Esa noche estaba decidido a romper con todas las reglas.
La primera: salir a la caza por fuera del chat. Era un gran desafío. La segunda, realizar mi fantasía.
Tomé, entonces, el colectivo y bajé a dos cuadras de la plaza. Los primeros cien metros me sirvieron para arroparme de coraje y darme cuenta que no era el centro de las miradas de nadie. Los segundos cien fueron más ágiles y placenteros. Caminé más tranquilo y seguro.
El estaba sentado en un banco, de espaldas a mí. No podía verme ni darse cuenta siquiera que yo pasaría detrás suyo. Tampoco yo quería arriesgar demasiado, pues no siempre una espalda ancha y fornida suele venir acompañada de un hombre entero. Pero valía la pena acercarse un poco más. Hice un rodeo grande, de modo de poder verlo de frente y de lejos. Parecía un hombre de más de treinta años, tal vez cuarenta. A simple vista no parecía amanerado. Sus ropas era totalmente informales: jean y remera blanca. Pero él no daba sensación de informalidad. No había nada librado al azar en su modo de sentarse, en la manera cruzar las piernas, en la actitud como de quien está esprando a alguien...
No pude ver bien su rostro, pero no me importaba demasiado. Parecía un hombre alto, de 1,80 por lo menos, de cabello negro y corto y el color de la piel no llegaba a verlo. Estaba medio oscuro, así que podría ser un rubio en medio de la oscuridad o un negro iluminado por la luna tenue.
Me fui acercando muy despacio, como quien no tiene deseos de conquistar a nadie.
Me di cuenta que él ya me había visto. Miré la hora como para disimular y caminé, en dirección a él, pero yéndome. No me iba a arriegar si no podía ver su rostro. Al pasar a su lado, sin mirarme golpeteó el asiento con la palma de su mano izquierda, como invitándome a sentar a su lado. Mi corazón acusó el recibo y se agitó tremendamente. Me senté y le di un beso. Se llamaba Akbar y era de piel negra.
Hablaba español con fluidez y un poco de dificultad a la vez. Se hacía entender, en realidad. Tenía las palabras que necesitaba. Llevaba ya un año en el país y vivía en su departamento con dos amigos más, también venidos de Marruecos. La charla, como siempre sucede en estos casos, rondó desde las cosas más triviales de la vida hasta las coincidencias más hondas de nuestras existencias. Arrancamos con el ya conocido “qué te gusta” y terminamos hablando de la vejez y la amistad, la incondicionalidad y las distancias. Estuvimos conversando en el banco de la plaza más de media hora.
Lo que más le incomodaba, me decía, era sencillamente ser negro en Buenos Aires. Yo le dije que se los veía cada vez más, vendiendo bijou en su clásico paragüitas. De todos modos, lo importante era que, sin darnos cuenta, ya estábamos caminando rumbo a su departamento. Cuando le pregunté si estaba solo me contó que vivía con dos amigos. Y en realidad yo quería saber si en ese momento había alguien más en la casa. Así que mientras nos acercábamos a destino volví con la misma pregunta. En el departamento estaban los dos amigos más uno que estaba de paso por el país en esas semanas. Es decir, eran cuatro en casa. Marroquíes todos ellos.
Yo tenía la palabra “fiesta” que me hacía cosquillas en la panza desde el instante en que el negro me invitó a sentarme a su lado.
Akbar vivía en el piso 12, el tiempo suficiente de ascensor como para sentir su piel negra apretándose contra mí. Y sus labios carnosos juguetear en mi frente. Así de alto era el africano.
Llegamos al piso 12, entramos en el departamento C y me encontré con que la ansiada fiesta estaba muy lejos de concretarse. Era evidente que habían estado discutiendo y el clima enrarecido se podía oler. Akner -uno de los amigos- se había ido a dormir a su cama mientras que Akbalaam -el otro- se puso a mirar una película en televisión. Por su parte, el amigo visitante, con un nombre imposible de recordar, se estaba duchando. Yo sentí que un aire frío me recorrió el cuerpo, aquietando mis hormonas al punto de la somnolencia.
