El baño era un desastre: limpio, amplio, pero había que entrar sorteando obstáculos. Cada uno, luego de bañarse, dejaba su toalla colgada cerca de la ventana. Máquinas de afeitar, cremas, jabones, shampoos, lubricantes, lociones y todo lo que cabe en un baño cabía en éste. No había preservativos. La bañera era amplia. O más amplia que la de mi casa. De esas que, una vez llenas de agua, queda todo el cuerpo cómodamente sumergido.
Akbar abrió la ducha, me acercó -disculpándose por no poder hacer otra cosa- una toalla pequeña y se fue. Mientras tanto aproveché esa agua tibia y fuerte que caía sobre mi cabeza y hombros relajándome como el mejor de los masajes. De entre todos los jabones que había elegí uno que tenía un raro aroma que no podría describir si no es en la piel de un hombre. Me lavé la cabeza con un shampoo -a juzgar por la etiqueta- de origen francés. Me sentía reconfortado y no podía pedir más esa noche.
Yo aún no había acabado y eso me mantenía con las hormonas bien arriba. No quería masturbarme por miedo a quedarme dormido, como suele sucederme muchas veces.
Me puse a cantar bajo la ducha hasta que noté que Akbar había dejado la puerta del baño totalmente abierta. Intenté disimular mi sorpresa y seguí cantando suponiendo que nadie me estaría escuchando.
Pero me había equivocado: Akner tenía la puerta de su habitación abierta y no sólo me oía, sino que además me veía por el reflejo del vidrio de la puerta. Fingí algunos movimientos desprevenidos y dejé que siguiera observándome. Cerré el grifo del agua y comencé a secarme con la pequeña toalla. De un salto, Akner abandonó la cama y se dirigió al baño. Muy cortezmente él también se disculpó por no poder ofrecerme una toalla más grande. Me preguntó por mi nombre, mi edad, me dijo algunas cosas que no comprendí del todo pero que, evidentemente, a él le hacían gracia. Tenía una sonrisa grande y blanca. Me contó que hacía más de tres años que vivía en Argentina y que ahora estaba trabajando en una empresa de seguridad cuyo nombre no puedo recordar por mi habitual falta de atención para esos datos. No tenía actitud de tipo dedicado a la seguridad, pero se ve que cada uno labura en lo que puede. Ese día estaba de franco y, acostumbrado a los horarios nocturnos, no podía dormirse. Así que esperó a que terminara de secarme para meterse él en la bañera. Mientras me contaba que tenía treinta y ocho y que había llegado al país con un contrato que nunca se concretó se desvestía y dejaba la ropa tirada junto a la de Akbar, al lado del bidet. Yo no podía dejar de admirar su definición muscular y su piel completamente depilada. No era un tipo de rostro lindo, pero estaba realmente fuerte. Si bien no soy bueno para las medidas, me parece que era un poco más alto que Akbar y que su amigo. Creo que Akner medía cerca de un metro noventa.
Estaba claro que yo no quería cortar la conversación porque de lo contrario no tendría excusa para quedarme en el baño mientras él se estuviese duchando. Inventaba preguntas difíciles de responder que, mientras él las satisfacía con su mejor discurso, yo ya pensaba en la siguiente. Puse la toalla doblada en el piso frío del baño y me senté. En ese momento pensé -y lo dije en voz alta- en lo rarísimo de esa situación. Pero ahí estaba, disfrutándola, no sin riesgos. Akbar, cuando me vio allí sentado, se acercó creyendo que no me sentía bien. Nos reímos un poco, me trajo gaseosa e hizo un gesto muy gracioso como de quien saca número y se pone en la cola para bañarse él también. Entre ellos no se hablaban. El diálogo era sólo conmigo. Si tenían que decirse algo, era lo necesario. Aunque me sentí incómodo me esforcé por no hacerme cargo.
Hasta el momento, su miembro viril no daba señales de notar mi presencia. Pero apenas se fue Akbar, el pene de Akner comenzó a tomar la forma deseada. Era mi tercer regalo negro en una sola noche. Y no pensaba desaprovecharlo. Me levanté el piso frío y húmedo y me acerqué con una sonrisa cómplice. Puse muy suavemente mi mano en su entrepierna y le regalé un beso mojado en sus pectorales. Su miembro era grande en mi mano. Me arrodillé desde afuera de la bañera y lo llevé a mi boca lo más que pude, jugueteando con mi lengua en su cabeza y sintiendo sus latidos calientes en mi paladar. Me sentí el dueño de su cuerpo y de su goce. Lo hice muy suavemente para no llevarlo al climax tan rápido y no perderme una nueva penetración esa noche. Mi cola estaba ya relajada por el trabajo de Akbar, de modo que este trozo de virilidad africana no tendría demasiada dificultad para abrirse paso entre mis nalgas.
