Gringa turista

La célebre procesión religiosa de mi ciudad antaño era como miel que atraía a enjambres de turistas, en las calles pululaban los gringos que alternaban la boca entre hablar y masticar atolondradamente la hoja de coca.

La falta de fe no era impedimento, entre los muchachos, para integrarnos a las multitudinarias procesiones con el afán de apachurrarnos entre la concurrencia femenina para sobar tetas y culos. Un año la fortuna me dio un regalo especial, puso delante de mí a una turista, una de esas gringas tetonas que creyendo estar en un safari usan pantaloncillos caqui que de apretados les hinchan la vulva.

Retornando a la procesión; ahí estaba yo, en medio de la multitud adoradora, con la mirada piadosa y con la pija hinchada, aplastada contra las nalgas de la gringa. Era un culo del primer mundo, duro, las nalgas separadas por una amplia grieta profunda. Me imaginaba abriéndole las patas y descubriendo, complacido como Colón, su concha rosada, babosa, con finos pelitos rubios, con un olor de sutil acritud y metiéndole la lengua tiesa, introduciéndole toda la hospitalidad y cachondez americana. La pija estaba por exlotarme, me palpitaba como corazón de taquicárdico, aprovechaba las súbitas paradas de la procesión para puntear con impulso a la gringa, pero sus nalgas eran indeformables, esas nalgas tenían la solidez de dos balas de cañón. Todo iba bien hasta que se interpusieron las viejas saumeadoras. Puntear viejas no es lo mismo, así que me fui maldiciendo y con la mano en el bolsillo apretándome el glande que lo tenía como el techo de la casa de Papá pitufo.

Siempre me pregunté cómo sería la conchita de esta gringa turista y viendo las fotos de esta putita pude ilustrar un poco mi insatisfecha imaginación.