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Desnudos de cristal

Otro articulo interesante!!

Rose Mary Espinosa 01 de Octubre del 2011


Encontré el mueble perfecto: un secretaire discreto y delgado que en cuanto pude coloqué a un pie del ventanal. Desde aquí se aprecia mejor esta suerte de paisaje urbano: edificios muy altos y, entre ellos, un tramo libre de concreto, disputado por las voluptuosas copas de los fresnos y por el cielo y sus pasajeros: aves, aviones, la luna…

Ni siquiera lo que sucede en los departamentos a mi alrededor suele perturbar esta calma. Detrás de los cristales, sus habitantes semejan personajes de una película muda, depositados en sus respectivas rutinas.

Hacia la izquierda, dos niveles arriba, un hombre trabaja en soledad. Dos pisos abajo, una familia se reúne a la mesa y, en ese mismo nivel, pero en el edificio de enfrente, tiene lugar una fiesta que, aunque se antoja divertida y escandalosa, para mí es inaudible.

Percibo siluetas, gestos, desplazamientos e imagino diálogos, incluso los de los inquilinos potenciales que desfilan en el apartamento que está justo delante del mío y que lleva más de un año desocupado.

Soy un vigía camuflado entre las persianas de madera, el verdor de los árboles y las plantas de mi balcón. Observo sin ser descubierta: omnisciente y resguardada. Mi estancia es mi escenario. Me paseo de un extremo a otro y me miro ante al ventanal que, con la luz indirecta del pasillo, se convierte en un espejo enorme.

De vez en cuando asomo la cabeza para constatar que el panorama continúa imperturbable. Hace poco, empero, noté que dos individuos pintaban la fachada del departamento de enfrente y cambiaban los canceles; otros más estaban listos para recibir un mueble que, sujeto por cuerdas, se elevaba…

¿Quién se mudará? ¿Un solitario, una pareja, una familia? Cada vez veo menos cajas y menos muebles amontonados. El espacio va tomando forma.

Salgo a disfrutar de la frescura y la paz nocturnas. La habitación ante mis ojos irradia una luz intermitente. Distingo la silueta de un hombre: sentado, de perfil, atento a una pantalla.

Lo miro hasta que se levanta del asiento. También él me ha descubierto y no queda más que esconderme. Después revelarme y esconderme de nuevo, juego que prolongo las noches subsecuentes, al amparo de su curiosidad y mi provocación.

Prefiero no verlo mientras sé que me observa. Ligeramente vestida ante al espejo improvisado, me flexiono, me extiendo y me ofrezco. Las hojas de los ficus cubren mi torso. A través de las persianas entreabiertas, me desnudo enteramente.

Esta noche mi espectador ha traspasado la frontera de cristal. Siento sus ojos. Intuyo su sonrisa. Ha dejado de ser silueta. Tiene cuerpo y se yergue. Lo escucho carraspear y leo sus ademanes: ¿me llama, me saluda? No me atrevo a adivinar un diálogo. En el instante apago las luces. Corro las persianas. Cae el telón.

La madrugada siguiente pretendo retomar la obra. No hay público a la vista ni hay intermitencia de luz. El piso de enfrente ha vuelto a ser una pieza oscura y vacía. Ilumino la totalidad de mi estancia, levanto la serie de persianas, corro el ventanal. Tampoco hay rastros.

Salgo al balcón, desplazo los macetones y quedo en el centro, libre de sombras y escudos. Resisto el frío y la lluvia que arrecia y nada. Vuelvo a la estancia. Arrimo el sofá a la ventana, me tiendo y poso el cojín sobre mi cara, sobre mi pecho, entre mis piernas.

Despierto y me descubro tan visible, tan expuesta. De un brinco me levanto a cerrar el ventanal. Me visto nuevamente. Afuera la vida sigue: un vecino se anuda la corbata, una familia desayuna a toda prisa, una mujer limpia los desastres de las noches previas, mientras el piso que se encuentra frente al mío permanece sellado, a la vez que murmura y me invita a salir de mi apartamento y tomar el ascensor, atravesar el vestíbulo, abrir la puerta principal y cruzar la calle.

Cuando estoy por tocar el timbre de su departamento, lo descubro en plena acera. Le digo que qué bueno que lo encuentro porque estaba indecisa entre desnudármele cada madrugada o arrojar objetos contra su cristal.

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