Le pregunté si quería penetrarme y me dijo que dependía de si yo me animaba.
Cerró la ducha, abrió la canilla de abajo, colocó el tapón y comenzamos a llenar la bañera. Me tomó de la mano y me ayudó a entrar. Nos sentamos del lado opuesto al agua, yo entre sus piernas abiertas, sintiendo su grandeza golpear de deseo en mi espalda. Me apoyé sobre su pecho, acaricié sus piernas y él se entretuvo en mis tetillas. Me incliné hacia adelante para cerrar la canilla y, al volver a mi lugar, su grosor se colocó -ayudado por su mano- entre mis nalgas. Yo estaba muy relajado y mi ano había quedado abierto, de modo que apenas me apoyé en ese rabo negro entró en mí lo más grueso de su cabeza. Solté un quejido de dolor y sorpresa, pero me encantó esa manera de penetrarme. Nunca nadie lo había hecho de esa manera. Me acomodé sobre mis rodillas lo más que pude y, con movimientos de pelvis hacia arriba y hacia abajo, su pene entraba y salía de mí. El agua salpicaba por todos lados y nos daba una sensación muy romántica. Akner se puso de rodillas detrás mío. No recuerdo haber sentido un miembro masculino tan adentro como aquella noche en la bañera de Akner. No sé qué tenían estos africanos: eran grandes y delicados y siempre cuidadosos de no lastimarme. Yo no quería que me la sacara jamás. Apreté mis nalgas contra su ingle y nos erguimos, yo sobre él, acuclillados. Sentía en mí el latido de su glande ya a punto. Me detuve, entonces, y me quedé en esa posición un instante. Akner gemía de placer ante cualquier movimiento mío.
Le dije que me gustaban los orgasmos extensos.
El me respondió que aún tenía que aprender a contenerse.
Me levanté, arrancándome ese mástil que no terminaba de salir de mí y le pedí que se sentara sobre el borde de la bañera. El se sentó, pero con una pierna dentro y otra fuera y con la espalda contra la pared. Así se sentía más cómodo. Yo me acomodé despacio sobre su dureza negra que me entró hasta el alma y hasta siempre. No nos movimos. Sólo me penetró y me besó. Yo no podía quedarme quieto, pero él me abrazaba apretándome contra su vientre.
Fue en ese momento cuando, teniendo mis ojos cerrados, sentí en mi cola dos manos más intentando abrirla aún más. Arqueándome un poco hacia atrás vi lo que estaba sucediendo y lo que estaba por suceder.
continuará
Akbar abrió la ducha, me acercó -disculpándose por no poder hacer otra cosa- una toalla pequeña y se fue. Mientras tanto aproveché esa agua tibia y fuerte que caía sobre mi cabeza y hombros relajándome como el mejor de los masajes. De entre todos los jabones que había elegí uno que tenía un raro aroma que no podría describir si no es en la piel de un hombre. Me lavé la cabeza con un shampoo -a juzgar por la etiqueta- de origen francés. Me sentía reconfortado y no podía pedir más esa noche.
Yo aún no había acabado y eso me mantenía con las hormonas bien arriba. No quería masturbarme por miedo a quedarme dormido, como suele sucederme muchas veces.
Me puse a cantar bajo la ducha hasta que noté que Akbar había dejado la puerta del baño totalmente abierta. Intenté disimular mi sorpresa y seguí cantando suponiendo que nadie me estaría escuchando.
Pero me había equivocado: Akner tenía la puerta de su habitación abierta y no sólo me oía, sino que además me veía por el reflejo del vidrio de la puerta. Fingí algunos movimientos desprevenidos y dejé que siguiera observándome. Cerré el grifo del agua y comencé a secarme con la pequeña toalla. De un salto, Akner abandonó la cama y se dirigió al baño. Muy cortezmente él también se disculpó por no poder ofrecerme una toalla más grande. Me preguntó por mi nombre, mi edad, me dijo algunas cosas que no comprendí del todo pero que, evidentemente, a él le hacían gracia. Tenía una sonrisa grande y blanca. Me contó que hacía más de tres años que vivía en Argentina y que ahora estaba trabajando en una empresa de seguridad cuyo nombre no puedo recordar por mi habitual falta de atención para esos datos. No tenía actitud de tipo dedicado a la seguridad, pero se ve que cada uno labura en lo que puede. Ese día estaba de franco y, acostumbrado a los horarios nocturnos, no podía dormirse. Así que esperó a que terminara de secarme para meterse él en la bañera. Mientras me contaba que tenía treinta y ocho y que había llegado al país con un contrato que nunca se concretó se desvestía y dejaba la ropa tirada junto a la de Akbar, al lado del bidet. Yo no podía dejar de admirar su definición muscular y su piel completamente depilada. No era un tipo de rostro lindo, pero estaba realmente fuerte. Si bien no soy bueno para las medidas, me parece que era un poco más alto que Akbar y que su amigo. Creo que Akner medía cerca de un metro noventa.
