Introducción.
Hablar de erotismo, como de pornografía, es algo absurdo en términos generales. El comportamiento del hombre es siempre demasiado maleable (dependiente de reglas específicas, tradiciones, leyes y conductas) como para que uno se convierta ahora en el juez supremo del Género Humano. Cada civilización ha albergado, como hoy alberga, ejemplos de ese llamado erotismo pornográfico cuya razón de ser se esconde, al margen de los estipulados estéticos y los análisis teóricos sobre este asunto, en el puro deseo animal, convertido por la sofisticación de la mente humana en una compleja estructura simbólica de apetencias propias. Bajo la clásica distinción entre las dos naturalezas del hombre, la de ser parte de lo sublime y parte de las bajezas e instintos animales, podemos decir que la visión erótica, ya sea festiva o artística (o ambas cosas) se entremezcla con el deseo corpóreo que emana de tantas obras de toda clase, hasta el extremo de que, como podremos ver más abajo, es imposible definir una línea fronteriza entre un amor sublimado y sus pasiones recurrentes, habitadas por impulsos «oscuros» que aún irritan a muchos. También trataremos de destruir el mito de una inocencia posible frente al erotismo pornográfico; es decir, el mito de que, frente al inocente (el puro, el casto, el inmaculado hombre imposible) la pornografía corrompe las virtudes humanas. El erotismo necesita del otro, de ese otro que mire la probable intención de aquello que cualquiera defina como le apetece o lo cree necesario. No, dejemos la inocencia para ese momento antes en que Eva se dispone a morder la manzana de nuestras desdichas. De modo que, en los siguientes epígrafes, trataremos de descubrir las falacias sobre las que está apoyado el ideario puritano y demagogo de quienes hacen tajantes delimitaciones entre pornografía y erotismo y el buen y mal gusto.
¿Qué es lo obsceno?
Para ocuparnos de lo que, popularmente, se conoce como pornografía, es preciso que estudiemos uno de sus atributos ineludibles: lo obsceno. Y es que, de manera casi infalible, si muchos catalogan algo como pornográfico no es sino para añadirle, como quien no quiera la cosa, el oscuro sello de lo impúdico. Los psicólogos actuales no dudan en esforzarse en distinguir lo obsceno de lo erótico, para lo cual apelan a la semántica de cada una de las palabras. Obscenidad tiene su raíz en lo que se halla sobre escena (obcenus), lo que sirve a muchos para dictaminar sobre lo que no debe ponerse de tal forma, lo que debe ser oculto, privado, nunca público, pues ese aspecto de revelación produce, según parece, una gran repugnancia. Establecen luego que es esa repugnancia la que atrae a muchos individuos, lo que no hace sino precipitarlos al campo de la sicopatología moderna. «Hay que aceptar, pues, lo que ya es común, que la pornografía es obscena y que obscenidad es indecencia sexual», dicen hoy tantos iluminados siquiatras, Manuel Zambrano entre otros. Lamentablemente, eso de la indecencia en el sexo nos recuerda a los preceptos católicos de las grandes virtudes del hombre casto. Y es que tales opiniones no son sino un conjunto farragoso de patrañas con las que, bajo el célebre peso de la Ciencia moderna, situarnos ante la supuesta certeza de cosas que ni los mismos iluminados se toman la molestia en definir, tal vez, suponemos, porque el resultado de dicha definición no les satisface, o porque no la encuentran acorde a sus propios prejuicios, con los que encima lanzan peroratas y homilías seudo científicas cargadas de una arrogancia inadmisible. ¿Qué es la indecencia, y aún más, y sobre todo, qué supone la indecencia sexual? Si se mantiene un respeto a los principios morales impuestos, si no se daña ninguno de esos principios establecidos por cada comunidad humana, ¿cómo puede decirse que la pornografía es indecencia? Ese respeto a la moral sexual, hija de los contenidos y estructuras políticas y sociales de un Estado concreto, ¿en qué sentido específico hemos de entenderla? O para ser más concretos, si tanto se dice que lo obsceno es lo sucio ¿quién define qué es lo sucio de lo limpio, un psicólogo, un ama de casa, un filósofo borracho? ¿Qué es eso de suciedad? «Discutir la naturaleza y el significado de la obscenidad es casi tan difícil como hablar con Dios» dice, bien a propósito, el escritor americano Henry Miller.
Hacemos, por tanto, la acusación de que los detractores de la pornografía se mueven entorno a ideas confusas, cuando no deliberadamente retorcidas y adaptables a sus intenciones. Como resumen de lo que apuntamos, el poeta y novelista Mario Benedetti, lo expresa con gran transparencia: «Esta discrecionalidad es justamente el peligro, ya que todo lo confía a la inteligencia, sensibilidad y amplitud de los censores, profesión esta en la que no suelen abundar los dos dedos de frente. El origen etimológico de la palabra pornografía (del griego "porne", o sea, prostituta, y "graphe", o sea, descripción) justifica ampliamente la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española: "Tratado acerca de la prostitución". Pero ¿cuántas obras acusadas de pornográficas caben dentro de esa acepción? Probablemente, ninguna. La segunda acepción dice: "Carácter obsceno de obras literarias o artísticas". Lo peligroso es fijar la frontera, ese movedizo límite donde termina presumiblemente lo artístico y empieza (no menos presumiblemente) lo obsceno.» Como es obvio, bajo el origen de esta palabra, solo verdaderos tratados de proselitismo pueden ser encuadrados dentro de tal concepto. Pero es que esa acepción empleada para obscenidad nos remite, tal y como apunta Benedetti, a la meta censuradora de la que hablamos antes, y que se apoya en conceptos vagos y nebulosos. Bajo niveles universales, el pudor se convierte en algo tan gratuito como cualquier mención sobre los honores de manera independiente a cualquier otro detalle de importancia: lugar, época, leyes, régimen político, revoluciones...
Pese a una enorme cantidad de trabajos en los que se alerta sobre el pensamiento difuso de tantas mentes timoratas, aún prevalece la idea de que, mientras el erotismo es elegante y sublime, la pornografía posee una naturaleza sórdida e injustificable. El afán de esos individuos por destruir lo que ellos consideran como «la decadencia y depravación humanas» posee, tal y como podemos imaginarnos, no solo muchos rasgos de gran hipocresía (pues algunos de esos iluminados con vocación censuradora no hacen sino apropiarse, en su vida privada, de los mismos productos que en lo público vilipendian con indignación tan vehemente) sino también de intensa ignorancia respecto al concepto mismo que tanto rehuyen a toda costa. La Iglesia cristiana lleva más de dos mil años utilizando semejante estrategia: pues lo pertinente, bajo el propósito de sus ministros, no es tanto definir como ocultar, y no solo el producto o actitud que persigan sino a la propia palabra que los representa. Nada se adapta mejor a los intereses de alguien que aquello que permanece bajo una definición vaga, brumosa, esencialmente maleable. Para ello, actualmente no se ha dudado un segundo es esgrimir razones espurias sobre lo bello y lo feo, lo elegante o lo tosco, lo casto y lo impuro. En la Iglesia hay numerosos ejemplos de teóricos de la vida sexual de sus contemporáneos; uno de ellos es San Juan Crisóstomo, que ataca la relación de dependencia sentimental del matrimonio al establecer que dicho vínculo es como una cárcel con la que se impide una ascensión hasta las alturas divinas. El hombre en matrimonio se preocupa más de los aspectos terrenales que de los sagrados o divinos. Ya San Pablo, en la carta a los Corintios, había dicho que el matrimonio era un refugio de débiles para huir de las tentaciones de la carne. Para San Agustín el contacto físico con la mujer precipita al hombre a un pozo de degeneraciones espirituales: «Nada contribuye tanto a derribar la mente del hombre de su ciudadela como las lisonjas de las mujeres. Y ese contacto físico sin el que no es posible poseer una esposa». El sexo para este «santo» queda asociado a un fin exclusivamente reproductor, nunca como forma de sublimar pasiones latentes o de conseguir un cierto grado de purificación del espíritu.
La Iglesia ha edificado un conjunto de pilares de la sexualidad del buen creyente. Curiosamente, la proclamación de la Familia como un «valor cristiano» es un asunto bastante más moderno de lo que muchos piensan, como ya ha quedado reflejado en algunos grandes padres de esta misma Iglesia, detractores de uniones de matrimonio y de apegos terrenales. Pues esta religión positiva, de tanto poder sobre Occidente, es una de las que mayor presencia tienen sobre las costumbres y ritos de tantos hombres. Hoy, en cambio, se predica la familia casi como un invento católico, cuando no es sino un giro de timón en su política establecida. El Vaticano ha ejercido durante mucho tiempo la labor de juez espiritual y estético, pues según sus postulados nada que atente contra Dios es, o puede ser bello, y en consecuencia, como el vicio y los seres concupiscentes representan una seria amenaza al Supremo, éstos no son sino feos, horribles o degenerados. Sería curioso sumergirse en la supuesta estética de ciertos poderes: lo bello es lo casto porque lo casto es lo cercano a Dios. Ese tipo de valoraciones se ha cuajado en artistas contemporáneos que establecen que existe una indisoluble unión entre lo ético (lo que ellos entienden por ética) y lo estético. Un aspecto nada superfluo, pues en gran medida en esto se basan los censores a la hora de esgrimir alguna razón contra parte de una obra humana. El argumento es el siguiente: la belleza no es sino el producto de una vida honesta. Lamentablemente, aunque quisiéramos creer tal cosa, no podemos sino decir que la honestidad (o la castidad, o aquello que quieran unir a lo bello como una idea supuestamente objetiva) no es una virtud encadenada a la belleza estética, pues ni siquiera se dice lo que se entiende por belleza (ya el propio Kant lo enuncia en su ensayito Sobre lo bello y lo sublime) ni si ésta es un atributo imprescindible de virtudes humanas. ¿Se habla de una belleza física, en una obra de arte, o bajo qué aspecto exactamente? Y en cualquier caso, lo que se supone bello, sobre todo en una obra, ¿es reflejo indudable de alguna supuesta virtud moral o ética? Ética y estética son dos lazos unidos por la casualidad de la Historia.
Desde la poderosa influencia del Vedanta en Grecia, sobre la base de un desprecio hacia los sentidos como parte del velo de Maya, pasando por el pensamiento platónico, según el cual las percepciones sensibles, aunque sombras sobre la caverna, permiten por medio del progressus ascender al mundo arquetípico y eterno de las Ideas, hasta los cambiantes postulados de la Iglesia cristiana, empapada a su manera de platonismo «interesado», el uso de la palabra impudicia ha sido extraordinariamente variable. Los regímenes políticos y sus propias ideologías han sido el eje de fuerza para retorcer esta idea tratando, asimismo, de venderla como algo universal. No obstante, a lo largo de la Historia, muchos escritores y filósofos han sido calificados de desvergonzados, valoración que, como repetimos, ha ido variando según el territorio y la época en donde nos hallemos: la estela es muy larga, sin duda, y de ella destacan, tanto algunos escritos libertinos de Ovidio, que mucho disgustaron al emperador Augusto, deseoso de imponer en Roma un nuevo modelo de virtudes (algo que acabó, por cierto, chocando con los desmanes de su propia familia, y en concreto de su nada casta hija Julia, a quien tuvo que desterrar finalmente a un islote), pasando por Boccacio y su propia obra, hasta el mismo modernismo de James Joyce, con esos pasajes del Ulises en donde se trata de forma poco «recatada» temas escandalosos de entonces, como el adulterio. Son bien conocidos los casos de censura que impusieron diversas fórmulas políticas, catalogando ciertas obras como «repugnantes»; tal es el caso, por ejemplo, del archifamoso poema Las flores del mal, de Charles Baudelaire, uno de esos poetas a quien deciden convertir en maldito casi por confusión generalizada. Y es que parece que lo que, desde ciertas instancias políticas y religiosas, se pretende proteger no es sino la conservación de un orden establecido. Ese supuesto orden moral es el que se ciñe como una cota de malla, no tanto para suprimir por completo los comportamientos y actos que penaliza, como para circunscribirlos dentro de los márgenes angostos de una marginalidad permanente. Sería interesante ver que dicha cota de malla ha funcionado, y funciona, como el resultado implícito de una falsa conciencia.
