, proporcionándome la Gloria infinita de sentirme literalmente ultrajada.
Tratando entonces de redoblar aun más la potencia, se subió a la cama, clavó las rodillas en el colchón, a ambos lados de mi cuerpo, y teniéndome prácticamente aprisionada me empezó a dar todavía más fuerte, parecía que me la clavaba hasta lo más profundo del estómago. Lo sentía revolviéndome toda por dentro. Asestando uno tras otro esos combazos fatales que me desquiciaban por completo.
Tenía el rostro desencajado, y escupía saliva para todos lados, estaba como loco, y me tenía a su merced, para hacerme todo lo que se le cruzara por la cabeza.
Luego de un buen rato, y dejándome con las piernas ya acalambradas, me le sacó y con bruscos modales hizo que me diera la vuelta, me puse en cuatro lo más rápido que pude, me palmeó la cola unas cuántas veces y me la volvió a meter, esta vez desde atrás, haciéndomela sentir en lo más recóndito de mis entrañas. Me agarro entonces de la cintura y empezó a cogerme con todo, haciéndome estallar las nalgas con cada ensarte. Me sacudía toda, me revoleaba con cada embiste, me conmovía en lo más profundo con esas enérgicas penetraciones que cada vez parecían llegarme más y más profundamente.
Da gusto que te cojan así, como a una perra, como a una hembra en celo, como a una “ruca”, como él mismo decía. Que yo era su “ruca”, o sea, su puta.
Me cogía como un maníaco, dándome y dándome con todo, metiéndomela entera pese a su exorbitante extensión, hinchándome el vientre con esa divina inmensidad.
Siempre desde atrás me cacheteaba las nalgas, poniéndomelas al rojo vivo, inyectándome pura adrenalina a través de esos vibrantes combazos que parecían no iban a detenerse nunca. Agarrándome de los pelos, como si fuera la crin de una yegua, me tiraba la cabeza para atrás, clavándome bien hasta el fondo, proporcionándome ese imperioso deseo que siempre tengo de sentirme deliciosamente ultrajada.
En plena garchada entra su mujer, ni falta hace que les diga que la mando afuera de un solo grito:
-¡Oe, vete de aquí, no ves que estoy ocupado!-
Sumisa ella acató sin chistar la orden de su marido volviendo a cerrar la puerta tras de sí.
-Disculpa, es mi “jerma”- me dijo reiniciando entonces aquel glorioso castigo que había sido momentáneamente interrumpido.
Enseguida me sacó la pija de la concha, imaginó que toda humeante de tanto que me había dado, y apoyó la punta en la entrada de mi culito. No me dijo nada, tampoco era necesario, me imagine lo que venía y solo atiné a cerrar los ojos al sentir aquel vigoroso empuje que amenazaba con abrirme un surco en medio de la espalda. No se sorprendió porque tuviera la colita rota, supongo que lo esperaba, ya que enseguida empezó a darme por ahí también, colándose por completo dentro de mí, metiéndome toda esa colosal verga casi hasta la raíz, rubricando cada ensarte con un empujón todavía mucho más profundo que parecía llegarme hasta el corazón.
-¡Que buen tarro!- me decía sopapeándome la cola de un lado y otro, refrendando sus palabras con embistes cada vez más concisos y certeros, destrozándome sin compasión alguna.
Tras una culeada para el recuerdo, me sacó la “pinga” del culo, se arrancó el forro, perdón, el “jebe”, y haciendo que me diera la vuelta me tiro toda la leche encima, los guascazos saltaban con una fuerza impresionante, como si fueran disparados por una máquina hidráulica, algunos chorros caían en mi cuerpo, empapándome la cara, los pechos, y otros iban a dar en el suelo, era tanto lo que comenzó a brotar que terminé completamente bañada en semen. Cuándo ya no quedo más para soltar, le agarre la pija y se la relamí complacida, sorbiendo ávidamente lo que resbalaba por todo su contorno, chupando agradecida las calientes y pegajosas gotitas que todavía fluían intensamente.
No habré salido en muletas pero estuve cerca. El peruano me despidió con una palmada en la cola y volvió a lo suyo. Yo, por mi parte, volví a casa, aunque a mitad de camino me di cuenta que había dejado en aquel cuarto el pan y las facturas que había comprado. No iba a volver a buscarlas, así que tuve que ir de nuevo a la panadería. Fui a otra, ya que quería evitar cualquier pregunta incómoda al respecto.