¿Qué hacemos ahora? Fuimos a la cocina, nos servimos unas bebidas frías y arrimamos nuestras banquetas lo más que pudimos. Era evidente que en el departamento todos sabían de la onda de Akbar. Lo que yo no podía descifrar era si el clima enrarecido era pasajero o si se ignoraban de esa manera todos los días. Cada tanto se decían algo entre ellos y yo quedaba totalmente afuera del diálogo.
Akbar era muy cariñoso y cuidadoso. En ningún momento intentó hacer nada que yo no permitiese o no le pidiese. Se lo veía tranquilo y dueño de la situación y eso me daba mucha tranquilidad. No puedo negar que me inquietaba mucho saber que había tres hombres más en la casa mientras nosotros, en la cocina, intentábamos iniciar algo placentero.
Ok, lo reconozco de una buena vez: los quería a los tres conmigo. Era mi mayor sueño, cumplido todo junto y no se me daba porque estaban peleados entre ellos.
De todos modos, Akbar besaba bien y eso levantaba mi temperatura de una forma no prevista. Yo me sentía incómodo por las miradas que de un momento a otro aparecerían. Y apareció la primera. La del amigo salido del baño. Pasó por la cocina, toalla a la cintura, buscando no sé qué. No me interesaba. Era un tipo alto, delgado, rapado. No hablaba español, salvo las palabras esenciales. Le dijo algo a Akbar y sonrieron. Supongo que algo vinculado con nuestra situación porque su miembro asintió debajo de la toalla y aumentó levemente su tamaño. Era obvio que no podía dejar de mirarlo y él se dio cuenta hacia dónde fueron a parar mis ojos. Se fue y nos quedamos hablando, entre risas, de las medidas de los negros y del mito del tamaño. El amigo volvió enseguida con un boxer blanco, tomó un vaso, se sirvió gaseosa y se sentó en otra banqueta a mi lado. Akbar me contó que eran de la misma ciudad, pero de distinto barrio y no sé qué más. Honestamente, no presté atención a la historia de ese negro de más de metro ochenta que estaba esperando, visiblemente excitado, que simplemente me desvistiera. Akbar nos dejó solos y fue a darse él una ducha. Yo sentía que esa noche no terminaría más.
Con el amigo venido de Marruecos no tenía nada para hablar, simplemente porque no nos entendíamos. El otro había encendido el fuego y éste venía a apagarlo. Se puso de pie y nos besamos muy fuerte, con muchas ganas. Me quitó la camisa blanca y me aflojó el cinturón. Lo hizo rapidísimo. Mientras tanto, yo me quitaba las zapatillas. El ya estaba muy excitado y yo sentía su glande latir contra mi ombligo cada vez que me apretaba. Sus manos grandes separaban mis nalgas como prometiéndome quedarse entre ellas toda la noche. Y yo ya aprendí que no hay mejor dilatador que las caricias.
Me quitó el pantalón y quedamos ambos en boxer. Se sentó nuevamente, se apoyó contra la mesa y me senté sobre él, abriendo mis piernas para abarcarlo por completo. Me abracé a su cuello y me dejé besar por ese pefecto desconocido, visto hacía apenas diez minutos, que susurraba en mis oídos sonidos incomprensibles para mí. Me hacía sentir su miembro tieso y yo acariciaba mi cola contra sus piernas y contra la cabeza de su rabo, siempre sin dejar de besarnos y él sin dejar de decirme cosas que yo no entendía. Quería urgente ese miembro dentro mío. Y se lo dije con las palabras más groseras que salieron de mi vientre aprovechando que no entendía el idioma.
