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La evolución del erotismo



La evolución del erotismo

La primera teta que vi en mi vida se me grabó tan a fuego en la cabeza, que hoy podría cerrar los ojos y dibujarla con precisión quirúrgica, a mano alzada, sin titubear. Han pasado muchos años y todavía siento que puedo copiar en un papel cómo era esa redondez impactante, en qué lugar del torso se ubicaba, y qué forma exacta tenía el pezón que me dio un guiño cómplice y ciego para salir de la preadolescencia.

La evolución del erotismo


Era una teta audaz, erigida con soberana libertad en la segunda página de una revista de alto voltaje y poca monta, llamada Eroticón. Los de mi generación, hago la salvedad, forjamos nuestra imaginación a golpes de ausencias, porque no nos quedaba otra.

Pienso en esto ahora que estamos en edad de mandar a la cama a los niños, porque la tele nos bombardea con culos, insultos y penetraciones, constantemente. Los otros días estábamos haciendo zapping con mi hija y tuve que cachetear el control remoto cuando Santiago Segura -en la piel de Torrente-, abusaba con destartaladas embestidas de una mujer fronteriza que dormía sobre un sillón. Eran las tres de la tarde.

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A veces siento que me sale un alien moralista por entre las tetas, o que envejecí y me convertí en una tía hinchapelotas de ruleros que lanza pantuflas contra los aparatos de televisión. Otras, sin embargo, recuerdo mis periplos para conseguir información y estímulos en edades tempranas y me ataca el remordimiento: ¿tengo derecho de privar a mis hijos de todo aquello con lo que yo soñé cuando era más chico? ¿Será que yo anhelaba un festival sin censura de tetas, culos y piernas, sólo porque estaban prohibidos, y a ellos les resultará más fácil resolver sus complejos y carencias?

Una vez escribí sobre las vicisitudes que padecía un adolescente para conseguir una película porno hace diez años, cuando no había internet, cuando no existían ni Tinelli ni la ficción trasgresora de los programas de hoy, que están llenos de minas acoplándose con otras a los gritos como si fueran tijeras.

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El artículo se ocupaba de cuatro puntos concretos, los ejes de la culpa que nos sepultaba cada vez que recaíamos en un videoclub de barrio los sábados por la tarde, para apostar por la sensualidad:

- La sangre fría que teníamos en las venas cuando entrábamos al videoclub y recorríamos ese tramo patibulario hasta quedar enfrentados con las rubias californianas que nos sonreían con la boca llena desde las bateas.

- El monumental tamaño de las cajas de las pelis porno, atestadas de una gráfica en la que abundaban pitos largos, senos gigantes, caras torcidas por el placer.

- Los nervios de acero y las pelotas frías como el mármol para atravesar todo ese local con ese pichón de caja entre las manos sin sudar.

- La estrategia evasiva mil veces ensayada ante la posible pregunta del dependiente: “es para un amigo que no se anima”; “es para una despedida de solteros”, “es para un trabajo en la facultad”.


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Recordemos: era una época en la que no había internet, las revistas eróticas venían con una faja negra adelante, y los quiosqueros traficaban Playboys con las minas de Olmedo como si se tratara de fasos de marihuana.

Soy un coleccionista mental de primeras experiencias. Entiendo que cada vez que algo nuevo ocurre y me impacta, necesariamente debo hacer una muesca en el tronco de mi memoria y anotar: “acá me fumé el primer cigarrillo”, o “en este baño me hice la primera paja”. El hombre, creo, es una sucesión de vivencias. Sin ellas, sin nuestro anecdotario rústico y pintoresco agolpándose para darle forma a nuestro pasado, no valemos una mierda.

Yo sé, por ejemplo, que si hace veinte años mis cinco amigos no me empujaban (a pesar de mis ruegos y pataleos) a los brazos de esa señora gorda, no habría perdido nunca la virginidad. Me costó 8 Australes y media petaca de whisky -fiero como una meada- entenderlo.

Hasta ese momento, hasta que crucé las puertas de aquél infierno de bombitas rojas, yo era un niño. Y lo próximo que supe era que estaba tumbado sobre un sillón destartalado, atrapado en un mar de resortes que asomaban entre la goma espuma, prisionero del peso de una mujer gorda con aliento a cebolla que me pedía que no la besara en la boca y que me apurara. El niño que fui murió ahí, ensordecido por la música de La Mona Jiménez, aturdido entre tantos afiches de mujeres ochentonas sobre motos choperas. Dejé de ser niño y casi me hago puto, quiero decir, porque nada estaba más lejos de mi fantasía que esa cruda realidad; en el lupanar aquél yo no encontré jamás a las muchachas de las películas, a los ángeles comprensivos que en mi mente eran más dóciles y cariñosas que una madre sobre una cuna.

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Otra muesca: a finales de la década del ochenta, en la calle La Rioja, no trabajaban Jenna Jameson, ni Christy Canion, ni Ginger Lynn. Nuestros primeros polvos eran una novela de Llamosas, la tragedia del contraste, la pornografía del ridículo, y a muchos de nosotros nos costaría tres meses de terapia olvidarnos del aliento de nuestra primera mujer.

Me considero un sobreviviente. Siempre lo digo.

Vengo de una época en la que las revistas porno eran el equivalente a una Revista Gente de la actualidad, un tiempo remoto en el que el Photoshop todavía no nos había cagado la existencia y traficábamos almanaques de minas en pelotas por debajo de los pupitres.

No sé cómo hicimos, pero emergimos y hoy somos hombres de familia, gente grande, veteranos de pajas tremendamente imaginativas. La mía es una generación que aprendió el valor de la paciencia frente al televisor, donde montábamos guardia en el trasnoche, esperando que a la programación se le escapara una teta.

Y no buscamos reconocimientos ni medallas.

Queremos que nos permitan estos asombros, estas cejas levantadas, estos artículos pavotes que escribimos cuando vemos gente que coge a la siesta en un aparato que para nosotros era la última frontera a conquistar.

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