Cuándo finalmente volví a casa, mi marido todavía seguía durmiendo, así que calenté el agua y lo desperté con el mate ya listo. Todavía me ardían el culo y la concha por la cogida del peruano.
Creo que nunca les conté nada de mi marido, prefiero mantenerlo en el anonimato, lejos de este festín de excesos en que se ha convertido mi vida últimamente, pero les aseguro que se trata de un hombre atento, sumamente gentil, bastante afectuoso y romántico por naturaleza. Absolutamente todo lo contrario a lo que me atrae en este momento, hombres vulgares, impresentables, hombres rudos, bruscos, toscos, de esos que una chica como yo jamás elegiría para casarse, pero si para coger y echarse esos polvos que a veces resultan tan indispensables. Amo a mi marido, no quiero confundirlos, y sería capaz de volverme a casar con él todas las veces que fuera necesario, pero también necesito a los demás, a esos anónimos sujetos que suelen dispensarme los placeres más intensos y excitantes que podría disfrutar jamás. Sin los cuáles ya me resulta imposible vivir.
Se que resulta difícil comprender el porque una mujer como yo, puede sentirse atraída por hombres como esos, pero por alguna razón que todavía no alcanzó a explicar esta casi enfermiza atracción se fue haciendo cada vez más fuerte hasta volverse casi irresistible. Y es que veo a esos hombres como... bien hombres, machos que solo buscan satisfacer a su hembra, y en este caso la hembra soy yo, una hembra en celo que necesita satisfacción constante.
Como bien dije estoy casada con alguien que no se parece en nada a lo que busco y ansío, ya que se trata de una persona bastante estructurada, de modos gentiles y esmerados, exageradamente formal, ideal para mí pero no para esa bestia encadenada que llevo adentro.
Claro que el problema no es él, sino yo, ya que me urgen otra clase de atenciones. En ocasiones necesito sentirme usada, ultrajada, deseo que me den una cachetada o al menos una nalgada, deseo sentir ese desborde de testosterona que hace del sexo la cosa más deliciosa que pueda existir.
A veces, casi como al pasar, suelo detenerme frente a alguna obra en construcción, y me quedo ahí por un buen rato observando a los peones de la obra, anhelando esos cuerpos sudorosos, formados vigorosamente a causa del excesivo trabajo físico. Es tan solo un anhelo, una fantasía, la de estar con un hombre de cuerpo peludo, como un gorila, oloroso y con manos rudas y ásperas. Un hombre que me trate como a una perra, como lo que verdaderamente soy, que me coja por la fuerza y me haga todas esas cosas que me resultan tan indispensables.
No habría de ser sin embargo ninguno de esos peones a los que tanto deseaba quién me proporcionaría lo que tanto buscaba, sino un sujeto igual de primitivo y animal, un tipo que vive a pocas cuadras de mi casa.
Por donde vivo hay muchos peruanos que conforman una nutrida colectividad, claro que entre ellos hay de todo, pero como no es mi intención juzgarlos ni mucho menos, voy a hablar de uno en especial, cierto sujeto que vive en una casa tomada. Así que este relato habla de él, de “El Peruano”.
Lo había visto un par de veces en la vereda, siempre fumando y tomando cerveza, como si no tuviera ninguna otra cosa que hacer, y alguna que otra vez había visto también como le pegaba a su mujer, la retaba por algo, vaya una a saber porque, le pegaba un cachetazo y la mandaba para dentro de la casa sin darle mayores explicaciones. La mujer, sumisa y obediente, se dejaba humillar sin protestar. Eso me excitaba, me ponía tan caliente que me daba ganas de arrojarme a los brazos de ese sujeto tan vil y prepotente.
Tal vez para cualquier otra mujer que se enfrentara a una escena semejante se trataría de una persona abominable, un ser despreciable, y yo aceptaba que lo era, pero igual me calentaba. Pese a todo lo encontraba fascinante. Y cada vez me convencía más que ese era el tipo de hombre que me gustaba, agresivo, irascible, con las bolas bien puestas. Siempre que lo veía me daban ganas de pasar a su lado, pero a último momento me arrepentía y cambiaba de rumbo, sin embargo este domingo fue diferente.