Como bien dijo Theodor Schroeder, la obscenidad no se encuentra en ningún libro ni representación alguna, sino que supone «una cualidad de la mente que lee o mira». La pornografía, dejando a un lado la nebulosa conceptual de tantos censores (censores de palabra y de actos, pues la mente censuradora registra su repudio público respecto a cualquier manifestación que suponga una amenaza a su no menos difusa «escala de valores») se halla así no tanto en las cualidades del objeto sobre el que se aplica como en la actitud de quien lo juzga. La frase del cineasta estadounidense Woody Allen de que el erotismo es la pornografía del otro es absolutamente certera por cuanto que describe ese hecho, tan pocas veces comentado, de que es el censor quien aporta los atributos de obscenidad y no su objeto de desprecio. Ese objeto de desprecio no lo es (despreciable) sino porque, sin duda, encarna en la mente de quien lo condena o rechaza una serie de ideas contrarias a las que este mismo inquisidor propugna. A este respecto, se habla hoy de que debe existir una censura televisiva, lo cual en muchos casos se debe a la estupidez de algunos demagogos y, en otros, a la ingenuidad de unos cuantos bienpensantes. La estupidez se halla en el hecho de considerarse rectores universales de lo que debe o no ser puesto en escena, tal y como ya ha hablado de esto Gustavo Bueno acerca de la «telebasura»: como si ellos encarnaran la voz definitiva e infalible que habla en nombre de la sociedad sobre la que actúan decidiendo contenidos. Por otro lado, la ingenuidad de algunos porque, pese a su buena disposición por suprimir ciertos programas de la tele, o al menos la de desplazarlos a franjas horarias que no estén al alcance de los niños (pues, ciertamente, resulta un poco preocupante que a la hora de la programación infantil se emitan sesudos debates formados por zorritas de medio pelo, cotillas homosexuales y chaperos calvos y enfadados), no ven la circunstancia de que, aplicando el mazo inquisidor para esto, habrían de hacerlo para otras muchas cosas, pues es difícil, por no decir imposible, saber cuándo concluye la censura, y cuándo ésta es o no necesaria: es el viejo problema de arrogarse unas competencias para algo que nos parece justo cuando el hecho de ejercer la censura para lo concreto supone, de inmediato, poder aplicarla para lo general.
Ahora que ya hemos desarticulado el término pornográfico, de uso mayoritariamente público entre quienes se han forjado una idea de lo que supone tal palabra, vemos que lo que se establece por consenso (una idea no menos vaga que dejarle a los censores la tarea de dilucidar qué es obsceno) como cosa pornográfica no es sino el hecho mismo en el cual se representan formalmente los órganos genitales humanos. Es muy superfluo decir que la pornografía es un producto humano, pues esto es claramente obvio. El que aparezca, como aparecen en tantos documentales de «vida salvaje», la relación sexual explícita de dos hipopótamos (mientras uno enorme y encaramado sobre el otro se afana en hacer bien su tarea sobre una charca), o la de dos canguros, o la del buen león de la sabana, no es, desde luego, algo pornográfico sino tan solo biológico: es sexualidad revelada en el plano puramente instintivo. Y es que para adentrarnos en las posibles intenciones sobre lo obsceno como supuesta exposición, sin tapujos, de los genitales humanos, es necesario que hablemos ahora del recato, algo también propio del hombre. Los humanos sentimos pudores de nuestro cuerpo (unos en mayor medida que otros, por supuesto, y en no en todas partes ni bajo cualquier «cultura» del mismo modo) y es por eso por lo que, fundamentalmente en los países del llamado primer mundo, tendemos a creer que el pudor es una parte propia de nuestra naturaleza cuando no es sino el producto consumado de una sociedad en concreto. Hay muchas tribus de la selva amazónica en donde las madres enseñan a masturbarse a sus hijos, lo que sin duda aquí, en España, es visto por muchos con gran perplejidad, cuando no con repugnancia absoluta. Queremos decir con ello lo que tantas veces se ha insinuado: que el pudor, como la obscenidad, no es sino un concepto confuso, pues varía con el tiempo y con las estructuras sociales que los emplea.
Existen tantos tipos de obscenidades como hombres para calificarlos. Exponer gráficamente (o por medio de la evocación literaria de imágenes) órganos sexuales en funcionamiento, ha servido, por lo común, para definir con alivio (ahora que el tratado sobre la prostitución no nos vale) el concepto de pornografía, así como para diferenciarlo del de erotismo. De esa forma, el erotismo, que se define como amor sensual, puede distinguirse, para estos mencionados censores, de la otra palabra, pornografía, en virtud del dudoso hecho de que entre una y otra existe una muralla llamada sexo revelado. Los frescos satíricos de la Roma imperial, en donde figuran en multitud de posturas los avatares amorosos de hombres y mujeres, hoy se consideran como una «pieza de gran valor artístico e histórico», escenas divertidas y curiosas de orgías humanas; no obstante, bajo el prisma del presente, nunca, o muy pocas veces suelen ser estimadas como repugnantes, vituperables, incluso impúdicas, etc. No solo eso: hasta se ha generado ese tipo de simpatías que se despiertan entre tantos pudorosos que, al ver los actos del pasado, no pueden sino verse reconocidos en ellos de alguna forma, sobre todo en la medida en que sienten una atracción inconfesable hacia ciertas imágenes desnudas, para las cuales no dudan en ponerse las manos sobre los ojos, aunque, eso sí, dejando siempre un hueco para seguir mirando. Otro tanto de lo mismo sucede con los Epigramas de Marcial, que al ser valorados como un documento histórico (un fresco de la vida diaria romana) no recae sobre ellos ninguna estimación peyorativa, sino que, a lo sumo, se les concede la categoría de satíricos o traviesos. Y sin embargo, cuando volvemos la mirada a ese pasado en el cual tratamos de ver las raíces del erotismo como concepto, no podemos sino asombrarnos ante el hecho de que esos frescos, esos libros y ciertas pintadas callejeras hoy serían muy mal vistas, consideradas como sórdidas o estúpidas, lo mismo que ir llevando por la calle un amuleto de Príapo, un solitario falo alrededor del cuello.
Lo difuso no está solo en el concepto de pornografía sino también en el de erotismo, que parece aquejado de los mismos males que su otra palabra hermana. La distinción no es baladí, desde luego, pues sirve para darnos cuenta de que las asignaciones no resultan, la mayor parte de las veces, sino arbitrarias, dependientes de contenidos morales, de estructuras sociales y políticas. La Cultura, descendiente del reino de la Gracia como un saber con el que el hombre supera a la Naturaleza, desciende su mirada benévola hacia las «obras de arte» del pasado para que con ello nadie, o muy pocos (tal vez, en el caso de EEUU, algún republicano timorato e hipócrita que mande tapar los pechos de las estatuas de su recinto de trabajo) se atrevan a acusarlas de inmorales, de «sucias» o repugnantes. Bajo los principios de que el erotismo es propio del arte, pues son innumerables los ejemplos de obras artísticas que han podido ser clasificadas de esa forma (desde Las Mil y Una Noches, pasando por El arte de amar, de Ovidio, hasta un largo etcétera), y de que lo pornográfico es la actividad o resultado de una conducta humana reprobable, los iluminados (que, son por cierto, muchos hoy en día) han trazado una línea del buen gusto con el fin de discernir lo que «es» de lo que «debe ser». El cine, la literatura, las pinturas, nos dejan testimonios constantes de representaciones explícitas de sexo (como la colección de dibujos al carboncillo de Pablo Picasso, o su serie de «Violaciones», tan aplaudidas por la crítica) que, sin embargo, y en base a la estima pública otorgada por la mitológica cultura en la que están inscritas, refulgen hoy como obras eróticas, y no pornográficas: son famosos los cuadros de Salvador Dalí de carácter «obsceno», como es el caso de El gran masturbador, o esa serie de dibujos muy explícitos de Picasso que abordan la sexualidad masculina tomando la mitológica forma de un toro.
Sobre los cánones de nuestro mundo, la pornografía no suele ser considerada como parte integrante de ninguna disciplina artística. Constantemente se dice que representa el mal gusto, cuando lo cierto es que no solo no se explica qué se entiende por tal cosa, sino que, además, a estas dos palabras se les otorga cualidades casi metafísicas, al plantearlas como Ideas que gravitan por encima de una conciencia universal, de un sentido común invariable. Atribuir a un producto humano (ya sea una película, un libro, un cuadro, etc) los adjetivos de bondad o maldad del gusto no es sino volver a ese campo tan oscuro de las apreciaciones personales, que no se fundamentan en criterios estéticos objetivos sino en prejuicios de orden moralista entorno a la exposición y difusión de temáticas que, a ojo de tantos mentecatos, dañan la dignidad humana hasta deteriorarla. El mal gusto existe, no queremos ponerlo en duda, pero para ello es necesario, no solo decir si es un «mal gusto» de uno o varios individuos, o si lo es de todos al mismo tiempo, sino también qué representa lo malo respecto a lo llamado bueno, y cuáles son los criterios que hacen que lo malo sea desdeñable respecto a eso que se nos vende como bueno. Por supuesto, el catolicismo ha pintado mucho en todas estas consideraciones, como ya apuntamos antes en las ideas de orden y poder de la Iglesia, siempre atenta de regir la vida ética y sexual de sus fieles. El cinturón de castidades morales que predica aún hoy el Vaticano, junto a sus alegres opiniones acerca de diversos aspectos, como el uso de preservativos (condenando incluso el usarlos en países de África contaminados por el SIDA) o la relación física entre homosexuales (a quienes llaman viciosos), no hace sino situarnos en el contexto de una cierta ideología que no se percata del hecho de que, bajo el reino de Dios, los cambios y estimaciones sobre diversas materias han cambiado con los siglos, las épocas y los hombres. No digamos ya si nos referimos a la moralidad impuesta del Islam y esos preceptos de un macho dominante que decide sobre la vida y obra de sus mujeres. Ya se sabe que el buen fiel y suicida que lucha en nombre de Mahoma va al Paraíso, en donde le esperan 73 vírgenes tan hermosas como serviles. Hoy, esa misma promesa de sexo ultraterreno se instala en la conciencia mutilada de tantos «mártires» que vienen a inmolarse porque Aláh les ayuda en su causa. Las religiones positivas mayoritarias (Cristianismo e Islam) controlan así los instintos de sus adeptos a través de la fórmula clásica, aunque no por ello menos útil, del premio y el castigo. El homosexual en el cristianismo va derecho al caluroso infierno, eso es inevitable. En cambio, el padre de familia y fiel de su propia esposa tiene todas las papeletas para irse al Cielo.
La antropología ha dedicado buena parte de sus esfuerzos al propósito de ver los condicionantes sociales y políticos que determinan los distintos roles de la sexualidad humana. Desde los Paraísos perdidos de Margaret Mead y sus Adanes y Evas samoanas hasta la sexología moderna, abanderada por feministas ociosas y resentidas, existe un largo catalogo de tratados sobre esos instintos que, al aplicarse a un celo eterno (esto es, a un deseo que no depende de ninguna época del año), adquiere una dimensión gigantesca en toda sociedad política. Pulsiones que, controladas por cada cultura, cada tradición establecida y cada régimen de turno, quedan de ese modo a merced de los criterios de fanáticos religiosos, de políticos moralistas, de ciertas multinacionales sin escrúpulos, de células poderosas e interconectadas que cambian el sentido y concepto de las palabras con el fin de manipularlas a su propio antojo. Y es que el sexo viene inscrito en el entramado social, y no como lo entienden en la Polinesia, por ejemplo, donde se considera como algo esencialmente malo y que no pertenece a dicho conjunto. Pero, si dentro de una sociedad existen mecanismos de poder, entonces, ¿no es razonable que consideremos que el control del sexo como actividad social es un control de la vida de los ciudadanos, de los consumidores? La clasificación de lo obsceno o lo pecaminoso tiene resonancias puramente religiosas por cuanto que la Iglesia tiende a creer que la vida sexual fuera de los preceptos marcados por sus dogmas no es sino una seria amenaza a su propia estructura. El cieno, el barro moral con el que se salpica la conciencia del hombre contemporáneo hace que, muy a menudo, éste se sienta cohibido ante la manifestación de esas referidas pulsiones. Sin embargo, no podemos quedarnos solo en el terreno de la Iglesia católica: debemos ir desde la ideología y dogmas impuestos a los políticos que proyectan leyes relevantes (sobre el aborto, el matrimonio de homosexuales, la píldora anticonceptiva, etc) hasta los mandatos de grandes corporaciones que, inmersas en el mercado pletórico, no hacen sino marcarnos continuamente pautas de conducta sexual establecidas.