Fue entonces que, como el genio de la lámpara que sale al encuentro del deseo de su amo, Akbar se nos acercó, recién duchado, mojado, desnudo, erecto. Me parecía enorme por todos lados ese hombre. Puso su silla sin respaldo de frente a la de su amigo y se sentó, de modo que quedé sentado sobre el amigo de Akbar y con la espalda sobre el pecho mismo de Akbar que acariciaba mi vientre con sus enormes manos. Me incliné hacia atrás como queriendo apoyar todo mi cuerpo sobre él y sentí cómo el pene erecto de su amigo se estremecía contra mis nalgas calientes. Akbar me besó el cuello y se acercó a mi boca llevando mi cabeza hacia atrás. Su amigo levantó mis piernas y me quitó el boxer. Quedé como recostado sobre las piernas de ambos, con mi cola dispuesta en dirección al amigo de Akbar. Sentí en mi espalda el miembro viril de Akbar. Sin quitarse el boxer, el amigo sacó su enorme pene y acercó su cabeza negra y gruesa a mi ano. No me podía penetrar en esa posición y yo deseaba que no lo hiciera porque era muy grande su miembro y tenía miedo que me lastimase. Akbar me tomó de la cintura y me levantó. Quedé de espaldas a él, que siguió sentado. Con sus rodillas abrió mis piernas y, con sus manos, me inclinó levemente hacia adelante. Me acercó hasta su miembro tieso que, para mi sorpresa, ya venía aceitado desde la ducha. Sin forzar nada fui dejando que todo ese pedazo entrara dentro mío. Creí que nunca terminaría de entrar. Akbar sabía hacerlo. Una vez que entró toda su cabeza esperó y dejó que yo mismo hiciera desaparecer su virilidad en mi interior. Así lo hice. Yo quería apoyar mis nalgas sobre él y dejar de sostenerme sobre mis rodillas. Eso significaba tener todo su pene dentro mío. Así fue. Hacía mucho que un pene no me entraba tan adentro. Es más, creo que era la primera vez que me penetraban de esa manera. Yo no podía parar de gemir. Su amigo seguía sentado en su banqueta, masturbándose mientras nos miraba. Acercó su trofeo hasta mi boca y no pude más que recibirlo. Akbar no se movía: sólo me acariciaba. Me decía que no quería acabar tan rápido. Yo movía mi pelvis de adelante hacia atrás sintiendo el glande de Akbar que se acariciaba dentro mío.
Mientras pensaba en ese terrible pene dentro de mi cola sentí en mi boca el jugo caliente del amigo de Akbar que -después de un tiempo lo sabría- me estaba avisando en su idioma que estaba a punto de acabar y pensó que mis gemidos eran un “sí, acabá”.
El hecho fue que no pude más que tragar casi todo el néctar que ese negro me regalaba.
Cuando retiró su pene de mis labios me besó y volvió a sentarse. Akbar me tomó bien fuerte de la ingle, con sus dos manos, como para no permitirme escaparme. No sé cuánto tiempo ya llevábamos, pero yo sentía que mi cola estaba esperando la volcada de ese negro al que conocí en la plaza. Le pedí que acabara dentro mío. Me preguntó si no quería esperar un poco más y le dije que no. Yo ya tenía en mi lengua el sabor del semen de su amigo y no quería esperar más por el suyo. Mientras me preguntaba si así me gustaba, me apretaba contra él y yo sentía que me entraba cada vez un poco más. Sus piernas grandes se tensaron y sus brazos se pusieron tan rígidos que no pude más que dejarme vencer y aferrarme a ellos. Su explosión de semen dentro mío fue anunciada con gemidos y besos en mi cuello. Sentí su líquido viril cuando su pene fue lubricado y sus entradas y salidas fueron mucho más amplias y húmedas. Creí que detendría allí mismo, pero no fue así, sino que siguió algunos instantes más, erguido y dentro mío. Su semen caliente goteando de mi cola sobre sus piernas me daba una particular sensación de posesión de mi hombre. Lo sentí mío, tenía su semen en mí.
Mientras tanto, él se fue distendiendo, salió de mí y no permitió que me levantara. Sentí en mi espalda la velocidad de su pecho. Yo quería que ese momento no finalizace nunca.
Me preguntó si quería ducharme. Acepté y me acompañó hasta el baño.
