No había sido muy complicado el encuentro: chat de un poco menos de una hora, nos pasamos datos, nos llamamos y combinamos una esquina para vernos. Simple.
Hacía mucho frío esa noche porque ya había comenzado julio en Buenos Aires.
Como siempre, en mi presentación me cambié la edad. La realidad es que ya cumplí los 28, pero sigo diciendo que tengo 23 y no pasa nada. El dijo 35 y creo que menos de 40 no tenía.
Sin embargo, estaba muy bien plantado.
No dio vueltas, sino que fuimos a su departamento, a media cuadra del sitio de encuentro.
Sexto piso, enorme ventanal con vista a la avenida, paredes blancas, música muy suave y un aroma a algo que, si era afrodisíaco, hizo su efecto calentándome apenas entré.
Mi amante ocasional -de entrada no pude recordar se llamaba- era un turista francés, de origen argelino. Estaba en Buenos Aires para aprender español porque la empresa para la que trabaja aún hoy tenía pensado enviarlo a México por dos años. No recuerdo que más dijo. Evidentemente no me interesaba en absoluto las contradicciones y ausencias de su relato. Sólo estaba a la expectativa imaginando qué pasaría con ese cuarentón negro, de un metro noventa, que acababa de conocer de la nada.
Me sirvió gaseosa y él se sirvió un líquido que, dijo, suele tomar para animarse. O creo haber entendido eso, porque ambos intentábamos hablar en la lengua del otro -francés y español- pero no sé si estaba funcionando la comunicación.
De todos modos, no me interesaba tampoco eso.
Hablamos de todo: el gobierno, las calles rotas, los piquetes, los trenes, las mujeres, los hombres, la vida gay de la ciudad, la inundación, cómo hacer el amor sin riesgos, el uso del preservativo.
A propósito de eso, me contó que pocas veces lo usaba.
Yo me hice el horrorizado y le largué el sermón sobre las enfermedades, del amor a uno mismo, de cuidar al otro, de...
En ese momento, mi negro me tomó del mentón y me dio un beso que aún hoy sigue durando.
Dejé el vaso en la mesa y pasé mis brazos por sobre sus hombros anchos y lo besé yo también.
Me desarmó su abrazo tierno y firme. Me tomó de la cintura y no paró de besarme. Hasta hoy.
Me giró, puso sus manos grandes en mi vientre y apretó mi espalda contra su abdomen, mi cola sobre su pelvis, sus labios en mi cuello.
Desabrochando mi pantalón y mi camisa -el abrigo lo había dejado en la silla- quedé desnudo en sus manos en un instante.
Me giró nuevamente, con una leve presión sobre mi cabeza comprendí que debía arrodillarme.
Abrí su pantalón y tomé con ambas manos su virilidad negro azulada y la coloqué sobre la humedad de mi lengua hambrienta. Jugué sobre su grosor que, con cada latido, parecía hincharse un poco más cada vez.
Lo encerré en mis labios todo lo que pude y exhaló un gemido. Me regaló en el fondo de mi lengua una gota de fluido masculino. Le retribuí con interminables idas y vueltas dentro de mi boca pequeña para semejante trofeo.
Yo estaba excitadísimo. El seguía llenándome de pequeñas gotas suyas. Yo jugueteaba ingenuamente en la parte inferior de un glande brilloso. El gemía y se retorcía a punto de explotar.
Me puso de pie y se desvistió veloz.
Se sentó en el sillón verde.
Me pidió que me inclinara hacia adelante, dejando mi cola expuesta sobre su rostro. Lo hice y sentí en mi anillo anal una lengua inquieta y una saliva relajante que no puedo describir. Con ambas manos me separaba las nalgas y con su lengua se metía dentro de mí.
Finalmente tomó una crema y me lubricó hasta lo más hondo con ella.
Siempre vengo preparado de antemano, de modo que la primer penetración sea placentera. Gracias a esa preparación previa, ese dedo se me introdujo hasta las entrañas.
Me erguí, me puse frente a el y me senté sobre su monstruo negro erecto. Pasé mis piernas por detrás de su cintura y mis manos por sobre sus hombres. Me penetró como para quedarse dentro mío por toda la eternidad.
No nos movíamos ni teníamos ganas de hacerlo. No terminada de sentarme sobre él.
Su piel de hombre caliente pegada a la mía era suficiente para ambos. No dejamos de besarnos y no paramos de hamacarnos. Toda su masculinidad en mi interioridad abierta para él.
Sentía cada latido de su pene, dentro mío, y cada golpe de su corazón en mi pecho.
Muy apenas podía moverme. Igual lo hice. Y el comenzó a anunciar su orgasmo.
No me detuve hasta que sentí su néctar caliente dentro mío. Lo percibí fuerte, derrochando energía.
Seguí moviéndome, sin separarme de él, hacia adelante y hacia atrás.
Yo no iba a acabar y tampoco quería, porque esperaba seguir más todavía.
El no salió de mí y mis labios no se separaron de él.
Me apretó tan fuerte contra su cuerpo que no nos separamos más.
Quité mis piernas de detrás de su cintura y me acomodé un poco, sin que dejara de penetrarme.
Y nos relajamos un montón.
Y nos dormimos un poco juntos.