¿Y qué es lo obsceno entonces? Lo obsceno es, popularmente, lo sucio, y lo sucio es así lo condenable, lo que es necesario reprimir mientras los políticos deciden en el Parlamento la regulación de ciertas relaciones humanas, la Iglesia bendice a sus fieles y condena el anticonceptivo, y las multinacionales nos venden su propia noción de los pecados carnales, representada en las televisiones y anuncios como el factor constante de una moda, de una tentación (sexual, se entiende) hacia el producto en venta. De todos modos, luego nos ocuparemos de la pornografía del mercado pletórico. Nótese a este respecto que lo obsceno es un asunto que queda hoy centrado, obsesivamente, en el sexo y sus circunstancias: en la nebulosa ideológica decir «eso es obsceno» es imponerle a lo referido una inevitable etiqueta sexual. Y yo me pregunto: ¿es esa vinculación artificiosa de lo obsceno al sexo algo que nace espontáneamente? Es razonable decir que no. Y es que existen intereses más o menos ocultos por atribuir a la sexualidad humana atributos preestablecidos con los que, ya de partida, imponer peticiones de principio. Por eso muchos piensan que lo «pornográfico» es obsceno, y como lo obsceno es algo repugnante (lo que se enseña sin tapujos, «sobre escena»), la pornografía repugna o es asquerosa, o simplemente degrada. Se ha construido un molde, una mascara de infamia. Quiénes construyen la mascara es algo complejo de discernir, pues no son pocos los poderosos a los que les interesa esto: la Iglesia, los partidos políticos, ciertas agrupaciones, algunas multinacionales y sus principios depredadores de mercado libre. Las grandes corporaciones mandan mensajes subliminales de modelos de macho y hembra humana, de patrones de conducta y de relación social: ¿no es el sexo una parte prioritaria de dicha relación? Como ejemplo de lo apuntado, ya se sabe la influencia que poseen los laboratorios farmacéuticos, capaces de imponer lo que debe venderse al mercado, no por asunto de ningún fin público, sino por grandes remesas de algún fármaco en stock y en el que se han invertido millones de euros. Por ejemplo, es bien conocida esa tendencia a hacer una tragedia pública sobre la menopausia cuando son los laboratorios quienes, a través de la publicidad visual de sus «antídotos contra la depresión de las mujeres», no hacen sino conducir a tantas consumidoras a la compra de ciertos productos relacionados con esta fase biológica femenina: se venden así millones de cápsulas con hormonas amén de otros productos que, en el pasado, se ha demostrado que, no solo no fueron beneficiosos para sus organismos, sino que les provocaron algunos trastornos severos. Y sin embargo, hoy estos centros de poder marcan lo que debe o no venderse, lo que debe o no hacerse, lo que debe o no decirse. Intereses financieros, estrategias políticas, afanes religiosos (de religiones positivas), todos estos elementos presionan de un lado o de otro con el fin de modificar concepciones maleables solo para su propio provecho.
¿Qué es lo erótico?
Acabamos de confirmar que ciertas cuestiones relacionadas con el sexo se hallan controladas, en buena medida, por grandes centros financieros y políticos, y que son éstos y sus propios intereses los que marcan los roles de cada mujer y cada hombre en Occidente. Naturalmente se trata de una influencia cuyo origen no es espontáneo ni en cuyo fundamento dejamos de ver el hecho de que ninguna de estas estructuras poderosas existen de forma independiente o aislada, sino que se encuentran, asimismo, determinadas por causas efectivas, dentro de concéntricas nebulosas ideológicas. No se trata tanto de que halla un Gran Hermano que controle la vida sexual de cada persona como de la existencia absoluta de centros poderosos cuyas metas son las de ejercer dicho control, algo que finalmente consiguen en ciertos sectores sociales. La sexualidad es uno de los temas que más tienden a manipularse, a falsearse. El mercado pletórico ha hecho difundir con eficacia mensajes contradictorios respecto a temas sobre sexo. Igual que con la obscenidad, núcleo sobre el que gira el pensamiento de tantos conservadores que predican la decadencia del americano y el europeo sobre la base de sus costumbres relajadas, el erotismo se halla en el centro de la polémica, pues, paradójicamente, y al contrario que con lo obsceno, lo llamado erótico posee un veredicto positivo o favorable. Con las particularidades pertinentes, lo cierto es que, a lo largo del siglo anterior (y especialmente en las últimas décadas) se ha fomentado una idea de erotismo que entronca con el estudio de Nietzsche sobre lo apolíneo como base de las artes humanas. La contemplación extática por lo bello ha hecho que, sobre la fórmula mágica de la Kultur alemana, las obras de la Antigüedad tomen el cariz de eróticas por cuanto que el erotismo proviene, como producto de Eros, de la contemplación por lo Bello, lo que no sucede con lo llamado obsceno, que entra a formar parte de aquello que atenta, supuestamente, contra el arte y la Cultura con mayúsculas. El erotismo es obra del artista, del creador que refleja una idea pura del arte que no debe ser corrompida por la llamada pornografía, descendiente de Voluptuosidad. Sin embargo, tal y como veremos pronto, esa muchacha (Voluptuosidad) sigue siendo hija de quien es, es decir, de Eros, por lo que lleva su misma sangre.
En Europa ha habido no pocos casos de choque entre ese supuesto buen orden moralista y ciertas obras trasgresoras, algunas de las cuales ya hemos mencionado antes, como el célebre poema de Baudelaire. Pero con el cine este impacto ha sido muy superior por cuanto que confronta, de forma simultánea, los prejuicios de muchos espectadores con la realidad de ciertas películas. Cuando se estrenó en el festival de Cannes la película japonesa de Nagisa Oshima El Imperio de los sentidos (1976), se produjo por toda Europa un gran revuelo, pues era la primera vez que muchos se enfrentaban a una obra que siendo, a juicio de tantos especialistas, un buen relato (esto es, tras aplicarle los criterios estéticos y supuestamente objetivos de los que hemos hablado en el anterior epígrafe), resultaba salpicada de escenas de sexo obvio. El occidental bienpensante no podía entender que una obra de arte cinematográfica pudiera hallarse «contaminada» por la sombra de la pornografía. Entonces, algo confusos, decidieron con rapidez transformar el concepto para convertirlo en erotismo. La dureza del deseo, lo llamaron, y de esa forma se salieron por la tangente sin tener que enfrentarse a sus propios prejuicios. De cualquier modo, el caso es que ya entonces regresó el dilema erotismo-pornografía, y es que la «crítica seria» tuvo que aceptar, aunque fuese a regañadientes, la evidencia de que un producto de valor artístico, o de cierto interés narrativo, puede tener a veces temáticas «obscenas». La obscenidad sexual dejó de ser, durante muy poco, el refugio marginado de mentes mórbidas y supuestamente deformes, de seres autocomplacientes e improductivos.
Películas posteriores como El último tango en París (1973) de Bernardo Bertolucci, o la cruda y visionaria Crash (1996), del canadiense David Cronenberg, han acentuado este dilema del sensualismo y la sordidez, ambos dentro del territorio del valor estético. El llamado cine X (que posee, como sabemos, esa clasificación fundamentalmente debida a que es lo innombrable, lo «desconocido», como la constante matemática, que permanece en la sombra) existe casi desde el nacimiento del cinematógrafo, pues es obvio que, desde el mismo instante en que un hombre se hizo con una cámara, y tuvo cerca a una o varias mujeres dispuestas a colaborar con su deseo (lo expreso en términos no morbosamente machistas sino aplicados a la realidad histórica de entonces, donde la mujer tenía mucho menos poder que ahora), o incluso de llamar a otros hombres para tal rodaje (nacimiento del cine llamado Gay), se constituyó en seguida un mundo entonces oscuro destinado al consumo clandestino de ciertas clases pudientes. Ya se sabe, por ejemplo, que el rey Alfonso XIII demandaba películas de este tipo para su propio uso y disfrute. El cine pornográfico, apoyado en los logros tecnológicos de una nueva industria (la del cinematógrafo) permaneció durante mucho tiempo recluido en las sombrías salas de consumidores no confesos, e incluso avergonzados por su pecaminosa conducta. Sin embargo, la llegada de Oshima y sus obras El imperio de los sentidos (1976) y El imperio de la pasión (1978), hicieron retorcer la idea clásica y pública de una pornografía encerrada tras los barrotes del Mal gusto.
La difusión extraordinaria de productos cuyo sentido, directo o incidental, se esconde en la estimulación erógena (o sensual, como a muchos gusta decir para tener limpia su conciencia) por medio de una serie de clichés preconcebidos, de los que luego nos ocuparemos, supone en el siglo XX toda una revolución para una industria, la del sexo, que en las últimas décadas ha tomado un poder e influencia formidables. El sector del ocio y el entretenimiento han incorporado a sus filas a un incómodo compañero llamado pornografía, un negocio boyante que cada año mueve miles de millones de euros, con empresas, americanas y europeas, que poseen casi tanto poder como muchos paupérrimos países de África, auténticos oligopolios que cotizan en Bolsa y que mantienen sus acciones por las nubes. Tras dos guerras mundiales que conformaron la estructura política del planeta, bajo el Imperio americano de EEUU, y ya asentados los Estados del Bienestar en Europa (aunque ahora presenten ciertas dificultades, entre otras cosas por la pujanza de China que, con su competencia feroz, ha hecho que países como Alemania reduzcan por el momento sus prestaciones sociales) se puede decir que solo hay dos negocios cuya rentabilidad permanece invariable, constante y próspera: uno es el negocio de pompas fúnebres, el otro el del sexo. La habitación roja, verdadera metáfora del carácter clandestino que durante tanto tiempo han tomado los productos asociados con la pornografía (o el erotismo, en su caso, pues en ciertos países es pornográfico que una mujer enseñe un pie desnudo, por ejemplo) se ha transformado, con el auge de los medios de comunicación y el imparable ascenso del torbellino tecnológico, en una zona abierta y sin fronteras a la que acceden millones de personas diariamente. El 80 % del contenido de Internet, verdadero y cósmico cajón de sastre de la Humanidad, es de naturaleza sexual y, en casi todos los casos, de carácter pornográfico en la medida en que se muestran infinitas imágenes, publicaciones y películas donde lo que prevalece es, básicamente, ver a uno, dos o más seres humanos haciendo sexo. La cota de malla de los pudores se ha disuelto en el ácido de un ámbito en el que cada cual puede exhibir lo que quiera, lo que nos ha demostrado, asimismo, lo mucho que quieren enseñar algunos cuando les permiten hacerlo. Naturalmente, este inmenso río de imágenes, caudaloso y en constante crecimiento, se desborda a veces ante la aparición de redes delictivas que trafican con videos y fotos hechas a niños. Un mundillo realmente sórdido que, a través de las acusaciones de proselitismo (sería, en efecto, el único caso que pudiese solaparse a la acepción de la Real academia de la Lengua española) ha manchado a otras partes de un negocio con las cuentas tan claras como cualquier otro. La prostitución, el narcotráfico, el abuso a niños, todo este rosario de infamias se achaca a la pornografía actual, al menos en la vertiente de ciertas acusaciones sin mucho fundamento, hechas por predicadores iluminados y por guardianes del buen orden.
