María de los Ángeles era una mujer que amaba de sobre manera, tanto física como espiritualmente, por dicha razón los hombres le temían y, en el fondo, la deseaban. Algunos la imaginaban como una virgen noble, milagrosa y comprensiva; pero otros la veían como una bruja astuta y seductora. La naturaleza la había dotado de un cuerpo atractivo y un alma noble. Quien la miraba se revolvía en un mar de dudas tratando de resolver el acertijo que le ponía la unión de una cara inocente y un cuerpo fértil y ávido. Había tenido varios amantes que no pudieron resistir la arrolladora fuerza, con la que los hundía en el placer, y la divina consolación que les proporcionaba en el instante del éxtasis. Las mujeres, por supuesto, veían en ella a una loba insaciable que esperaba de ellas algún descuido para llevarse a sus hombres.
En el barrio donde vivía Angelines había una iglesia donde ella había tratado inútilmente de confesarse. Cada vez que entraba ocultando su bello rostro debajo de un pañuelo de lana estampada, los sacerdotes se escondían y el cura tenía que salir a hacerle frente. “Hija mía—decía el párroco temblando—, estás libre de pecado. Ve sigue tu vida normal y no tengas malos pensamientos”. En cuanto salía de la iglesia la mujer, volvía el sonido de los pasos y hasta la respiración agitada de los misioneros de Cristo.
Quien me viene a recoger!??
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