Los domingos mi marido duerme casi hasta el mediodía, es su costumbre, sin embargo a mí me gusta levantarme temprano, e ir a comprar pan y facturas cuándo están recién salidas del horno. Doy una vuelta por el parque, a veces me siento un rato en alguno de los bancos y me quedo ahí un rato, disfrutando de la soledad. En esos momentos no soy Mariela, la putita infiel, sino una simple ama de casa que vuelve de hacer sus compras. Estaba en eso, simplemente divagando acerca de que me convenía cocinar para el almuerzo, cuándo me levanto y comienzo a caminar con la idea de volver a casa. Ni por un segundo se me cruzo por la cabeza nada raro, lo único que quería era volver para tomar mate con las facturas que había comprado, sin embargo… me di cuenta cuándo ya lo tenía frente a mí. Al peruano. Sin darme cuenta había pasado por la casa que ocupaba. Al verme me dijo una guasada, mejor dicho, varias. Que si me agarraba me iba a partir en cuatro, que me rompía toda, que me sacaría los ojos para afuera, que me haría lo que no me hizo nadie, todo esto mientras me seguía muy de cerca, olfateándome como un perro alzado, lo que hacía que me excitara mucho más todavía.
Les juro que lo siguiente me salió del alma, sin que lo haya pensado siquiera. Mientras él seguía diciéndome cosas, en una de esas me doy la vuelta quedando de frente a él. De seguro esperaba algún insulto, o un sopapo bien merecido por la cantidad de groserías que me decía, pero en vez de eso... lo saludé con un sorpresivo “Hola”.
Por supuesto que él me devolvió el saludo, mirándome de arriba abajo, devorándome con esos ojos que prometían sexo, sexo y más sexo.
-¿Todo eso me harías? ¡Que bestia!- le dije con una provocativa sonrisa.
-No sabes lo que soy en la cama, mamita, una bestia salvaje, no hay quién me detenga- se auto glorificó.
-Jajaja- me reí –Eso es fácil decirlo, de la boca para afuera todos son potros salvajes-
-¿Acaso no me crees?- se rió él también.
-No digo que no, solo que me parece que si sos capaz de hacer todo eso, entonces hacelo- lo desafié, cruzándome de brazos frente a él, esperando a que aceptara el reto.
¿Qué más puedo decir? Dicen que con una mirada puede decirse todo, y nosotros nos lo decíamos sin necesidad de más palabras que las justas y necesarias, así fue como algunos minutos después entrábamos en esa casa tomada, con intenciones más que obvias. Él iba por detrás, mirándome en todo el momento el culo, contándome lo que me iba a hacer en cuánto me tuviera a su disposición, lo cuál me incitaba mucho más todavía.
-No te lo digo para que te asustes mamita, pero de acá te vas a ir en muletas- trato de intimidarme mientras me sobaba ostentosamente el culo.
-Vamos a ver quién sale sano, no te creas que te la voy a hacer fácil- le repliqué.
Aunque se trataba de un sujeto potencialmente peligroso, no me sentía para nada intimidada. Es más, me mostraba sumamente confiada y entusiasmada por lo que prometía ser una experiencia por demás impactante.
-Ahora vas a ver, te voy a romper toda- me dijo al entrar a una de las piezas, la que él ocupaba seguramente con su mujer, la que en ese momento no estaba.
Cerró entonces la puerta y se tiró sobre mí, metiéndome manos por todos lados, como si fuera un pulpo, arrinconándome contra una pared húmeda y toda descascarada. Manteniéndome ahí, me besó con arrebatada violencia, tras lo cuál me ordenó que le chupara la pija, o al menos eso es lo que entendí.
-¡Chúpame el pincho!- me dijo en realidad, aunque enseguida comprendí que “Pincho” en peruano significa pija, ya que se desabrochó el pantalón y se la sacó afuera, sacudiéndola como si fuera a darme de mazazos con ella.