Sin embargo, estas mismas acusaciones pueden plantearse también para un almacén chino de alpargatas que sirva de tapadera a negocios turbios relacionados con las mencionadas actividades delictivas, por lo que no es el carácter pornográfico de una industria (o su bondadoso reflejo erótico) lo que hace que se registren casos de pederastia, o de venta de droga. Se ha tendido a relacionar casos particulares con una industria en su conjunto de la que muchos, en su infinita hipocresía, echan pestes mientras siguen consumiendo de ella. En ningún caso, a excepción de las religiones, se materializa mejor el fenómeno de la falsa conciencia como con la pornografía. Por supuesto, ha habido y hay quienes sencillamente la detestan, o quienes la reducen a un espectáculo bochornoso e indigno donde el hombre se convierte en una máquina automática, un juguete con atributos imposibles que se encuentra amenazado por la posibilidad de caer roto en cualquier instante. Pero todos esos críticos no hacen sino exhibir los mismos prejuicios que tienen los iluminados respecto a las consideraciones estéticas y el buen gusto. Muchos de los clichés de las novelitas eróticas francesas del siglo XIX tienen a doncellas que espían detrás de una puerta. Lo que hay tras la puerta no tiene significado si la doncella novelesca no se lo otorga, si no se perturba o excita ante la visión que la cerradura le ofrece. Podemos así aferrarnos a la palabra pornografía como si tratase de un producto de la actividad humana que, al quedar representado en revelación de imágenes (una película, un cuadro, un dibujo) o bien en evocaciones literarias, produce un estímulo erógeno cuya variación depende de quien observa o evoca tales escenas. Bajo ese plano definitorio, no son pornográficas las relaciones íntimas de una pareja, sino simplemente sexuales; tiene que existir, como sabemos, una intención interpretativa, o meramente descriptiva de ese mismo asunto, para que alcance el supuesto estatus de pornográfico: por eso la pornografía, como el erotismo, está relacionada con la intención y no con la mera práctica de unos hechos. Por eso, el llamado erotismo, como la pornografía, se ocupa de un aspecto esencial de la vida humana cuyo origen es, en su fondo, semejante al de las obras adscritas al género de terror o de comedia. Como hemos apuntado, ese voyeurismo (palabra francesa que explica bien el fenómeno) es el núcleo de la pornografía moderna, plagada y saturada de imágenes que suelen plasmarse en una pantalla de televisión o cine. El género erótico necesita, como cualquier otro género, de una complicidad entre el supuesto sentido de la obra y los esquemas mentales de quien la interpreta.
Ahora que los buenos puritanos, muy a su pesar, contemplan cómo es ya imposible recluir a esta industria en una simbólica habitación roja, se abalanzan contra ella acusándola de machista, de tener a la mujer como un mero objeto. Lo cierto es que, en no pocas ocasiones, tienen razón a la hora de darle semejante apelativo, ya que la mujer no controla sino una parte minúscula del negocio (aunque con las salvedades de ciertas actrices americanas y europeas, ya millonarias) y muchas veces es, encima, supuestamente «usada» por los hombres que manejan los resortes de dicha industria. Pero con eso no se está sino atacando a un modelo cuya relativa y supuesta verdad genérica no consume el hecho de que no por pornográfica ha de ser machista una obra, pues también existen ejemplos de mujeres, como la célebre escritora Anaïs Nin, que han hecho erotismo «obsceno», y sin embargo nadie las ha acusado de feministas o, si lo han hecho, no es con un negro deje inquisidor. Si el sistema social es machista (también debemos ver cuál sistema en concreto, con sus particularidades) entonces hay que aplicar esa misma valoración a cualquier otro género de actividad humana, y no solo a las industrias del porno. Es esa estructura y su funcionamiento, por medio del control de aparatos de poder gubernamentales, principalmente, la que se apodera de las empresas y no al contrario, por lo que la industria del sexo es solo un ejemplo de sus efectos y no la causa misma. También es machista Hollywood al pagarle, por lo común, mucho menos a sus actrices que a los actores, y sin embargo nadie suele decir que la mayoría de asuntos y temas abordados en las películas americanas -a excepción de obras como Las horas (2002), por ejemplo- tienen a hombres como protagonistas. Claro que eso no interesa, o si lo hace es siempre bajo la condescendiente mirada de quien juzga un asunto que, después de todo, se repite en todas partes. Y es que nos referimos al doble rasero con el que se marcan juicios morales cuando algo encaja, o no, en el rígido modelo de algunas mentes puritanas.
Lo que pasa es que cuando ese machismo se aplica a los contenidos explícitos del sexo, enseguida se convierte en degradación femenina. No dudamos, insisto, que haya, como las hay, interpretaciones machistas que convierten a la mujer en el objeto de deseo del hombre. Pero precisamente en eso se basa, en gran medida, una parte del erotismo, que es el que concibe dicho hombre: ¿por razón de qué argumento se puede decir que ese erotismo masculino es peor que el realizado por las mujeres? Existen obras maestras del género que han sido creadas por la sensibilidad masculina, que es, por cierto, una de esas cosas en las que muchos idiotas no creen de ningún modo, pues tienden a caricaturizar al macho humano y a reducirlo a la condición de primate en celo con instintos básicos, inútil para sutilezas. Por otra parte, el erotismo femenino también utiliza al hombre como objeto de su deseo, pues no de otra forma se puede entender dicho erotismo. Según un estudio científico, entre las fantasías eróticas más frecuentes, tanto de hombres como mujeres, se encuentra la de tener ciertas aventuras con extraños, por ejemplo, algo muy común a ambos sexos. Una y otra visión, masculina y femenina, completan el conjunto de la compleja sexualidad humana, de manera que hacer distinciones y jerarquías entorno a las cuales, no se sabe bien por qué, ensalzar un erotismo por encima del otro, no es sino ver solo un lado de los dos existentes. No digamos ya cuando las feministas actuales acusan al hombre (ahí es nada, como un ente genérico) de «segmentar» a la mujer en partes por medio del fetichismo, un asunto del que también se ha hablado y escrito mucho, y que tiene a Freud como a uno de sus mayores estudiosos. No obstante, pronto se descubre que las mujeres tienen también sus fantasías, y que si el fetichismo no está supuestamente tan arraigado en ellas no es sino por causas sociales y culturales, y nunca biológicas o psicológicas: nosotros consideramos, a este respecto, que tanto hombres como mujeres se centran en detalles, más o menos sutiles, respecto del otro sexo, pues es evidente que nadie imagina a nadie usando criterios amorfos, abstractos, o empleando formas místicas como las que usa San Juan de la Cruz a la hora de describir a su Amado: Llama de amor viva, las montañas, las ínsulas extrañas, los valles, los ríos nemorosos... . todos esos simbolismos poseen una profundidad sensual enorme de la que artísticamente no dudamos, pero no reducen la cuestión de base. Si muchas mujeres controlasen la industria del sexo, es muy posible que usaran hoy su propia sensibilidad, su propia visión, su propia forma de ver las cosas (influida, asimismo, por la sociedad y el modelo político establecido), la cual no es ni mejor ni peor que la usada por los varones. Pero también, sin duda, pronto aplicarían ellas los objetos de sus fantasías propias, teniendo, por lo común, al hombre como objeto de su deseo.
Desde ciertas instancias, puritanas, feministas o simplemente demagogas, existen muchos reproches hacia la pornografía masculina. Acusaciones despectivas como la de la neo feminista Shere Hite, al establecer que, en base a los clichés y al modelo de mujer-objeto que vende la industria del entretenimiento erótico, la pornografía difunde una enseñanza perniciosa, me recuerdan a las de aquellos que consideran que el mundo de los videojuegos de acción convierte a sus hijos en asesinos en potencia. Pero con esto, lejos de acercarnos a la realidad, estos demagogos no hacen sino alejarnos de ella, pues, para el caso de los videjuegos (a los que, por cierto, también acusan de machistas) la vida que tratan de enseñar a los niños es muy distinta de la realidad con la que han de enfrentarse. Cuando se acusa a una película de violenta, no se está sino describiendo un fenómeno al que, en seguida, se le otorga una clasificación moral: la violencia es mala, dicen los pedagogos de hoy en día. Y, no obstante, ninguno de esos que critican la violencia de la pornografía hace lo propio a la hora de poner a sus hijos frente a un televisor repleto de imágenes truculentas, propias de cada telediario. Habrá que definir antes qué entienden ellos por violencia, y en tal caso, si ésta ha de ser calificada con designaciones morales de buena o mala (la buena violencia, la mala) cuando lo cierto es que cada acto del ser humano está presidido por esa misma cualidad básica, explícita o implícita, pero realmente existente en cada uno de nuestros actos. Respecto a otra famosa acusación, la de que el cine pornográfico no es un género, o que en todo caso no es sino un repertorio de documentales escenificados sin trama ni valor artístico alguno, de nuevo volvemos al ejemplo de directores como Nagisa Oshima, que han revolucionado ese timorato prejuicio de que cada vez que surgen órganos genitales en funcionamiento, esa obra es deleznable. Acusan a la pornografía de utilitarista, de onanismo visual, de estar construida entorno a clichés predefinidos: y sin embargo, quienes la acusan de esto no suelen decir que, como todo género (literario, pictórico, cinematográfico) la pornografía se ciñe rigurosamente a sus propios esquemas. Es como si acusamos al género del western de repetitivo y previsible, cuando lo cierto es que no hay película donde no salga un Saloon, un cuatrero, un horizonte de montañas agujereadas y moduladas por la erosión del desierto. Y es que cuando aplicamos el mismo criterio del western al del cine erótico, por ejemplo, nos damos cuenta de que este cine utiliza resortes semejantes: en lugar de un Saloon suele haber una cama, en vez de un cuatrero lo que existe es un personaje fogoso (quizás el clásico hombre del butano, figura ad hoc pero necesaria), en lugar de un horizonte de montañas aparece un dormitorio. Quien afirma categóricamente que el cine porno no es un género, y por tanto, que no puede haber en él obras de interés artístico, debe considerar que la aplicación de los clichés de la novelita francesa decimonónica es la misma, por ejemplo, que para el caso de la Ciencia ficción, que, con sus particularidades, presenta siempre mundos futuros, androides, y naves galácticas: ¿por qué no dicen que ésos tampoco son géneros?
En consecuencia, ni un producto humano de naturaleza pornográfica es machista por el hecho de ser pornográfico (Anaïs Nin es un ejemplo de ello, aunque también hay una larga ristra de mujeres que usan el erotismo en sus obras, como la libertina escritora inglesa Aphra Behn), ni el cine ni la literatura «obscenos» dejan de ser un género, tan respetable como cualquier otro. Y si existen productos realmente utilitaristas, habría que definir también qué entienden los timoratos por tal cosa, pues dicho concepto económico que, tiene en el estudio de la Utilidad marginal su máximo hito, es igualmente aplicable a cualquier otro aspecto. Si uno lee una novela con la intención de entretenerse, y si dicho libro consigue ese resultado, entonces, con independencia de posibles valores artísticos, la tal obra posee un carácter utilitarista. La utilidad marginal, que es la utilidad adicional que un consumidor obtiene por cada unidad añadida de producto que consume, se adapta con perfecta simetría, de la misma forma para una obra de suspense (otro género establecido) que para una erótica.
Desde que el hombre ha concebido un universo simbólico entorno a su propia sexualidad, la función simplemente reproductora ha pasado a un segundo plano, encontrando en el sexo la manera idónea de conseguir un bienestar físico. Naturalmente, este deseo, adaptado a las condiciones actuales de la era moderna, y cuando en el primer mundo se dispone de toda clase de objetos del mercado pletórico, se ha metamorfoseado en obsesión auténtica sobre la cual reposa la vida cotidiana de muchos individuos. Las clases de terapia sexual, las «conversiones» de la mística hindú, despojadas de su sustrato ideológico y centradas, cómo no, en el centro gravitatorio del orgasmo, han pasado a ser el pan nuestro de cada día. Un mercado que impone formas y modelos, pero de los que la pornografía no es el verdugo o culpable sino una más de sus numerosas victimas. Los programas de educación sexual también juegan ahora, como hace algunos años lo hicieron capitaneados por la señora Elena Ochoa (hoy, Elena Foster, esposa del famoso arquitecto del high-tech) una importancia grande en los programas televisivos de varias cadenas españolas, entre los que destaca, sin duda, la presencia casi inevitable de la sexóloga Lorena Verdún, una joven con cara de niña empollona, propia de las alumnas distraídas aunque formales que, durante clase de matemáticas, piensan en la foto de un pene vista en el recreo. No obstante, como sucede con las esterilizadas enseñanzas del Tantra, las clases de sexo no son, generalmente, sino reclamos de audiencia en las cuales, por medio de un atroz banalismo, se cuentan anécdotas sobre campeonas del orgasmo, erecciones a media asta o sobre vibradores supersónicos.
fuente:
http://www.elortiba.org/eros.html
Hablar de erotismo, como de pornografía, es algo absurdo en términos generales. El comportamiento del hombre es siempre demasiado maleable (dependiente de reglas específicas, tradiciones, leyes y conductas) como para que uno se convierta ahora en el juez supremo del Género Humano. Cada civilización ha albergado, como hoy alberga, ejemplos de ese llamado erotismo pornográfico cuya razón de ser se esconde, al margen de los estipulados estéticos y los análisis teóricos sobre este asunto, en el puro deseo animal, convertido por la sofisticación de la mente humana en una compleja estructura simbólica de apetencias propias. Bajo la clásica distinción entre las dos naturalezas del hombre, la de ser parte de lo sublime y parte de las bajezas e instintos animales, podemos decir que la visión erótica, ya sea festiva o artística (o ambas cosas) se entremezcla con el deseo corpóreo que emana de tantas obras de toda clase, hasta el extremo de que, como podremos ver más abajo, es imposible definir una línea fronteriza entre un amor sublimado y sus pasiones recurrentes, habitadas por impulsos «oscuros» que aún irritan a muchos. También trataremos de destruir el mito de una inocencia posible frente al erotismo pornográfico; es decir, el mito de que, frente al inocente (el puro, el casto, el inmaculado hombre imposible) la pornografía corrompe las virtudes humanas. El erotismo necesita del otro, de ese otro que mire la probable intención de aquello que cualquiera defina como le apetece o lo cree necesario. No, dejemos la inocencia para ese momento antes en que Eva se dispone a morder la manzana de nuestras desdichas. De modo que, en los siguientes epígrafes, trataremos de descubrir las falacias sobre las que está apoyado el ideario puritano y demagogo de quienes hacen tajantes delimitaciones entre pornografía y erotismo y el buen y mal gusto.