En ese momento Akner salió de la habitación y comenzó allí lo más inquietante de esta historia.
continuará
La primera: salir a la caza por fuera del chat. Era un gran desafío. La segunda, realizar mi fantasía.
Tomé, entonces, el colectivo y bajé a dos cuadras de la plaza. Los primeros cien metros me sirvieron para arroparme de coraje y darme cuenta que no era el centro de las miradas de nadie. Los segundos cien fueron más ágiles y placenteros. Caminé más tranquilo y seguro.
El estaba sentado en un banco, de espaldas a mí. No podía verme ni darse cuenta siquiera que yo pasaría detrás suyo. Tampoco yo quería arriesgar demasiado, pues no siempre una espalda ancha y fornida suele venir acompañada de un hombre entero. Pero valía la pena acercarse un poco más. Hice un rodeo grande, de modo de poder verlo de frente y de lejos. Parecía un hombre de más de treinta años, tal vez cuarenta. A simple vista no parecía amanerado. Sus ropas era totalmente informales: jean y remera blanca. Pero él no daba sensación de informalidad. No había nada librado al azar en su modo de sentarse, en la manera cruzar las piernas, en la actitud como de quien está esprando a alguien...
No pude ver bien su rostro, pero no me importaba demasiado. Parecía un hombre alto, de 1,80 por lo menos, de cabello negro y corto y el color de la piel no llegaba a verlo. Estaba medio oscuro, así que podría ser un rubio en medio de la oscuridad o un negro iluminado por la luna tenue.
Me fui acercando muy despacio, como quien no tiene deseos de conquistar a nadie.
Me di cuenta que él ya me había visto. Miré la hora como para disimular y caminé, en dirección a él, pero yéndome. No me iba a arriegar si no podía ver su rostro. Al pasar a su lado, sin mirarme golpeteó el asiento con la palma de su mano izquierda, como invitándome a sentar a su lado. Mi corazón acusó el recibo y se agitó tremendamente. Me senté y le di un beso. Se llamaba Akbar y era de piel negra.
Hablaba español con fluidez y un poco de dificultad a la vez. Se hacía entender, en realidad. Tenía las palabras que necesitaba. Llevaba ya un año en el país y vivía en su departamento con dos amigos más, también venidos de Marruecos. La charla, como siempre sucede en estos casos, rondó desde las cosas más triviales de la vida hasta las coincidencias más hondas de nuestras existencias. Arrancamos con el ya conocido “qué te gusta” y terminamos hablando de la vejez y la amistad, la incondicionalidad y las distancias. Estuvimos conversando en el banco de la plaza más de media hora.
Lo que más le incomodaba, me decía, era sencillamente ser negro en Buenos Aires. Yo le dije que se los veía cada vez más, vendiendo bijou en su clásico paragüitas. De todos modos, lo importante era que, sin darnos cuenta, ya estábamos caminando rumbo a su departamento. Cuando le pregunté si estaba solo me contó que vivía con dos amigos. Y en realidad yo quería saber si en ese momento había alguien más en la casa. Así que mientras nos acercábamos a destino volví con la misma pregunta. En el departamento estaban los dos amigos más uno que estaba de paso por el país en esas semanas. Es decir, eran cuatro en casa. Marroquíes todos ellos.
Yo tenía la palabra “fiesta” que me hacía cosquillas en la panza desde el instante en que el negro me invitó a sentarme a su lado.
Akbar vivía en el piso 12, el tiempo suficiente de ascensor como para sentir su piel negra apretándose contra mí. Y sus labios carnosos juguetear en mi frente. Así de alto era el africano.
Llegamos al piso 12, entramos en el departamento C y me encontré con que la ansiada fiesta estaba muy lejos de concretarse. Era evidente que habían estado discutiendo y el clima enrarecido se podía oler. Akner -uno de los amigos- se había ido a dormir a su cama mientras que Akbalaam -el otro- se puso a mirar una película en televisión. Por su parte, el amigo visitante, con un nombre imposible de recordar, se estaba duchando. Yo sentí que un aire frío me recorrió el cuerpo, aquietando mis hormonas al punto de la somnolencia.