Sin esperar a que me lo repitiera, caí de rodillas ante él, y agarrándosela con las dos manos me la refregué por toda la cara, oliéndola, embriagándome con tan sensual aroma. Estaba caliente, al rojo vivo, ostentando un tamaño por demás impresionante. Justo lo que necesitaba. Tras lamérsela por ambos lados, abrí lo más que pude la boca y se la devoré casi entera, no toda porque no me entraba, pero si me mandé un buen pedazo, chupándolo con sumo deleite, mientras él me agarraba de los pelos, casi obligándome a que me comiera mucho más todavía. Eso me deliraba. Me trastornaba. Y yo que trataba de comérmela toda, para darle el gusto, metiendo y sacando de mi boca todo lo que podía, cuán larga era, sintiéndola palpitar fuertemente en mi garganta.
Luego hizo que me levantara y desnudándome con violencia me lanzó sobre la cama, o mejor dicho el catre que tenía en la habitación, el cuál rechinó escandalosamente al sentir el peso de mi cuerpo.
Ahí como estaba, toda despatarrada, desnuda, húmeda y excitada, me agarró de las piernas y me atrajo hacía él, me abrió toda y se zambulló por entre medio de mis muslos, me escupió varias veces en la concha y con los dedos esparció la saliva por sobre los labios, me metió un par de dedos, los índices de cada mano y formando como una pinza me abrió el hueco como si quisiera rompérmelo, me escupió adentro, y empezó a chuparme.
-¡Que chucha más rica!- exclamaba a cada rato, lamiendo, mordiendo, devorando esa parte de mi cuerpo que ardía ya de intensa lujuria.
Con la lengua bajaba hasta el culo y me chupaba el agujero también, dando vueltas y vueltas alrededor, poniéndome en un estado ya desesperante.
Su lengua entraba y salía, tanto del agujero del culo como de mi concha, regando todo de saliva, mordiéndome los labios, y chupando sin parar ese botoncito del placer que de tan inflamado que estaba parecía estar a punto de estallar.
Luego se levantó y como si estuviera apunto de ejecutarme blandió amenazante su potentísimo vergón, sacudiéndolo como enloquecido. Me lo frotó por sobre la concha, así, a piel pelada, contagiándome su calentura. Me lo refregaba todo, a lo largo y a lo ancho, las bolas también, diciéndome en todo momento que me la iba a enterrar hasta la garganta, que su “pinga” me iba a salir por la boca, que me iba a empalar bien empalada, todo esto lo decía en tono de amenaza, claro, aunque en vez de sentirme intimidada o al menos asustada por tales comentarios sus expresiones me calentaban mucho más todavía.
-Espera que me coloco un jebe- me dijo.
“¿Jebe?”, me quede pensando. Aunque todas mis dudas quedaron resueltas cuándo volvió con la “pinga” bien enfundada en un preservativo. Me la volvió a frotar por sobre los gajos, pero esta vez encajó la punta entre esos dos bordes de carne que se abrían sin queja alguna ante tan ansiado empuje. Y eso fue precisamente lo que hizo, empujar, mandándomela casi hasta por la mitad de un solo embiste. Al sentirla abrí la boca y solté un complacido suspiro, dejándome atravesar hasta lo más hondo, y eso que todavía no me la había metido toda, faltaba un trecho largo para que me empalara bien empalada tal como me lo había prometido. Entonces se calzó una pierna sobre uno de sus hombros, me abrió bien la otra pierna y empezó a darme, con todo, en forma constante y agresiva, no me cogía, me castigaba con ese rebenque de sangre y venas, todo amoratado que vibraba con una fuerza viril por demás impresionante. Con cada ensarte me entraba un poco más, más y más profundo cada vez, hasta que llegó a golpearse las bolas contra mis labios, como queriendo metérmelas también. Se movía como un poseído, entrando y saliendo en toda su generosa y apetecible extensión, machacándome por dentro, aplastándome, triturándome, aniquilándome, proporcionándome la Gloria infinita de sentirme literalmente ultrajada.
Tratando entonces de redoblar aun más la potencia, se subió a la cama, clavó las rodillas en el colchón, a ambos lados de mi cuerpo, y teniéndome prácticamente aprisionada me empezó a dar todavía más fuerte, parecía que me la clavaba hasta lo más profundo del estómago. Lo sentía revolviéndome toda por dentro. Asestando uno tras otro esos combazos fatales que me desquiciaban por completo.