¿Qué es lo obsceno?
Para ocuparnos de lo que, popularmente, se conoce como pornografía, es preciso que estudiemos uno de sus atributos ineludibles: lo obsceno. Y es que, de manera casi infalible, si muchos catalogan algo como pornográfico no es sino para añadirle, como quien no quiera la cosa, el oscuro sello de lo impúdico. Los psicólogos actuales no dudan en esforzarse en distinguir lo obsceno de lo erótico, para lo cual apelan a la semántica de cada una de las palabras. Obscenidad tiene su raíz en lo que se halla sobre escena (obcenus), lo que sirve a muchos para dictaminar sobre lo que no debe ponerse de tal forma, lo que debe ser oculto, privado, nunca público, pues ese aspecto de revelación produce, según parece, una gran repugnancia. Establecen luego que es esa repugnancia la que atrae a muchos individuos, lo que no hace sino precipitarlos al campo de la sicopatología moderna. «Hay que aceptar, pues, lo que ya es común, que la pornografía es obscena y que obscenidad es indecencia sexual», dicen hoy tantos iluminados siquiatras, Manuel Zambrano entre otros. Lamentablemente, eso de la indecencia en el sexo nos recuerda a los preceptos católicos de las grandes virtudes del hombre casto. Y es que tales opiniones no son sino un conjunto farragoso de patrañas con las que, bajo el célebre peso de la Ciencia moderna, situarnos ante la supuesta certeza de cosas que ni los mismos iluminados se toman la molestia en definir, tal vez, suponemos, porque el resultado de dicha definición no les satisface, o porque no la encuentran acorde a sus propios prejuicios, con los que encima lanzan peroratas y homilías seudo científicas cargadas de una arrogancia inadmisible. ¿Qué es la indecencia, y aún más, y sobre todo, qué supone la indecencia sexual? Si se mantiene un respeto a los principios morales impuestos, si no se daña ninguno de esos principios establecidos por cada comunidad humana, ¿cómo puede decirse que la pornografía es indecencia? Ese respeto a la moral sexual, hija de los contenidos y estructuras políticas y sociales de un Estado concreto, ¿en qué sentido específico hemos de entenderla? O para ser más concretos, si tanto se dice que lo obsceno es lo sucio ¿quién define qué es lo sucio de lo limpio, un psicólogo, un ama de casa, un filósofo borracho? ¿Qué es eso de suciedad? «Discutir la naturaleza y el significado de la obscenidad es casi tan difícil como hablar con Dios» dice, bien a propósito, el escritor americano Henry Miller.
Hacemos, por tanto, la acusación de que los detractores de la pornografía se mueven entorno a ideas confusas, cuando no deliberadamente retorcidas y adaptables a sus intenciones. Como resumen de lo que apuntamos, el poeta y novelista Mario Benedetti, lo expresa con gran transparencia: «Esta discrecionalidad es justamente el peligro, ya que todo lo confía a la inteligencia, sensibilidad y amplitud de los censores, profesión esta en la que no suelen abundar los dos dedos de frente. El origen etimológico de la palabra pornografía (del griego "porne", o sea, prostituta, y "graphe", o sea, descripción) justifica ampliamente la primera acepción del Diccionario de la Real Academia Española: "Tratado acerca de la prostitución". Pero ¿cuántas obras acusadas de pornográficas caben dentro de esa acepción? Probablemente, ninguna. La segunda acepción dice: "Carácter obsceno de obras literarias o artísticas". Lo peligroso es fijar la frontera, ese movedizo límite donde termina presumiblemente lo artístico y empieza (no menos presumiblemente) lo obsceno.» Como es obvio, bajo el origen de esta palabra, solo verdaderos tratados de proselitismo pueden ser encuadrados dentro de tal concepto. Pero es que esa acepción empleada para obscenidad nos remite, tal y como apunta Benedetti, a la meta censuradora de la que hablamos antes, y que se apoya en conceptos vagos y nebulosos. Bajo niveles universales, el pudor se convierte en algo tan gratuito como cualquier mención sobre los honores de manera independiente a cualquier otro detalle de importancia: lugar, época, leyes, régimen político, revoluciones...
Pese a una enorme cantidad de trabajos en los que se alerta sobre el pensamiento difuso de tantas mentes timoratas, aún prevalece la idea de que, mientras el erotismo es elegante y sublime, la pornografía posee una naturaleza sórdida e injustificable. El afán de esos individuos por destruir lo que ellos consideran como «la decadencia y depravación humanas» posee, tal y como podemos imaginarnos, no solo muchos rasgos de gran hipocresía (pues algunos de esos iluminados con vocación censuradora no hacen sino apropiarse, en su vida privada, de los mismos productos que en lo público vilipendian con indignación tan vehemente) sino también de intensa ignorancia respecto al concepto mismo que tanto rehuyen a toda costa. La Iglesia cristiana lleva más de dos mil años utilizando semejante estrategia: pues lo pertinente, bajo el propósito de sus ministros, no es tanto definir como ocultar, y no solo el producto o actitud que persigan sino a la propia palabra que los representa. Nada se adapta mejor a los intereses de alguien que aquello que permanece bajo una definición vaga, brumosa, esencialmente maleable. Para ello, actualmente no se ha dudado un segundo es esgrimir razones espurias sobre lo bello y lo feo, lo elegante o lo tosco, lo casto y lo impuro. En la Iglesia hay numerosos ejemplos de teóricos de la vida sexual de sus contemporáneos; uno de ellos es San Juan Crisóstomo, que ataca la relación de dependencia sentimental del matrimonio al establecer que dicho vínculo es como una cárcel con la que se impide una ascensión hasta las alturas divinas. El hombre en matrimonio se preocupa más de los aspectos terrenales que de los sagrados o divinos. Ya San Pablo, en la carta a los Corintios, había dicho que el matrimonio era un refugio de débiles para huir de las tentaciones de la carne. Para San Agustín el contacto físico con la mujer precipita al hombre a un pozo de degeneraciones espirituales: «Nada contribuye tanto a derribar la mente del hombre de su ciudadela como las lisonjas de las mujeres. Y ese contacto físico sin el que no es posible poseer una esposa». El sexo para este «santo» queda asociado a un fin exclusivamente reproductor, nunca como forma de sublimar pasiones latentes o de conseguir un cierto grado de purificación del espíritu.
La Iglesia ha edificado un conjunto de pilares de la sexualidad del buen creyente. Curiosamente, la proclamación de la Familia como un «valor cristiano» es un asunto bastante más moderno de lo que muchos piensan, como ya ha quedado reflejado en algunos grandes padres de esta misma Iglesia, detractores de uniones de matrimonio y de apegos terrenales. Pues esta religión positiva, de tanto poder sobre Occidente, es una de las que mayor presencia tienen sobre las costumbres y ritos de tantos hombres. Hoy, en cambio, se predica la familia casi como un invento católico, cuando no es sino un giro de timón en su política establecida. El Vaticano ha ejercido durante mucho tiempo la labor de juez espiritual y estético, pues según sus postulados nada que atente contra Dios es, o puede ser bello, y en consecuencia, como el vicio y los seres concupiscentes representan una seria amenaza al Supremo, éstos no son sino feos, horribles o degenerados. Sería curioso sumergirse en la supuesta estética de ciertos poderes: lo bello es lo casto porque lo casto es lo cercano a Dios. Ese tipo de valoraciones se ha cuajado en artistas contemporáneos que establecen que existe una indisoluble unión entre lo ético (lo que ellos entienden por ética) y lo estético. Un aspecto nada superfluo, pues en gran medida en esto se basan los censores a la hora de esgrimir alguna razón contra parte de una obra humana. El argumento es el siguiente: la belleza no es sino el producto de una vida honesta. Lamentablemente, aunque quisiéramos creer tal cosa, no podemos sino decir que la honestidad (o la castidad, o aquello que quieran unir a lo bello como una idea supuestamente objetiva) no es una virtud encadenada a la belleza estética, pues ni siquiera se dice lo que se entiende por belleza (ya el propio Kant lo enuncia en su ensayito Sobre lo bello y lo sublime) ni si ésta es un atributo imprescindible de virtudes humanas. ¿Se habla de una belleza física, en una obra de arte, o bajo qué aspecto exactamente? Y en cualquier caso, lo que se supone bello, sobre todo en una obra, ¿es reflejo indudable de alguna supuesta virtud moral o ética? Ética y estética son dos lazos unidos por la casualidad de la Historia.
Desde la poderosa influencia del Vedanta en Grecia, sobre la base de un desprecio hacia los sentidos como parte del velo de Maya, pasando por el pensamiento platónico, según el cual las percepciones sensibles, aunque sombras sobre la caverna, permiten por medio del progressus ascender al mundo arquetípico y eterno de las Ideas, hasta los cambiantes postulados de la Iglesia cristiana, empapada a su manera de platonismo «interesado», el uso de la palabra impudicia ha sido extraordinariamente variable. Los regímenes políticos y sus propias ideologías han sido el eje de fuerza para retorcer esta idea tratando, asimismo, de venderla como algo universal. No obstante, a lo largo de la Historia, muchos escritores y filósofos han sido calificados de desvergonzados, valoración que, como repetimos, ha ido variando según el territorio y la época en donde nos hallemos: la estela es muy larga, sin duda, y de ella destacan, tanto algunos escritos libertinos de Ovidio, que mucho disgustaron al emperador Augusto, deseoso de imponer en Roma un nuevo modelo de virtudes (algo que acabó, por cierto, chocando con los desmanes de su propia familia, y en concreto de su nada casta hija Julia, a quien tuvo que desterrar finalmente a un islote), pasando por Boccacio y su propia obra, hasta el mismo modernismo de James Joyce, con esos pasajes del Ulises en donde se trata de forma poco «recatada» temas escandalosos de entonces, como el adulterio. Son bien conocidos los casos de censura que impusieron diversas fórmulas políticas, catalogando ciertas obras como «repugnantes»; tal es el caso, por ejemplo, del archifamoso poema Las flores del mal, de Charles Baudelaire, uno de esos poetas a quien deciden convertir en maldito casi por confusión generalizada. Y es que parece que lo que, desde ciertas instancias políticas y religiosas, se pretende proteger no es sino la conservación de un orden establecido. Ese supuesto orden moral es el que se ciñe como una cota de malla, no tanto para suprimir por completo los comportamientos y actos que penaliza, como para circunscribirlos dentro de los márgenes angostos de una marginalidad permanente. Sería interesante ver que dicha cota de malla ha funcionado, y funciona, como el resultado implícito de una falsa conciencia.