Unas cuantas veces más.
Muchas más...
Hacía mucho frío esa noche porque ya había comenzado julio en Buenos Aires.
Como siempre, en mi presentación me cambié la edad. La realidad es que ya cumplí los 28, pero sigo diciendo que tengo 23 y no pasa nada. El dijo 35 y creo que menos de 40 no tenía.
Sin embargo, estaba muy bien plantado.
No dio vueltas, sino que fuimos a su departamento, a media cuadra del sitio de encuentro.
Sexto piso, enorme ventanal con vista a la avenida, paredes blancas, música muy suave y un aroma a algo que, si era afrodisíaco, hizo su efecto calentándome apenas entré.
Mi amante ocasional -de entrada no pude recordar se llamaba- era un turista francés, de origen argelino. Estaba en Buenos Aires para aprender español porque la empresa para la que trabaja aún hoy tenía pensado enviarlo a México por dos años. No recuerdo que más dijo. Evidentemente no me interesaba en absoluto las contradicciones y ausencias de su relato. Sólo estaba a la expectativa imaginando qué pasaría con ese cuarentón negro, de un metro noventa, que acababa de conocer de la nada.
Me sirvió gaseosa y él se sirvió un líquido que, dijo, suele tomar para animarse. O creo haber entendido eso, porque ambos intentábamos hablar en la lengua del otro -francés y español- pero no sé si estaba funcionando la comunicación.
De todos modos, no me interesaba tampoco eso.
Hablamos de todo: el gobierno, las calles rotas, los piquetes, los trenes, las mujeres, los hombres, la vida gay de la ciudad, la inundación, cómo hacer el amor sin riesgos, el uso del preservativo.
A propósito de eso, me contó que pocas veces lo usaba.
Yo me hice el horrorizado y le largué el sermón sobre las enfermedades, del amor a uno mismo, de cuidar al otro, de...
En ese momento, mi negro me tomó del mentón y me dio un beso que aún hoy sigue durando.
Dejé el vaso en la mesa y pasé mis brazos por sobre sus hombros anchos y lo besé yo también.
Me desarmó su abrazo tierno y firme. Me tomó de la cintura y no paró de besarme. Hasta hoy.
Me giró, puso sus manos grandes en mi vientre y apretó mi espalda contra su abdomen, mi cola sobre su pelvis, sus labios en mi cuello.
Desabrochando mi pantalón y mi camisa -el abrigo lo había dejado en la silla- quedé desnudo en sus manos en un instante.
Me giró nuevamente, con una leve presión sobre mi cabeza comprendí que debía arrodillarme.
Abrí su pantalón y tomé con ambas manos su virilidad negro azulada y la coloqué sobre la humedad de mi lengua hambrienta. Jugué sobre su grosor que, con cada latido, parecía hincharse un poco más cada vez.
Lo encerré en mis labios todo lo que pude y exhaló un gemido. Me regaló en el fondo de mi lengua una gota de fluido masculino. Le retribuí con interminables idas y vueltas dentro de mi boca pequeña para semejante trofeo.
Yo estaba excitadísimo. El seguía llenándome de pequeñas gotas suyas. Yo jugueteaba ingenuamente en la parte inferior de un glande brilloso. El gemía y se retorcía a punto de explotar.
Me puso de pie y se desvistió veloz.
Se sentó en el sillón verde.
Me pidió que me inclinara hacia adelante, dejando mi cola expuesta sobre su rostro. Lo hice y sentí en mi anillo anal una lengua inquieta y una saliva relajante que no puedo describir. Con ambas manos me separaba las nalgas y con su lengua se metía dentro de mí.
Finalmente tomó una crema y me lubricó hasta lo más hondo con ella.
Siempre vengo preparado de antemano, de modo que la primer penetración sea placentera. Gracias a esa preparación previa, ese dedo se me introdujo hasta las entrañas.
Me erguí, me puse frente a el y me senté sobre su monstruo negro erecto. Pasé mis piernas por detrás de su cintura y mis manos por sobre sus hombres. Me penetró como para quedarse dentro mío por toda la eternidad.
No nos movíamos ni teníamos ganas de hacerlo. No terminada de sentarme sobre él.
Su piel de hombre caliente pegada a la mía era suficiente para ambos. No dejamos de besarnos y no paramos de hamacarnos. Toda su masculinidad en mi interioridad abierta para él.
Sentía cada latido de su pene, dentro mío, y cada golpe de su corazón en mi pecho.
Muy apenas podía moverme. Igual lo hice. Y el comenzó a anunciar su orgasmo.
No me detuve hasta que sentí su néctar caliente dentro mío. Lo percibí fuerte, derrochando energía.
Seguí moviéndome, sin separarme de él, hacia adelante y hacia atrás.
Yo no iba a acabar y tampoco quería, porque esperaba seguir más todavía.
El no salió de mí y mis labios no se separaron de él.
Me apretó tan fuerte contra su cuerpo que no nos separamos más.
Quité mis piernas de detrás de su cintura y me acomodé un poco, sin que dejara de penetrarme.
Y nos relajamos un montón.
Y nos dormimos un poco juntos.
Unas cuantas veces más.
Muchas más...
7 comentarios - Me penetró y nos dormimos