¿Qué hacemos ahora? Fuimos a la cocina, nos servimos unas bebidas frías y arrimamos nuestras banquetas lo más que pudimos. Era evidente que en el departamento todos sabían de la onda de Akbar. Lo que yo no podía descifrar era si el clima enrarecido era pasajero o si se ignoraban de esa manera todos los días. Cada tanto se decían algo entre ellos y yo quedaba totalmente afuera del diálogo.
Akbar era muy cariñoso y cuidadoso. En ningún momento intentó hacer nada que yo no permitiese o no le pidiese. Se lo veía tranquilo y dueño de la situación y eso me daba mucha tranquilidad. No puedo negar que me inquietaba mucho saber que había tres hombres más en la casa mientras nosotros, en la cocina, intentábamos iniciar algo placentero.
Ok, lo reconozco de una buena vez: los quería a los tres conmigo. Era mi mayor sueño, cumplido todo junto y no se me daba porque estaban peleados entre ellos.
De todos modos, Akbar besaba bien y eso levantaba mi temperatura de una forma no prevista. Yo me sentía incómodo por las miradas que de un momento a otro aparecerían. Y apareció la primera. La del amigo salido del baño. Pasó por la cocina, toalla a la cintura, buscando no sé qué. No me interesaba. Era un tipo alto, delgado, rapado. No hablaba español, salvo las palabras esenciales. Le dijo algo a Akbar y sonrieron. Supongo que algo vinculado con nuestra situación porque su miembro asintió debajo de la toalla y aumentó levemente su tamaño. Era obvio que no podía dejar de mirarlo y él se dio cuenta hacia dónde fueron a parar mis ojos. Se fue y nos quedamos hablando, entre risas, de las medidas de los negros y del mito del tamaño. El amigo volvió enseguida con un boxer blanco, tomó un vaso, se sirvió gaseosa y se sentó en otra banqueta a mi lado. Akbar me contó que eran de la misma ciudad, pero de distinto barrio y no sé qué más. Honestamente, no presté atención a la historia de ese negro de más de metro ochenta que estaba esperando, visiblemente excitado, que simplemente me desvistiera. Akbar nos dejó solos y fue a darse él una ducha. Yo sentía que esa noche no terminaría más.
Con el amigo venido de Marruecos no tenía nada para hablar, simplemente porque no nos entendíamos. El otro había encendido el fuego y éste venía a apagarlo. Se puso de pie y nos besamos muy fuerte, con muchas ganas. Me quitó la camisa blanca y me aflojó el cinturón. Lo hizo rapidísimo. Mientras tanto, yo me quitaba las zapatillas. El ya estaba muy excitado y yo sentía su glande latir contra mi ombligo cada vez que me apretaba. Sus manos grandes separaban mis nalgas como prometiéndome quedarse entre ellas toda la noche. Y yo ya aprendí que no hay mejor dilatador que las caricias.
Me quitó el pantalón y quedamos ambos en boxer. Se sentó nuevamente, se apoyó contra la mesa y me senté sobre él, abriendo mis piernas para abarcarlo por completo. Me abracé a su cuello y me dejé besar por ese pefecto desconocido, visto hacía apenas diez minutos, que susurraba en mis oídos sonidos incomprensibles para mí. Me hacía sentir su miembro tieso y yo acariciaba mi cola contra sus piernas y contra la cabeza de su rabo, siempre sin dejar de besarnos y él sin dejar de decirme cosas que yo no entendía. Quería urgente ese miembro dentro mío. Y se lo dije con las palabras más groseras que salieron de mi vientre aprovechando que no entendía el idioma.