Como bien dijo Theodor Schroeder, la obscenidad no se encuentra en ningún libro ni representación alguna, sino que supone «una cualidad de la mente que lee o mira». La pornografía, dejando a un lado la nebulosa conceptual de tantos censores (censores de palabra y de actos, pues la mente censuradora registra su repudio público respecto a cualquier manifestación que suponga una amenaza a su no menos difusa «escala de valores») se halla así no tanto en las cualidades del objeto sobre el que se aplica como en la actitud de quien lo juzga. La frase del cineasta estadounidense Woody Allen de que el erotismo es la pornografía del otro es absolutamente certera por cuanto que describe ese hecho, tan pocas veces comentado, de que es el censor quien aporta los atributos de obscenidad y no su objeto de desprecio. Ese objeto de desprecio no lo es (despreciable) sino porque, sin duda, encarna en la mente de quien lo condena o rechaza una serie de ideas contrarias a las que este mismo inquisidor propugna. A este respecto, se habla hoy de que debe existir una censura televisiva, lo cual en muchos casos se debe a la estupidez de algunos demagogos y, en otros, a la ingenuidad de unos cuantos bienpensantes. La estupidez se halla en el hecho de considerarse rectores universales de lo que debe o no ser puesto en escena, tal y como ya ha hablado de esto Gustavo Bueno acerca de la «telebasura»: como si ellos encarnaran la voz definitiva e infalible que habla en nombre de la sociedad sobre la que actúan decidiendo contenidos. Por otro lado, la ingenuidad de algunos porque, pese a su buena disposición por suprimir ciertos programas de la tele, o al menos la de desplazarlos a franjas horarias que no estén al alcance de los niños (pues, ciertamente, resulta un poco preocupante que a la hora de la programación infantil se emitan sesudos debates formados por zorritas de medio pelo, cotillas homosexuales y chaperos calvos y enfadados), no ven la circunstancia de que, aplicando el mazo inquisidor para esto, habrían de hacerlo para otras muchas cosas, pues es difícil, por no decir imposible, saber cuándo concluye la censura, y cuándo ésta es o no necesaria: es el viejo problema de arrogarse unas competencias para algo que nos parece justo cuando el hecho de ejercer la censura para lo concreto supone, de inmediato, poder aplicarla para lo general.
Ahora que ya hemos desarticulado el término pornográfico, de uso mayoritariamente público entre quienes se han forjado una idea de lo que supone tal palabra, vemos que lo que se establece por consenso (una idea no menos vaga que dejarle a los censores la tarea de dilucidar qué es obsceno) como cosa pornográfica no es sino el hecho mismo en el cual se representan formalmente los órganos genitales humanos. Es muy superfluo decir que la pornografía es un producto humano, pues esto es claramente obvio. El que aparezca, como aparecen en tantos documentales de «vida salvaje», la relación sexual explícita de dos hipopótamos (mientras uno enorme y encaramado sobre el otro se afana en hacer bien su tarea sobre una charca), o la de dos canguros, o la del buen león de la sabana, no es, desde luego, algo pornográfico sino tan solo biológico: es sexualidad revelada en el plano puramente instintivo. Y es que para adentrarnos en las posibles intenciones sobre lo obsceno como supuesta exposición, sin tapujos, de los genitales humanos, es necesario que hablemos ahora del recato, algo también propio del hombre. Los humanos sentimos pudores de nuestro cuerpo (unos en mayor medida que otros, por supuesto, y en no en todas partes ni bajo cualquier «cultura» del mismo modo) y es por eso por lo que, fundamentalmente en los países del llamado primer mundo, tendemos a creer que el pudor es una parte propia de nuestra naturaleza cuando no es sino el producto consumado de una sociedad en concreto. Hay muchas tribus de la selva amazónica en donde las madres enseñan a masturbarse a sus hijos, lo que sin duda aquí, en España, es visto por muchos con gran perplejidad, cuando no con repugnancia absoluta. Queremos decir con ello lo que tantas veces se ha insinuado: que el pudor, como la obscenidad, no es sino un concepto confuso, pues varía con el tiempo y con las estructuras sociales que los emplea.
Existen tantos tipos de obscenidades como hombres para calificarlos. Exponer gráficamente (o por medio de la evocación literaria de imágenes) órganos sexuales en funcionamiento, ha servido, por lo común, para definir con alivio (ahora que el tratado sobre la prostitución no nos vale) el concepto de pornografía, así como para diferenciarlo del de erotismo. De esa forma, el erotismo, que se define como amor sensual, puede distinguirse, para estos mencionados censores, de la otra palabra, pornografía, en virtud del dudoso hecho de que entre una y otra existe una muralla llamada sexo revelado. Los frescos satíricos de la Roma imperial, en donde figuran en multitud de posturas los avatares amorosos de hombres y mujeres, hoy se consideran como una «pieza de gran valor artístico e histórico», escenas divertidas y curiosas de orgías humanas; no obstante, bajo el prisma del presente, nunca, o muy pocas veces suelen ser estimadas como repugnantes, vituperables, incluso impúdicas, etc. No solo eso: hasta se ha generado ese tipo de simpatías que se despiertan entre tantos pudorosos que, al ver los actos del pasado, no pueden sino verse reconocidos en ellos de alguna forma, sobre todo en la medida en que sienten una atracción inconfesable hacia ciertas imágenes desnudas, para las cuales no dudan en ponerse las manos sobre los ojos, aunque, eso sí, dejando siempre un hueco para seguir mirando. Otro tanto de lo mismo sucede con los Epigramas de Marcial, que al ser valorados como un documento histórico (un fresco de la vida diaria romana) no recae sobre ellos ninguna estimación peyorativa, sino que, a lo sumo, se les concede la categoría de satíricos o traviesos. Y sin embargo, cuando volvemos la mirada a ese pasado en el cual tratamos de ver las raíces del erotismo como concepto, no podemos sino asombrarnos ante el hecho de que esos frescos, esos libros y ciertas pintadas callejeras hoy serían muy mal vistas, consideradas como sórdidas o estúpidas, lo mismo que ir llevando por la calle un amuleto de Príapo, un solitario falo alrededor del cuello.
Lo difuso no está solo en el concepto de pornografía sino también en el de erotismo, que parece aquejado de los mismos males que su otra palabra hermana. La distinción no es baladí, desde luego, pues sirve para darnos cuenta de que las asignaciones no resultan, la mayor parte de las veces, sino arbitrarias, dependientes de contenidos morales, de estructuras sociales y políticas. La Cultura, descendiente del reino de la Gracia como un saber con el que el hombre supera a la Naturaleza, desciende su mirada benévola hacia las «obras de arte» del pasado para que con ello nadie, o muy pocos (tal vez, en el caso de EEUU, algún republicano timorato e hipócrita que mande tapar los pechos de las estatuas de su recinto de trabajo) se atrevan a acusarlas de inmorales, de «sucias» o repugnantes. Bajo los principios de que el erotismo es propio del arte, pues son innumerables los ejemplos de obras artísticas que han podido ser clasificadas de esa forma (desde Las Mil y Una Noches, pasando por El arte de amar, de Ovidio, hasta un largo etcétera), y de que lo pornográfico es la actividad o resultado de una conducta humana reprobable, los iluminados (que, son por cierto, muchos hoy en día) han trazado una línea del buen gusto con el fin de discernir lo que «es» de lo que «debe ser». El cine, la literatura, las pinturas, nos dejan testimonios constantes de representaciones explícitas de sexo (como la colección de dibujos al carboncillo de Pablo Picasso, o su serie de «Violaciones», tan aplaudidas por la crítica) que, sin embargo, y en base a la estima pública otorgada por la mitológica cultura en la que están inscritas, refulgen hoy como obras eróticas, y no pornográficas: son famosos los cuadros de Salvador Dalí de carácter «obsceno», como es el caso de El gran masturbador, o esa serie de dibujos muy explícitos de Picasso que abordan la sexualidad masculina tomando la mitológica forma de un toro.
Sobre los cánones de nuestro mundo, la pornografía no suele ser considerada como parte integrante de ninguna disciplina artística. Constantemente se dice que representa el mal gusto, cuando lo cierto es que no solo no se explica qué se entiende por tal cosa, sino que, además, a estas dos palabras se les otorga cualidades casi metafísicas, al plantearlas como Ideas que gravitan por encima de una conciencia universal, de un sentido común invariable. Atribuir a un producto humano (ya sea una película, un libro, un cuadro, etc) los adjetivos de bondad o maldad del gusto no es sino volver a ese campo tan oscuro de las apreciaciones personales, que no se fundamentan en criterios estéticos objetivos sino en prejuicios de orden moralista entorno a la exposición y difusión de temáticas que, a ojo de tantos mentecatos, dañan la dignidad humana hasta deteriorarla. El mal gusto existe, no queremos ponerlo en duda, pero para ello es necesario, no solo decir si es un «mal gusto» de uno o varios individuos, o si lo es de todos al mismo tiempo, sino también qué representa lo malo respecto a lo llamado bueno, y cuáles son los criterios que hacen que lo malo sea desdeñable respecto a eso que se nos vende como bueno. Por supuesto, el catolicismo ha pintado mucho en todas estas consideraciones, como ya apuntamos antes en las ideas de orden y poder de la Iglesia, siempre atenta de regir la vida ética y sexual de sus fieles. El cinturón de castidades morales que predica aún hoy el Vaticano, junto a sus alegres opiniones acerca de diversos aspectos, como el uso de preservativos (condenando incluso el usarlos en países de África contaminados por el SIDA) o la relación física entre homosexuales (a quienes llaman viciosos), no hace sino situarnos en el contexto de una cierta ideología que no se percata del hecho de que, bajo el reino de Dios, los cambios y estimaciones sobre diversas materias han cambiado con los siglos, las épocas y los hombres. No digamos ya si nos referimos a la moralidad impuesta del Islam y esos preceptos de un macho dominante que decide sobre la vida y obra de sus mujeres. Ya se sabe que el buen fiel y suicida que lucha en nombre de Mahoma va al Paraíso, en donde le esperan 73 vírgenes tan hermosas como serviles. Hoy, esa misma promesa de sexo ultraterreno se instala en la conciencia mutilada de tantos «mártires» que vienen a inmolarse porque Aláh les ayuda en su causa. Las religiones positivas mayoritarias (Cristianismo e Islam) controlan así los instintos de sus adeptos a través de la fórmula clásica, aunque no por ello menos útil, del premio y el castigo. El homosexual en el cristianismo va derecho al caluroso infierno, eso es inevitable. En cambio, el padre de familia y fiel de su propia esposa tiene todas las papeletas para irse al Cielo.
La antropología ha dedicado buena parte de sus esfuerzos al propósito de ver los condicionantes sociales y políticos que determinan los distintos roles de la sexualidad humana. Desde los Paraísos perdidos de Margaret Mead y sus Adanes y Evas samoanas hasta la sexología moderna, abanderada por feministas ociosas y resentidas, existe un largo catalogo de tratados sobre esos instintos que, al aplicarse a un celo eterno (esto es, a un deseo que no depende de ninguna época del año), adquiere una dimensión gigantesca en toda sociedad política. Pulsiones que, controladas por cada cultura, cada tradición establecida y cada régimen de turno, quedan de ese modo a merced de los criterios de fanáticos religiosos, de políticos moralistas, de ciertas multinacionales sin escrúpulos, de células poderosas e interconectadas que cambian el sentido y concepto de las palabras con el fin de manipularlas a su propio antojo. Y es que el sexo viene inscrito en el entramado social, y no como lo entienden en la Polinesia, por ejemplo, donde se considera como algo esencialmente malo y que no pertenece a dicho conjunto. Pero, si dentro de una sociedad existen mecanismos de poder, entonces, ¿no es razonable que consideremos que el control del sexo como actividad social es un control de la vida de los ciudadanos, de los consumidores? La clasificación de lo obsceno o lo pecaminoso tiene resonancias puramente religiosas por cuanto que la Iglesia tiende a creer que la vida sexual fuera de los preceptos marcados por sus dogmas no es sino una seria amenaza a su propia estructura. El cieno, el barro moral con el que se salpica la conciencia del hombre contemporáneo hace que, muy a menudo, éste se sienta cohibido ante la manifestación de esas referidas pulsiones. Sin embargo, no podemos quedarnos solo en el terreno de la Iglesia católica: debemos ir desde la ideología y dogmas impuestos a los políticos que proyectan leyes relevantes (sobre el aborto, el matrimonio de homosexuales, la píldora anticonceptiva, etc) hasta los mandatos de grandes corporaciones que, inmersas en el mercado pletórico, no hacen sino marcarnos continuamente pautas de conducta sexual establecidas.
