El chico del ascensor
Normalmente llego al edificio con la única intención de llegar a mi departamento y acostarme a dormir. Pero es inevitable imaginar ciertas cosas cuando un hombre, esos de los que te gustan, se te cruzan en el camino y en lugares que a veces terminan siendo... incómodos.
Ese día llegué cansado, había llovido y no tuve mejor idea que tomarme un colectivo, teniendo cuadra y media desde que me bajé hasta llegar a la entrada. Entré y esperé unos segundos para que escurra el agua, luego simplemente esperé al ascensor. Parecía estar cerca, por lo que al escuchar que alguien más entraba esperé para compartirlo.
Era un chico de unos treinta años, rubio con el cuerpo trabajado, tanto que se le notaban por la camisa empapada de la lluvia. Pese a su escultura de gimnasio, se sentía un leve aroma a cigarrillo mentolado recién apagado.
No podía evitar verlo. Sentía las piernas temblar, y tenía que guardar bien mis manos, no iba a ser cosa de aprovechar que estaba tan cerca, en el metro y medio cuadrado del ascensor.
Lo más incómodo fue cuando aproveché el espejo para verlo de reojo, ignorando completamente que me veía por detrás.
Sentí el cuerpo al rojo vivo, de la verguenza: no sabía cómo podría reaccionar. Fue así hasta que, yéndose hacia mi costado, susurró:
-¿Te gusta lo que ves? -En ese momento el ascensor comenzó a vibrar. Era normal, necesitaba mantenimiento al ser el edificio de ya un par de décadas. Con más agilidad que yo, el chico apretó el botón y quedamos varados entre el décimo quinto y sexto piso, sólo iluminados por el viejo foco que teníamos encima.
No volvió a hacer otra sugerencia, pero yo no quería salir.
Me apoyé en la puerta y él comenzó a escurrir su camisa empapada, dejándome ver los vellos sobre el cinturón de cuero. Eran irresistibles. Vellos rubios y gruesos que fueron rasurados hace unos días y que crecían en ese valle de músculos.
-Deberías apoyarla -me decía suavemente corriendo mi mochila de mi hombro-. Son las tres de la madrugada y dudo que alguien nos venga a sacar pronto.
No dije nada, simplemente me fui desprendiendo de la mochila suavemente, para que no me deje de acariciar mi camisa.
Pronto sus manos tocaban mis pelos del pecho. Mientras me desabrochaba el segundo botón, se acercaba hasta que terminó con su lengua jugando con la mía, raspándome con su barba de tres días.
Yo no pude evitar agarrarme de su cintura, tan dura y fina. Fui bajando acariciándole los muslos, volviéndome a esos vellos rubios y gruesos sobre su cinturón.
Me agaché, saboreando el agua de la lluvia con su sudor de todo el día, desabrochándole los botones hacia arriba, sintiendo el calor que subía detrás del cinturón.
Y él se volvió para apagar la luz.
Normalmente llego al edificio con la única intención de llegar a mi departamento y acostarme a dormir. Pero es inevitable imaginar ciertas cosas cuando un hombre, esos de los que te gustan, se te cruzan en el camino y en lugares que a veces terminan siendo... incómodos.
Ese día llegué cansado, había llovido y no tuve mejor idea que tomarme un colectivo, teniendo cuadra y media desde que me bajé hasta llegar a la entrada. Entré y esperé unos segundos para que escurra el agua, luego simplemente esperé al ascensor. Parecía estar cerca, por lo que al escuchar que alguien más entraba esperé para compartirlo.
Era un chico de unos treinta años, rubio con el cuerpo trabajado, tanto que se le notaban por la camisa empapada de la lluvia. Pese a su escultura de gimnasio, se sentía un leve aroma a cigarrillo mentolado recién apagado.
No podía evitar verlo. Sentía las piernas temblar, y tenía que guardar bien mis manos, no iba a ser cosa de aprovechar que estaba tan cerca, en el metro y medio cuadrado del ascensor.
Lo más incómodo fue cuando aproveché el espejo para verlo de reojo, ignorando completamente que me veía por detrás.
Sentí el cuerpo al rojo vivo, de la verguenza: no sabía cómo podría reaccionar. Fue así hasta que, yéndose hacia mi costado, susurró:
-¿Te gusta lo que ves? -En ese momento el ascensor comenzó a vibrar. Era normal, necesitaba mantenimiento al ser el edificio de ya un par de décadas. Con más agilidad que yo, el chico apretó el botón y quedamos varados entre el décimo quinto y sexto piso, sólo iluminados por el viejo foco que teníamos encima.
No volvió a hacer otra sugerencia, pero yo no quería salir.
Me apoyé en la puerta y él comenzó a escurrir su camisa empapada, dejándome ver los vellos sobre el cinturón de cuero. Eran irresistibles. Vellos rubios y gruesos que fueron rasurados hace unos días y que crecían en ese valle de músculos.
-Deberías apoyarla -me decía suavemente corriendo mi mochila de mi hombro-. Son las tres de la madrugada y dudo que alguien nos venga a sacar pronto.
No dije nada, simplemente me fui desprendiendo de la mochila suavemente, para que no me deje de acariciar mi camisa.
Pronto sus manos tocaban mis pelos del pecho. Mientras me desabrochaba el segundo botón, se acercaba hasta que terminó con su lengua jugando con la mía, raspándome con su barba de tres días.
Yo no pude evitar agarrarme de su cintura, tan dura y fina. Fui bajando acariciándole los muslos, volviéndome a esos vellos rubios y gruesos sobre su cinturón.
Me agaché, saboreando el agua de la lluvia con su sudor de todo el día, desabrochándole los botones hacia arriba, sintiendo el calor que subía detrás del cinturón.
Y él se volvió para apagar la luz.
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