Fue entonces que, como el genio de la lámpara que sale al encuentro del deseo de su amo, Akbar se nos acercó, recién duchado, mojado, desnudo, erecto. Me parecía enorme por todos lados ese hombre. Puso su silla sin respaldo de frente a la de su amigo y se sentó, de modo que quedé sentado sobre el amigo de Akbar y con la espalda sobre el pecho mismo de Akbar que acariciaba mi vientre con sus enormes manos. Me incliné hacia atrás como queriendo apoyar todo mi cuerpo sobre él y sentí cómo el pene erecto de su amigo se estremecía contra mis nalgas calientes. Akbar me besó el cuello y se acercó a mi boca llevando mi cabeza hacia atrás. Su amigo levantó mis piernas y me quitó el boxer. Quedé como recostado sobre las piernas de ambos, con mi cola dispuesta en dirección al amigo de Akbar. Sentí en mi espalda el miembro viril de Akbar. Sin quitarse el boxer, el amigo sacó su enorme pene y acercó su cabeza negra y gruesa a mi ano. No me podía penetrar en esa posición y yo deseaba que no lo hiciera porque era muy grande su miembro y tenía miedo que me lastimase. Akbar me tomó de la cintura y me levantó. Quedé de espaldas a él, que siguió sentado. Con sus rodillas abrió mis piernas y, con sus manos, me inclinó levemente hacia adelante. Me acercó hasta su miembro tieso que, para mi sorpresa, ya venía aceitado desde la ducha. Sin forzar nada fui dejando que todo ese pedazo entrara dentro mío. Creí que nunca terminaría de entrar. Akbar sabía hacerlo. Una vez que entró toda su cabeza esperó y dejó que yo mismo hiciera desaparecer su virilidad en mi interior. Así lo hice. Yo quería apoyar mis nalgas sobre él y dejar de sostenerme sobre mis rodillas. Eso significaba tener todo su pene dentro mío. Así fue. Hacía mucho que un pene no me entraba tan adentro. Es más, creo que era la primera vez que me penetraban de esa manera. Yo no podía parar de gemir. Su amigo seguía sentado en su banqueta, masturbándose mientras nos miraba. Acercó su trofeo hasta mi boca y no pude más que recibirlo. Akbar no se movía: sólo me acariciaba. Me decía que no quería acabar tan rápido. Yo movía mi pelvis de adelante hacia atrás sintiendo el glande de Akbar que se acariciaba dentro mío.
Mientras pensaba en ese terrible pene dentro de mi cola sentí en mi boca el jugo caliente del amigo de Akbar que -después de un tiempo lo sabría- me estaba avisando en su idioma que estaba a punto de acabar y pensó que mis gemidos eran un “sí, acabá”.
El hecho fue que no pude más que tragar casi todo el néctar que ese negro me regalaba.
Cuando retiró su pene de mis labios me besó y volvió a sentarse. Akbar me tomó bien fuerte de la ingle, con sus dos manos, como para no permitirme escaparme. No sé cuánto tiempo ya llevábamos, pero yo sentía que mi cola estaba esperando la volcada de ese negro al que conocí en la plaza. Le pedí que acabara dentro mío. Me preguntó si no quería esperar un poco más y le dije que no. Yo ya tenía en mi lengua el sabor del semen de su amigo y no quería esperar más por el suyo. Mientras me preguntaba si así me gustaba, me apretaba contra él y yo sentía que me entraba cada vez un poco más. Sus piernas grandes se tensaron y sus brazos se pusieron tan rígidos que no pude más que dejarme vencer y aferrarme a ellos. Su explosión de semen dentro mío fue anunciada con gemidos y besos en mi cuello. Sentí su líquido viril cuando su pene fue lubricado y sus entradas y salidas fueron mucho más amplias y húmedas. Creí que detendría allí mismo, pero no fue así, sino que siguió algunos instantes más, erguido y dentro mío. Su semen caliente goteando de mi cola sobre sus piernas me daba una particular sensación de posesión de mi hombre. Lo sentí mío, tenía su semen en mí.
Mientras tanto, él se fue distendiendo, salió de mí y no permitió que me levantara. Sentí en mi espalda la velocidad de su pecho. Yo quería que ese momento no finalizace nunca.
Me preguntó si quería ducharme. Acepté y me acompañó hasta el baño.
En ese momento Akner salió de la habitación y comenzó allí lo más inquietante de esta historia.
continuará
3 comentarios - Uno por vez
Gracias por compartir