Estaba claro que yo no quería cortar la conversación porque de lo contrario no tendría excusa para quedarme en el baño mientras él se estuviese duchando. Inventaba preguntas difíciles de responder que, mientras él las satisfacía con su mejor discurso, yo ya pensaba en la siguiente. Puse la toalla doblada en el piso frío del baño y me senté. En ese momento pensé -y lo dije en voz alta- en lo rarísimo de esa situación. Pero ahí estaba, disfrutándola, no sin riesgos. Akbar, cuando me vio allí sentado, se acercó creyendo que no me sentía bien. Nos reímos un poco, me trajo gaseosa e hizo un gesto muy gracioso como de quien saca número y se pone en la cola para bañarse él también. Entre ellos no se hablaban. El diálogo era sólo conmigo. Si tenían que decirse algo, era lo necesario. Aunque me sentí incómodo me esforcé por no hacerme cargo.
Hasta el momento, su miembro viril no daba señales de notar mi presencia. Pero apenas se fue Akbar, el pene de Akner comenzó a tomar la forma deseada. Era mi tercer regalo negro en una sola noche. Y no pensaba desaprovecharlo. Me levanté el piso frío y húmedo y me acerqué con una sonrisa cómplice. Puse muy suavemente mi mano en su entrepierna y le regalé un beso mojado en sus pectorales. Su miembro era grande en mi mano. Me arrodillé desde afuera de la bañera y lo llevé a mi boca lo más que pude, jugueteando con mi lengua en su cabeza y sintiendo sus latidos calientes en mi paladar. Me sentí el dueño de su cuerpo y de su goce. Lo hice muy suavemente para no llevarlo al climax tan rápido y no perderme una nueva penetración esa noche. Mi cola estaba ya relajada por el trabajo de Akbar, de modo que este trozo de virilidad africana no tendría demasiada dificultad para abrirse paso entre mis nalgas.
Le pregunté si quería penetrarme y me dijo que dependía de si yo me animaba.
Cerró la ducha, abrió la canilla de abajo, colocó el tapón y comenzamos a llenar la bañera. Me tomó de la mano y me ayudó a entrar. Nos sentamos del lado opuesto al agua, yo entre sus piernas abiertas, sintiendo su grandeza golpear de deseo en mi espalda. Me apoyé sobre su pecho, acaricié sus piernas y él se entretuvo en mis tetillas. Me incliné hacia adelante para cerrar la canilla y, al volver a mi lugar, su grosor se colocó -ayudado por su mano- entre mis nalgas. Yo estaba muy relajado y mi ano había quedado abierto, de modo que apenas me apoyé en ese rabo negro entró en mí lo más grueso de su cabeza. Solté un quejido de dolor y sorpresa, pero me encantó esa manera de penetrarme. Nunca nadie lo había hecho de esa manera. Me acomodé sobre mis rodillas lo más que pude y, con movimientos de pelvis hacia arriba y hacia abajo, su pene entraba y salía de mí. El agua salpicaba por todos lados y nos daba una sensación muy romántica. Akner se puso de rodillas detrás mío. No recuerdo haber sentido un miembro masculino tan adentro como aquella noche en la bañera de Akner. No sé qué tenían estos africanos: eran grandes y delicados y siempre cuidadosos de no lastimarme. Yo no quería que me la sacara jamás. Apreté mis nalgas contra su ingle y nos erguimos, yo sobre él, acuclillados. Sentía en mí el latido de su glande ya a punto. Me detuve, entonces, y me quedé en esa posición un instante. Akner gemía de placer ante cualquier movimiento mío.
Le dije que me gustaban los orgasmos extensos.
El me respondió que aún tenía que aprender a contenerse.
Me levanté, arrancándome ese mástil que no terminaba de salir de mí y le pedí que se sentara sobre el borde de la bañera. El se sentó, pero con una pierna dentro y otra fuera y con la espalda contra la pared. Así se sentía más cómodo. Yo me acomodé despacio sobre su dureza negra que me entró hasta el alma y hasta siempre. No nos movimos. Sólo me penetró y me besó. Yo no podía quedarme quieto, pero él me abrazaba apretándome contra su vientre.
Fue en ese momento cuando, teniendo mis ojos cerrados, sentí en mi cola dos manos más intentando abrirla aún más. Arqueándome un poco hacia atrás vi lo que estaba sucediendo y lo que estaba por suceder.
continuará
2 comentarios - Uno por vez, segunda parte