¿Y qué es lo obsceno entonces? Lo obsceno es, popularmente, lo sucio, y lo sucio es así lo condenable, lo que es necesario reprimir mientras los políticos deciden en el Parlamento la regulación de ciertas relaciones humanas, la Iglesia bendice a sus fieles y condena el anticonceptivo, y las multinacionales nos venden su propia noción de los pecados carnales, representada en las televisiones y anuncios como el factor constante de una moda, de una tentación (sexual, se entiende) hacia el producto en venta. De todos modos, luego nos ocuparemos de la pornografía del mercado pletórico. Nótese a este respecto que lo obsceno es un asunto que queda hoy centrado, obsesivamente, en el sexo y sus circunstancias: en la nebulosa ideológica decir «eso es obsceno» es imponerle a lo referido una inevitable etiqueta sexual. Y yo me pregunto: ¿es esa vinculación artificiosa de lo obsceno al sexo algo que nace espontáneamente? Es razonable decir que no. Y es que existen intereses más o menos ocultos por atribuir a la sexualidad humana atributos preestablecidos con los que, ya de partida, imponer peticiones de principio. Por eso muchos piensan que lo «pornográfico» es obsceno, y como lo obsceno es algo repugnante (lo que se enseña sin tapujos, «sobre escena»), la pornografía repugna o es asquerosa, o simplemente degrada. Se ha construido un molde, una mascara de infamia. Quiénes construyen la mascara es algo complejo de discernir, pues no son pocos los poderosos a los que les interesa esto: la Iglesia, los partidos políticos, ciertas agrupaciones, algunas multinacionales y sus principios depredadores de mercado libre. Las grandes corporaciones mandan mensajes subliminales de modelos de macho y hembra humana, de patrones de conducta y de relación social: ¿no es el sexo una parte prioritaria de dicha relación? Como ejemplo de lo apuntado, ya se sabe la influencia que poseen los laboratorios farmacéuticos, capaces de imponer lo que debe venderse al mercado, no por asunto de ningún fin público, sino por grandes remesas de algún fármaco en stock y en el que se han invertido millones de euros. Por ejemplo, es bien conocida esa tendencia a hacer una tragedia pública sobre la menopausia cuando son los laboratorios quienes, a través de la publicidad visual de sus «antídotos contra la depresión de las mujeres», no hacen sino conducir a tantas consumidoras a la compra de ciertos productos relacionados con esta fase biológica femenina: se venden así millones de cápsulas con hormonas amén de otros productos que, en el pasado, se ha demostrado que, no solo no fueron beneficiosos para sus organismos, sino que les provocaron algunos trastornos severos. Y sin embargo, hoy estos centros de poder marcan lo que debe o no venderse, lo que debe o no hacerse, lo que debe o no decirse. Intereses financieros, estrategias políticas, afanes religiosos (de religiones positivas), todos estos elementos presionan de un lado o de otro con el fin de modificar concepciones maleables solo para su propio provecho.
¿Qué es lo erótico?
Acabamos de confirmar que ciertas cuestiones relacionadas con el sexo se hallan controladas, en buena medida, por grandes centros financieros y políticos, y que son éstos y sus propios intereses los que marcan los roles de cada mujer y cada hombre en Occidente. Naturalmente se trata de una influencia cuyo origen no es espontáneo ni en cuyo fundamento dejamos de ver el hecho de que ninguna de estas estructuras poderosas existen de forma independiente o aislada, sino que se encuentran, asimismo, determinadas por causas efectivas, dentro de concéntricas nebulosas ideológicas. No se trata tanto de que halla un Gran Hermano que controle la vida sexual de cada persona como de la existencia absoluta de centros poderosos cuyas metas son las de ejercer dicho control, algo que finalmente consiguen en ciertos sectores sociales. La sexualidad es uno de los temas que más tienden a manipularse, a falsearse. El mercado pletórico ha hecho difundir con eficacia mensajes contradictorios respecto a temas sobre sexo. Igual que con la obscenidad, núcleo sobre el que gira el pensamiento de tantos conservadores que predican la decadencia del americano y el europeo sobre la base de sus costumbres relajadas, el erotismo se halla en el centro de la polémica, pues, paradójicamente, y al contrario que con lo obsceno, lo llamado erótico posee un veredicto positivo o favorable. Con las particularidades pertinentes, lo cierto es que, a lo largo del siglo anterior (y especialmente en las últimas décadas) se ha fomentado una idea de erotismo que entronca con el estudio de Nietzsche sobre lo apolíneo como base de las artes humanas. La contemplación extática por lo bello ha hecho que, sobre la fórmula mágica de la Kultur alemana, las obras de la Antigüedad tomen el cariz de eróticas por cuanto que el erotismo proviene, como producto de Eros, de la contemplación por lo Bello, lo que no sucede con lo llamado obsceno, que entra a formar parte de aquello que atenta, supuestamente, contra el arte y la Cultura con mayúsculas. El erotismo es obra del artista, del creador que refleja una idea pura del arte que no debe ser corrompida por la llamada pornografía, descendiente de Voluptuosidad. Sin embargo, tal y como veremos pronto, esa muchacha (Voluptuosidad) sigue siendo hija de quien es, es decir, de Eros, por lo que lleva su misma sangre.
En Europa ha habido no pocos casos de choque entre ese supuesto buen orden moralista y ciertas obras trasgresoras, algunas de las cuales ya hemos mencionado antes, como el célebre poema de Baudelaire. Pero con el cine este impacto ha sido muy superior por cuanto que confronta, de forma simultánea, los prejuicios de muchos espectadores con la realidad de ciertas películas. Cuando se estrenó en el festival de Cannes la película japonesa de Nagisa Oshima El Imperio de los sentidos (1976), se produjo por toda Europa un gran revuelo, pues era la primera vez que muchos se enfrentaban a una obra que siendo, a juicio de tantos especialistas, un buen relato (esto es, tras aplicarle los criterios estéticos y supuestamente objetivos de los que hemos hablado en el anterior epígrafe), resultaba salpicada de escenas de sexo obvio. El occidental bienpensante no podía entender que una obra de arte cinematográfica pudiera hallarse «contaminada» por la sombra de la pornografía. Entonces, algo confusos, decidieron con rapidez transformar el concepto para convertirlo en erotismo. La dureza del deseo, lo llamaron, y de esa forma se salieron por la tangente sin tener que enfrentarse a sus propios prejuicios. De cualquier modo, el caso es que ya entonces regresó el dilema erotismo-pornografía, y es que la «crítica seria» tuvo que aceptar, aunque fuese a regañadientes, la evidencia de que un producto de valor artístico, o de cierto interés narrativo, puede tener a veces temáticas «obscenas». La obscenidad sexual dejó de ser, durante muy poco, el refugio marginado de mentes mórbidas y supuestamente deformes, de seres autocomplacientes e improductivos.
Películas posteriores como El último tango en París (1973) de Bernardo Bertolucci, o la cruda y visionaria Crash (1996), del canadiense David Cronenberg, han acentuado este dilema del sensualismo y la sordidez, ambos dentro del territorio del valor estético. El llamado cine X (que posee, como sabemos, esa clasificación fundamentalmente debida a que es lo innombrable, lo «desconocido», como la constante matemática, que permanece en la sombra) existe casi desde el nacimiento del cinematógrafo, pues es obvio que, desde el mismo instante en que un hombre se hizo con una cámara, y tuvo cerca a una o varias mujeres dispuestas a colaborar con su deseo (lo expreso en términos no morbosamente machistas sino aplicados a la realidad histórica de entonces, donde la mujer tenía mucho menos poder que ahora), o incluso de llamar a otros hombres para tal rodaje (nacimiento del cine llamado Gay), se constituyó en seguida un mundo entonces oscuro destinado al consumo clandestino de ciertas clases pudientes. Ya se sabe, por ejemplo, que el rey Alfonso XIII demandaba películas de este tipo para su propio uso y disfrute. El cine pornográfico, apoyado en los logros tecnológicos de una nueva industria (la del cinematógrafo) permaneció durante mucho tiempo recluido en las sombrías salas de consumidores no confesos, e incluso avergonzados por su pecaminosa conducta. Sin embargo, la llegada de Oshima y sus obras El imperio de los sentidos (1976) y El imperio de la pasión (1978), hicieron retorcer la idea clásica y pública de una pornografía encerrada tras los barrotes del Mal gusto.
La difusión extraordinaria de productos cuyo sentido, directo o incidental, se esconde en la estimulación erógena (o sensual, como a muchos gusta decir para tener limpia su conciencia) por medio de una serie de clichés preconcebidos, de los que luego nos ocuparemos, supone en el siglo XX toda una revolución para una industria, la del sexo, que en las últimas décadas ha tomado un poder e influencia formidables. El sector del ocio y el entretenimiento han incorporado a sus filas a un incómodo compañero llamado pornografía, un negocio boyante que cada año mueve miles de millones de euros, con empresas, americanas y europeas, que poseen casi tanto poder como muchos paupérrimos países de África, auténticos oligopolios que cotizan en Bolsa y que mantienen sus acciones por las nubes. Tras dos guerras mundiales que conformaron la estructura política del planeta, bajo el Imperio americano de EEUU, y ya asentados los Estados del Bienestar en Europa (aunque ahora presenten ciertas dificultades, entre otras cosas por la pujanza de China que, con su competencia feroz, ha hecho que países como Alemania reduzcan por el momento sus prestaciones sociales) se puede decir que solo hay dos negocios cuya rentabilidad permanece invariable, constante y próspera: uno es el negocio de pompas fúnebres, el otro el del sexo. La habitación roja, verdadera metáfora del carácter clandestino que durante tanto tiempo han tomado los productos asociados con la pornografía (o el erotismo, en su caso, pues en ciertos países es pornográfico que una mujer enseñe un pie desnudo, por ejemplo) se ha transformado, con el auge de los medios de comunicación y el imparable ascenso del torbellino tecnológico, en una zona abierta y sin fronteras a la que acceden millones de personas diariamente. El 80 % del contenido de Internet, verdadero y cósmico cajón de sastre de la Humanidad, es de naturaleza sexual y, en casi todos los casos, de carácter pornográfico en la medida en que se muestran infinitas imágenes, publicaciones y películas donde lo que prevalece es, básicamente, ver a uno, dos o más seres humanos haciendo sexo. La cota de malla de los pudores se ha disuelto en el ácido de un ámbito en el que cada cual puede exhibir lo que quiera, lo que nos ha demostrado, asimismo, lo mucho que quieren enseñar algunos cuando les permiten hacerlo. Naturalmente, este inmenso río de imágenes, caudaloso y en constante crecimiento, se desborda a veces ante la aparición de redes delictivas que trafican con videos y fotos hechas a niños. Un mundillo realmente sórdido que, a través de las acusaciones de proselitismo (sería, en efecto, el único caso que pudiese solaparse a la acepción de la Real academia de la Lengua española) ha manchado a otras partes de un negocio con las cuentas tan claras como cualquier otro. La prostitución, el narcotráfico, el abuso a niños, todo este rosario de infamias se achaca a la pornografía actual, al menos en la vertiente de ciertas acusaciones sin mucho fundamento, hechas por predicadores iluminados y por guardianes del buen orden.