Tenía el rostro desencajado, y escupía saliva para todos lados, estaba como loco, y me tenía a su merced, para hacerme todo lo que se le cruzara por la cabeza.
Luego de un buen rato, y dejándome con las piernas ya acalambradas, me le sacó y con bruscos modales hizo que me diera la vuelta, me puse en cuatro lo más rápido que pude, me palmeó la cola unas cuántas veces y me la volvió a meter, esta vez desde atrás, haciéndomela sentir en lo más recóndito de mis entrañas. Me agarro entonces de la cintura y empezó a cogerme con todo, haciéndome estallar las nalgas con cada ensarte. Me sacudía toda, me revoleaba con cada embiste, me conmovía en lo más profundo con esas enérgicas penetraciones que cada vez parecían llegarme más y más profundamente.
Da gusto que te cojan así, como a una perra, como a una hembra en celo, como a una “ruca”, como él mismo decía. Que yo era su “ruca”, o sea, su puta.
Me cogía como un maníaco, dándome y dándome con todo, metiéndomela entera pese a su exorbitante extensión, hinchándome el vientre con esa divina inmensidad.
Siempre desde atrás me cacheteaba las nalgas, poniéndomelas al rojo vivo, inyectándome pura adrenalina a través de esos vibrantes combazos que parecían no iban a detenerse nunca. Agarrándome de los pelos, como si fuera la crin de una yegua, me tiraba la cabeza para atrás, clavándome bien hasta el fondo, proporcionándome ese imperioso deseo que siempre tengo de sentirme deliciosamente ultrajada.
En plena garchada entra su mujer, ni falta hace que les diga que la mando afuera de un solo grito:
-¡Oe, vete de aquí, no ves que estoy ocupado!-
Sumisa ella acató sin chistar la orden de su marido volviendo a cerrar la puerta tras de sí.
-Disculpa, es mi “jerma”- me dijo reiniciando entonces aquel glorioso castigo que había sido momentáneamente interrumpido.
Enseguida me sacó la pija de la concha, imaginó que toda humeante de tanto que me había dado, y apoyó la punta en la entrada de mi culito. No me dijo nada, tampoco era necesario, me imagine lo que venía y solo atiné a cerrar los ojos al sentir aquel vigoroso empuje que amenazaba con abrirme un surco en medio de la espalda. No se sorprendió porque tuviera la colita rota, supongo que lo esperaba, ya que enseguida empezó a darme por ahí también, colándose por completo dentro de mí, metiéndome toda esa colosal verga casi hasta la raíz, rubricando cada ensarte con un empujón todavía mucho más profundo que parecía llegarme hasta el corazón.
-¡Que buen tarro!- me decía sopapeándome la cola de un lado y otro, refrendando sus palabras con embistes cada vez más concisos y certeros, destrozándome sin compasión alguna.
Tras una culeada para el recuerdo, me sacó la “pinga” del culo, se arrancó el forro, perdón, el “jebe”, y haciendo que me diera la vuelta me tiro toda la leche encima, los guascazos saltaban con una fuerza impresionante, como si fueran disparados por una máquina hidráulica, algunos chorros caían en mi cuerpo, empapándome la cara, los pechos, y otros iban a dar en el suelo, era tanto lo que comenzó a brotar que terminé completamente bañada en semen. Cuándo ya no quedo más para soltar, le agarre la pija y se la relamí complacida, sorbiendo ávidamente lo que resbalaba por todo su contorno, chupando agradecida las calientes y pegajosas gotitas que todavía fluían intensamente.
No habré salido en muletas pero estuve cerca. El peruano me despidió con una palmada en la cola y volvió a lo suyo. Yo, por mi parte, volví a casa, aunque a mitad de camino me di cuenta que había dejado en aquel cuarto el pan y las facturas que había comprado. No iba a volver a buscarlas, así que tuve que ir de nuevo a la panadería. Fui a otra, ya que quería evitar cualquier pregunta incómoda al respecto.
Cuándo finalmente volví a casa, mi marido todavía seguía durmiendo, así que calenté el agua y lo desperté con el mate ya listo. Todavía me ardían el culo y la concha por la cogida del peruano.
20 comentarios - El peruano
parece una novela 🙎♂️