Sin embargo, estas mismas acusaciones pueden plantearse también para un almacén chino de alpargatas que sirva de tapadera a negocios turbios relacionados con las mencionadas actividades delictivas, por lo que no es el carácter pornográfico de una industria (o su bondadoso reflejo erótico) lo que hace que se registren casos de pederastia, o de venta de droga. Se ha tendido a relacionar casos particulares con una industria en su conjunto de la que muchos, en su infinita hipocresía, echan pestes mientras siguen consumiendo de ella. En ningún caso, a excepción de las religiones, se materializa mejor el fenómeno de la falsa conciencia como con la pornografía. Por supuesto, ha habido y hay quienes sencillamente la detestan, o quienes la reducen a un espectáculo bochornoso e indigno donde el hombre se convierte en una máquina automática, un juguete con atributos imposibles que se encuentra amenazado por la posibilidad de caer roto en cualquier instante. Pero todos esos críticos no hacen sino exhibir los mismos prejuicios que tienen los iluminados respecto a las consideraciones estéticas y el buen gusto. Muchos de los clichés de las novelitas eróticas francesas del siglo XIX tienen a doncellas que espían detrás de una puerta. Lo que hay tras la puerta no tiene significado si la doncella novelesca no se lo otorga, si no se perturba o excita ante la visión que la cerradura le ofrece. Podemos así aferrarnos a la palabra pornografía como si tratase de un producto de la actividad humana que, al quedar representado en revelación de imágenes (una película, un cuadro, un dibujo) o bien en evocaciones literarias, produce un estímulo erógeno cuya variación depende de quien observa o evoca tales escenas. Bajo ese plano definitorio, no son pornográficas las relaciones íntimas de una pareja, sino simplemente sexuales; tiene que existir, como sabemos, una intención interpretativa, o meramente descriptiva de ese mismo asunto, para que alcance el supuesto estatus de pornográfico: por eso la pornografía, como el erotismo, está relacionada con la intención y no con la mera práctica de unos hechos. Por eso, el llamado erotismo, como la pornografía, se ocupa de un aspecto esencial de la vida humana cuyo origen es, en su fondo, semejante al de las obras adscritas al género de terror o de comedia. Como hemos apuntado, ese voyeurismo (palabra francesa que explica bien el fenómeno) es el núcleo de la pornografía moderna, plagada y saturada de imágenes que suelen plasmarse en una pantalla de televisión o cine. El género erótico necesita, como cualquier otro género, de una complicidad entre el supuesto sentido de la obra y los esquemas mentales de quien la interpreta.
Ahora que los buenos puritanos, muy a su pesar, contemplan cómo es ya imposible recluir a esta industria en una simbólica habitación roja, se abalanzan contra ella acusándola de machista, de tener a la mujer como un mero objeto. Lo cierto es que, en no pocas ocasiones, tienen razón a la hora de darle semejante apelativo, ya que la mujer no controla sino una parte minúscula del negocio (aunque con las salvedades de ciertas actrices americanas y europeas, ya millonarias) y muchas veces es, encima, supuestamente «usada» por los hombres que manejan los resortes de dicha industria. Pero con eso no se está sino atacando a un modelo cuya relativa y supuesta verdad genérica no consume el hecho de que no por pornográfica ha de ser machista una obra, pues también existen ejemplos de mujeres, como la célebre escritora Anaïs Nin, que han hecho erotismo «obsceno», y sin embargo nadie las ha acusado de feministas o, si lo han hecho, no es con un negro deje inquisidor. Si el sistema social es machista (también debemos ver cuál sistema en concreto, con sus particularidades) entonces hay que aplicar esa misma valoración a cualquier otro género de actividad humana, y no solo a las industrias del porno. Es esa estructura y su funcionamiento, por medio del control de aparatos de poder gubernamentales, principalmente, la que se apodera de las empresas y no al contrario, por lo que la industria del sexo es solo un ejemplo de sus efectos y no la causa misma. También es machista Hollywood al pagarle, por lo común, mucho menos a sus actrices que a los actores, y sin embargo nadie suele decir que la mayoría de asuntos y temas abordados en las películas americanas -a excepción de obras como Las horas (2002), por ejemplo- tienen a hombres como protagonistas. Claro que eso no interesa, o si lo hace es siempre bajo la condescendiente mirada de quien juzga un asunto que, después de todo, se repite en todas partes. Y es que nos referimos al doble rasero con el que se marcan juicios morales cuando algo encaja, o no, en el rígido modelo de algunas mentes puritanas.
Lo que pasa es que cuando ese machismo se aplica a los contenidos explícitos del sexo, enseguida se convierte en degradación femenina. No dudamos, insisto, que haya, como las hay, interpretaciones machistas que convierten a la mujer en el objeto de deseo del hombre. Pero precisamente en eso se basa, en gran medida, una parte del erotismo, que es el que concibe dicho hombre: ¿por razón de qué argumento se puede decir que ese erotismo masculino es peor que el realizado por las mujeres? Existen obras maestras del género que han sido creadas por la sensibilidad masculina, que es, por cierto, una de esas cosas en las que muchos idiotas no creen de ningún modo, pues tienden a caricaturizar al macho humano y a reducirlo a la condición de primate en celo con instintos básicos, inútil para sutilezas. Por otra parte, el erotismo femenino también utiliza al hombre como objeto de su deseo, pues no de otra forma se puede entender dicho erotismo. Según un estudio científico, entre las fantasías eróticas más frecuentes, tanto de hombres como mujeres, se encuentra la de tener ciertas aventuras con extraños, por ejemplo, algo muy común a ambos sexos. Una y otra visión, masculina y femenina, completan el conjunto de la compleja sexualidad humana, de manera que hacer distinciones y jerarquías entorno a las cuales, no se sabe bien por qué, ensalzar un erotismo por encima del otro, no es sino ver solo un lado de los dos existentes. No digamos ya cuando las feministas actuales acusan al hombre (ahí es nada, como un ente genérico) de «segmentar» a la mujer en partes por medio del fetichismo, un asunto del que también se ha hablado y escrito mucho, y que tiene a Freud como a uno de sus mayores estudiosos. No obstante, pronto se descubre que las mujeres tienen también sus fantasías, y que si el fetichismo no está supuestamente tan arraigado en ellas no es sino por causas sociales y culturales, y nunca biológicas o psicológicas: nosotros consideramos, a este respecto, que tanto hombres como mujeres se centran en detalles, más o menos sutiles, respecto del otro sexo, pues es evidente que nadie imagina a nadie usando criterios amorfos, abstractos, o empleando formas místicas como las que usa San Juan de la Cruz a la hora de describir a su Amado: Llama de amor viva, las montañas, las ínsulas extrañas, los valles, los ríos nemorosos... . todos esos simbolismos poseen una profundidad sensual enorme de la que artísticamente no dudamos, pero no reducen la cuestión de base. Si muchas mujeres controlasen la industria del sexo, es muy posible que usaran hoy su propia sensibilidad, su propia visión, su propia forma de ver las cosas (influida, asimismo, por la sociedad y el modelo político establecido), la cual no es ni mejor ni peor que la usada por los varones. Pero también, sin duda, pronto aplicarían ellas los objetos de sus fantasías propias, teniendo, por lo común, al hombre como objeto de su deseo.
Desde ciertas instancias, puritanas, feministas o simplemente demagogas, existen muchos reproches hacia la pornografía masculina. Acusaciones despectivas como la de la neo feminista Shere Hite, al establecer que, en base a los clichés y al modelo de mujer-objeto que vende la industria del entretenimiento erótico, la pornografía difunde una enseñanza perniciosa, me recuerdan a las de aquellos que consideran que el mundo de los videojuegos de acción convierte a sus hijos en asesinos en potencia. Pero con esto, lejos de acercarnos a la realidad, estos demagogos no hacen sino alejarnos de ella, pues, para el caso de los videjuegos (a los que, por cierto, también acusan de machistas) la vida que tratan de enseñar a los niños es muy distinta de la realidad con la que han de enfrentarse. Cuando se acusa a una película de violenta, no se está sino describiendo un fenómeno al que, en seguida, se le otorga una clasificación moral: la violencia es mala, dicen los pedagogos de hoy en día. Y, no obstante, ninguno de esos que critican la violencia de la pornografía hace lo propio a la hora de poner a sus hijos frente a un televisor repleto de imágenes truculentas, propias de cada telediario. Habrá que definir antes qué entienden ellos por violencia, y en tal caso, si ésta ha de ser calificada con designaciones morales de buena o mala (la buena violencia, la mala) cuando lo cierto es que cada acto del ser humano está presidido por esa misma cualidad básica, explícita o implícita, pero realmente existente en cada uno de nuestros actos. Respecto a otra famosa acusación, la de que el cine pornográfico no es un género, o que en todo caso no es sino un repertorio de documentales escenificados sin trama ni valor artístico alguno, de nuevo volvemos al ejemplo de directores como Nagisa Oshima, que han revolucionado ese timorato prejuicio de que cada vez que surgen órganos genitales en funcionamiento, esa obra es deleznable. Acusan a la pornografía de utilitarista, de onanismo visual, de estar construida entorno a clichés predefinidos: y sin embargo, quienes la acusan de esto no suelen decir que, como todo género (literario, pictórico, cinematográfico) la pornografía se ciñe rigurosamente a sus propios esquemas. Es como si acusamos al género del western de repetitivo y previsible, cuando lo cierto es que no hay película donde no salga un Saloon, un cuatrero, un horizonte de montañas agujereadas y moduladas por la erosión del desierto. Y es que cuando aplicamos el mismo criterio del western al del cine erótico, por ejemplo, nos damos cuenta de que este cine utiliza resortes semejantes: en lugar de un Saloon suele haber una cama, en vez de un cuatrero lo que existe es un personaje fogoso (quizás el clásico hombre del butano, figura ad hoc pero necesaria), en lugar de un horizonte de montañas aparece un dormitorio. Quien afirma categóricamente que el cine porno no es un género, y por tanto, que no puede haber en él obras de interés artístico, debe considerar que la aplicación de los clichés de la novelita francesa decimonónica es la misma, por ejemplo, que para el caso de la Ciencia ficción, que, con sus particularidades, presenta siempre mundos futuros, androides, y naves galácticas: ¿por qué no dicen que ésos tampoco son géneros?
En consecuencia, ni un producto humano de naturaleza pornográfica es machista por el hecho de ser pornográfico (Anaïs Nin es un ejemplo de ello, aunque también hay una larga ristra de mujeres que usan el erotismo en sus obras, como la libertina escritora inglesa Aphra Behn), ni el cine ni la literatura «obscenos» dejan de ser un género, tan respetable como cualquier otro. Y si existen productos realmente utilitaristas, habría que definir también qué entienden los timoratos por tal cosa, pues dicho concepto económico que, tiene en el estudio de la Utilidad marginal su máximo hito, es igualmente aplicable a cualquier otro aspecto. Si uno lee una novela con la intención de entretenerse, y si dicho libro consigue ese resultado, entonces, con independencia de posibles valores artísticos, la tal obra posee un carácter utilitarista. La utilidad marginal, que es la utilidad adicional que un consumidor obtiene por cada unidad añadida de producto que consume, se adapta con perfecta simetría, de la misma forma para una obra de suspense (otro género establecido) que para una erótica.
Desde que el hombre ha concebido un universo simbólico entorno a su propia sexualidad, la función simplemente reproductora ha pasado a un segundo plano, encontrando en el sexo la manera idónea de conseguir un bienestar físico. Naturalmente, este deseo, adaptado a las condiciones actuales de la era moderna, y cuando en el primer mundo se dispone de toda clase de objetos del mercado pletórico, se ha metamorfoseado en obsesión auténtica sobre la cual reposa la vida cotidiana de muchos individuos. Las clases de terapia sexual, las «conversiones» de la mística hindú, despojadas de su sustrato ideológico y centradas, cómo no, en el centro gravitatorio del orgasmo, han pasado a ser el pan nuestro de cada día. Un mercado que impone formas y modelos, pero de los que la pornografía no es el verdugo o culpable sino una más de sus numerosas victimas. Los programas de educación sexual también juegan ahora, como hace algunos años lo hicieron capitaneados por la señora Elena Ochoa (hoy, Elena Foster, esposa del famoso arquitecto del high-tech) una importancia grande en los programas televisivos de varias cadenas españolas, entre los que destaca, sin duda, la presencia casi inevitable de la sexóloga Lorena Verdún, una joven con cara de niña empollona, propia de las alumnas distraídas aunque formales que, durante clase de matemáticas, piensan en la foto de un pene vista en el recreo. No obstante, como sucede con las esterilizadas enseñanzas del Tantra, las clases de sexo no son, generalmente, sino reclamos de audiencia en las cuales, por medio de un atroz banalismo, se cuentan anécdotas sobre campeonas del orgasmo, erecciones a media asta o sobre vibradores supersónicos.
fuente:
http://www.elortiba.org/eros.html
4 comentarios - La pornografía, o el erotismo del otro